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jueves, 22 de agosto de 2013

El motín de la trucha

Ahora vamos a contar el maravilloso suceso que tuvo lugar en Zamora en el año de 1158, siendo rey de León don Fernando II.
El monarca leonés había concedido a don Ponce de Cabrera la gobernación de la ciudad de Zamora. Este individuo, un leonés de mala ralea, infame donde los hubiera, se había convertido en el tirano más despiadado del reino. Era de aquellos cortesanos avispados que se aprovechan del trabajo ajeno y cuyo único interés consiste en medrar a costa de los demás. Mediante argucias y conspiraciones había logrado acceder al poder sobre los zamoranos, cosa que pocos merecen y muchos logran.
No tardó don Ponce de Cabrera en dar verdaderas muestras de su carácter: se reunía con otros nobles de la ciudad y organizaba suntuosas fiestas y orgías en los palacios. Vivía amancebado con tres rameras y su misma mujer se refocilaba con Gómez Álvarez, un señor pendenciero de la ciudad. Por éstas y otras razones, el gobernador de Zamora era conocido como el señor Cabronera, y de este modo los zamoranos se burlaban de él.
Pero los ciudadanos comenzaron a sufrir muy pronto las arbitrariedades de don Ponce, porque éste favorecía a los nobles y aumentaba los tributos de manera desproporcionada. Comenzó, por tanto, a surgir el descontento y la irritación contra este hombre. Los pecheros, nombre que se le daba a los artesanos y comerciantes obligados a pagar impuestos, se reunían en gremios y comunidades y trataban de contrarrestar las iniquidades del señor. Pero don Ponce no atendía a sus súplicas: bien al contrario, cargaba contra ellos y aumentaba el valor de las contribuciones cuando le venía en gana.
La gota que colmó el vaso fue el decreto de compras establecido en el año 1158. Según esta ordenanza, el mercado permanecería cerrado para los plebeyos hasta las doce de la mañana y sólo a partir de esta hora podrían realizar sus compras. Lo cual significaba que las mejores piezas de carne y pescado serían para los nobles. De modo que ahí tenemos a los pobres artesanos y mercaderes, esperando ante los soldados a que dieran las doce; mientras, los criados de los señores, con su correspondiente pasaporte, comprarían el mejor pan reciente, las carnes y solomillos de mejor traza, y los pescados y salazones más suculentos. Quedaban para los ciudadanos comunes las mollejas, las babas y los desperdicios.
Puede imaginarse hasta qué punto los zamoranos estaban irritados contra su señor. Pero estas gentes son pacíficas y soportan con paciencia las ignominias y las afrentas que les perpetran. En raras ocasiones se echan a la calle y, por muy fuerte que los azoten, nunca responden porque son de naturaleza humilde. Por esta razón los zamoranos han visto menguar su ciudad con los años, hasta verla convertida en un pueblucho en el que nadie repara, y así, la que fuera capital del reino más importante de la Edad Media, ha venido a ser la mofa y la burla de todos.
Pero volvamos a los tiempos heroicos, cuando los ciudadanos de Zamora aún tenían sangre en las venas y podían rebelarse contra las arbitrariedades y la prepotencia de los señores.
El decreto sobre compras fue más de lo que los zamoranos podían soportar: con todo, hubo quien se ocupó de sosegar a los plebeyos y de convencerlos de que tanto mejor sería callar y ver en qué paraba la cosa. En cierta ocasión, la mujer de un zapatero aguardaba el turno de las doce. Los criados de los señores habían ya realizado sus compras y habían dejado el mercado limpio de las mejores piezas. Cuando el reloj dio las doce, los pecheros y los plebeyos entraron en el recinto del mercado y comenzaron a comprar lo que buenamente encontraban. La mujer del zapatero visitó el puesto de un pescadero y éste le ofreció una estupenda trucha a buen precio, de modo que cerraron el trato. Pero cuando la zapatera iba a meter su compra en la cesta, vino el criado de don Gómez Álvarez y dijo que aquella trucha le pertenecía. A pesar de las súplicas y las reconvenciones de todos los testigos, el criado afirmó que la trucha era suya y que se la llevaba: y más: que si tenían algo que decir, que fueran a hablar con su señor o con don Ponce, el gobernador.
Los pecheros hicieron comisión y fueron al palacio de don Ponce para pedirle cuentas, pero éste los hizo azotar y fueron expulsados y vejados. Entonces, los ciudadanos de Zamora urdieron la revolución y salieron a la calle con teas ardientes, hoces y guadañas. Asaltaron los palacios y colgaron a muchos nobles; otras casas señoriales fueron asadas con fuego y a muchas damiselas se le cortaron las haldas como a las prostitutas. Los enfurecidos ciudadanos llegaron a quemar los silos y los almacenes, y no les importaba que ellos mismos llegaran a pasar hambre durante los próximos meses.
Los nobles y algunos señores que habían podido escapar se refugiaron en la antigua iglesia de San Román, porque según las leyes universales, nadie puede entrar en las iglesias y cometer sacrilegio de violencia. Pero los ánimos estaban exaltados: bien sabían los zamoranos que los clérigos estaban contentos con don Ponce, el Cabronera, y que el obispo y sus secuaces se habían aprovechado de la tiranía del señor para vivir como reyes, a costa del pueblo. De modo que no respetaron la ley y cercaron la iglesia de San Román, donde se habían guarecido don Ponce y los suyos. Pasaban las horas y las antorchas refulgían en torno al templo: algunos pecheros llevaron carros de paja y cubrieron la iglesia con el ánimo de hacer un horno en la iglesia, y asar vivos a todos los infames nobles.
A punto estaban de prender fuego a la iglesia cuando, de pronto, vieron salir por una ventana saetera las hostias consagradas: ¡las figuras divinas volaban verdaderamente! En esto vieron los zamoranos un milagro y comprendieron que el Señor abandonaba a los tiranos y se ponía de parte del pueblo humillado. Las hostias volaron por el cielo y fueron a refugiarse en una custodia cercana. Y cuando todas las hostias hubieron salido, los zamoranos prendieron fuego al templo y todos aquellos miserables murieron calcinados dentro.
Don Fernando rey de León se enojó mucho con Zamora, porque no habían respetado la ley de la iglesia y habían atentado contra don Ponce de Cabrera, favorito suyo. Pero los pecheros hicieron nuevamente comisión y se llegaron a la corte, que estaba en León. Allí expusieron al por menor todo lo que había sucedido y cuán injusto fue don Ponce con el decreto de compras. Sin embargo; él monarca les dijo que no tenía potestad para perdonarles y que pidieran penitencia al Papa de Roma. Se enviaron cartas y, al cabo de pocos meses, llegaron noticias del Santo Padre. Este les decía que habían actuado de muy mala manera, aunque si las hostias habían volado... el pecado era menor. Mas como habían destruido una iglesia, se les ordenó que bajo presupuesto de la ciudad de Zamora se hiciera construir un nuevo templo, que llevaría por nombre el de la Virgen. Y con este motivo se les enviaba algunos objetos que deberían colocar en la nueva iglesia.
Los zamoranos, devotos y píos, levantaron en pocos años la iglesia de Santa María, llamada la Nueva, por estar emplazada sobre las cenizas de la que quemaron con motivo del Motín de la Trucha.

Fuente: Jose Calles Vales

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