Terminada la fúnebre ceremonia, los indios del
Anahuac quedaron sumidos en la más honda tristeza, pues el dios y rey muerto no
había dejado descendencia que le sucediese. Muy atribulados contaron sus penas
al gran sacerdote, que decidió ofrecer sacrificios humanos al dios Sol para que
enviase, una vez complacido, otro gobernante.
Pero una mañana, cuando abandonaba su templo
el gran sacerdote, vio a un hombre diferente a todos que miraba a su alrededor
harto sorprendido. Era un hombre alto, de grandes ojos y de tez blanca. No dudó
el gran sacerdote que aquel era el nuevo emperador enviado por el Sol. Lleno de
emoción, se prosternó ante el recién llegado.
-En nombre de mi pueblo te doy la bienvenida a
esta tierra y te obedezco como soberano que eres -dijo el sacerdote.
Comprendió el hombre blanco aquellas palabras,
pues sonrió.
El gran sacerdote lo llevó hasta su pueblo,
que de inmediato aclamó al extraño como dios y rey Quetzalcoatl.
Quetzalcoatl era enérgico, mas también
paciente y comprensivo. Quedó horrorizado al comprobar cuáles eran los
sacrificios que su pueblo ofrecía a los dioses, y por ello decidió suprimir
aquellas muertes rituales de hombres. Antes, sin embargo, reunió a los más
importantes de entre su pueblo y les dijo que los dioses no estaban conformes
con aquellos sacrificios. Los indios sintieron gran temor, pues, creyendo que
Quetzalcoatl era un enviado de los dioses, confiaban plenamente en sus palabras
y en sus órdenes.
-¿Qué tenemos que hacer? -preguntó entonces
con voz temblo-rosa el gran sacerdote.
-Deberéis suprimir en lo sucesivo los
sacrificios humanos, el derramamiento de sangre -contestó Quetzalcoatl.
Enmudecieron quienes le escuchaban.
-No se volverá a ofrecer a los dioses la vida
de ningún hombre, sean esclavos o prisioneros. Tampoco se les ofrecerá el
sacrificio de animales -concluyó el soberano.
Quetzalcoatl vio que todos los rostros le
miraban llenos de estupor. Al fin se decidió a preguntar el gran sacerdote:
-¿Qué ofreceremos a los dioses para que nos
sean propicios?
Quetzalcoatl, con rostro bondadoso, respondió:
-Ofreceréis los frutos de los campos, la
harina, las raíces que os alimentan, las flores, el cacao... Aparecerán los
templos, en lo sucesivo, llenos de aromáticas flores. Las resinas más
perfumadas crearán el ambiente propicio para estas ofrendas que os pido.
Tardaron los indios en acostumbrarse, pues no
concebían la fiesta religiosa sin el derramamiento de sangre. Pero como fuera
Quetzal-coatl quien les pidiera tales ofrendas, aceptaron gustosamente. Sobre
todo porque contravenir los deseos de un enviado del dios Sol podría llevarles
la más negra calamidad.
Poco a poco fue Quetzalcoatl enseñando a su
pueblo a despreciar la guerra y la crueldad, y jamás consintió que en su presencia
se hiciera mención de las matanzas pretéritas.
Después, y convenientemente instruido en los
buenos sentimientos su pueblo, pasó Quetzalcoatl a enseñarle las artes del
tejido y las artes de la construcción. Aquellos indios fueron diestros,
prontamente, en el tejido de las mantas de algodón, que adornaban con
bellísimos dibujos, y en el labrado de la plata.
La fama de Quetzalcoatl, pues, se extendió por
doquier. Al cabo los indios dieron en creer que su rey no era sólo un enviado
de los dioses, sino que era la divinidad misma. Por ello, al poco recibió la
ofrenda que se hacía al dios Sol: el perfume de las rosas y de las resinas
quemadas.
Veinte años estuvo Quetzalcoatl entre aquellas
gentes. Al fin, un día, reunió a su pueblo y dijo:
-Misteriosamente llegué hasta vosotros para
enseñaros el recto proceder ante los dioses. Mas ahora debo partir.
Su pueblo le miró entristecido. Nadie, empero,
se atrevió a pedirle una explicación.
-No olvidéis estas mis últimas palabras
-prosiguió Quetzalcoatl. Un día llegará en que por el Oriente vengan a esta
tierra hombres de tez blanca.
Y tras decir así descendió majestuosamente
Quetzalcoatl por las empinadas escaleras sin que nadie se atreviera a seguirle.
Poco después desaparecería tan misteriosamente como arribara.
Los aztecas de inmediato dieron en construir
un templo en su honor que aún se alza en Cholula.
Tuvo que pasar mucho tiempo, sin embargo, para
que las palabras de Quetzalcoatl, que no habían sido olvidadas, se hicieran
realidad. Tal profecía, no obstante, había dado lugar a continuas querellas
entre los distintos reyes.
Al ser nombrado Moctezuma emperador de los
aztecas, cuando dicho reino estaba en su más alto esplendor, tenía el soberano
consigo la angustia de la profecía. No temía Moctezuma a los feroces tlaxcaltecas,
sus enemigos más terribles, ni a los indios zempoala, dispuestos a rebelarse
contra él; pero aquellos misteriosos hombres blancos, acerca de los cuales todo
le era desconocido, le impedían gozar del esplendor de su reino.
Un día aconteció en la ciudad de Tenochtitlan
un prodigio que acabó con la poca tranquilidad que a Moctezuma le quedaba. Unos
pescadores se presentaron en su palacio con la pretensión de hablarle. Fueron,
no obstante, recibidos por los consejeros del monarca.
-Hemos capturado -dijeron- un pájaro
maravilloso y raro cerca de la laguna. Como sabemos que a nuestro soberano le
gustan los animales, hemos decidido ofrecérselo.
-Veamos ese pájaro -dijo adustamente uno de
los consejeros.
Los pescadores se lo mostraron. Era en verdad
ave extraña y monstruosa. Tenía, sobre la cabeza, una lámina resplandeciente,
cual un espejo.
Comunicaron los consejeros a Moctezuma que los
pescadores le llevaban tan original regalo, y el rey quiso verlo de inmediato.
No en vano era hombre en extremo curioso y conocedor de los animales.
Tomó Moctezuma entre sus manos a tan
monstruoso pájaro, y de pronto la luz del sol golpeó con su brillo la cabeza
del animal. El lugar se llenó de fulgores malignos.
-En verdad se trata de un curioso pájaro -dijo
Moctezuma. Será un magnífico ejemplar para mi colección.
Dio orden de que se recompensase generosamente
a los pescado-res, y en lo sucesivo pasó horas y más horas contemplando al
pájaro. Pero un día, cuando absorto se hallaba en tal contemplación, vio en la
cabeza del pájaro algo que le llenó de terror: aun y cuando luciera como nunca
el sol, pudo contemplar, allí la noche más tenebrosa, apenas iluminada por la
luna y por las estrellas.
-¡Llamad de inmediato a mis agoreros! -pidió
el soberano.
Moctezuma alzó la vista en busca de la luz del
día, lleno de temblores, mientras sus consejeros permanecían mudos de asombro
sin atreverse a mirar al pájaro. La curiosidad, sin embargo, pudo más que el
temor del rey. Volvió, pues, a mirar la cabeza del pájaro. Quedó aún más contrito.
La noche tenebrosa se había esfumado, dando paso a la visión de un ejército
armado que venía por el Oriente. Aquellos hombres eran blancos, como lo fuera
Quetzalcoatl.
Moctezuma ni gritó ni rabió. Empalideció y un
temblor recorrió sus manos, a pesar de sus esfuerzos por aparentar firmeza.
Ordenó a sus consejeros que observasen la cabeza del pájaro, cosa que hicieron
para retirarse al punto. Se preguntaron si no sería aquello una advertencia del
fin del imperio.
-Si vienen hasta aquí, nos hallarán prestos al
combate -dijo Moctezuma.
Los agoreros, entonces, se hicieron cargo del
pájaro, al que sometieron a examen. Poco a poco el pájaro fue empequeñeciendo,
hasta desaparecer. En las manos de uno de los agoreros no quedó más que un
caliente vaho y una espiral de humo que al poco se esfumó. El agorero mostró un
semblante triste.
-Todo anuncia la llegada de hombres blancos y
el fin de nuestro poder -dijo.
Al día siguiente aparecieron presagios en el
cielo de Tenochtlitlan. Los indios temieron grandes males. Una noche se alzó
sobre el cielo un horrible cometa que ascendía lentamente y que al poco fue
fundido por el sol. Entonces los indios quedaron más tranquilos; pero casi
inmediatamente después apareció por el Poniente otro cometa más terrible que el
anterior, el cual permaneció inmóvil en el cielo durante mucho rato. Tardó en
desaparecer, desprendiéndose de él chispas y centellas. En todo Tenochtitlan no
se hablaba de otra cosa.
-No quiero que se me refieran las fantasías
que cuenta el pueblo -pidió Moctezuma a sus consejeros. Quienes le rodeaban en
aquel instante bajaron la cabeza.
-No es la primera vez -prosiguió Moctezumaque
en el cielo ocurren prodigios semejantes. Y si ello anuncia la llegada de unos
hombres armados que vienen a combatirnos, no tenemos nada que temer.
¿Acaso no es Tenochtitlan un lugar férreamente
protegido? Somos fuertes y por ello, en vez de amedrentarnos, debemos demostrar
valor.
Nuevos y malos augurios, empero, esperaban a
Moctezuma. A la mañana siguiente la laguna de Tenochtitlan se desbordó y sus
aguas arrasaron edificaciones y sembrados.
-¡El dios de las aguas! ¡Es el dios furioso de
las aguas! -gritaban los indios.
El miedo y la desesperación se habían
apoderado de todas las gentes, fuera cual fuese su condición.
Un día se presentó de improviso en el palacio
del emperador un viejo indio. Parecía amedrentado por la majestuosidad del
lugar y miraba a todas partes harto sorprendido. Mas sus ojos, de súbito, se
iluminaron. Pareció cobrar nuevos ánimos y penetró en el palacio sin que hubiera
fuerza capaz de detener su paso hasta plantarse ante el mismísimo Moctezuma.
Allí se detuvo respetuosamente y se prosternó ante el soberano. Quiso la
guardia prenderlo, pero Moctezuma ordenó que se abstuviesen de hacerlo.
-Señor -dijo entonces el viejo indio, he
venido porque una fuerza descono-cida me ha traído hasta aquí.
-Prosigue -dijo Moctezuma bondadosamente.
-Me encontraba yo hace pocos días en mi
pequeño huerto, cuando un águila enorme me levantó por los aires y me llevó
hasta una gruta en la que habitaba un hombre vestido con atributos reales. No
puedo decir si eras tú, señor, pero aquellas vestiduras eran como las tuyas. Yo
quedé a la entrada de la gruta sin saber qué hacer, mas al poco oí voces y esas
voces me pedían que te despertase. Perdona, señor. Yo nunca hubiera osado
acercarme a ti, pero algo me empujó sin que pudiera evitarlo.
-¿Y qué pasó después? -preguntó Moctezuma con
sumo interés.
-Aquella figura -prosiguió tristemente el
anciano- no despertó por más que yo lo intenté. La misma voz me dijo que te
despertase como fuera, pues se acercaban grandes males para tu imperio, y era
preciso que dieras al traste con todas tus diversiones.
Moctezuma, entonces, se abalanzó furiosamente
contra el ancia-no. Pero, cual si una fuerza ignota le sujetase, vio que le era
del todo imposible moverse. Dominó, pues, su ira, y decidió aparentar calma.
-Alguien -siguió el anciano- puso en mis manos
un incensario que contenía fuego, y la voz de antes me ordenó que te quemase
una pierna para que despertaras. Me estremecí pensando que los dioses iban a
castigarme por ello y no quise obedecer. No obstante el incensario tiró de mis
manos hacia ti.
-Y me quemaste la pierna, ¿no? -dijo
burlonamente Moctezuma.
El soberano rompió a reír intentando mostrar
ante sus consejeros una serenidad que no tenía.
-Menos mal -dijo- que todo ha sido una
pesadilla. Sal de aquí y te perdono.
-Yo no quise hacerlo, señor -dijo el anciano.
Después el águila me volvió de nuevo a mi huerto y me impuso la misión de venir
a despertarte. Hazlo si no quieres que tu reino sea destruido.
Moctezuma no pudo contenerse y corrió tras el
viejo. No logró darle alcance, pues el intenso dolor de una quemadura en su
pierna se lo impidió.
Días después se cumplió la promesa de
Quetzalcoatl. Hombres blancos, capitaneados por Hernán Cortés, llegaron a
Tenochtitlan. El gran imperio azteca quedó destruido.
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