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viernes, 3 de mayo de 2013

El pueblo sumergido

Bajo uno de los numerosos lagos de Suiza, existía hace muchísimos años el reino de las ondinas. Este reino era gobernado por un rey Elfo, que habitaba un castillo de cristal ubicado en lo más profundo del lago.
Las ondinas por aquellos tiempos se mezclaban numerosas veces con los habitantes del pueblo más cercano.
Una noche en que se celebraba la fiesta de la cosecha, una de las hijas ondinas del rey Elfo se enamoró perdida­mente de un joven humano. De más está decir que el joven estaba maravillado con la ondina, ya que, difícilmente, un hombre hubiera podido resistirse a su belleza.
La joven ondina no podía permanecer mucho tiempo en la tierra, por lo que hechizó al joven para que sobreviviera bajo el agua.
Vivieron juntos durante algún tiempo, pero, de pronto, el joven comenzó a echar de menos a su pueblo y a su familia. La nostalgia lo invadía cada vez más, y llegó un punto en que se lo veía deambular tristemente por los gigantescos salones de cristal del palacio.
La ondina hizo todo lo posible para alegrarlo, pero se tornó evidente al fin que su amado no podría sobrevivir más, lejos de sus seres queridos.
Entonces la ondina, una noche, hechizó a todo el pueblo y lo transportó al fondo del lago.
Durante siglos, la gente que se acercaba al lago podía ver en sus profundidades al pueblo sumergido: su gente caminando por las calles, los niños jugando en los parques y la ondina y su joven enamorado, felices para siempre en la tranquilidad del hogar.

Fuente: Azarmedia-Costard - 020

0.061.3 anonimo (suiza) - 020

La simpática sobrina de la bruja

Después de que sus padres sufrieran el accidente, Anja no tuvo más remedio que ir a vivir con su tía-abuela-segunda por parte de madre, la famosa bruja Baba Yaga.
-Baba Yaga vivía en una casa de color negro, que se sostenía por dos enormes patas de gallina. Cuando a la casa se le ocurría dar un pa­seo, los que la habitaban tenían que agarrarse de lo que tu­vieran más cerca para no salir rodando por los suelos. Por suerte la casa era bastante vaga y prefería quedarse, casi siempre, en un mismo lugar.
Baba Yaga, como toda bruja que se precie, tenía una idea muy clara con respecto al futuro de su sobrina-nieta-se­gunda: quería comérsela. Anja era una chica regordeta que siempre tenía una sonrisa en el rostro, y no había momento del día en que no estuviera dispuesta a ayudar a un viejito a cruzar la calle, lavar los platos o darle de comer a un ga­tito hambriento.
Justo lo que una bruja odia con toda su alma.
Baba Yaga tenía un montón de sirvientes que, temblan­do de miedo, hacían todo lo que ella decía.
-¡Quiero comer lengua de lagarto bailarín! -gritaba la bruja, y la sirvienta tenía que dar la vuelta al mundo, has­ta encontrar un lagarto que bailase y además estuviese dispuesto a dejarse sacar la lengua.
-¡Quiero pintar mi habitación con pintura de moco de dragón recién nacido!.
-Y ahí tenía que salir el pobre porte­ro, a encontrarse un dragón bebé a quien sonarle el hocico.
Anja, en cambio, se había hecho amiga de todos el mismo día en que había llegado. Los sirvientes estaban tan poco acostumbrados a que les sonrieran y les hablaran con buenas maneras, que adoraban a la pequeña Anja como si fuera una hija.
Una tarde en la que Anja se encontraba fregando el baño como todos los días, la bruja Baba Yaga decidió que había llegado el momento de comerse a su sobrina-nieta-segunda.
-¡Prepárame a Anja con un poco de salsa agridulce! -le gritó a su cocinera.
La cocinera, que nunca en su vida había ni pensado en du­dar una orden de la bruja, se puso seria como una estatua, y cerrando un puño dentro del delantal, le dijo con todas sus fuerzas:
-¡Nunca! -y sin esperar respuesta, abandonó la casa.
Cuando Baba Yaga se repuso de la sorpresa, se acercó al portero y le gritó:
-¡Encierra a Anja en el calabozo, que esta noche quiero comér-mela!
El portero repitió el mismo gesto serio de la cocinera, y sacudiendo un manojo de llaves como si fueran unas mara­cas, le respondió:
-¡Jamás! -y tirando las llaves sobre la mesa, dejó también la casa.
El gato de Baba Yaga, que había ron­roneado por primera vez gracias a las caricias de Anja, lo escuchó todo, oculto detrás de una maceta con una flor seca. Rápido como un gato apurado se dirigió hacia donde Anja lavaba el baño.
-¡Mi querida Anja! -le dijo entre jadeos de cansancio
-¡Finalmente se ha descubierto que Baba Yaga lo que quie­re es comerte!
-Bueno -dijo Anja, que como no era ninguna tonta, ya se había imaginado que vivir con una bruja iba a tener sus contratiempos.
-Debes escapar por la puerta trasera ahora mismo. Pero an­tes toma estos regalos, te serán indispensables.
-Y diciendo esto, el gato le entregó a Anja un pequeño peine y una toalla.
-¡Mil gracias! -dijo Anja con una sonrisa enorme, porque le encantaba que le hicieran regalos, aunque fueran tan ex­traños como ésos.
Cuando Baba Yaga entró en el baño dispuesta a atrapar a Anja con sus propias manos, el gato se hizo el distraído, como si no supiera que su amiga ya se encontraba corrien­do a toda velocidad por la estepa.
-¡La has ayudado a escapar! -gritó furiosa Baba Yaga, que no por nada era bruja.
-¿Quién, yo? -preguntó el gato.
Baba Yaga sabía que no hay nada más inútil en esta vida que discutir con un gato, así que enseguida se puso un saquito para el frío, y salió corriendo detrás de su sobri­na-nieta-segunda.
Anja sintió que la bruja venía detrás suyo. Al ritmo al que iban, Baba Yaga la alcanzaría en pocos segundos. Mientras esquivaba ramas bajas y saltaba troncos caídos, metió la mano en el bolsillo de su vestido, sacó la toalla que el gato le había regalado y la lanzó hacia atrás sin mirar lo que pa­saba. La toalla dio un giro mágico en el aire, y así como si nada, se transformó en un gran río que le impidió a la bruja seguir corriendo.
-¡Los truquitos de magia no significan nada para mí! -dijo la bruja, profundamente ofendida. Volvió sobre sus pasos, realizó tres pases mágicos con sus largos y huesudos dedos, e hizo aparecer cinco bueyes. Los bueyes  se bebieron el a ua del río como uien se bebe un té.
Anja no tardó en darse cuenta de que la bruja había vuel­to a perseguirla. Esta vez con un poco más de dificultad -ya llevaba mucho tiempo corriendo- buscó en el bolsillo de su delantal, sacó el peine, y lo lanzó hacia atrás, tal como ha­bía hecho con la toalla. El peine giró y giró en el aire, y al caer al suelo, se convirtió en un profundo y oscuro bosque.
Esta vez la bruja Baba Yaga no tuvo tiempo de reaccionar. Antes de poder decir ni "abracadabra", se vio completa­mente perdida en medio de miles de árboles negros que no la dejaban moverse para ningún lado.
Anja logró escapar así, sana y salva, de las garras de su tía-abuela-segunda. Nun­ca abandonó su sonrisa constante y en toda su vida, jamás le faltó ni un solo amigo que le diera ayuda cuando ella lo necesitara.

Fuente: Azarmedia-Costard - 020

0.062.3 anonimo (rusia) - 020

Los hijos del sol. El imperio inca

Yo estoy aquí para contar la historia.
PABLO NERUDA, Amor Améríca (1400)

Y dijo el sabio Pachacutec que el rey Sol y la reina Luna se unirían aquel glorioso día, y así fue.
Porque como una mujer y un hombre de amores desgraciados, el Sol y la Luna estaban condenados a no encontrarse jamás. Pero el gran Pachacutec profetizó que un día ambos se amarían y de ese encuentro nacerían un niño y una niña.
Los hombres que habitaban las cumbres de Huancayo, Ayacucho y Arequipa vieron con asombro cómo se verificaban las divinas palabras de Pachacutec. La Tierra toda se oscureció y la Luna se unió al Sol. Y el sabio dijo también que los Hijos del Sol nacerían en el lago Titicaca.
Cuando los hombres de aquellas comarcas llegaron al gran lago, encontraron allí a un joven hermoso y fuerte, y a una doncella hermosísima. El dios Sol les había ordenado que andaran el mundo y que predicaran la obediencia y la sumisión a su rey. Para que los Hijos del Sol fueran conocidos por todos los hombres, su padre les entregó una lanza de oro, de media vara de largo y dos dedos de grueso, y les dijo:
-Andad por las tierras de Apurímac y Urubamba, y enseñad a todos lo que os he enseñado. Y probad a golpear la roca con el cetro que os he entregado; y allí donde la vara se hunda con un solo golpe, levantad una ciudad en mi honor, y un templo, y nombrad un rey de los hombres.
Así lo hicieron los Hijos del Sol, tal y como se les había ordenado. Enseñaban a los hombres la caza y la agricultura, y les mostraban la diferencia entre lo bueno y lo malo; también les enseñaron las oraciones y las plegarias al dios Sol, y cómo habrían de construirse los templos y los palacios, con piedras labradas. Y además los adiestraron en el arte de la guerra.
Los hombres de aquellas tierras, que antes eran salvajes y desconocían estos secretos, vieron que todas las enseñanzas eran buenas y llamaron al Hijo del Sol con el nombre de Inca, que significa «príncipe», y a la Hija del Sol la llamaron Mamauchic, que significa «madre».
Los dos Hijos del Sol recorrieron los montes, los valles, los ríos y los collados, y golpeaban la tierra una sola vez con la vara de oro, pero la roca no cedía en ningún lugar. Hasta que, al fin, llegaron a una montaña llamada Huanacauri y allí probaron de nuevo a golpear la tierra con la vara de oro, y la roca cedió al punto, hundiéndose al primer golpe que dieron con ella. Los Hijos del Sol reunieron en aquel lugar a los hombres que se hallaban dispersos en la comarca, y comenzaron a enseñarles las cosas buenas que les había dicho su padre; y hablaron de la riqueza y la pobreza, de la paz y la guerra, de la injusticia y la injusticia, y de la bondad y la maldad. Allí fundaron una hermosa ciudad, con templos en los que se veneraba al dios Sol, con plazas, mercados y casas dispuestas en hileras, con huertos y prados.
Antes de despedirse de su pueblo, los Hijos del Sol ordenaron a los hombres que escogieran entre ellos al más honrado y sabio, y que lo coronaran rey. Así lo hicieron, y nombraron a Manco Cárpac príncipe de todos. Y éste fue el primer Inca.
El imperio de los Incas, protegido y amado del dios Sol, se extendió pronto más allá de las montañas y los ríos. Los hombres erigían templos y fundaban ciudades; construían carreteras y agrupaban grandes rebaños; conquistaban otros pueblos y las riquezas aumentaban de día en día. De este modo, los Incas llegaron a ser el pueblo más grande y poderoso de la Tierra, y otras gentes, salvajes e incultas, admiraban la destreza y sabiduría de estos hombres.
Cuando el Inca Cárpac supo que había llegado la hora de su muerte, reunió a su pueblo en la plaza de Cuzco y les ordenó que guardaran las enseñanzas de los Hijos del Sol, que mantuvieran en pie los templos y las ciudades, que preservaran la paz con otros pueblos y que observaran en todo los preceptos de la religión. Y los incas así lo hicieron, conservando para siempre la memoria de su primer rey.
Todo esto sucedió mucho tiempo antes de que los hombres con cabeza de hierro y cuerpo de caballo llegaran para destruirlo todo y asolarlo todo.

Fuente: Jose Calles Vales

0.081.3 anonimo (sudamerica) - 018

La fuente sagrada de chichén itzá

Resulta curioso comprobar cómo sesudos investigadores e historiadores del siglo pasado creían sinceramente que los mayas eran los verdaderos descendientes de los habitantes de la Atlántida, el país mítico por excelencia. Sin embargo, los mayas, como pueblo organizado, debieron surgir en torno al siglo III de nuestra era: lo que los arqueólogos llaman el Imperio Antiguo de los Mayas, con la fundación de la mítica ciudad de Tikal. A partir del siglo IX los mayas iniciaron su larga travesía hacia el norte, desde los alrededores del lago Petén Itzá, en la actual Guatemala, hasta las selvas de Yucatán. Allí comenzaron la construcción del Nuevo Imperio, cuya capital era Mayapán. Más tarde, en torno al año 1200, el rey de Mayapán, Hunac Ceel, conquista la ciudad de Chichén Itzá con ayuda de los pueblos del este, los toltecas. El imperio, con sus venturas y desventuras, aún resistiría dos siglos más, pero cuando llegan los españoles, en el siglo XVI ya sólo encuentran las ruinas de una civilización muerta: los templos están comidos por la selva y sólo algunos reyezuelos, al mando de campesinos hambrientos, pueden resistir débilmente al empuje de los europeos.
En Chichén Itzá pueden verse aún los restos de una civilización asombrosa: el Templo de los guerreros, con sus columnas y estatuas, el «observatorio», desde cuyas ventanas los mayas contemplaban las evoluciones de los astros, los imponentes muros, y la gran pirámide: el templo del dios Kukulkán: la serpiente que tiene plumas.

Como sucedería algunos siglos después con el imperio azteca, los mayas ordenaban su vida de acuerdo con un calendario astronómico; tal vez toda su existencia estaba regida por esta obsesión astral y numérica; incluso la disposición de las pirámides, los templos, los muros y los restos de las ciudades parecen adecuarse a una voluntad angustiosa del calendario y los astros. No es extraño que algunos investigadores hayan creído ver en toda esta simbología maya una historia espacial, vinculada a las visitas de extraterrestres. Como dice un moderno historiador: «No hay un solo signo, ni una imagen, ni una escultura que no guarde relación con un número astronómico».
Los mayas vivían en un vergel, quizá para ellos la selva significase el infierno: lo cierto es que una civilización que vivía del maíz y los frutos de la jungla, se esforzó en la representación de la serpiente. Incluso las columnas, que en todos los pueblos del mundo se han identificado con los troncos de los árboles, son en la cultura maya serpientes: serpientes con sus fauces abiertas, horribles bocas que se muestran al viajero, amenazantes, terribles.
Chichén Itzá era, en fin, el centro del mundo maya, y desde allí se puede llegar a la Fuente Sagrada.

El provincial de Yucatán, un franciscano español nacido en Guadalajara, llamado Diego de Landa, examinaba en Mérida (act. México) algunos legajos para su obra histórica. Este hombre, un verdadero tirano para los indígenas, se disponía a escribir su Relación de las cosas de Yucatán. Cuando descubrió el cenote o fuente de Chichén Itzá no pudo sino esbozar una mueca de repugnancia, pero, a la vez, sus ojos brillaron ante la posibilidad de encontrar grandes tesoros.
Diego de Landa organizó una expedición a través de la jungla, con la pretensión de encontrar el famoso cenote o fuente sagrada de los mayas. Junto a él cabalgaba un joven soldado, que le hablaba del siguiente modo:
-Señor, lo que dicen los indios es que en tiempos de sequía los sacerdotes se reunían en el templo. Este dios suyo, que algunos llaman Kukulkán y otros Quetzalcoalt, o de otras maneras, tenía cuerpo de serpiente y plumas, y vivía en un pozo negro, un abismo horroroso. Los sacerdotes disponían junto al cenote o pozo una piedra de altar, a veces era como piedra de jaspe: allí tendían a las doncellas y con un cuchillo de obsidiana les sacaban el corazón. También me han dicho que en ocasiones se escogían las vírgenes más dulces y bellas, y que a éstas se las arrojaba directamente al pozo. Pero, si hubo oro alguna vez en estas tierras, debe encontrarse en ese horripilante pozo; porque solían vestir a las doncellas y a los jóvenes con pulseras doradas, con ricas telas, coronas de piedras preciosas, y otros mil abalorios maravillosos. Los sacerdotes cantaban sus plegarias sagradas y danzaban en torno al cenote durante todo el día, mientras escuchaban a las pobres doncellas gritar y lamentarse. Al atardecer echaban unas cuerdas y, las que estaban vivas, subían y relataban cosas de maravilla. Este indio que traigo conmigo me asegura que, según sus padres, los sacerdotes echaban al pozo vasijas, lingotes de oro, diademas y mil joyas, para aplacar la ira de los dioses y para implorar que Kukulkán trajera lluvia. Pero todo esto sucedió hace muchos años, porque, como vuestra excelencia sabe, el rey Ixtlilxóchitl es un hombre bueno y sabio, ¡y cristiano!, y no permite que se hagan sacrificios con mujeres.
-¡Herejías y más herejías! -respondió el provincial.
Los dos hombres continuaron su camino y llegaron finalmente a la Fuente Sagrada. Era un pozo con una boca enorme, como un verdadero monstruo. Asomados a la embocadura, pudieron distinguir en la profunda sima, un lecho de fango y barro, ramas y hojas, y algún animal muerto que había caído en la fuente por descuido.
-Los nobles y los sacerdotes -decía el soldado joven- pasaban sesenta días de ayuno antes de venir aquí a arrojar a las doncellas. Las que sobrevivían decían que habían visto al dios Quetzalcoalt, que les enviaba razones y órdenes para que hicieran más sacrificios. Después quemaban incienso y resina de copal. En el fondo hay muchos hombres y muchas mujeres, que son los espíritus de los muertos, los cuales golpeaban a las muchachas en la cabeza, y las asían por los brazos y las piernas, para que se murieran también. Y los espíritus hablan con voces profundas, que a veces no se les entiende, y hay grandes profundidades y grandes alturas... por lo que yo pienso que este pozo es el mismo infierno, ¿verdad, señor provincial? Ahí abajo no hay más que serpientes y bichas... y estatuas de jade con oro y bronce, vasijas de oro puro, diademas... un tesoro, señor provincial, ahí abajo hay un tesoro.
Don Diego de Landa observó el fondo verdoso y parduzco del cenote e imaginó todas aquellas cosas que su acompañante narraba con tanta vehemencia. Después se incorporó, montó en su caballo y tomó el camino de Chichén Itzá mientras farfullaba:
-¡Herejías, y más herejías!

Fuente: Jose Calles Vales

0.081.3 anonimo (sudamerica) - 018

Jauja

Cuando nieva son buñuelos,
bizcochos y caramelos.
ALLELUYA DEL SIGLO XIX

Don Julio Caro Baroja, en su libro Jardín de flores raras, estudió con su habitual sagacidad muchas tradiciones peculiares: trataba. por ejemplo, la alquimia, los duendes, los ángeles y los monstruos. El profesor dedica un pequeño capítulo a la isla de Jauja o al país de ]auja, que tanto da. Según el historiador, los hombres han tenido una especial predisposición a imaginar lugares en los que el alimento v el placer brotan como por arte de magia. En estos lejanos países no es necesario trabajar, puesto que todo lo ofrece la Naturaleza, y la vida es un gusto constante.
En Europa existen términos parecidos a nuestro Jauja. Los franceses, por ejemplo, tienen su Pays de Cocagne, donde todo son delicias: en España tuvo cierto predicamento el País de la Cucaña. En un antiguo manuscrito medieval ya se habla de estas prodigiosas tierras. Se dice que un romero fue a Roma con la intención de ser absuelto. Pero sus pecados eran tan graves y había cometido tantos que el Papa le impuso como penitencia ir al País de la Cucaña, donde según se contaba las paredes de las casas eran manjares deliciosos y por los valles corrían ríos de vino y miel... En Holanda existe el Luylekkerlandt, con significados semejantes.
Respecto a Jauja la tradición supone que dicho lugar estaba en el actual Perú. Se dice que cuando el conquistador Francisco Pizarro llegó a aquellas tierras quedóse asombrado ante la inmensa fertilidad del país.
Además, la tierra florecía dos veces al año gracias a su clima favorable­y en las minas podían extraerse sin dificultad grandes pepitas de oro y metales preciosos. Allí fundó Pizarro una ciudad, en 1533, y las noticias que llegaban a España eran tan prodigiosas que el nombre de Jauja se identificó inmediatamente con un país maravilloso donde todos los placeres están al alcance de la mano.
Sólo un cuarto de siglo después se representaba en Castilla un
paso de Lope de Rueda titulado La tierra de Jauja (en El deleitoso, 1545). Según el dramaturgo, en Jauja se azotaba a los hombres que se aplicaban en el trabajo, porque la labor era innecesaria y perjudicial.

La tierra de Jauja es por demás fértil, pero en su seno guarda maravillas que nos asombran. Hay, para empezar, dos ríos: por uno corre leche y por el otro, miel. Entre un río y otro, los habitantes pueden disfrutar de una fuentecilla de mantequilla, en la que de tanto en tanto surgen hermosísimos requesones. Estos manjares van a caer al río de la miel y el viajero sólo tiene que alargar su mano para disfrutar de tales delicias. Por lo que toca a los árboles, puede decirse que la variedad es infinita, aunque destacan unas plantas en las que el tronco es de tocino y se asegura que los más tiernos brotes son como de panceta. Algunos arbustos no tienen propiamente hojas, sino hojuelas, que es un dulce exquisito. Los habitantes del país de Jauja suelen cortar las hojuelas de dicha planta y acercándose al río de miel, ponen unas gotas en el dulce, de donde se vino a decir que una cosa excelente es miel sobre hojuelas. Los asadores, como dice Lope de Rueda, son de «trescientos pasos de largo» y allí se amontonan todo tipo de viandas: conejos, perdices, capones, gallinas, patos... y más allá están las carnes rojas: buey, ternero, venado, cordero... Los pescados saltan a la orilla, como prestándose a ser comidos, y los hay muy variados y sabrosos, como el besugo y el rodaballo. Junto a los árboles y las rosaledas hay cajas con confituras, mermeladas, compotas, mazapanes y turrones; y unas grandes cubas de vino delicioso que parece ambrosía. Además, sin ninguna dificultad pueden encontrarse arcones con tortas de pan, arroz, huevos y queso.
Don Julio Caro Baroja transcribe una aleluya del siglo XIX en la que se nos ofrece más información. Se dice, entre otras muchas cosas jugosas, que en Jauja no hay pordioseros, porque todos son hombres galantes y nobles; los árboles tienen curiosos frutos: levitas y pantalones; y los chiquillos juegan a lanzarse a la cabeza bollos y dulces.
La temporada de lluvias es especialmente deleitosa: «los lunes llueven jamones, perdices y salchichones»; los martes caen del cielo pescados, albóndigas y cabrito; los miércoles pollos al chilindrón o con tomate, y de postre chocolate. Los jueves toca pavo asado y hojaldre; los viernes llueve queso, manzanas, avellanas, pasas e higos; los sábados caen puros y cigarrillos; y los domingos. chuletas y pan.
Otras curiosidades no menos notables merecen destacarse: las mujeres son, naturalmente, hermosas v dulces, v tan dulces son que le hacen el amor al hombre, no tienen vergüenza ni son mojigatas como en Castilla, y prefieren un fornicio ameno que perder el tiempo en galanterías y requiebros vanos. Como puede suponerse, no existe el matrimonio y cada cual busca mujer u hombre con el que gozarse; pero no es necesario entablar conversación ni conocerse. basta con gustarse y entregarse a los placeres de los besos v las caricias.
La alegría lo inunda todo, hasta el punto que la gente se muere de risa, y no por enfermedades ni padecimientos. Cuando hay un entierro, las mozas bailan y tocan los panderos adornados con cintas de colores. En las procesiones, en vez de cirios y santos, se llevan en romería lomos embuchados, chorizos culares y jamones.

Fuente: Jose Calles Vales

0.081.3 anonimo (sudamerica) - 018

Eldorado y las siete ciudades de cíbola

Corrían los primeros años del siglo XVI en América y en Quito se teme la pronta llegada de los españoles, con don Sebastián de Benalcázar al frente de las tropas invasoras.
Efectivamente, cerca de la montaña llamada Cotacachi, las tropas cristianas descansan en su imparable avance. Algunos soldados sienten náuseas y desvanecimientos, y tratan de despabilarse refrescándose en las heladas aguas que bajan de las cumbres. Otros, más acostumbrados a las tremendas alturas de aquellas tierras, se entretienen en la conversación, en el juego de dados, o bajan a las aldeas en busca de mujeres.
En el campamento podemos ver a dos hombres que cuchichean a espaldas de los demás. Uno, el más joven, mira con ojos como platos a su contertulio, más viejo y experimentado.
-Don Sebastián quiere llegar a Quito -dice el veterano; pero más nos valdría ir hacia occidente, donde dicen que las esmeraldas pueden cogerse a puñados sobre la tierra.
-¿Será posible? -preguntó el joven, imaginándose aquel territorio maravilloso.
-Y tan posible, muchacho. Has de saber que en estas tierras hay tantas riquezas que cuando volvamos a España podríamos comprarnos Toledo, o Sevilla, y aún tendríamos suficiente oro para tomar otras villas más pequeñas.
-¿Sí?
-Y tanto que sí -contestó el viejo soldado. Y si me prometes no decírselo a nadie, te contaré algo maravilloso.
-¡Cuéntamelo! -susurró el mozo.
-Pues tengo un amigo que me ha dicho que una vez encontró a un indio de Boyaca, y que éste le contó que había en el norte un lugar llamado Guatavitá. Y que cerca de esta aldea hay un lago sagrado para los indios. Resulta (escúchame bien) que esos salvajes tienen la costumbre de enterrar a sus muertos en ese lago: los colocan en balsas, o en canoas, o en esas piraguas que utilizan, y cargan el barco con muchas joyas, con esmeraldas, rubíes, perlas, oro y plata. Y cuando está en el centro del lago, le lanzan flechas y lanzas con fuego, la balsa se incendia y se hunde en el lago con todos los tesoros. ¿Qué te parece?
-Increíble.
-Pues no has oído nada. El indio este que conoció mi amigo hablaba de una ceremonia de lo más interesante. Resulta que, una vez al año, los salvajes celebran una fiesta suya particular, de ésas en las que bailan y adoran al sol, ya sabes. Al parecer, colocan en una balsa todo tipo de tesoros: coronas, diademas, botones, brazaletes, vasijas, telas preciosas y cofres llenos de oro. Y esto es la ofrenda a su dios. Después, el sumo sacerdote se desnuda delante de todos y se embadurna con resina. Entonces, los hechiceros utilizan unas cañas para soplar sobre él polvo de oro, hasta que el sacerdote está cubierto de oro por todo su cuerpo. Dicen que tienen arcones enteros llenos de polvo de oro, y que no les importa que se les derrame o se les caiga. El caso es que el sacerdote cubierto de oro, que se llama el Dorado, se sube a la balsa con todos los presentes y ofrendas para su dios; y cuando llega al centro del lago, comienza a cantar y a danzar sobre la balsa, al tiempo que arroja todos aquellos objetos maravillosos al fondo del lago. Finalmente, el mismo sacerdote se sumerge en las aguas y sobre las ondas queda como un sol brillante de oro que va desapareciendo a medida que se hunde en la laguna.
El veterano se rascó la cabellera y, finalmente, dijo:
-Imagínate los tesoros que pueden encontrarse en esa charca con sólo una zambullida. Es muy probable que yo no vaya a Quito, sino que me una a otros amigos míos y vayamos en busca de ese lago en el que se apilan miles y miles y miles de lingotes de oro.
-¡Dejadme ir con vosotros! -exclamó el muchacho.

De este modo se propagaba la leyenda del Hombre Dorado, que terminó siendo El Dorado, o Eldorado. El lugar preciso no se conoció nunca, aunque en ocasiones se situó en las riberas del río Napo, o en las cumbres del Chimborazo, al sur de Quito. Con más frecuencia se hablaba de Eldorado refiriéndose a Los Llanos y Arauca, o simple-mente se emplazaba en las selvas del Gran Río Amazonas.
En realidad toda América era un Eldorado para los europeos: allí encontraban todas las riquezas que podían soñar, aunque, cierta-mente, no con la facilidad que imaginaron. Los españoles llegaban a América pensando en Jauja y así continuaron hasta bien entrado el siglo XX. Desde Pizarro y Jiménez de Quesada, hasta los modernos «indianos» del siglo XIX, los españoles han entendido América como un lugar donde un hombre puede enriquecerse con cierta comodidad. Por supuesto, en raras ocasiones se han ocupado de los nativos americanos y ya no se puede esperar que se ocupen nunca. Así, el Nuevo Mundo ha sido, y sigue siendo, el territorio del expolio, de la avaricia, de la esquilmación, del latrocinio y de la ignominia.
La pertinaz idea de que en América existen lugares donde el oro brota como el agua de las fuentes sugirió otra leyenda, que algunos autores remontan hasta la más primitiva Edad Media hispánica: es la historia de las Siete Ciudades de Cíbola o Cibola.
Sucedió a principios del siglo VIII: los guerreros de la media luna vencieron en la batalla de Guadalete a las tropas cristianas y en Hispania se presentía una invasión cruel y despiadada. Por aquel tiempo vivían siete monjes en un monasterio cercano a Santiago do Cacem. (En algunos lugares se afirma que se trataba de los siete obispos de Portugal.) Viendo que los ejércitos moros teñían la intención de conquistar toda la Península, los siete monjes recogieron los tesoros de su monasterio y se echaron a la mar.
Después de mucho tiempo vagando por esos mares de Dios, llegaron a una tierra incógnita. Y no sabiendo dónde estaban y a qué lugar dirigirse, partieron el tesoro en siete partes y cada uno marchó por donde mejor le convino. Cada cual se asentó en un lugar, porque todos eran buenos, y fértiles, y había riquezas sin cuento. Y de este modo se fundaron las siete ciudades de Cíbola, llamadas así porque en aquel territorio había cíbolos o bisontes.
Pasaron los siglos y el mundo olvidó a los siete monjes. Estos, sin embargo, levantaron ciudades hermosísimas con iglesias y catedrales muy trabajadas; aunque, finalmente, los monjes murieron y los habitantes de aquellas lejanas tierras dejaron el culto del Señor y se entregaron al lujo y al placer.
Al parecer, había edificios suntuosos, levantados sobre las antiguas y derruidas capillas de los siete monjes. Su esplendor era tal, que las fachadas estaban construidas con turquesas, esmeraldas, rubíes, oro y piedras jaspeadas. Los palacios eran amplios y llenos de columnas; grandes cortinajes con cordones de oro pendían de las ventanas y en los corredores y galerías había candelabros de oro, con forma de serpiente. Los templos eran como torres escalonadas, y había grandes salas de sacrificios en su interior. En lo alto de estas torres, que se llaman teocallis, ardía noche y día la llama sagrada, ofrecida al dios Sol y a la diosa Luna. En cada una de las siete ciudades había un teocalli o pirámide principal, en la cual había un pozo profundísimo: cada solsticio se escogían cuarenta doncellas que se arrojaban al pozo para calmar la furia del dios del Fuego. Las casas de los ciudadanos estaban pintadas en colores azules, y verdes, y tenían rostros maravillosos coloreados sobre las puertas y las ventanas. Las calles estaban dispuestas con orden y gusto, y en los mercados podíanse ver los más variados frutos, verduras, legumbres, carnes, pescados, panes y especias muy variadas.
Las Siete Ciudades de Cíbola solían guerrear con los imperios de Marata, Acús y Totonteac, situados al norte.

Es posible que los indígenas americanos, ya desde la conquista de la isla de Cuba, aprendieran a engañar a los españoles con historias fantásticas e inverosímiles. La ambición, la avaricia, el deseo incontenible de poseer oro, convertía a los cristianos en unos peleles, que podían ser dominados al estilo de la fábula del asno y la zanahoria. Por esta razón, los indios de todas las comarcas solían hablar de lugares situados más allá, más allá... Seguramente los habitantes de aquellas tierras comprendieron muy pronto que el único medio de librarse de las matanzas y los crímenes de los españoles era emponzoñarles el alma con la ambición de oro.
Aparte de la extraordinaria leyenda de los monjes u obispos de Portugal, se sabe que los aztecas hicieron correr el rumor de la existencia de ciudades portentosas al norte del río Grande: eran las Siete Ciudades de Cíbola o Tzíbola. En realidad, aquel rumor contenía, a su vez, una tradición autóctona, según la cual los nahuas debían su origen a las siete tribus originarias, fundadas en el actual Nuevo México, en lo que los habitantes de México llaman las Siete Cuevas Sagradas.
La mixtificación de todas las tradiciones, unida a la imaginación calenturienta de los españoles, logró que aquellos conquistadores hicieran locuras con el fin de explotar las riquezas del territorio. Las expediciones se sucedieron durante todo el siglo XVI y dejaron para la Historia muchas hazañas heroicas y, también, muchas tragedias: los nombres de Cabeza de Vaca, Marcos de Niza, Francisco Vázquez Coronado o Juan de Oñate van unidos a esta búsqueda alocada de los tesoros de Cíbola.
Francisco Pizarro, el implacable conquistador español, cayó también en las redes de estas fantasías de ambición: se le dijo que al noreste de la ciudad de Quito existía un país donde abundaba la canela, una especia apreciadísima en Europa. En su febril avaricia, Pizarro encabezó una expedición hacia aquellos parajes agrestes, a principios del año 1541. De este modo, los españoles se internaron en las torrenteras y selvas amazónicas, y allí murieron prácticamente todos. Orellana, uno de los valientes capitanes de Pizarro, jamás regresó de aquella locura.

Fuente: Jose Calles Vales

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El tesoro de moctezuma

Era el día ocho de noviembre de 1519,
fecha notable en la Historia, pues aquel día
los europeos pisaron por vez primera una capital
hasta entonces ignorada del mundo occidental.
W. H. PRESCOTT, La conquista de México

-¡He venido a buscar oro, no a labrar la tierra como un campesino!
Estas palabras, atribuidas a Hernán Cortés cuando le propusieron establecerse en Cuba, son una buena prueba del carácter belicoso y terrible del conquistador español. Sus peripecias como rebelde, proscrito o acaudalado hacendado, son dignas de un aventurero intrépido, pero Hernán Cortés ha pasado a la Historia por su expedición en el imperio azteca. El padre Bartolomé de las Casas no dudaba en afirmar que Dios le pediría cuentas, y estas palabras también reflejan a costa de cuánto sufrimiento logró el conquistador la gloria.
Fueron las narraciones extraordinarias de los viajeros lo que perturbó la imaginación de Hernán Cortés: decían que en tierra firme, en la patria de los aztecas había grandes tesoros, que la gente calzaba sandalias de oro y se adornaba con esmeraldas y plata, que todo eran maravillas, lujuria y fascinación. El soberbio español no lo dudó: vendió su hacienda cubana y logró reunir una flota de guerra imponente, con naves de cien toneladas, cuyas bodegas esperaba llenar de oro.
El día 16 de agosto de 1519 las naves de Hernán Cortés llegaban a los pantanales del río Papaloapán. El conquistador creía que en su camino sólo daría con pueblos primitivos y salvajes, y que su sola presencia bastaría para recaudar todo el oro de México. Sin embargo, se le heló la sangre al ver los palacios, las ciudades, las torres que aquellos salvajes habían erigido. ¡Aquellas tierras pertenecían a un verdadero imperio!
Pero nada arredraba a nuestro capitán: en una expedición enloquecida arrasó cuanto hallaba a su paso y no dudó en aliarse con los tlaxcaltecas, enemigos seculares de los aztecas: su único interés era llegar a la capital del imperio, dominarlo, destruirlo si era necesario, y acaparar cuantas riquezas y tesoros hallase en el camino.
Moctezuma observa la violentísima invasión de su imperio con gesto temeroso y, convencido de que no puede hacer frente a las armas de fuego ni al poder divino de los caballos, envía mensajeros a Hernán Cortés. Ya sólo resta esperar que el español se digne a no destruir la ciudad, que respete los templos y que le perdone la vida. El invasor se muestra cauto, pero generoso, y entrega a los emisarios regalos y presentes, para que los entreguen al azteca; sin embargo, Hernán Cortés no renunció a apoderarse de la inmensa ciudad mexicana. Concedió que no destruiría palacios y templos, pero ocuparía la urbe y se adueñaría de todo cuanto hubiera en ella de valor.
Los cronistas se estremecen en sus pupitres cuando relatan la entrada de Hernán Cortés a través del gran puente levadizo. La ciudad amurallada estaba emplazada sobre una isla y numerosos canales. Los seis mil soldados del conquistador se maravillaron ante los gigantescos palacios, los teocallis y las torres de sacrificios, las amplias avenidas, las sesenta y cinco mil casas... Si los aztecas no hubieran temido a los españoles tanto como los temía su príncipe, acaso la expedición de Cortés habría concluido allí mismo. Pero los aztecas no atacaron a sus invasores, bien al contrario recibieron al conquistador como si de un rey se tratase: una corte de nobles ciudadanos fue a recibirlos y pudo verse a Moctezuma II descen-diendo de su palanquín de oro.
El príncipe de los aztecas era un hombre alto, delgado, y no parecía contar más de cuarenta años, macilento y débil. Sus hombros iban cubiertos por un manto de perlas y joyas, y calzaba sandalias de oro. Los nobles tendían a sus pies telas preciosas, porque Moctezuma no podía tocar la tierra. Ambos se miraron como si fueran amigos, pero lo cierto es que sólo uno de ellos tenía el poder, y éste era Hernán Cortés.
Así se vio sometido el pueblo azteca a los españoles y el pusilánime príncipe americano quedó convertido en rehén de los invasores. Éstos no tardaron en imponer su ley, y mandaron construir capillas e iglesias. El interés de los conquistadores estaba, con todo, en las fabulosas maravillas de las que hablaban los viajeros y buscaban en todas las salas del palacio los tesoros que se prometían. Pronto descubrieron una sala en la que, al parecer, se habían realizado unos trabajos recientes: se había ocultado una habitación, cerrándola con un muro. Los españoles, ávidos de riquezas, derribaron el muro y... Hernán Cortés tuvo que echarse a un lado: telas, vasijas, copas, coronas, pendientes, pulseras, diademas, cetros... oro y plata a raudales, lingotes, barras, bolas de oro macizo: un espectáculo sobrecogedor que hubiera admirado al mismísimo rey Midas. Dice el cronista: «Me parecía que todas las riquezas del mundo se hallaban en aquella estancia». Era el tesoro de Moctezuma, tan inmenso y grandioso que a duras penas los escribanos pudieron fijar el valor de tanta riqueza, la cual valoraron en casi doscientos pesos de oro. Ningún rey de Europa podía vanagloriarse de tener tanto dinero y, sin embargo, Hernán Cortés era su dueño. Los tratados afirman que el español era sólo un «huésped» del príncipe azteca, pero la realidad era bien distinta.
El reparto de aquel tesoro no dejó contentos a los soldados, pero el capitán español prometió nuevas y más grandes riquezas, y los ánimos se sosegaron. Todo parecía discurrir según lo había previsto Cortés, pero pronto descubrió que la avaricia y la envidia nacían en los corazones de sus propios compatriotas.
Un subalterno suyo, Narváez, que había quedado en la costa, y el infame Velázquez de Cuba habían urdido una trama: le acusaban de rebeldía, y estaban dispuestos a capturarlo y encarcelarlo. Para ello habían dispuesto un ejército con dieciocho barcos, casi mil hombres armados y muchos indígenas a sueldo, con cañones y arcabuces. Esta traición irritó a Cortés, que dispuso sus tropas en pocos días y salió al encuentro de Narváez.
En la batalla de Cempoala, la noche de Pentecostés de 1520, Dios pareció estar al lado de Hernán Cortés. Aunque contaba con una tropa reducida de no más de doscientos hombres, tuvo de su lado a la Naturaleza: una tremenda tempestad se desató y el ejército de Narváez se encuentra en dificultades. Cae la noche y la lluvia, y con mucha dificultad pueden asentarse junto al río. En esto, los de Narváez observan que bolas de fuego sobrevuelan sus cabezas, miles de disparos de arcabuces rozan sus cabellos y caen en el fango abrumados por la tremenda andanada. Los de Hernán Cortés se echan sobre ellos y los despedazan. Narváez rueda en el lodo herido de muerte por una lanza que le atraviesa la cabeza. El héroe español levanta su bandera de victoria, pero las bolas de fuego siguen volando sobre su casco: eran los cocuyos, unos escarabajos lumino-sos, que habían aterrorizado a los enemigos, los cuales creyeron que verdaderamente eran balas de arcabuz.

Los soldados de Hernán Cortés estaban asombrados ante la magnificencia de Tenochtitlán: las calles de la ciudad, tan distintas a las que conocían en Europa, los mercados, los magníficos palacios, los templos, los lagos artificiales, los estanques, los diques, las chiampas o jardines flotantes... todo era maravilloso, un espectáculo singular. Bien es cierto que no comprendían porqué la vida de los aztecas estaba regida por un calendario que apenas lograban desen-trañar; y, desde luego, los españoles, cristianos hasta la médula, renegaban del culto de Huitzilopochtli y Quetzalcoalt, los dos dioses principales del imperio. Y además, veían con horror los grandes sacrificios en los templos sagrados, donde cientos de doncellas se ofrecían con gusto a ser arrojadas a los pozos, o a ser lanzadas desde lo alto de los teocallis, donde siempre ardía la llama de los dioses. Los cristianos no podían reprimir su terror cuando los sacerdotes arrancaban las vísceras de los sacrificados, estando éstos aún vivos.
Viendo esto, Hernán Cortés trató de convertir a Moctezuma a la religión cristiana y le explicó cómo era el ritual de la misa en Europa, para que el príncipe azteca comprendiera la inutilidad de los sacrificios humanos. Pero Moctezuma replicó:
-Mejor es sacrificar a los hombres y comer sus vísceras calientes que comerse al mismo Dios, como hacéis vosotros en vuestro rito.
En otra ocasión, Hernán Cortés subió a lo más alto del teocalli sagrado de Tenochtitlán, y se hizo acompañar del padre Olmedo. El conquistador ordenó que se colocara allí una cruz, para que todos los ciudadanos vieran que Dios había llegado a América y que su esplendor dominaba ya el imperio azteca. En aquel mismo lugar, según dice el cronista Bernal Díaz del Castillo, estaba la piedra del sacrificio, que era una losa jaspeada, donde las víctimas propicia-torias eran desangradas y sus vísceras se extraían con un cuchillo de obsidiana. Una fetidez repugnante invadía la sala, salpicada en todos sus ángulos por la sangre humana: «El mal olor era más penetrante que en los mataderos de Castilla», escribe el medinense en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España. Aún quedaban allí tres corazones humanos, sangrando y exhalando los últimos vapores... Los cristianos pudieron ver el horripilante gesto de Huitzilopochtli, cuya figura estaba adornada por la repulsiva vista de una serpiente, a la que los aztecas adoraban y coronaban con esmeraldas, rubíes, perlas, oro, plata y muchas otras maravillas. En una sala inferior había más de cien mil calaveras, todas dispuestas en hileras, apiladas en una tarima de madera.
Hernán Cortés, y todos los que con él iban, despreciaban la antiquísima religión azteca y la consideraban cosa de salvajes. De modo que los cristianos no tardaron en profanar los templos de Tenochtitlán. Cuando el capitán español entró en una de las estancias sagradas del teocalli e hizo destruir cuanto allí había, Moctezuma se le presentó como por arte de magia y le aseguró que el pueblo azteca no soportaría esta afrenta. Pero Cortés no retrocedió ante la amenaza y mandó construir una capilla, e hizo colocar allí las divinas figuras de Jesucristo y la Virgen María. El oro y las joyas de los templos desaparecieron y fueron a engrosar las arcas de los soldados. Desde lo alto del teocalli se rezaron misas y todos los invasores conocieron que Dios estaba con ellos y que, por fin, habían caído los ídolos paganos de los aztecas.
Pero los cristianos no sabían que aquellos hombres pacíficos que habitaban en Tenochtitlán podían convertirse en temibles enemigos si se profanaban sus templos. Llegó entonces la gran venganza de Huitzilopochtli, el dios de los aztecas.
Se celebraba por entonces la gran fiesta anual del dios Huitzilopochtli, el que tiene una serpiente alrededor de su cuerpo. Los aztecas llevaban incienso al teocalli o templo, y prorrumpían en cantos y danzas sagradas. El capitán Alvarado había permitido este ritual, pero había prohibido el sacrificio de seres humanos. Además, ordenó que ninguno de los participantes en dicha celebración portara armas de ninguna clase. Alvarado se había quedado en la capital mientras Cortés sofocaba intentos rebeldes en los campos cercanos.
Los españoles quedaron asombrados ante la riqueza de los vestidos, de las joyas y de los adornos que llevaban los indígenas. Y no pudieron resistir la tentación: cuando los aztecas estaban reunidos y bailaban en honor de su dios, los soldados cristianos los atacaron con furia salvaje y los mataron, robándoles cuanto de precioso llevaban consigo: los broches, las diademas, los collares de oro y esmeraldas, las pulseras, los brazaletes con perlas...
Ya no pudo soportar tanta afrenta el pueblo de Tenochtitlán y se levantó en armas. Los ciudadanos destituyeron a su príncipe Moctezuma y nombraron a un nuevo rey, llamado Cuitlahuac. Cuando Hernán Cortés conoció la rebelión, volvió de inmediato a la ciudad sagrada y encontró que Alvarado se había hecho fuerte en torno a la torre principal, y a duras penas lograba contrarrestar el asedio y los ataques de los aztecas. Cortés intentaba guerrear, pero los ciudadanos se mostraban ahora menos dóciles y pacíficos: su ira era terrible y ni siquiera Moctezuma podía refrenarlos. El otrora príncipe del imperio se había convertido en un noble débil y asustadizo, y se presentó ante Cortés para que no destruyera a su pueblo. Cuando fue a convencer a los aztecas de la necesidad de una paz duradera entre los invasores y los habitantes de Tenochtitlán, sus súbditos lo insultaron, lo apalearon y lo lapidaron. El que fuera gran guerrero y príncipe del imperio más grande de todos los tiempos murió triste y abandonado el 30 de junio de 1520, y en la memoria de su pueblo quedó siempre con el nombre de «Prisionero de los españoles».
Cortés y los suyos habían logrado llegar al fin a la fortaleza donde Alvarado resistía la furia del príncipe Cuitlahuac, pero la situación, bien pensada, era aún peor: allí no podrían resistir mucho y era imprescindible huir de la ciudad tan pronto como fuera posible. ¿Y el tesoro de Moctezuma? ¿Lo dejarían allí? Los españoles no lo dudaron: huirían, sí, pero con el tesoro. La vergonzosa huida de Tenochtitlán tendría lugar el día primero del mes de julio, durante la noche, porque Cortés sabía que los aztecas tenían un terror supersticioso a batallar durante la noche.
Cortés hizo extender el tesoro de Moctezuma en una gran plaza del fortín. Aunque él había pensado en quedarse con un quinto de aquellas inmensas riquezas, comprendió que sus propios soldados se rebelarían si no les dejaba acaparar las joyas y el oro que deseasen. Hizo llamar a sus tropas y les dijo:
-Éste es el tesoro de Moctezuma, el príncipe de los aztecas. Tomad cuanto queráis, pero sabed que en la noche anda mejor el que menos carga lleva.
Para sí tomó la quinta parte correspondiente a la corona de España y cuando los soldados se repartieron todo el tesoro, ordenó que se dispusiera la marcha.
Los españoles actuaban con cautela, cruzaban los diques e incluso fabricaron un puente flotante; otros iban cargados con sus tesoros en barcazas, con la intención de llegar a tierra firme y huir hacia la costa. Pero pronto se oyeron los gritos de los aztecas y una lluvia de dardos, piedras y fuego cayó sobre los saqueadores. Desde las torres caían flechas y lanzas, y quienes estuvieron allí sólo pudieron comparar la extrema situación con la del mismísimo infierno.
La Naturaleza, la misma que les fuera propicia algunos meses antes, se confabulaba ahora contra ellos y se desató una tempestad de lluvia y fuego como nunca se viera. Los aztecas caían sobre ellos como si estuvieran poseídos de una fuerza sobrenatural y los degollaban o los apuñalaban sin compasión. Algunos españoles llegaron a tierra firme, pero la lluvia entorpecía sus pasos y el peso del tesoro se hacía cada vez más insoportable. Muchas joyas y lingotes de oro quedaron hundidos para siempre en los canales de Tenochtitlán; otros tesoros iban desperdigándose por la selva, envueltos en el fango y en los pantanos. Ya nadie guardaba el orden de un ejército: cada cual luchaba por salvar su vida y, puestos a elegir, muchos abandonaban sus cofres y arcas, maldiciendo el tesoro de Moctezuma.
Cuando llegaron las primeras luces del alba, Cortés, herido y cansado, vio con horror que de su ejército apenas quedaba un centenar de hombres; algunos de ellos sangraban o estaban impedidos. El tesoro, simplemente, se había perdido por completo en las ciénagas y en los canales de Tenochtitlán. Esta noche fue para siempre la Noche Triste de Hernán Cortés.
Toda la gloria, todas las riquezas, todo el poder que el conquista-dor había imaginado se desvaneció. Caminaban hacia la costa, tratando de salvar sus vidas, pero con la seguridad de que si los aztecas iban tras ellos, la muerte era segura. Cansados, heridos y desesperados, los cristianos llegaron al valle de Otumba, tras una semana de insufrible camino por selvas y pantanos. Pero el destino les guardaba una terrible sorpresa: apostados en formación guerrera, pudieron ver a doscientos mil soldados aztecas dispuestos a acabar con el último de los españoles. Como dice un cronista moderno, «toda esperanza estaba perdida». Si al menos hubieran tenido arcabuces o cañones, o cualquier arma de fuego, aún restaría una posibilidad... pero, así, derrotados, con espadas melladas, con puñales de paseo, mal podían hacer frente al implacable ejército que les esperaba.
Retroceder, no podían. Avanzar era la muerte. Rendirse, nunca. La decisión estaba tomada: se sacrificarían, se autoinmolarían en aquella batalla perdida... Pero Cortés atisbó una posibilidad de victoria y ordenó a sus hombres para que irrumpieran en las filas enemigas con tanto ímpetu como fuera posible. Sólo él sabía lo que pretendía, pero si existía una mínima esperanza, los soldados seguirían a su capitán hasta la muerte.
En todo cumplieron las órdenes de su jefe y avanzaron como posesos hacia el sacrificio seguro. Pero Cortés se abrió paso a espadazos, apartando aquel hormiguero de hombres encolerizados y se dirigió a la colina central, donde el jefe azteca Cihuacu enarbolaba el pendón de oro del imperio. El conquistador español llegó hasta él y de un tajo le segó la cabeza, apoderándose de todas las insignias y de la bandera dorada. Elevado sobre su cabalgadura, Cortés muestra a todos los aztecas que él posee los símbolos del imperio y que el imperio sólo le pertenece a él.
Allí, sobre aquella colina, rodeado de aztecas asombrados por la astucia del blanco, Hernán Cortés aparecía como un verdadero dios, sobre su caballo, con su espada y enarbolando los despojos de Cihuacu. De este modo heroico, el conquistador español logró que los aztecas abandonaran el campo de batalla y huyeran despavoridos.
Y esta rendición fue el fin del imperio de Tenochtitlán: los aztecas jamás volvieron a conocer el esplendor pasado y México quedó en poder de los españoles.

Fuente: Jose Calles Vales

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El señor hatuey de cuba

La historia que aquí se cuenta puede leerse con gusto también en la Historia de las Indias de Fray Bartolomé de las Casas y, resumida, en la Brevísima relación de la destrucción de las Indias, del mismo autor. Ha de decirse, primeramente, que Fray Bartolomé de las Casas (1474-1566) era un fraile dominico que se esforzó en denunciar las tropelías y crueldades de los españoles en América. La corte española de Carlos v y el Consejo de Indias argumentaban, en términos generales, que los españoles tenían el derecho de sojuzgar a los indígenas de acuerdo con las leyes de la guerra, tal y como se entendían entonces. Y, por otro lado, las autoridades eclesiásticas ordenaban la conversión de los indios al cristianismo. No todos los españoles estaban de acuerdo con estas prácticas aberrantes, sobre todo cuando la imposición política y religiosa se llevaba a cabo mediante torturas y crímenes horrorosos. Francisco de Vitoria y Bartolomé de las Casas denunciaron las tremendas injusticias y brutalidades de los españoles en América, y defendieron la libertad de los indios en lo que pudieron. El debate entre los defensores de los indígenas y los que pretendían una invasión sin límites acabó en un debate feroz, resuelto en parte por la bula del papa Pablo III (Sublimis Deus), donde se proclamaba la libertad de los indios y la legitimidad de sus posesiones; además, desde Roma se ordenaba que la conversión al cristianismo debía realizarse mediante la predicación y el buen ejemplo.
El caso es que ni el papa Pablo III, ni Francisco de Vitoria, ni Bartolomé de las Casas tuvieron mucho éxito, y la conquista de América se desarrolló en la mayor injusticia y crueldad. Si los españoles fueron los artífices de grandes matanzas en el centro y sur de América, los ingleses hicieron lo propio en el norte, asolando y destruyendo las poblaciones indígenas. Tal y como afirma el cronista del siglo XVI «la causa porque han muerto y destruido tantas y tales y tan infinito número de almas los cristianos, ha sido solamente por tener su fin último el oro y henchirse de riquezas en muy breves días».
El oro y la ambición fueron, precisamente, los impulsores de dichas matanzas. A continuación se da noticia de la conquista de la isla de Cuba en 1511 por la expedición de Diego Velázquez.
Vivía por entonces en la isla un señor principal, muy amado de sus súbditos, llamado Hatuey. Este rey o señor había vivido antes en Haití, una isla preciosa a la que los conquistadores llamaron La Española. Pero las amenazas y las guerras hicieron que Hatuey se trasladara con muchos de los suyos a Cuba, esperando que los españoles jamás llegaran allí. Sin embargo, los conquistadores de Europa no se contentaron con pequeños territorios y la ambición gobernaba sus corazones. Quisieron, por tanto, asolar Cuba, matar a sus pobladores y quedarse con tanta riqueza como había en la isla. Hatuey se veía apremiado y reunió a sus súbditos diciéndoles:
-Ya sabéis cómo nos tratan los cristianos, y sabéis las grandes matanzas que han hecho con nuestro pueblo, pero ¿sabéis por qué?
A lo que los indios contestaron:
-Porque son por naturaleza crueles y despiadados.
El rey Hatuey negó con la cabeza y les informó que los cristianos tenían un dios al que querían y estimaban mucho. Y porque los cristianos amaban mucho a su dios, querían que todos los hombres de la tierra lo adoraran igualmente y quien no se avenía a adorarlo era torturado y muerto sin piedad.
Junto a Hatuey había un cofrecillo con diademas, brazaletes y anillos de oro. El rey lo abrió y dijo a sus súbditos:
-Éste es el dios de los cristianos. Cantaremos y danzaremos en torno a él, y suplicaremos a este dios que nos dé paz y que los cristianos no nos maten.
Así lo hicieron aquellos indios y durante toda una noche estuvieron bailando en derredor del cofrecillo de oro; cantaban himnos y se arrodillaban ante él, y aunque ellos tenían en poco valor el oro, pensaban que, siendo el dios de los cristianos, algo podría hacer por salvarles la vida. Estas danzas y cantos se llamaban areitos.
Llegaron al fin noticias y se supo que los capitanes y tropas de Diego Velázquez habían pasado a la isla, destruyendo todo cuanto encontraban a su paso, robando el oro, asesinando a hombres y niños, y violando a las jóvenes doncellas. Así vieron los súbditos de Hatuey que sus danzas de nada habían servido. De nuevo se reunieron todos en asamblea y el rey les dijo:
-Por el oro que tenemos, nos matarán. Echémoslo al río.
Así lo hicieron: recogieron en cestas todo el oro que poseían y lo lanzaron al río, porque estaban desesperados viendo la cruel muerte que les acechaba.
Durante muchos meses Hatuey estuvo huyendo de los cristianos, emboscado en las montañas, viendo como morian sus gentes y lamentándose de su mala fortuna. Finalmente, él mismo fue apresado y llevado al patíbulo. Se preparó una hoguera y se le condenó sin juicio a ser quemado vivo, sólo porque se había defendido, porque huía de la crueldad y porque no quiso rendirse a la opresión de los castellanos.
Ya tenían la pira dispuesta, cuando un fraile franciscano se acercó a él y le habló de Dios y de los beneficios de la fe cristiana. También le dijo que si renegaba de sus dioses y se convertía al cristianismo podría ir al cielo, donde había gloria y descanso eterno. Y si no, se vería en el infierno donde arden sin cesar los fuegos y las almas padecen grandes tormentos. Dijo Hatuey:
-¿Y van los cristianos al cielo?
-Sí -contestó el franciscano.
-Prefiero entonces ir al infierno -contestó Hatuey.
En pocos años la isla de Cuba quedó desolada. Fray Bartolomé de las Casas asegura que los indios salían a los caminos a recibir a los cristianos, y llevaban en cestas pescados, pan de maíz y otros manjares, los que tenían. Y que allí mismo los mataban, como sucedió en la matanza de Caonao. En otra ocasión, el capitán Pánfilo de Narváez aseguró que si los indios se rendían, no los mataría, pero traicionó su palabra y quiso quemar vivos a todos los caciques o reyes de aquel lugar. Se cuenta que un oficial recibió trescientos esclavos indios y que, al cabo de poco tiempo, no le quedaban sino treinta, porque a todos los mataba trabajando en las minas. En cuatro meses los cristianos mataron a siete mil niños, porque los hacían trabajar sin descanso en las minas y no les importaba que se murieran.
Tantas calamidades pasaban los indios que muchos se subían a los montes; pero otros, viendo que serían muertos de un modo u otro, se ahorcaban. Por toda la isla se podían ver hombres, y mujeres, y niños colgados. Por culpa de un cristiano se acabaron quitando la vida doscientos indios.
Los cristianos no quisieron que los indígenas estuvieran en las montañas y los persiguieron con crueldad, asolando cuanto encontraban a su paso. Por eso, dice Fray Bartolomé, durante mucho tiempo estuvo Cuba sin habitantes y la soledad y la amargura llenaban las ciudades vacías y los campos muertos.

Fuente: Jose Calles Vales

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