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sábado, 24 de agosto de 2013

Leyenda del conde de zafra

La historia del conde de Zafra, en realidad, sólo se recuerda en la famosa frase proverbial «Llover más que cuando enterraron a Zafra», que se utiliza para designar lluvias copiosas o extremas. Con toda probabilidad el relato es una reconstrucción de una primitiva historia, seguramente, más compleja. Lo que se tiene en la actua­lidad es casi un cuento, simplificado en la historia popular. Pero estas simplificaciones son muy útiles desde el punto de vista narrativo o literario, porque condensan la acción y remiten siempre, como ocurre en el romancero, a los acontecimientos más emotivos y sustanciales.
En ocasiones se cita la fecha de 1460 para situar cronológica-mente la peregrina historia del conde de Zafra; se habla de la ciudad de Granada o de la provincia; y, en fin, los protagonistas parecen extraídos de alguna crónica romántica, donde las predicciones de gitanas o las maldiciones tienen un lugar predominante. En el relato que ahora se va a leer se han tenido en cuenta las ya clásicas contradicciones y los típicos anacronismos de este tipo de leyendas, y se han subsanado remitién­donos a crónicas antiguas que, si no son enteramente ciertas, guardan algún tanto de rigor histórico.
La leyenda del conde de Zafra comienza en los años de la conquista del Reino de Granada. Los reyes cristianos tentaban la suerte en las inmediaciones de la ciudad de la Alhambra y trataban de acosar a los infieles, los cuales sostenían guerras civiles que poco a poco iban minando su resistencia.
El conde de Zafra, hombre orgulloso y tirano donde los hubiera, había sido designado alcaide de un pequeño pueblo junto al río Darro. Desde la torre del castillo podía divisar la Alhambra y se le había encomendado la vigilancia de Granada. Cada día, el señor de Zafra enviaba mensajeros a la Corte cristiana indicando pormeno­rizadamente si los moros iban o venían, y cuáles eran sus preparativos de guerra.
Aquel verano hacía mucho calor y las lluvias de primavera habían sido escasas. Tampoco el invierno dejó neveros en las sierras, de modo que el estío se presentaba angustioso para todas las gentes de la vega granadina. No tardaron en aparecer los primeros síntomas de la sequía: los pozos quedaban enfangados, las acequias no traían agua y los campos se morían sin remedio.
Como ocurre en estas ocasiones, los hortelanos ceden ante la agonía de sus plantas y las abandonan: racionaban el agua como mejor podían y acudían a los famosos tribunales de las aguas para dirimir los conflictos de regadío. Sin embargo, en aquella ocasión el peligro era mayor, porque la sequía fue pertinaz y la escasez de agua afectaba ya a la garganta de los hombres: verdaderamente se comenzaba a pasar sed.
Ni siquiera los moros, tan diestros en el manejo de las acequias, lograban mantener el abastecimiento de líquido para sus huertas y jardines, y la zona se convirtió pronto en un erial seco y desolado. Sólo en el castillo del señor de Zafra podían gozar con el privilegio de un pozo casi inagotable.
A pesar de las penurias de los aldeanos, el conde de Zafra se negaba a sacar agua de su pozo, afirmando que eran muchas las necesidades del castillo y que el agua de éste se dedicaría íntegramente al abastecimiento de las tropas. Era muy necesario mantener a la soldadesca contenta y sin resentimientos, porque la campaña contra el moro tocaba a su fin y eran momentos cruciales. Con todo, el conde de Zafra repartía cántaros de agua entre los cristianos, pero dejaba que los moros que aún permanecían en el pueblo se murieran de sed.
Cada mañana se formaban grandes hileras de gentes a la puerta del castillo y suplicaban por Dios un jarrillo de agua con el que mitigar la gran sed que pasaban. El conde de Zafra les concedía medio cántaro a cada padre de familia, pero había ordenado que no se le diera agua a los moros bajo ningún pretexto.
Cierto día, una joven mora logró hacerse un hueco en la muchedumbre y, con el rostro cubierto, pidió que se le llenara un cántaro para dar de beber a sus hijos. Los soldados le entregaron su cántaro lleno de agua pero, cuando iba a retirarse, la detuvieron, obligándola a que se descubriera el rostro y dijera si era mora o cristiana. La trampa se desveló y los vasallos del conde de Zafra la cubrieron de cadenas y la llevaron ante el señor. El conde, furioso, ordenó que azotaran a la pobre muchacha: tomó en sus manos el cántaro de barro y lo estrelló contra el muro del castillo. La vasija quedó rota en ciento once pedazos, y éste fue el número de latigazos que recibió la joven mora. Y todo esto lo hizo a la vista del pueblo, para que se conociera que nadie se burlaría del conde de Zafra.
Ensangrentada y moribunda, la muchacha fue expulsada del castillo pero, antes de abandonar el recinto amurallado, la joven se encaró con el conde y le dijo:
-¡Maldito seas tú y todos los que como tú son! ¡Del agua que nos robas has de morir y el agua ha de llevarse tu cadáver, infame!
No pudo tolerar estas amenazas el señor de la fortaleza y, sacando su espada, la mató allí mismo e hizo que se colgara el cuerpo desnudo de la muchacha en lo más alto de la torre, y que estuviera allí durante siete días.
Así se hizo y todos los lugareños comprobaron cuán terrible era el señor de Zafra y la violencia con que se empleaba contra los moros.
Pero los vientos fueron contrarios y muy pronto se verificó la maldición de la mora. Cumplidos los siete días, el cadáver podrido de la joven fue entregado a sus deudos y aquel mismo día el conde enfermó. Es de suponer que el agua del pozo se enturbió y que no sólo el conde se viera postrado y delirante. Lo cierto es que los galenos apenas pudieron hacer nada por salvarle la vida y, tras una larga lucha contra la enfermedad, la fiebre lo fue consumiendo y murió.
El mismo día de su muerte se reunieron en la capilla muchos nobles cristianos para velar el cadáver de su amigo y en aquel recinto de luto y tristeza se corrió la voz de la maldición de la mora. Durante toda la noche se oyeron truenos y se vieron los pálidos resplandores de los rayos, hasta que, de pronto, se desataron los cielos y comenzó a llover de un modo tremendo. El mismísimo firmamento parecía abatirse sobre Granada y los patios y las calles quedaron inundadas en muy breve tiempo. El río Darro, que había permanecido seco durante todo el verano, comenzó a arrastrar piedras y fango, y un torrente violentísimo ocupó el cauce. El castillo, situado junto al río, apenas soportaba las embestidas del caudal, que arrastraba a su paso árboles, maleza, puentes y rocas traídas desde la montaña.
Los nobles que velaban a Zafra vieron con temor que el palacio se tambaleaba y que el río amenazaba con inundar la capilla ardiente. Salieron del castillo y fueron a refugiarse en la iglesia, pidiendo a Dios que les librara de aquel nuevo diluvio universal.
En tanto, seguía lloviendo y los torrentes reventaban puentes y casas, añadiendo su furia a la del río Darro que, como fiero corcel, no había forma de dominar. Finalmente, el río comió los cimientos de una parte del castillo y los muros cayeron con estrépito sobre la corriente que, sin esfuerzo, arrastraba las rocas y las estrellaba en los márgenes. A la vista de todo el pueblo quedó el féretro del conde de Zafra y no faltó quien, en un murmullo, recordara las palabras proféticas de la mora injustamente asesinada.
Al fin, el río extendió sus lenguas de agua y atrapó el ataúd del conde: como un barquichuelo a merced de la tempestad, el féretro navegó sobre las olas del Darro y se perdió bajo los ojos del puente. Algunos aldeanos vieron que el muerto abrió sus ojos y que su rostro reflejó un terror angustioso, pero esto son habladurías. Lo cierto es que la torrentera llevó el cadáver de Zafra hasta el barranco y allí se despeñó hacia los abismos, sin que nadie volviera a encontrar su cuerpo ni se supiera más de las joyas y cordones de oro que lo adornaban en la hora de su muerte.
Al fin el cielo se abrió y dejó pasar los cálidos rayos de luz que, como siempre, hacen brillar la hermosa vega de Granada.

Fuente: Jose Calles Vales

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