Cuenta la leyenda[1]
que, luego de combatir a las tropas heréticas en la región que hoy se conoce
con el nombre de Libia, el valeroso caballero llamado Jorge llegó a las tierras
de un rey que estaba sumido en una honda agonía, pues cada atardecer debía
entregar a una joven o a un niño en sacrificio para que un terrible dragón los
devorara.
Hacía ya mucho tiempo que el abominable dragón venía
cada tarde a reclamar su víctima. Después, los cielos se teñían de rojo como
si lloraran lágrimas de sangre y la bestia engullía a la persona viva. Luego se
retiraba y desaparecía en la oscuridad de la noche.
Para poder elegir a la víctima con total justicia, el
rey había organizado un sorteo en el cual todos los nombres de las jóvenes y
niños eran escritos a fuego en astillas de madera y luego se colocaban éstas
en un gran recipiente de metal. El rey en persona era el encargado de meter su
mano derecha en dicho recipiente para escoger, al azar, el nombre del
desdichado que sería engullido por el maléfico dragón.
Pero una vez sucedió que, en uno de esos nefastos
sorteos, el monarca sacó la astilla con el nombre que él nunca hubiera querido
extraer. La angustia golpeó su corazón y pareció hacerse viejo de repente
cuando, habiendo alzando su mano, leyó el nombre de la persona que más amaba en
el mundo entero: Elya.
La joven y hermosa princesa -la única hija del rey, al
escuchar su nombre, trató de esconder sus lágrimas, pero éstas brotaron de
sus ojos como el agua de la vertiente de su apesadumbrado corazón.
El rey estaba como petrificado, no sabía qué hacer,
pues no podía contradecir la ley que él mismo había sancionado, pero tampoco
quería que su pobre hija fuera devorada viva por la maldita bestia.
La angustia y el pesar ya se habían apoderado de todos
y cada uno de los habitantes de aquel reino -que vivían en un duelo constante
porque muchos ya habían perdido a sus propios hijos, pero perder a la princesa
era como si perdieran el último aliento, la última esperanza en un milagro.
El monarca se derrumbó en el podio y los cortesanos lo
tuvieron que socorrer y lo trasladaron a sus aposentos. De repente, las
fiebres y el delirio colmaron su cuerpo y su alma, víctimas ambos de un intenso
dolor.
El senescal hizo entonces su aparición y realizó los
preparativos para que la joven princesa fuera llevada al sacrificio.
Mientras la doncella real lloraba por su reino, por su
padre y por su propia vida a punto de perderla de la peor manera, era vestida
por sus damas de honor -en medio de llantos y suspiros acongojados de todas
ellas- con los más ricos vestidos, como si se tratara de una novia que
llevarían al altar para contraer santo matrimonio.
Cuando la princesa estaba ya adecuadamente ataviada,
la escoltaron hasta el lugar donde haría su aparición el terrible dragón.
Los soldados, mudos, apesadumbrados y cobardes,
dejaron a la princesa y se retiraron con premura, pues ninguno de ellos tuvo
el coraje de quedarse a esperar al dragón.
Elya quedó sola, muerta de miedo y de angustia,
mirando a los soldados en retirada que se recortaban sobre el crepúsculo.
Era el atardecer. La hora de la muerte se acercaba...
Mientras tanto, un caballero, montado en un hermoso
caballo blanco como la nieve pura y que venía cabalgando hacia el lugar del
sacrificio (ignorando que lo era), pudo ver, de lejos, que una mujer era
abandonada por los soldados del rey en paraje tan solitario.
Intrigado, al cruzarse con ellos, el caballero detuvo
su andar, y le preguntó a uno de los soldados:
-¿Qué es lo que aquí ocurre? -con firmeza en su voz.
-La princesa Elya ha sido elegida en el sorteo, según
la ley de este reino, y aquí esperará la muerte a manos de un dragón que exige
el sacrificio de niños y doncellas cada atardecer.
-¿Cómo permiten un acto tan atroz? -volvió a preguntar
con voz firme como si fuera una demanda.
-Si no lo hiciéramos, el dragón devastaría todo el
reino y nadie quedaría vivo.
-¡Yo le haré frente a ese dragón! -repuso él sin un
ápice de temblor en su voz.
-Pues... ¡que Dios lo bendiga, noble caballero! ¿Cuál
es su nombre?
-Mi nombre es Jorge y soy nada más y nada menos que un
simple caballero, pero mi fe en Dios es más grande que mi nombre, mi lanza o
mi escudo. A Él me encomendaré y por Él venceré.
De pronto, el cielo se puso rojo como la sangre. Señal
de la inminente aparición del dragón.
Los soldados comenzaron a huir despavoridos. Y la
bestia, surgida de golpe como de la nada, empezó a avanzar lentamente, desde
el final del camino real hacia el lugar del sacrificio, como saboreando por
anticipado el cuerpo de la joven que pronto engulliría.
Jorge pudo observar a la monstruosa criatura cuando la
tuvo más cerca: era extremadamente alta, su cuerpo estaba cubierto de escamas a
manera de armadura, de su lomo surgían dos alas como de demonio y se
movilizaba en cuatro patas que terminaban en feroces garras. De su inmunda boca
surgían colmillos filosos como espadas y su cabeza estaba coronada por cuernos.
"Los cuernos del Maligno" -pensó Jorge y se persignó.
El dragón, ya de lejos, había olfateado la presencia
de un adulto humano y, al ir acercándose, divisó a un gallardo caballero, erguido
en la montura de su brioso corcel, y que portaba una armadura plateada, una
larga lanza y un escudo blanco con una cruz roja en el centro.
Inmediatamente el dragón se percató de que a esta
víctima no lograría devorarla sin antes pelear a muerte con ella, y entonces
emitió un aullido aterrador.
Jorge, a su vez, rezó una plegaria:
-Dios Padre Todopoderoso, dame la fuerza necesaria
para vencer a esta maléfica criatura.
Y sin esperar un momento más se lanzó al galope con la
lanza en ristre.
Los cascos del caballo blanco levantaron terrones de
tierra del tamaño de un hombre y una polvareda semejante a la de un ciclón.
El gigantesco dragón agitó la cola enfurecido y sus
ojos se convirtieron en una línea delgada por la que arrojaba todo el mal de su
interior.
El caballero tensó sus músculos.
Por su parte, la bestia -que era muy diestra y rápida
a pesar de su aspecto gigantesco- se lanzó velozmente contra el Caballero de
Dios.
Jorge también atacó. Y ambos contendientes se lanzaron
a la lucha con todo su cuerpo, su alma y su fuego interior.
La tierra pareció temblar ante el choque de ambos. El
valiente guerrero mantenía con fuerza la lanza en su mano y logró atravesar
la armadura de escamas de la bestia, pero ésta se retorció como una serpiente.
Era tanta la resistencia que oponía el dragón, que la lanza crujió y se partió
con un ruido seco.
Desde lejos, la princesa, por su parte, observaba la
batalla estupefacta y temblorosa al mismo tiempo, mientras rezaba a Dios, sin
cesar, para que el caballero se alzara con el triunfo definitivo.
Entonces el dragón se alejó unos metros, aún
retorciéndose. El caballero sabía que no debía darle tregua, pues la lucha
contra el Mal no debe detenerse nunca. Desenfundó su espada, que brillaba con
los últimos rayos del sol, y se lanzó con renovada fuerza al ataque decisivo.
El pérfido dragón lanzó una nube de veneno por sus
fauces de afilados dientes y e intentó morder al Caballero de Dios, pero Jorge
fue más rápido y de un sablazo hundió todo el filo de su espada en la cabeza
de la bestia que se derrumbó en tierra con un gran estrépito.
Las patas del dragón intentaron flexionarse para poner
a su dueño nuevamente de pie mientras la sangre negra, como las inmundas aguas
de un pantano, manaba de sus heridas.
El noble caballero, entre tanto, desmontó de su
caballo, se acercó corriendo a la princesa y le dijo:
-¡Pronto, dame el lazo que sujeta tu cintura!
Ella lo desató con premura y se lo entregó al
guerrero, que regresó velozmente a retomar el combate al ver que la bestia,
tras varios intentos fallidos, al fin había logrado ponerse de pie.
Jorge montó de un salto sobre su caballo e hizo un
lazo, con rapidez y destreza admirables, y de inmediato lo pasó por la cornuda
cabeza del dragón que, de pronto, se volvió sumiso como un cordero asustado.
El caballero volvió su rostro hacia la doncella real y
le dijo con voz firme y segura:
-¡Adiós, princesa! ¡Que Dios bendiga todos los días de
tu larga vida!
Y montando sobre su brioso corcel blanco se alejó al
galope, llevándose al dragón como a una mansa criatura.
0.039.3 anonimo (inglaterra) - 016
[1] Son muchos los países que se atribuyen la "verdadera"
historia de San Jorge: Italia, España, Francia, Alemania, etc. He decidido
denominarla leyenda, "inglesa", porque Inglaterra fue el país que
convirtió a San Jorge en su patrono. (El lector interesado puede leer otra
versión de esta misma historia en El Mágico Mundo de los Dragones del mismo
autor y de la misma editorial. [N.de E.].)
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