La historia del conde de Zafra, en realidad, sólo se
recuerda en la famosa frase proverbial «Llover más que cuando enterraron a
Zafra», que se utiliza para designar lluvias copiosas o extremas. Con toda
probabilidad el relato es una reconstrucción de una primitiva historia,
seguramente, más compleja. Lo que se tiene en la actualidad es casi un cuento,
simplificado en la historia popular. Pero estas simplificaciones son muy útiles
desde el punto de vista narrativo o literario, porque condensan la acción y
remiten siempre, como ocurre en el romancero, a los acontecimientos más
emotivos y sustanciales.
En ocasiones se cita la fecha de 1460 para situar
cronológica-mente la peregrina historia del conde de Zafra; se habla de la
ciudad de Granada o de la provincia; y, en fin, los protagonistas parecen
extraídos de alguna crónica romántica, donde las predicciones de gitanas o las
maldiciones tienen un lugar predominante. En el relato que ahora se va a leer se
han tenido en cuenta las ya clásicas contradicciones y los típicos anacronismos
de este tipo de leyendas, y se han subsanado remitiéndonos a crónicas antiguas
que, si no son enteramente ciertas, guardan algún tanto de rigor histórico.
La leyenda del conde de Zafra comienza en los años de
la conquista del Reino de Granada. Los reyes cristianos tentaban la suerte en
las inmediaciones de la ciudad de la Alhambra y trataban de acosar a los infieles, los
cuales sostenían guerras civiles que poco a poco iban minando su resistencia.
El conde de Zafra, hombre orgulloso y tirano donde los
hubiera, había sido designado alcaide de un pequeño pueblo junto al río Darro.
Desde la torre del castillo podía divisar la Alhambra y se le había
encomendado la vigilancia de Granada. Cada día, el señor de Zafra enviaba
mensajeros a la Corte
cristiana indicando pormenorizadamente si los moros iban o venían, y cuáles
eran sus preparativos de guerra.
Aquel verano hacía mucho calor y las lluvias de
primavera habían sido escasas. Tampoco el invierno dejó neveros en las sierras,
de modo que el estío se presentaba angustioso para todas las gentes de la vega
granadina. No tardaron en aparecer los primeros síntomas de la sequía: los
pozos quedaban enfangados, las acequias no traían agua y los campos se morían
sin remedio.
Como ocurre en estas ocasiones, los hortelanos ceden
ante la agonía de sus plantas y las abandonan: racionaban el agua como mejor
podían y acudían a los famosos tribunales de las aguas para dirimir los
conflictos de regadío. Sin embargo, en aquella ocasión el peligro era mayor,
porque la sequía fue pertinaz y la escasez de agua afectaba ya a la garganta de
los hombres: verdaderamente se comenzaba a pasar sed.
Ni siquiera los moros, tan diestros en el manejo de
las acequias, lograban mantener el abastecimiento de líquido para sus huertas y
jardines, y la zona se convirtió pronto en un erial seco y desolado. Sólo en el
castillo del señor de Zafra podían gozar con el privilegio de un pozo casi
inagotable.
A pesar de las penurias de los aldeanos, el conde de
Zafra se negaba a sacar agua de su pozo, afirmando que eran muchas las
necesidades del castillo y que el agua de éste se dedicaría íntegramente al
abastecimiento de las tropas. Era muy necesario mantener a la soldadesca contenta
y sin resentimientos, porque la campaña contra el moro tocaba a su fin y eran
momentos cruciales. Con todo, el conde de Zafra repartía cántaros de agua entre
los cristianos, pero dejaba que los moros que aún permanecían en el pueblo se
murieran de sed.
Cada mañana se formaban grandes hileras de gentes a la
puerta del castillo y suplicaban por Dios un jarrillo de agua con el que
mitigar la gran sed que pasaban. El conde de Zafra les concedía medio cántaro a
cada padre de familia, pero había ordenado que no se le diera agua a los moros
bajo ningún pretexto.
Cierto día, una joven mora logró hacerse un hueco en
la muchedumbre y, con el rostro cubierto, pidió que se le llenara un cántaro
para dar de beber a sus hijos. Los soldados le entregaron su cántaro lleno de
agua pero, cuando iba a retirarse, la detuvieron, obligándola a que se
descubriera el rostro y dijera si era mora o cristiana. La trampa se desveló y
los vasallos del conde de Zafra la cubrieron de cadenas y la llevaron ante el
señor. El conde, furioso, ordenó que azotaran a la pobre muchacha: tomó en sus
manos el cántaro de barro y lo estrelló contra el muro del castillo. La vasija
quedó rota en ciento once pedazos, y éste fue el número de latigazos que
recibió la joven mora. Y todo esto lo hizo a la vista del pueblo, para que se
conociera que nadie se burlaría del conde de Zafra.
Ensangrentada y moribunda, la muchacha fue expulsada
del castillo pero, antes de abandonar el recinto amurallado, la joven se encaró
con el conde y le dijo:
-¡Maldito seas tú y todos los que como tú son! ¡Del
agua que nos robas has de morir y el agua ha de llevarse tu cadáver, infame!
No pudo tolerar estas amenazas el señor de la
fortaleza y, sacando su espada, la mató allí mismo e hizo que se colgara el
cuerpo desnudo de la muchacha en lo más alto de la torre, y que estuviera allí
durante siete días.
Así se hizo y todos los lugareños comprobaron cuán
terrible era el señor de Zafra y la violencia con que se empleaba contra los
moros.
Pero los vientos fueron contrarios y muy pronto se
verificó la maldición de la mora. Cumplidos los siete días, el cadáver podrido
de la joven fue entregado a sus deudos y aquel mismo día el conde enfermó. Es
de suponer que el agua del pozo se enturbió y que no sólo el conde se viera
postrado y delirante. Lo cierto es que los galenos apenas pudieron hacer nada
por salvarle la vida y, tras una larga lucha contra la enfermedad, la fiebre lo
fue consumiendo y murió.
El mismo día de su muerte se reunieron en la capilla
muchos nobles cristianos para velar el cadáver de su amigo y en aquel recinto
de luto y tristeza se corrió la voz de la maldición de la mora. Durante toda la
noche se oyeron truenos y se vieron los pálidos resplandores de los rayos,
hasta que, de pronto, se desataron los cielos y comenzó a llover de un modo
tremendo. El mismísimo firmamento parecía abatirse sobre Granada y los patios y
las calles quedaron inundadas en muy breve tiempo. El río Darro, que había
permanecido seco durante todo el verano, comenzó a arrastrar piedras y fango, y
un torrente violentísimo ocupó el cauce. El castillo, situado junto al río,
apenas soportaba las embestidas del caudal, que arrastraba a su paso árboles,
maleza, puentes y rocas traídas desde la montaña.
Los nobles que velaban a Zafra vieron con temor que el
palacio se tambaleaba y que el río amenazaba con inundar la capilla ardiente.
Salieron del castillo y fueron a refugiarse en la iglesia, pidiendo a Dios que
les librara de aquel nuevo diluvio universal.
En tanto, seguía lloviendo y los torrentes reventaban
puentes y casas, añadiendo su furia a la del río Darro que, como fiero corcel,
no había forma de dominar. Finalmente, el río comió los cimientos de una parte
del castillo y los muros cayeron con estrépito sobre la corriente que, sin
esfuerzo, arrastraba las rocas y las estrellaba en los márgenes. A la vista de
todo el pueblo quedó el féretro del conde de Zafra y no faltó quien, en un
murmullo, recordara las palabras proféticas de la mora injustamente asesinada.
Al fin, el río extendió sus lenguas de agua y atrapó
el ataúd del conde: como un barquichuelo a merced de la tempestad, el féretro
navegó sobre las olas del Darro y se perdió bajo los ojos del puente. Algunos
aldeanos vieron que el muerto abrió sus ojos y que su rostro reflejó un terror
angustioso, pero esto son habladurías. Lo cierto es que la torrentera llevó el
cadáver de Zafra hasta el barranco y allí se despeñó hacia los abismos, sin que
nadie volviera a encontrar su cuerpo ni se supiera más de las joyas y cordones
de oro que lo adornaban en la hora de su muerte.
Al fin el cielo se abrió y dejó pasar los cálidos
rayos de luz que, como siempre, hacen brillar la hermosa vega de Granada.
Fuente:
Jose Calles Vales
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