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sábado, 24 de agosto de 2013

El caballero sediento

Un caballero de la tropa del Cid paseaba por tierras aún en poder de los árabes cuando, en el bosque, vio a una bella joven. Al preguntarle quién era, ésta le contestó que era hebrea y servía como esclava de Ali-Ben-Abdallá.
Casualmente acababa de escaparse porque él quería que formase parte de su harén y ella se negaba.
El caballero, impresionado y conmovido por la historia de la joven, le prometió ayudarla a conseguir su libertad si ella, a cambio, le ofrecía agua para beber. La joven se entristeció al contestar que no sabía dónde encontrar agua, pues llevaba toda la jornada huyendo y en el camino no había conseguido encontrar ni una fuente ni un arroyo en el que calmar su sed.
-Ojalá ese dios vuestro hiciera manar de la tierra un manantial -clamó ella-. Me haría cristiana y os ayudaría a que vuestro Cid Campeador conquistase estas tierras árabes.
Apenas había pronunciado estas palabras cuando de la tierra brotó un manantial que corrió en forma de arroyuelo sobre el prado. Sobrecogidos de emoción, ambos se agacharon para beber.
Después, la joven se despidió del caballero, que siguió su camino tan asombrado como convencido de la honestidad de la nueva cris-tiana.
Al día siguiente, la región de Escalona cayó en poder de los cris-tianos y la bandera de Castilla ondeó en las almenas de sus torres. Alfonso VI, rey de Castilla, que era en realidad el caballero del episo-dio, cumplió su palabra de liberar a la hebrea y ella se hizo cristiana y entró en un convento de religiosas.
En cuanto al manantial, todavía hoy se le conoce como «la fuente de la mora».

0.999.3 anonimo leyendas -

El barco fantasma

En la isla de Galway vivía un pescador que tenía diez hijos. La mayor, Maureen, era una muchacha bella y trabajadora que solía salir con su padre a pescar. Cierta noche, mientras navegaban, se formó una tormenta que dio al traste con su barca. Cuando padre e hija intentaban mantenerse a flote, vieron un velero blanco que se les acercaba, pero tuvieron que saltar de su barca porque ésta hacía agua.
Cuando el padre quiso darse cuenta, el barco había desaparecido y tampoco encontró a su hija, pero tuvo fuerzas para mantenerse a flote hasta que otra barca lo recogió. En cambio, a Maureen no pudieron encontrarla ni el mar devolvió a la playa su cuerpo ahogado. El padre creyó que a su hija se la había llevado aquel misterioso velero fantasma. Y así, tanto el padre como sus restantes hijos pasaron los años sin olvidar la memoria de su querida Maureen.
Cierta noche de invierno, estando la familia reunida, alguien llamó a la puerta de su casa. Era una mujer que dijo:
-Soy Maureen, ¿no me reconocéis por los ojos y la voz?
Había cambiado; sus cabellos, largos hasta las rodillas, parecían de oro. Su traje se diría hecho de la espuma de las olas y el manto que la cubría era suave como las algas.
Les pidió un vestido sencillo y rogó a su madre que la peinara con el pelo recogido, porque de ese modo seguro que les resultaría a todos más familiar.
Entonces volvió a ser la Maureen de antes.
Maureen les contó que en el naufragio alguien la recogió desde el barco fantasma y navegaron hasta un lugar mágico donde viven las hadas. De hecho, la habían convertido en una de ellas y se había casado con su rey. Pero aunque era feliz, no había conseguido desprenderse del todo de su corazón humano y por eso había solicitado a su marido que le permitiese volver por una vez a su hogar de Galway.
Maureen pasó dos días con su familia pero después, a pesar de los requerimientos de su madre, tuvo que marcharse.
Cinco años después, estando el padre en la playa, vio acercarse a su hija en una lancha.
-He tardado tanto en volver -le explicó- porque mi esposo temía que si venía, me retuvieseis con vosotros. Por eso tienes que prome-terme que jamás lo intentarás.
El padre aceptó y Maureen y él fueron juntos al hogar. Allí les contó que era feliz e incluso tenía un hijo al que quería con toda el alma.
Sin embargo... seguía sintiendo su corazón humano y echaba de menos a su familia.
A pesar de todo, esta vez Maureen regresó al mar al día siguiente. Así se aseguró el poder regresar a tierra de vez en cuando.
Pasaron los años y un mal día murió el padre de Maureen. Cuando su madre también cayó enferma, la joven regresó a casa para acompañar a la anciana en su lecho de muerte. Maureen le rogó que, con su último aliento, pidiera a Dios para que, cuando le llegara el día, también ella pudiera morir como una mujer cristiana.
Después de morir la madre, los hermanos de Maureen se repartieron por el mundo y sólo el más joven se quedó en la cabaña del pescador. Allí continuó con el oficio, allí llevó a la mujer que fue su esposa y allí nacieron también sus hijos.
Cierta noche llamó a la puerta Maureen, aún joven y bella a pesar del paso de los años.
En cuanto se puso su traje de faena y empezó a peinarse, se obró la transformación ante los ojos atónitos de su familia: poco a poco se fue convirtiendo en una anciana y su pelo se tornó de un blanco ceniciento.
Su hermano pequeño la tomó en brazos con la certeza de que aquél era su final.
Y así, abrazada por su hermano y como buena mujer cristiana, fue a morir en su hogar y entre los suyos, como le había pedido a su madre que le rogara a Dios.

0.999.3 anonimo leyendas -

Cuando habla el ganado

Érase una vez un granjero que se empeñaba en negar todo lo sobrenatural. Cierta Nochebuena, cerca de la medianoche, se fue al establo a tumbarse junto a sus bueyes: quería demostrar que era falsa la idea de que éstos hablaban cada Nochebuena a medianoche.
Sin embargo, para su sorpresa, al sonar las doce campanadas uno de los bueyes se puso a conversar con el otro:
-Me da pena nuestro amo. Pensar que dentro de poco llevaremos su ataúd al cementerio...
-Yo también lo siento -dijo el otro buey.
Es un poco bruto, pero es un buen amo.
El granjero, atónito, se dijo que aquellosanimales no le llevarían al camposanto, y alotro día los vendió para deshacerse de ellos.
Mas ocurrió que llegó a la comarca una epidemia que terminó con todas las reses menos con aquel par de bueyes. El granjero también enfermó y, al poco, murió. Y como no quedaban más bestias de tiro, ellos dos fueron los encargados de tirar del carro que llevaba el ataúd del incrédulo hombre hasta el cementerio.

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Atalanta e hiopómenes

El rey Esqueneo de Esciros había educado a su hija Atalanta sin privarla de ningún capricho. La joven era una experta cazadora y se pasaba el día practicando, hasta el punto de que nadie se atrevía a competir con ella.
Pero a fuerza de matar animales, su corazón se había endurecido. Había terminado por parecer fría como el hielo y más dura que el acero de su espada y más cortante que las flechas que utilizaba para sus cacerías.
Con semejante carácter, había perdido muchos pretendientes y ya quedaban pocos hombres que se fijaran en ella.
Pero cierto día llegó al Olimpo Hipómenes, un joven valeroso de pasado desventurado.
Venus, compadecida de él, le entregó tres manzanas de oro del Jardín de las Hespérides y le aleccionó sobre cómo utilizarlas para vencer en una carrera a Atalanta cuyo premio era, precisamente, su mano. Él tenía que dejarlas caer distanciadas y ella volvería sobre sus pasos a recogerlas. Mientras tanto, el muchacho podría seguir corriendo, y así llegó vencedor para casarse con Atalanta.

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Leyenda del conde de zafra

La historia del conde de Zafra, en realidad, sólo se recuerda en la famosa frase proverbial «Llover más que cuando enterraron a Zafra», que se utiliza para designar lluvias copiosas o extremas. Con toda probabilidad el relato es una reconstrucción de una primitiva historia, seguramente, más compleja. Lo que se tiene en la actua­lidad es casi un cuento, simplificado en la historia popular. Pero estas simplificaciones son muy útiles desde el punto de vista narrativo o literario, porque condensan la acción y remiten siempre, como ocurre en el romancero, a los acontecimientos más emotivos y sustanciales.
En ocasiones se cita la fecha de 1460 para situar cronológica-mente la peregrina historia del conde de Zafra; se habla de la ciudad de Granada o de la provincia; y, en fin, los protagonistas parecen extraídos de alguna crónica romántica, donde las predicciones de gitanas o las maldiciones tienen un lugar predominante. En el relato que ahora se va a leer se han tenido en cuenta las ya clásicas contradicciones y los típicos anacronismos de este tipo de leyendas, y se han subsanado remitién­donos a crónicas antiguas que, si no son enteramente ciertas, guardan algún tanto de rigor histórico.
La leyenda del conde de Zafra comienza en los años de la conquista del Reino de Granada. Los reyes cristianos tentaban la suerte en las inmediaciones de la ciudad de la Alhambra y trataban de acosar a los infieles, los cuales sostenían guerras civiles que poco a poco iban minando su resistencia.
El conde de Zafra, hombre orgulloso y tirano donde los hubiera, había sido designado alcaide de un pequeño pueblo junto al río Darro. Desde la torre del castillo podía divisar la Alhambra y se le había encomendado la vigilancia de Granada. Cada día, el señor de Zafra enviaba mensajeros a la Corte cristiana indicando pormeno­rizadamente si los moros iban o venían, y cuáles eran sus preparativos de guerra.
Aquel verano hacía mucho calor y las lluvias de primavera habían sido escasas. Tampoco el invierno dejó neveros en las sierras, de modo que el estío se presentaba angustioso para todas las gentes de la vega granadina. No tardaron en aparecer los primeros síntomas de la sequía: los pozos quedaban enfangados, las acequias no traían agua y los campos se morían sin remedio.
Como ocurre en estas ocasiones, los hortelanos ceden ante la agonía de sus plantas y las abandonan: racionaban el agua como mejor podían y acudían a los famosos tribunales de las aguas para dirimir los conflictos de regadío. Sin embargo, en aquella ocasión el peligro era mayor, porque la sequía fue pertinaz y la escasez de agua afectaba ya a la garganta de los hombres: verdaderamente se comenzaba a pasar sed.
Ni siquiera los moros, tan diestros en el manejo de las acequias, lograban mantener el abastecimiento de líquido para sus huertas y jardines, y la zona se convirtió pronto en un erial seco y desolado. Sólo en el castillo del señor de Zafra podían gozar con el privilegio de un pozo casi inagotable.
A pesar de las penurias de los aldeanos, el conde de Zafra se negaba a sacar agua de su pozo, afirmando que eran muchas las necesidades del castillo y que el agua de éste se dedicaría íntegramente al abastecimiento de las tropas. Era muy necesario mantener a la soldadesca contenta y sin resentimientos, porque la campaña contra el moro tocaba a su fin y eran momentos cruciales. Con todo, el conde de Zafra repartía cántaros de agua entre los cristianos, pero dejaba que los moros que aún permanecían en el pueblo se murieran de sed.
Cada mañana se formaban grandes hileras de gentes a la puerta del castillo y suplicaban por Dios un jarrillo de agua con el que mitigar la gran sed que pasaban. El conde de Zafra les concedía medio cántaro a cada padre de familia, pero había ordenado que no se le diera agua a los moros bajo ningún pretexto.
Cierto día, una joven mora logró hacerse un hueco en la muchedumbre y, con el rostro cubierto, pidió que se le llenara un cántaro para dar de beber a sus hijos. Los soldados le entregaron su cántaro lleno de agua pero, cuando iba a retirarse, la detuvieron, obligándola a que se descubriera el rostro y dijera si era mora o cristiana. La trampa se desveló y los vasallos del conde de Zafra la cubrieron de cadenas y la llevaron ante el señor. El conde, furioso, ordenó que azotaran a la pobre muchacha: tomó en sus manos el cántaro de barro y lo estrelló contra el muro del castillo. La vasija quedó rota en ciento once pedazos, y éste fue el número de latigazos que recibió la joven mora. Y todo esto lo hizo a la vista del pueblo, para que se conociera que nadie se burlaría del conde de Zafra.
Ensangrentada y moribunda, la muchacha fue expulsada del castillo pero, antes de abandonar el recinto amurallado, la joven se encaró con el conde y le dijo:
-¡Maldito seas tú y todos los que como tú son! ¡Del agua que nos robas has de morir y el agua ha de llevarse tu cadáver, infame!
No pudo tolerar estas amenazas el señor de la fortaleza y, sacando su espada, la mató allí mismo e hizo que se colgara el cuerpo desnudo de la muchacha en lo más alto de la torre, y que estuviera allí durante siete días.
Así se hizo y todos los lugareños comprobaron cuán terrible era el señor de Zafra y la violencia con que se empleaba contra los moros.
Pero los vientos fueron contrarios y muy pronto se verificó la maldición de la mora. Cumplidos los siete días, el cadáver podrido de la joven fue entregado a sus deudos y aquel mismo día el conde enfermó. Es de suponer que el agua del pozo se enturbió y que no sólo el conde se viera postrado y delirante. Lo cierto es que los galenos apenas pudieron hacer nada por salvarle la vida y, tras una larga lucha contra la enfermedad, la fiebre lo fue consumiendo y murió.
El mismo día de su muerte se reunieron en la capilla muchos nobles cristianos para velar el cadáver de su amigo y en aquel recinto de luto y tristeza se corrió la voz de la maldición de la mora. Durante toda la noche se oyeron truenos y se vieron los pálidos resplandores de los rayos, hasta que, de pronto, se desataron los cielos y comenzó a llover de un modo tremendo. El mismísimo firmamento parecía abatirse sobre Granada y los patios y las calles quedaron inundadas en muy breve tiempo. El río Darro, que había permanecido seco durante todo el verano, comenzó a arrastrar piedras y fango, y un torrente violentísimo ocupó el cauce. El castillo, situado junto al río, apenas soportaba las embestidas del caudal, que arrastraba a su paso árboles, maleza, puentes y rocas traídas desde la montaña.
Los nobles que velaban a Zafra vieron con temor que el palacio se tambaleaba y que el río amenazaba con inundar la capilla ardiente. Salieron del castillo y fueron a refugiarse en la iglesia, pidiendo a Dios que les librara de aquel nuevo diluvio universal.
En tanto, seguía lloviendo y los torrentes reventaban puentes y casas, añadiendo su furia a la del río Darro que, como fiero corcel, no había forma de dominar. Finalmente, el río comió los cimientos de una parte del castillo y los muros cayeron con estrépito sobre la corriente que, sin esfuerzo, arrastraba las rocas y las estrellaba en los márgenes. A la vista de todo el pueblo quedó el féretro del conde de Zafra y no faltó quien, en un murmullo, recordara las palabras proféticas de la mora injustamente asesinada.
Al fin, el río extendió sus lenguas de agua y atrapó el ataúd del conde: como un barquichuelo a merced de la tempestad, el féretro navegó sobre las olas del Darro y se perdió bajo los ojos del puente. Algunos aldeanos vieron que el muerto abrió sus ojos y que su rostro reflejó un terror angustioso, pero esto son habladurías. Lo cierto es que la torrentera llevó el cadáver de Zafra hasta el barranco y allí se despeñó hacia los abismos, sin que nadie volviera a encontrar su cuerpo ni se supiera más de las joyas y cordones de oro que lo adornaban en la hora de su muerte.
Al fin el cielo se abrió y dejó pasar los cálidos rayos de luz que, como siempre, hacen brillar la hermosa vega de Granada.

Fuente: Jose Calles Vales

0.104.3 anonimo (mexico) - 018

Tlazolteotl

Tlazolteotl era la diosa azteca del amor y de la hermosura, así como de los placeres en general; su inmenso poder llegaba a todos los hombres sin excepción, a los cuales podía incitar al pecado de la lujuria, si bien poseía, a la par, la facultad de perdonarlos mediante el arrepentimiento en el último instante.
Habitaba Tlazolteotl en unos maravillosos verjeles de espesas frondas y arrulladoras fuentes, que cubrían de verdor extensas praderas tapizadas de variadas y extrañas flores de mil colores y deliciosos aromas, las cuales embriagaban los sentidos e inspiraban en los humanos pasiones irrefrenables. Se hallaba, tan misterioso jardín, por encima de las nubes y de los vientos, en la región etérea del noveno cielo, cuya entrada estaba terminantemente prohibida a todo varón, fuese dios u hombre, pues nadie podía hollar con sus pies la mansión celestial de la diosa. Ella se entretenía allí en recoger flores, cuyo aroma derramaba hasta donde moraban los hombres, o tejiendo ropas maravillosas hechas de pétalos y de mariposas de oro. A su servicio había seres que llevaban sus mensajes a los hombres para encenderles la pasión.
En la tierra, haciendo vida de anacoreta, en rígida y austera penitencia, vivía un hombre llamado Iappan, el cual, habiéndose separado de su mujer y de sus hijos, y escapando de las humanas pasiones, moraba en la más completa soledad, dedicado a la contem-plación de la divinidad y mortificando su vida humana para conseguir a la postre la ventura de la vida divina.
Muchas veces, su enemigo mortal, llamado Iaotl, había intentado desviarle de aquella senda del bien para hacer que pecase; mas todos sus esfuerzos resultaron en vano, porque se estrellaba el maligno contra el admirable temple del ermitaño, que sin vacilar resistía todos los embates.
Enterada de ello la bella y pérfida Tlazolteotl, decidió conquistarle. Y saboreando su triunfo se presentó un día ante el virtuoso Iappan, mostrando la más extraordinaria hermosura que jamás contemplaran los desmesura-damente abiertos ojos del hombre. Le hizo creer que era enviada delos dioses para ayudarle a proseguir en su vida sacrificada, que tan buena acogida había tenido entre las divinidades. Iappan nada sospechó, y ella le pidió que le tendiera la mano para subir a donde él se hallaba, en lo alto de una roca. El hombre accedió; pero al sentir el tenue contacto de la pérfida mujer, zozobró toda su virtud y un frenético anhelo de poseerla se apoderó de él, frenesí que no le abandonó hasta haberla conseguido, echando así por tierra todos sus años de piadosa contemplación y de soledad heroica.
El fuerte y enérgico Iappan, vencido entonces y derrotado por el pecado, fácilmente fue sojuzgado por su mortal enemigo Iaotl, que, cayendo con saña sobre su víctima, le martirizó para luego estrangularlo.
Los dioses, que presenciaban aquella lucha, se compadecieron del infortunio de Iappan; y en atención a sus muchos años de virtud, le devolvieron la vida, pero transformándolo en un escorpión.
Quisieron castigar también al perverso Iaotl y le convirtieron en langosta, en cuya forma siguió ejerciendo la maldad.

0.063.3 anonimo (mexico) - 023

Tepozton

Los dioses que moran entre las nubes están muy atareados. Entre sus ocupaciones más importantes se cuenta la de enviar lluvia a la tierra cuando es menester, para que no se arruinen las cosechas; administran también los vientos, y cuando hacen algún descubrimiento de capital importancia, se lo enseñan a los hombres. Los dioses, pues, han adiestrado al pueblo mexicano a tejer sus trajes, a trazar caminos entre los bosques y entre los montes y un sinfín de cosas provechosas.
Cuando permanecen ociosos, juegan los dioses a la pelota sobre las nubes, saltando de una nube a otra, o yacen tranquila y pacífica-mente para fumarse una pipa.
Hace mucho tiempo hubo un dios muy joven. Se aburría en exceso de tanta rutina. Andaba triste y meditabundo. Al preguntarle uno de los diosess por qué estaba tan aburrido, contestó que deseaba tener un hijo.
Con ese propósito, bajó un buen día a la tierra y vagó por sus confines. Nadie sabía que se trataba de un dios, porque su aspecto era el corriente en un común mortal. En sus andanzas llegó hasta un arra .yo, y conoció allí a una bella muchacha que iba a llenar su cántara de agua cristalina. Pronto quedaron prendados el uno del otro, y meses después tuvieron un hijo.
El dios se sentía sumamente satisfecho de su paternidad y feliz con su querida mujer. Pero tuvo que abandonarles porque tenía mucho que hacer en el cielo: debía ayudar a regular las lluvias y los vientos, ya que, de lo contrario, se echarían a perder las cosechas y hasta su propia familia moriría de hambre.
Se despidió cariñosamente de su esposa y de su hijo y desapa-reció.
La joven mujer vio que en el lugar en donde se despidieran, sobre el suelo, había una hermosa piedra verde. Cogiéndola, la agujereó y se la colgó al niño del cuello.
Entonces, al encontrarse sola, decidió volver a la casa de sus padres. Estos la recibieron de mala manera; incluso querían matar al niño, pues decían que un hijo sin padre era una deshonra y que no tenía, en consecuencia, derecho a la vida.
La muchacha, entonces, huyó de su casa; vagó por los campos, y al anochecer decidió dejar al niño sobre una frondosa planta y regresar a su casa llorando. Sus padres pensaron que lo había matado.
Al día siguiente corrió a ver a su pequeño y lo encontró rodeado de carnosas hojas que la planta había curvado sobre él, para que no le molestase el sol. Dormía profunda y tranquilamente; y goteaba sobre su boquita un líquido lechoso, dulce y tibio, que manaba de las hojas.
La madre pasó el día con él, muy felizmente. Pero al anochecer hubo de dejarlo en el campo de nuevo, pues sus padres deseaban matarlo. Aquella noche puso al pequeño sobre un hormiguero.
A la mañana siguiente lo encontró cubierto de pétalos de rosas, sonriente y tranquilo. Unas hormigas le llevaban los pétalos, mientras otras le llevaban miel, que depositaban cuidadosamente en los labios del niño. La mujer del dios tenía mucho miedo de que sus padres descubriesen el paradero del hijo, y por ello decidió meterlo en una cajita y echarlo a las aguas del río.
Así lo hizo, y pronto desapareció la caja, empujada aguas abajo por la corriente.
Junto a la orilla del río vivían unos pescadores que deseaban tener un hijo. Cuando el pescador encontró la caja en el río y vio que dentro había un hermoso niño, se lo llevó a su mujer. Ella, loca de alegría, le hizo trajes y calzas para abrigarlo convenientemente.
-¿Cómo le llamaremos?
-Trae una piedra verde colgada de su cuello; como esta piedra sólo se encuentra en las montañas, le llamaremos Tepozton, el niño de la montaña -dijo el pescador lleno de gozo.
El niño creció muy felizmente con sus padres adoptivos. Cuando llegó a la edad de siete años, el pescador le hizo un arco y unas flechas para que se entretuviera cazando en el bosque.
Todos los días llegaba a su casa cargado de animales. Unos, con codornices; otros, con ardillas. Siempre llevaba algo para la cena.
-¿Qué más haces cuando vas al bosque? -le preguntó una vez la mujer del pescador.
-Hago muchas cosas -le respondió el muchacho.
Pero ella sospechaba que el chico poseía algún poder mágico, y que no,se trataba de un niño cualquiera. Tenía tan certera puntería, que jamás erraba un flechazo.
Cuando las gentes empezaron a hablar del gigante devorador, el niño no demostró miedo alguno. Había en el país de México, por aquel tiempo, un monstruoso gigante que todas las primaveras exigía devorar una vida humana. Cada año escogía una ciudad y en ella se echaba a suertes. El pueblo había hecho un trato con el gigante; si se le daba todos los años una vida humana, no mataría a nadie en diez mil leguas a la redonda.
Cuando Tepozton tenía nueve años, le tocó al pescador alimentar al gigante, y decidió ser él mismo la víctima. Se despidió de su mujer y del pequeño, y se entregó a los soldados para que lo llevasen al palacio del gigante.
Tepozton suplicó al pescador que le dejara ir en su lugar. A él no le sucedería nada malo, y quizá consiguiera, sin embargo, dar muerte al malvado ogro. Al fin consintió el pescador.
Tepozton hizo fuego en un rincón del patio y dijo a los pesca-dores:
-Vigilad el fuego. Si el humo es blanco, estaré a salvo; si se vuelve gris, estaré a punto de morir; y si se vuelve negro, habré muerto.
Besó a sus padres adoptivos y marchó con una partida de soldados.
Durante el trayecto, Tepozton fue cogiendo piedrecillas por el camino, que ponía en su bolsa. Eran piedrecillas cristalinas, negruzcas, de volcán, que brillaban con un fulgor extraño. Las gentes de las aldeas solían hacer con ellas collares y pulseras.
Tepozton llenó sus bolsillos con estas piedras, una vez repleta la bolsa que portaba. Cuando estuvieron ante la puerta del palacio del gigante, los guerreros presentaron al niño como ofrenda al ogro. El monstruo montó en cólera, pues aquel pequeño le pareció un bocado insignificante. Mas como tenía mucha hambre, preparó una olla con agua hirviendo para guisarlo enseguida.
-Decidles a las gentes -vociferó el gigante a los soldados- que el año que viene quiero que me traigan un hombre gordo.
Luego cogió a Tepozton por un brazo, lo metió en la olla para que se cociera y le puso encima la tapa. Mientras esperaba, preparó la mesa.
Cuando lo tuvo todo dispuesto, levantó la tapa de la olla a fin de comprobar cómo iba su cena, y cuál no sería su asombro al ver que había allí, en el lugar del niño, un gran tigre. La fiera abrió la boca y lanzó un rugido tal que el gigante, horrorizado, se apresuró a poner la tapa de nuevo. Decidió esperar un poco más.
Pero como estaba hambriento, cuidadosamente volvió a levantar la tapa de la olla; mas hubo de cerrarla enseguida, porque en esta ocasión encontró, en vez del tigre, una horrible serpiente.
Sin embargo, como el hambre le acuciaba, decidió comerse a la serpiente; al levantar la tapa el reptil había desaparecido y en su lugar estaba el muchacho, completamente crudo y riéndose de él. Furioso, el gigante cogió a Tepozton por los calzones y se lo metió en la boca. Entonces el hume del fuego, en la casa de los pescadores, se volvió gris oscuro. Las gentes allí reunidas se echaron a llorar.
Pero Tepozton se deslizó hacia la garganta del gigante antes de ser masticado. Una vez allí, se dejó caer en su enorme estómago. Cuando hubo llegado a tan monstruosa caverna, sacó de su bolsa y de sus bolsillos las piedras volcánicas, con las que hizo un agujero enorme en el estómago del ogro.
Mientras tanto, el fiero gigante, destrozado por aquel dolor, man-daba llamar, con voces desesperadas, a un curandero.
-¡Este maldito muchacho me ha envenenado! -gritaba martirizado por aquellas punzadas.
Tepozton cortaba y cortaba, y el agujero en el estómago del gigante era cada vez más grande. Tanto que ya empezaba a filtrarse allí la luz del exterior. Y tanto más grande se hizo, que el ogro acabó por morir reventado. Tepozton, entonces, saltó alegremente fuera por el agujero que antes hiciese.
El humo del fuego, mantenido con primor en la casa de los pescadores, se volvió blanco y los padres adoptivos del muchacho se echaron a llorar de alegría.
Tras hazaña semejante, el pueblo, agradecido a Tepozton por haber dado muerte al ogro, le nombró Rey. Vivió en el palacio del monstruo y enseñó a su pueblo muchas cosas útiles, tales como el tejido de lanas. Cuando tenía tiempo, jugaba a la pelota con su padre, el más joven de los dioses, sobre las nubes. Otras veces marchaba a recorrer su reino, como un hombre cualquiera, para saber de las necesidades de las gentes.
Todavía hoy se dice que vive con sus padres en el cielo; otros, sin embargo, aseguran que continúa en la tierra ayudando a los hombres, pero que no puede reconocérsele porque es uno más de entre ellos.

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Quetzalcoatl y tezcatlipoca

El dios Tezcatlipoca, o Espejo de Humo, era el dios de la discordia y de la hechicería, que precisaba, para su alimento, de sacrificios humanos. Como gran contrario de Quetzalcoatl, decidió destruirle. Para ello, y por no hacer sus efectos el licor de la inmortalidad, dio a beber a Quetzalcoatl una especie de vino hecho de la fermentación de varias plantas. El buen dios Quetzalcoatl acabó completamente borracho. Entonces mandó llamar a su hermana y la amó carnalmente. Quetzalcoatl y su hermana, desde aquel momento, cayeron en la más absoluta molicie y olvidaron toda obligación religiosa.
Tiempo después, y ya consciente de su falta, Quetzalcoatl ordenó que le hicieran un ataúd de piedras y allí se metió durante muchos días y muchas noches para expiar su culpa.
Poco después pidió a sus gentes que le llevaran junto al mar. Allí levantó Quetzalcoatl una gran pira funeraria y, luciendo sus brillantes plumas de quetzal y la máscara que representaba a la serpiente, se arrojó a las llamas. Hecho ya cenizas, se desperdigó el cuerpo de Quetzalcoatl como una bandada de pájaros. A la llegada de la noche brilló en los cielos una nueva estrella: era el corazón de Quetzalcoatl.

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Quetzalcoatl el profeta

Terminada la fúnebre ceremonia, los indios del Anahuac quedaron sumidos en la más honda tristeza, pues el dios y rey muerto no había dejado descendencia que le sucediese. Muy atribulados contaron sus penas al gran sacerdote, que decidió ofrecer sacrificios humanos al dios Sol para que enviase, una vez complacido, otro gobernante.
Pero una mañana, cuando abandonaba su templo el gran sacerdote, vio a un hombre diferente a todos que miraba a su alrededor harto sorprendido. Era un hombre alto, de grandes ojos y de tez blanca. No dudó el gran sacerdote que aquel era el nuevo emperador enviado por el Sol. Lleno de emoción, se prosternó ante el recién llegado.
-En nombre de mi pueblo te doy la bienvenida a esta tierra y te obedezco como soberano que eres -dijo el sacerdote.
Comprendió el hombre blanco aquellas palabras, pues sonrió.
El gran sacerdote lo llevó hasta su pueblo, que de inmediato aclamó al extraño como dios y rey Quetzalcoatl.
Quetzalcoatl era enérgico, mas también paciente y comprensivo. Quedó horrorizado al comprobar cuáles eran los sacrificios que su pueblo ofrecía a los dioses, y por ello decidió suprimir aquellas muertes rituales de hombres. Antes, sin embargo, reunió a los más importantes de entre su pueblo y les dijo que los dioses no estaban conformes con aquellos sacrificios. Los indios sintieron gran temor, pues, creyendo que Quetzalcoatl era un enviado de los dioses, confiaban plenamente en sus palabras y en sus órdenes.
-¿Qué tenemos que hacer? -preguntó entonces con voz temblo-rosa el gran sacerdote.
-Deberéis suprimir en lo sucesivo los sacrificios humanos, el derramamiento de sangre -contestó Quetzalcoatl.
Enmudecieron quienes le escuchaban.
-No se volverá a ofrecer a los dioses la vida de ningún hombre, sean esclavos o prisioneros. Tampoco se les ofrecerá el sacrificio de animales -concluyó el soberano.
Quetzalcoatl vio que todos los rostros le miraban llenos de estupor. Al fin se decidió a preguntar el gran sacerdote:
-¿Qué ofreceremos a los dioses para que nos sean propicios?
Quetzalcoatl, con rostro bondadoso, respondió:
-Ofreceréis los frutos de los campos, la harina, las raíces que os alimentan, las flores, el cacao... Aparecerán los templos, en lo sucesivo, llenos de aromáticas flores. Las resinas más perfumadas crearán el ambiente propicio para estas ofrendas que os pido.
Tardaron los indios en acostumbrarse, pues no concebían la fiesta religiosa sin el derramamiento de sangre. Pero como fuera Quetzal-coatl quien les pidiera tales ofrendas, aceptaron gustosamente. Sobre todo porque contravenir los deseos de un enviado del dios Sol podría llevarles la más negra calamidad.
Poco a poco fue Quetzalcoatl enseñando a su pueblo a despreciar la guerra y la crueldad, y jamás consintió que en su presencia se hiciera mención de las matanzas pretéritas.
Después, y convenientemente instruido en los buenos sentimientos su pueblo, pasó Quetzalcoatl a enseñarle las artes del tejido y las artes de la construcción. Aquellos indios fueron diestros, prontamente, en el tejido de las mantas de algodón, que adornaban con bellísimos dibujos, y en el labrado de la plata.
La fama de Quetzalcoatl, pues, se extendió por doquier. Al cabo los indios dieron en creer que su rey no era sólo un enviado de los dioses, sino que era la divinidad misma. Por ello, al poco recibió la ofrenda que se hacía al dios Sol: el perfume de las rosas y de las resinas quemadas.
Veinte años estuvo Quetzalcoatl entre aquellas gentes. Al fin, un día, reunió a su pueblo y dijo:
-Misteriosamente llegué hasta vosotros para enseñaros el recto proceder ante los dioses. Mas ahora debo partir.
Su pueblo le miró entristecido. Nadie, empero, se atrevió a pedirle una explicación.
-No olvidéis estas mis últimas palabras -prosiguió Quetzalcoatl. Un día llegará en que por el Oriente vengan a esta tierra hombres de tez blanca.
Y tras decir así descendió majestuosamente Quetzalcoatl por las empinadas escaleras sin que nadie se atreviera a seguirle. Poco después desaparecería tan misteriosamente como arribara.
Los aztecas de inmediato dieron en construir un templo en su honor que aún se alza en Cholula.
Tuvo que pasar mucho tiempo, sin embargo, para que las palabras de Quetzalcoatl, que no habían sido olvidadas, se hicieran realidad. Tal profecía, no obstante, había dado lugar a continuas querellas entre los distintos reyes.
Al ser nombrado Moctezuma emperador de los aztecas, cuando dicho reino estaba en su más alto esplendor, tenía el soberano consigo la angustia de la profecía. No temía Moctezuma a los feroces tlaxcaltecas, sus enemigos más terribles, ni a los indios zempoala, dispuestos a rebelarse contra él; pero aquellos misteriosos hombres blancos, acerca de los cuales todo le era desconocido, le impedían gozar del esplendor de su reino.
Un día aconteció en la ciudad de Tenochtitlan un prodigio que acabó con la poca tranquilidad que a Moctezuma le quedaba. Unos pescadores se presentaron en su palacio con la pretensión de hablarle. Fueron, no obstante, recibidos por los consejeros del monarca.
-Hemos capturado -dijeron- un pájaro maravilloso y raro cerca de la laguna. Como sabemos que a nuestro soberano le gustan los animales, hemos decidido ofrecérselo.
-Veamos ese pájaro -dijo adustamente uno de los consejeros.
Los pescadores se lo mostraron. Era en verdad ave extraña y monstruosa. Tenía, sobre la cabeza, una lámina resplandeciente, cual un espejo.
Comunicaron los consejeros a Moctezuma que los pescadores le llevaban tan original regalo, y el rey quiso verlo de inmediato. No en vano era hombre en extremo curioso y conocedor de los animales.
Tomó Moctezuma entre sus manos a tan monstruoso pájaro, y de pronto la luz del sol golpeó con su brillo la cabeza del animal. El lugar se llenó de fulgores malignos.
-En verdad se trata de un curioso pájaro -dijo Moctezuma. Será un magnífico ejemplar para mi colección.
Dio orden de que se recompensase generosamente a los pescado-res, y en lo sucesivo pasó horas y más horas contemplando al pájaro. Pero un día, cuando absorto se hallaba en tal contemplación, vio en la cabeza del pájaro algo que le llenó de terror: aun y cuando luciera como nunca el sol, pudo contemplar, allí la noche más tenebrosa, apenas iluminada por la luna y por las estrellas.
-¡Llamad de inmediato a mis agoreros! -pidió el soberano.
Moctezuma alzó la vista en busca de la luz del día, lleno de temblores, mientras sus consejeros permanecían mudos de asombro sin atreverse a mirar al pájaro. La curiosidad, sin embargo, pudo más que el temor del rey. Volvió, pues, a mirar la cabeza del pájaro. Quedó aún más contrito. La noche tenebrosa se había esfumado, dando paso a la visión de un ejército armado que venía por el Oriente. Aquellos hombres eran blancos, como lo fuera Quetzalcoatl.
Moctezuma ni gritó ni rabió. Empalideció y un temblor recorrió sus manos, a pesar de sus esfuerzos por aparentar firmeza. Ordenó a sus consejeros que observasen la cabeza del pájaro, cosa que hicieron para retirarse al punto. Se preguntaron si no sería aquello una advertencia del fin del imperio.
-Si vienen hasta aquí, nos hallarán prestos al combate -dijo Moctezuma.
Los agoreros, entonces, se hicieron cargo del pájaro, al que sometieron a examen. Poco a poco el pájaro fue empequeñeciendo, hasta desaparecer. En las manos de uno de los agoreros no quedó más que un caliente vaho y una espiral de humo que al poco se esfumó. El agorero mostró un semblante triste.
-Todo anuncia la llegada de hombres blancos y el fin de nuestro poder -dijo.
Al día siguiente aparecieron presagios en el cielo de Tenochtlitlan. Los indios temieron grandes males. Una noche se alzó sobre el cielo un horrible cometa que ascendía lentamente y que al poco fue fundido por el sol. Entonces los indios quedaron más tranquilos; pero casi inmediatamente después apareció por el Poniente otro cometa más terrible que el anterior, el cual permaneció inmóvil en el cielo durante mucho rato. Tardó en desaparecer, desprendiéndose de él chispas y centellas. En todo Tenochtitlan no se hablaba de otra cosa.
-No quiero que se me refieran las fantasías que cuenta el pueblo -pidió Moctezuma a sus consejeros. Quienes le rodeaban en aquel instante bajaron la cabeza.
-No es la primera vez -prosiguió Moctezumaque en el cielo ocurren prodigios semejantes. Y si ello anuncia la llegada de unos hombres armados que vienen a combatirnos, no tenemos nada que temer.
¿Acaso no es Tenochtitlan un lugar férreamente protegido? Somos fuertes y por ello, en vez de amedrentarnos, debemos demostrar valor.
Nuevos y malos augurios, empero, esperaban a Moctezuma. A la mañana siguiente la laguna de Tenochtitlan se desbordó y sus aguas arrasaron edificaciones y sembrados.
-¡El dios de las aguas! ¡Es el dios furioso de las aguas! -gritaban los indios.
El miedo y la desesperación se habían apoderado de todas las gentes, fuera cual fuese su condición.
Un día se presentó de improviso en el palacio del emperador un viejo indio. Parecía amedrentado por la majestuosidad del lugar y miraba a todas partes harto sorprendido. Mas sus ojos, de súbito, se iluminaron. Pareció cobrar nuevos ánimos y penetró en el palacio sin que hubiera fuerza capaz de detener su paso hasta plantarse ante el mismísimo Moctezuma. Allí se detuvo respetuosamente y se prosternó ante el soberano. Quiso la guardia prenderlo, pero Moctezuma ordenó que se abstuviesen de hacerlo.
-Señor -dijo entonces el viejo indio, he venido porque una fuerza descono-cida me ha traído hasta aquí.
-Prosigue -dijo Moctezuma bondadosamente.
-Me encontraba yo hace pocos días en mi pequeño huerto, cuando un águila enorme me levantó por los aires y me llevó hasta una gruta en la que habitaba un hombre vestido con atributos reales. No puedo decir si eras tú, señor, pero aquellas vestiduras eran como las tuyas. Yo quedé a la entrada de la gruta sin saber qué hacer, mas al poco oí voces y esas voces me pedían que te despertase. Perdona, señor. Yo nunca hubiera osado acercarme a ti, pero algo me empujó sin que pudiera evitarlo.
-¿Y qué pasó después? -preguntó Moctezuma con sumo interés.
-Aquella figura -prosiguió tristemente el anciano- no despertó por más que yo lo intenté. La misma voz me dijo que te despertase como fuera, pues se acercaban grandes males para tu imperio, y era preciso que dieras al traste con todas tus diversiones.
Moctezuma, entonces, se abalanzó furiosamente contra el ancia-no. Pero, cual si una fuerza ignota le sujetase, vio que le era del todo imposible moverse. Dominó, pues, su ira, y decidió aparentar calma.
-Alguien -siguió el anciano- puso en mis manos un incensario que contenía fuego, y la voz de antes me ordenó que te quemase una pierna para que despertaras. Me estremecí pensando que los dioses iban a castigarme por ello y no quise obedecer. No obstante el incensario tiró de mis manos hacia ti.
-Y me quemaste la pierna, ¿no? -dijo burlonamente Moctezuma.
El soberano rompió a reír intentando mostrar ante sus consejeros una serenidad que no tenía.
-Menos mal -dijo- que todo ha sido una pesadilla. Sal de aquí y te perdono.
-Yo no quise hacerlo, señor -dijo el anciano. Después el águila me volvió de nuevo a mi huerto y me impuso la misión de venir a despertarte. Hazlo si no quieres que tu reino sea destruido.
Moctezuma no pudo contenerse y corrió tras el viejo. No logró darle alcance, pues el intenso dolor de una quemadura en su pierna se lo impidió.
Días después se cumplió la promesa de Quetzalcoatl. Hombres blancos, capitaneados por Hernán Cortés, llegaron a Tenochtitlan. El gran imperio azteca quedó destruido.

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Quetzalcoatl

En Tula, hermoso país mexicano, era gobernante único Quctzalcoatl. Este dios tolteca, a quien rendían pleitesía sus súbditos, procedía de un lugar misterioso, situado en el Oriente, en el que se formaban las nubes y las tormentas. Ese lugar era Tlapallan. Quetzalcoatl, sin embargo, no se acordaba de Tla,pallan. Vivía feliz en Tula y no era su deseo el de marcharse. Mas un día, que a la postre sería aciago para Quetzalcoati, bajó de los cielos deslizándose por un finísimo hilo de araña un enigmático personaje llamado Tezcatlipoca, el cual no tenía por afán sino el de reinar en Tula luego de destronar a Quetzalcoatl. Para ello, y creyendo que podría derrotar al dios gobernante merced a cierto hechizo, se transformó en un viejo chamán y se presentó ante el rey ofreciéndole un licor de la inmortalidad.
Quetzalcoatl probó de inmediato el licor que le ofreciera el recién llegado en una lujosa copa. Al momento enloqueció, apoderándose de él la ansiedad de regresar a su oriental país de origen; dominado, pues, por tan vesánico deseo, se puso en marcha, no sin antes arrasar el hermoso país de Tula que él mismo embelleciera gracias a sus conocimientos arquitectónicos. Hizo que fueran destruidos los palacios y las más bellas edificaciones; mandó talar los montes y arrasar los jardines, y al cabo llevó consigo a las aves cantoras que tanto alegraran aquellos confines.
Eligió a varios compañeros para su periplo, y junto a ellos partió hasta llegar a Quantilititlam, en el Anahuac; allí descansó la comitiva al amparo de la sombra ofrecida por un muy frondoso árbol, y Quetzalcoatl pidió un espejo. El dios quedó profundamente entriste-cido al ver lo mucho que envejeciera por haber tomado el licor de la inmortalidad. Al cabo reanudaron la marcha; antes, sin embargo, y llevado de la intención de dejar un recuerdo de su paso por aquella ruta, Quetzalcoatl tiró varias piedras contra el tronco del árbol, las cuales quedaron allí incrustadas.
Más tarde llegó la comitiva hasta una gran roca, en donde el dios y monarca decidió hacer un nuevo alto. Allí, contra la dura roca, lloró desconsoladamente Quetzalcoatl; se lamentaba, sobre todo, de haber tomado en tan mala hora aquel licor causa de todos sus males. Cuando dio en reincorporarse vio que habían quedado grabadas sobre la roca las huellas de sus manos y de sus lágrimas. Antes de partir dio a ese lugar el nombre de Temacpalpe.
Varias jornadas después llegó Quetzalcoatl a la orilla de un caudaloso río que le cortaba el paso. El dios levantó entonces un puente de piedra, al que dio el nombre de Tapanoaya. Mas de inmediato topó con tres hechiceros que tenían la pretensión de impedir su marcha, pero que al no ser capaces de hacerlo pidieron al dios que les instruyera en las artes empleadas para levantar aquel puente de piedra, así como en las de trabajar los metales y las de labrar ,las mismas piedras. El dios y rey, por toda respuesta, se despojó de las joyas que lucía y las arrojó a un manantial. Por sí solas se transformaron en puentes.
A través de valles y de montañas siguió Quetzalcoatl su viaje, dando nombre a todos los lugares por donde pasaba, y dejando su largo camino señalado merced a prodigios diversos, tales como un juego de pelota en cuyo centro marcase una raya, que era una profunda grieta en la tierra.
En su periplo hacia el Oriente llegó a Cholula. Allí, encantado con el lugar, permaneció por espacio de veinte años, instruyendo a los habitantes del lugar en todas las artes en las que era diestro, tal y como antes lo hiciera con sus súbditos de Tula. Levantó allí, al cabo, un gran imperio colonial, que se extendía a lo largo de Tabasco, de Campeche y del Yucatán. Por doquier los habitantes de aquellas tierras le rendían culto como dios supremo y erigían en su honor monumentos y estatuas, de entre los que cabe destacar la pirámide de Teocali.
Pasados los veinte años de su estancia en Cholula, continuó el viaje Quetzalcoatl hacia su país de origen y llegó a la costa. Allí, en la provincia de Coatzalcoalco, en el lugar conocido como «guarida de la serpiente», hizo una balsa trenzada con serpientes y se perdió a lo lejos, más allá de la línea del horizonte, ignorándose al poco su posición en el mar. Antes de partir envió a Cholula a cuatro jóvenes que antes le acompañaran desde esta misma ciudad, y les encargó que predijeran su vuelta al país en un tiempo futuro.
Por eso los habitantes de México, cuando llegó Hernán Cortés, le tomaron por Quetzalcoatl, que regresaba en cumplimiento de su promesa, y no opusieron resistencia.

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Por que tiene el conejo grandes y largas las orejas

El conejo no ha sido siempre como lo es ahora. No tenía los ojillos saltones ni las orejas tan grandes y tan largas como las que luce hoy día. Era un animalillo pequeño y muy listo, que, sin embargo, se sentía desdichado e infeliz con su tamaño.
Pero un día, en virtud de ciertas reglas mágicas de las cuales era poseedor, subió hasta los cielos y pidió a los dioses que le aumentaran el tamaño. Los dioses le prometieron aumentárselo, siempre y cuando les llevara unas cuantas cosas.
-Deberás traernos la piel de un tigre, la de un mono, la de un lagarto y la de una culebra de agua.
Descendió a la tierra el conejo, y partió de inmediato en busca de un tigre. Le contó lo de su ascenpión a los cielos, que había hablado con los dioses, y que ellos le habían anunciado la proximidad de un terrible huracán que arrasaría la tierra. El, le dijo, gracias a su tamaño, nada tenía que temer, pues le sería fácil encontrar algún lugar en donde cobijarse. El tigre sintió un gran temor al verse en peligro inminente, y entonces el conejo le propuso un medio de ponerse a salvo.
-Yo mismo te ataré al más robusto de los árboles. Así no podrá arrasarte el huracán.
Aceptó el tigre. Cuando el conejo lo tuvo bien sujeto, con un garrote le golpeó en la cabeza hasta matarlo.
Luego, con un cuchillo, le quitó la piel y se la llevó a su madriguera.
Una vez en su poder la primera de las pieles que los dioses le pidieran, el conejo salió en pos de la segunda.
Marchó, entonces, a una tienda y compró jabón, un espejo y una navaja de afeitar. Provisto de todo ello volvió al bosque. Pronto dio con una buena cantidad de monos encaramados en un árbol. El conejo, como si no reparase en la presencia de los monos, colgó el espejo de una ramita, se enjabonó la cara y, a la vista de los monos, se afeitó, pasándose por el cuello el borde romo de la navaja.
Al acabar, y como en un descuido, dejó allí todos los útiles de afeitarse y simuló que se iba.
Pronto uno de los monos bajó del árbol e imitó cuanto realizara antes el conejo. Pero al pasarse la navaja por el cuello, lo hizo con el borde afilado de la misma y se degolló.
El conejo regresó, le quitó la piel y, harto complacido por su segunda conquista, volvió a su madriguera.
En una charca que había por allí cerca vivía un fiero, lagarto que no dejaba a ningún animal acercarse a beber agua en sus dominios. Allí se fue el conejo, con un coco en sus manos, y propuso al lagarto que jugase con él. Aceptó el lagarto de buen grado, y mientras la fruta iba de uno a otro como una pelota, el conejo pensaba cuál sería el mejor sitio en donde descargarle a su contrincante el golpe.
Al fin se decidió y dio al lagarto un tremendo porrazo en la frente. El lagarto, sin embargo, no murió. Muy enojado volvió a meterse en el agua.
-Si me llegar a dar en el arranque de mi cola -dijo- me hubieras matado.
No se amilanó el conejo. Retuvo aquellas inocentes palabras del lagarto, y al día siguiente volvió a sus dominios. Propuso entonces al fiero animal que jugaran de nuevo, y prometió tan vehementemente no golpearle, que el lagarto, al fin, aceptó, a pesar de lo muy desconfiado que era.
Esta vez no erró el golpe el conejo. Acertó de lleno en el arranque de la cola del reptil, y el lagarto murió al instante. Lo despellejó el conejo y partió a llevar su piel a donde tenía las otras.
El conejo, de tanto gozo como sentía, daba saltitos y más saltitos. A la mañana siguiente volvió a salir, y quiso la suerte que se topara al poco con una culebra de aguas. Intentó morderle la culebra; pero el conejo, rápido y vivo animal, logró clavarle las uñas en los ojos y matarla. Le quitó luego la piel y regresó a su madriguera; unió allí la piel recién capturada a las otras que ya tenía consigo y, con mucha paciencia, poniendo en práctica sus mágicas artes, volvió a subir a los cielos.
Cuando oyeron los dioses el relato del conejo sobre cómo se había hecho con las pieles pedidas por ellos, montaron en cólera. Agarraron al conejo por las orejas y lo azotaron hasta que sus ojillos, merced a los golpes, se le fueron saliendo poco a poco al punto de hacerse tan saltones como lo son ahora los ojos de los conejos.
Los dioses, en castigo, no quisieron aumentarle el tamaño. Porque, si siendo tan pequeño hacía maldades semejantes, era de temer que fueran mayores si tuviese un tamaño más lucido.
Así, con sus orejas estiradas y con los ojos saltones, volvió el conejo a la tierra.

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