El conejo no ha sido siempre como lo es ahora.
No tenía los ojillos saltones ni las orejas tan grandes y tan largas como las
que luce hoy día. Era un animalillo pequeño y muy listo, que, sin embargo, se
sentía desdichado e infeliz con su tamaño.
Pero un día, en virtud de ciertas reglas
mágicas de las cuales era poseedor, subió hasta los cielos y pidió a los dioses
que le aumentaran el tamaño. Los dioses le prometieron aumentárselo, siempre y
cuando les llevara unas cuantas cosas.
-Deberás traernos la piel de un tigre, la de
un mono, la de un lagarto y la de una culebra de agua.
Descendió a la tierra el conejo, y partió de
inmediato en busca de un tigre. Le contó lo de su ascenpión a los cielos, que
había hablado con los dioses, y que ellos le habían anunciado la proximidad de
un terrible huracán que arrasaría la tierra. El, le dijo, gracias a su tamaño,
nada tenía que temer, pues le sería fácil encontrar algún lugar en donde
cobijarse. El tigre sintió un gran temor al verse en peligro inminente, y
entonces el conejo le propuso un medio de ponerse a salvo.
-Yo mismo te ataré al más robusto de los
árboles. Así no podrá arrasarte el huracán.
Aceptó el tigre. Cuando el conejo lo tuvo bien
sujeto, con un garrote le golpeó en la cabeza hasta matarlo.
Luego, con un cuchillo, le quitó la piel y se
la llevó a su madriguera.
Una vez en su poder la primera de las pieles
que los dioses le pidieran, el conejo salió en pos de la segunda.
Marchó, entonces, a una tienda y compró jabón,
un espejo y una navaja de afeitar. Provisto de todo ello volvió al bosque.
Pronto dio con una buena cantidad de monos encaramados en un árbol. El conejo,
como si no reparase en la presencia de los monos, colgó el espejo de una
ramita, se enjabonó la cara y, a la vista de los monos, se afeitó, pasándose
por el cuello el borde romo de la navaja.
Al acabar, y como en un descuido, dejó allí
todos los útiles de afeitarse y simuló que se iba.
Pronto uno de los monos bajó del árbol e imitó
cuanto realizara antes el conejo. Pero al pasarse la navaja por el cuello, lo
hizo con el borde afilado de la misma y se degolló.
El conejo regresó, le quitó la piel y, harto
complacido por su segunda conquista, volvió a su madriguera.
En una charca que había por allí cerca vivía
un fiero, lagarto que no dejaba a ningún animal acercarse a beber agua en sus
dominios. Allí se fue el conejo, con un coco en sus manos, y propuso al lagarto
que jugase con él. Aceptó el lagarto de buen grado, y mientras la fruta iba de
uno a otro como una pelota, el conejo pensaba cuál sería el mejor sitio en
donde descargarle a su contrincante el golpe.
Al fin se decidió y dio al lagarto un tremendo
porrazo en la frente. El lagarto, sin embargo, no murió. Muy enojado volvió a
meterse en el agua.
-Si me llegar a dar en el arranque de mi cola
-dijo- me hubieras matado.
No se amilanó el conejo. Retuvo aquellas
inocentes palabras del lagarto, y al día siguiente volvió a sus dominios.
Propuso entonces al fiero animal que jugaran de nuevo, y prometió tan
vehementemente no golpearle, que el lagarto, al fin, aceptó, a pesar de lo muy
desconfiado que era.
Esta vez no erró el golpe el conejo. Acertó de
lleno en el arranque de la cola del reptil, y el lagarto murió al instante. Lo
despellejó el conejo y partió a llevar su piel a donde tenía las otras.
El conejo, de tanto gozo como sentía, daba
saltitos y más saltitos. A la mañana siguiente volvió a salir, y quiso la
suerte que se topara al poco con una culebra de aguas. Intentó morderle la
culebra; pero el conejo, rápido y vivo animal, logró clavarle las uñas en los
ojos y matarla. Le quitó luego la piel y regresó a su madriguera; unió allí la
piel recién capturada a las otras que ya tenía consigo y, con mucha paciencia,
poniendo en práctica sus mágicas artes, volvió a subir a los cielos.
Cuando oyeron los dioses el relato del conejo
sobre cómo se había hecho con las pieles pedidas por ellos, montaron en cólera.
Agarraron al conejo por las orejas y lo azotaron hasta que sus ojillos, merced a
los golpes, se le fueron saliendo poco a poco al punto de hacerse tan saltones
como lo son ahora los ojos de los conejos.
Los dioses, en castigo, no quisieron
aumentarle el tamaño. Porque, si siendo tan pequeño hacía maldades semejantes,
era de temer que fueran mayores si tuviese un tamaño más lucido.
Así, con sus orejas estiradas y con los ojos
saltones, volvió el conejo a la tierra.
0.063.3 anonimo (mexico) - 023
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