El terremoto hizo que todo temblara. Los
árboles se resquebrajaron y sus frondosas copas se agitaron cual poseídas por
una furia incontrolable. De las ramas escapaban cientos, miles de pájaros, que
buscaban en su vuelo la tranquilidad azul de los cielos. El aire de la tarde,
caliente y pesado, se llenó con los infinitos colores de los pájaros que huían
despavoridos apurando al máximo la resistencia de su plumaje rumoroso.
Tantos eran los colores que se agitaban en el
cielo, que parecía como si el arco iris se hubiera derretido bajo aquella masa
caliente del aire: o como si la removida masa de la tierra hubiera ascendido a
los cielos.
El río, antaño lento, majestuoso, impávido, se
tornó convulso, y lanzando rugidos de furia abandonó su cauce convirtiéndose en
mil lenguas voraces de agua que todo lo arrasaban al adentrarse en los ayer
tranquilos parajes.
Los moradores del bosque, animalillos felices
hasta. entonces, abandonaron guaridas, madrigueras y matorrales, para correr
presas del pánico sobre la faz de una tierra que se estremecía a su paso con
toda la fuerza acumulada a lo largo de cientos de siglos.
Sólo el cielo, más allá de algunas nubes,
aparecía en calma. Azul y hermosa-mente quieto, parecía contemplar indiferente
lo que en la tierra acontecía, aunque hasta sus alturas ascendiera un clamor de
tragedia que no era sino la terrorífica manifestación del demoníaco terremoto
que devastara la tierra.
Los indios abandonaron sus refugios y corrían
alocadamente, sin dirección. Las mujeres de los poblados, abrazadas a sus hijos
más pequeños, gemían llenas de pavor mientras sus maridos arrojaban sus
cuchillos a la tierra, cual si hicieran una ofrenda mágica con la que conjurar
el peligro de muerte inminente. Después, en medio de un trágico clamor,
levantaban sus brazos al cielo. Mas todo seguía igual. Ningún dios parecía
apiadarse. Por el contrario, cientos de rocas se desprendieron de las cimas de
las montañas para arrasar el valle. Los estertores de la tierra eran cada vez
más intensos. Fueron el preámbulo de un ruido ensordecedor que al cabo se dejó
sentir, un ruido que procedía de lo más profundo de la masa terráquea, y que
llevó consigo una sacudida última mucho más terrible que las anteriores. Se
abrieron grandes grietas en la tierra, que tragaron a hombres, a mujeres, a
niños, a los animales y a los árboles. La tierra, en su mortal apetito, nada
respetó.
Poco a poco fue llegando la calma. Al fin se
hizo la tranquilidad más absoluta.
Los pocos hombres y los pocos animales que
habían logrado sobrevivir, también fueron serenándose poco a poco. La tragedia,
sin embargo, quedó grabada en lo más hondo de sus seres.
Se dio el caso de que una gigantesca serpiente
había quedado atrapada bajo un grueso tronco. El pobre reptil padecía aquel
peso tremendo justo en la mitad de su cuerpo. Inútilmente pugnaba por liberarse
de aquella presa que el árbol destruido le hiciera. Llena de furia, la
serpiente daba tremendos coletazos y trataba de enrollarse y de desenrollarse
en un vano intento de hacer rodar el tronco. Desesperada, alzó al fin la
cabeza, que era lo único que podía mover bien, resignada a morir. Llevaba ya
muchas horas presa de aquel tronco y sus fuerzas se habían agotado en el afán
de recobrar la libertad de movimientos. El lugar estaba solitario. Nadie
acertaba a pasar por allí. Sólo la muerte, se dijo el reptil, acudiría en breve
a liberarla de tan infamante castigo. Y se extendió, sin realizar esfuerzo
alguno ya, para esperar su llegada.
Pero, a los pocos instantes, decidió que no
quería morir. Volvió a hacer acopio de fuerzas y de nuevo pugnó por salvarse de
la muerte segura. Otra vez se llenó de ira. Pero volvió a desfallecer. Volvió a
tenderse en espera de la muerte...
Durante un breve espacio de tiempo todo estuvo
en silencio. Y al poco volvió la serpiente a escuchar el ruido de antes. Eran,
en efecto, pasos que se acercaban.
Al fin vio que se aproximaba un viejo indio. Y
cuando advirtió que el hombre se iba en otra dirección, gritó con todas sus
fuerzas:
-¡Socórreme, buen hombre!
Pero el indio no oyó su grito.
-¡Socorro, ayúdame! -volvió a gritar.
El viejo indio, que al fin pareció oír aquella
súplica, se detuvo. Miró en todas direcciones.
-¡Aquí estoy, sálvame! -clamó la serpiente.
-¿Quién eres? ¿Dónde estás? -dijo el indio.
-Soy una serpiente. Acude pronto, te lo pido
por todos los dioses.
El hombre dudó, pero al fin gritó desde donde
se encontraba:
-Me dan mucho miedo las serpientes. Me habéis
mordido muchas veces.
-No tienes que temer nada de mí -prometió la
serpiente.
-No quiero ayudarte, me das miedo -volvió a
decir el hombre.
-Los dioses te premiarán. ¡Ayúdame! -clamó la
serpiente.
-Júrame que no mientes -dijo el indio.
-Te lo juro.
El viejo, entonces, se acercó a la serpiente,
no sin adoptar ciertas precaucio-nes, tales como hacerse con un grueso palo que
había por allí.
El hombre empezó a intentar mover el tronco,
que era enorme y muy pesado.
-No puedo con el árbol -dijo el viejo.
-No me dejes morir -gimoteó la serpiente.
-El tronco pesa mucho y yo soy muy viejo –se
disculpó el hombre.
-Córtalo con tu hacha.
-Es muy grueso y no terminaría en cien años.
Mi mujer y mis hijos me esperan, y creerán que he muerto en el terremoto si
tardo en llegar.
-Te serviré toda la vida si me salvas
-prometió la serpiente.
-Será mejor que mueras -dijo el indio. Eres
perversa y si te salvo volverás a causar daños sin fin a los hombres.
-Te he jurado que no causaré daño. Los dioses
te premiarán si me salvas -dijo la serpiente, llena de mortal angustia.
-Está bien. Te salvaré. Pero vuelve a jurarme
que no harás daño a nadie.
-Te lo juro.
El viejo indio, entonces, agarró su hacha y
comenzó a partir el tronco. A cada golpe, la serpiente se retorcía de dolor.
Pero era tal su ansia de verse en libertad, que no soltaba ni un lamento. Por
el contrario, animaba al leñador.
-No puedo más -dijo el viejo.
-Sigue, y no te canses hablando.
Golpeó de nuevo con su hacha el hombre. Ni
aliento tomaba. Al fin se partió en dos el tronco y la serpiente quedó libre.
Tenía grandes heridas.
-Bien, me has salvado la vida -dijo al indio.
-He sido caritativo contigo -dijo el hombre.
-Ahora te pediré otro favor.
-No sé qué más puedo hacer por ti.
-Dame de comer, que tengo hambre -dijo la
serpiente.
-Ahora nada tengo, pero mañana pasaré por aquí
y te traeré alimentos.
-No puedo esperar tanto tiempo -se lamentó la
serpiente. Estoy desfallecida y si no me das algo para que no muera de hambre,
tendré que morderte para alimentarme.
-¿A mí me vas a morder? ¿A mí, que soy tu
salvador?
-Sí, no tengo otro remedio.
-Antes me juraste servirme toda la vida si te
salvaba.
-Sí, eso te dije. Pero ahora tengo hambre y no
puedo morir. ¿Por qué has hecho la tontería de salvarme? ¿Acaso no sabes que
las serpientes somos pérfidas y crueles?
El pobre indio palideció.
-¿Será posible que el bien que te he hecho me
lo quieras pagar así?
-¿No sabes que en la selva todo bien se paga
con un mal? -dijo la serpiente.
-Yo nunca he obrado así -repuso el indio.
-No me lo creo -dijo la serpiente.
-De veras.
-Bueno, ya has hablado en exceso. Prepárate
para morir -dijo la serpiente.
-De acuerdo -dijo él viejo indio. Pero no
quisiera morir antes de comprobar que es cierto lo que dices. No puedo creer
que en la selva se pague un bien con un mal.
-Ven conmigo y lo verás. Busquemos otros seres.
Vivirás hasta que escuches su respuesta. Cuando te hayas enterado, procederé a
devorarte.
-Bien, vamos allá.
El indio y la serpiente se pusieron en marcha.
Al poco rato toparon con un venado, luego con una zorra, y al fin dieron con un
coyote.
-Venado -dijo la serpiente, ¿no es cierto que
en la selva todo bien se paga con un mal?
-Cierto es lo que dices, por desgracia.
-Preguntemos a la zorra -dijo la serpiente.
-Es verdad -repuso lacónicamente la zorra.
-Convéncete -dijo al indio la serpiente.
-Pregunta al coyote -pidió, tembloroso, el
indio.
-¿No ,es verdad, coyote, que en la selva todo
bien se paga con un mal?
-No lo sé -dijo el coyote, tras quedarse
pensativo durante un rato.
-¿Cómo que no lo sabes? -preguntó furiosa la
serpiente, mientras el indio se llenaba de gozo.
-No, yo no estoy seguro de que así sea -se
reafirmó el coyote.
-Oyeme bien -dijo la serpiente. Yo estaba
aprisionada bajo el tronco de un árbol. Llegó este hombre y me salvó. Le pedí
de comer y me respondió que mañana. Entonces decidí comérmelo, porque estoy
hambrienta y no me voy a morir de hambre, como compren-derás... Le dije que en
la selva un bien se paga con un mal y...
-Bueno, bueno -interrumpió el coyote; pero yo
no sé si te hubieras podido salvar por ti misma o si en, verdad te fue tan
precisa la ayuda de este buen hombre. Es necesario que, antes de emitir mi
opinión, lo compruebe. Ponte otra vez como estabas y no tengas ningún miedo,
porque nosotros te sacaremos de debajo del tronco. Quiero ver hasta qué punto
este hombre te ha hecho un bien. Me parece que, de acuerdo con la ley de la
selva a la que aludes, si el bien que te ha hecho es tan grande, tienes
perfecto derecho, y hasta obligación, de hacerle un mal mayor. Mas si el bien
que te hizo es pequeño, no le podrás hacer, en consecuencia, sino un pequeño
mal.
-Echadme un tronco encima -dijo la serpientey
veréis cuán grande es el bien que me hizo.
El venado, la zorra, el coyote y hasta el
indio hicieron rodar un tronco y se lo pusieron encima a la serpiente.
-Bien, intenta salir de ahí -dijo el coyote.
La serpiente luchó como antes lo hiciera.
-No puedo -confesó al fin de un prolongado
esfuerzo. ¿Compren-des ahora, coyote, que tengo la razón?
-Lo único que he visto -dijo el coyote- es que
eres cruel y perversa. Por ello deberás permanecer ahí hasta que mueras.
Nosotros nos vamos. Eres muy tonta al dejarte engañar tan fácilmente.
El viejo indio no cabía en sí de gozo, y daba
las gracias al coyote, su benefactor.
-Amigo coyote -le dijo, ven conmigo a mi casa.
Quiero que elijas el regalo que más te plazca.
-Iría de buena gana, si no fuera por el odio
que tu mujer y tus hijos me tienen desde el día aquel en el que les robé unas
cuantas gallinas porque me moría de hambre.
-Pero en cuanto sepan que me has salvado la
vida, te perdonarán y te estarán muy agradecidos. Ven conmigo y lo verás. Te
colmare-mos de regalos.
-No puedo ir -se lamentó el coyote.
-Bien, no puedo obligarte -dijo el indio. Pero
ten en cuenta que me das un disgusto, pues soy hombre agradecido, y como tal no
puedo dejar sin pagar un bien que se me haga. Yo, al contrario que la
serpiente, creo que un bien se debe pagar con otro mayor.
-No tienes por qué preocuparte de pagarme nada
de lo que he hecho. Agradezco tu deseo de obsequiarme, pero repito que no puedo
ir a tu casa. Tengo miedo a tu mujer y a tus hijos. Además, ya se me ha hecho
muy tarde.
Pero el viejo indio estaba tan agradecido que
no deseaba en modo alguno dejar sin recompensa la buena acción del coyote.
-Te daré cuantas gallinas desees -tentó el
indio al coyote. Mi mujer nada te hará.
-No, no puedo ir.
-Espera -dijo el indio.
El coyote, que ya se iba, detuvo su marcha.
-Como no puedes quedarte sin premio -dijo el
indio, te propongo que vengas mañana a este mismo lugar. Te traeré un saco
lleno de pollos y de gallinas.
-Muy bien -aceptó el coyote.
Se despidieron como buenos amigos, tomó cada
uno su camino y se perdieron entre los árboles. Cuando el viejo indio llegó a
su casa, encontró a su mujer deshecha en un mar de lágrimas, pues creía que
había muerto en el terremoto.
-No llores, mujer -gritó el viejo indio.
La mujer volvió el rostro lleno de lágrimas y
corrió hacia su marido muy contenta.
-Creí que habías muerto en el terremoto. ¡Has
tardado tanto...!
-Sí, he tardado mucho, pero no por culpa del
terremoto.
El buen indio contó a su mujer lo sucedido.
-Yo invité al coyote a que viniera -prosiguió,
pero se ha negado...
-Me alegro mucho de que no te haya hecho caso
-dijo la mujer. Odio a los coyotes. Además, precisamente a ese coyote del que
me hablas le tengo que ajustar las cuentas. Es el mismo que se comió varias de
nuestras gallinas. Es el que tiene una mancha blanca en el rabo, ¿no?
-Sí, ese es.
-Me lo figuraba.
-Le tienes que perdonar -suplicó el indio a su
mujer. Gracias a él ahora estoy vivo.
-Si le perdonamos, acabará con nuestras
gallinas. Es un ladrón y un avaricioso.
-Mañana -dijo el indio como si no oyese a su
mujer, a la salida del sol, he quedado en llevarle un saco lleno de pollos y de
gallinas. Se lo merece. Es más, todo me parece poco para quien, con su astucia,
me salvó de perecer destrozado cruelmente por la malvada serpiente, que además
era grandísima. Ve escogiendo lo pollos, que yo seleccionaré las mejores
gallinas para él.
-¡Nada le llevarás! -gritó la esposa del buen
indio. ¿No compren-des que ya se debe dar por bien pagado con las gallinas que
nos robó?
-No, nunca estará suficientemente bien pagado.
-Eres un tonto -sentenció la mujer.
-Será mejor que dejes de mostrarte tan
avarienta y desagra-decida y que vayas preparando el saco con lo que te he
pedido.
La mujer nada dijo y en silencio comenzó a
cumplir con lo que su esposo le exigía.
-¿Te parece bien este saco?
-Sí.
-Acuéstate, que mañana lo tendrás lleno -dijo
la mujer.
Al día siguiente, sin embargo, la mujer, en
vez de llamar a su marido a hora temprana, se levantó en silencio y, llevando
consigo el saco, salió de la casa y se dirigió al llano de los cuervos.
Caminaba encorvada por el peso, pues al parecer, cumpliendo la orden del
marido, había llenado el saco por completo. Llevaba también, en la mano que le
quedaba libre, un gallo. La mujer siguió caminando agobiada por el peso, pero
con andar ligero. Aún no había llegado al llano de los cuervos cuando el sol
empezó a asomarse por el horizonte.
Al llegar al punto de la cita entre el coyote y
el indio, el animal, subido a una roca, esperaba. Cuando vio que quien llegaba
era la mujer del indio, quedó sorprendido y se mostró receloso.
-¿Dónde está tu marido? -preguntó a la mujer.
-Mi marido tenía mucho sueño -dijo la mujer
depositando el saco en el suelo- y no ha podido venir. Es muy viejo y ayer se
cansó en exceso. Pero no temas; perdono tu mala acción... Has salvado a mi
marido y no puedo ser desagradecida contigo. Me siento muy contenta de poder
recompensarte. Como ves, te traigo el saco lleno de pollos y de gallinas.
También te traigo este gallo tan gordo que aquí ves, y que ya no me cabía en el
saco.
-Acércate -dijo el coyote. Juro que no te
volveré a robar.
El coyote, descendiendo de la roca en donde
estaba, se acercó a la mujer.
-El gallo -dijo ella, lo dejaremos para lo
último, pues es, de entre las aves de mi corral, la más hermosa. Ahora, dime
qué prefieres; que te suelte los pollos primero y las gallinas después, o que
te los suelte todos a un tiempo.
-Todos a la vez. Me gusta correr -dijo el
coyote.
La mujer, mientras el coyote babeaba de gusto,
abrió el saco. Pero en vez de salir de allí pollos y gallinas, aparecieron tres
enormes perros que furiosa-mente se lanzaron contra el coyote. La lucha resultó
feroz. El coyote se defendía a duras penas, muy valientemente, pero los
perros, por ser más, llevaban toda la ventaja. El coyote sangraba por todo su
cuerpo. Y cuando comprendió que no podía resistir más aquel ataque furioso de
los canes, se dio a la fuga sin que los perros lograran darle caza.
Al fin, al verse libre y a salvo, marchó a la
orilla de un río para lavarse las heridas que le produjeran los mordiscos de
los perros.
-¡Qué razón tenía la serpiente! -se dijo
entonces. Los malvados corazones que habitan la selva pagan siempre un bien con
un mal mayor.
0.063.3 anonimo (mexico) - 023
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