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viernes, 3 de mayo de 2013

La fuente sagrada de chichén itzá

Resulta curioso comprobar cómo sesudos investigadores e historiadores del siglo pasado creían sinceramente que los mayas eran los verdaderos descendientes de los habitantes de la Atlántida, el país mítico por excelencia. Sin embargo, los mayas, como pueblo organizado, debieron surgir en torno al siglo III de nuestra era: lo que los arqueólogos llaman el Imperio Antiguo de los Mayas, con la fundación de la mítica ciudad de Tikal. A partir del siglo IX los mayas iniciaron su larga travesía hacia el norte, desde los alrededores del lago Petén Itzá, en la actual Guatemala, hasta las selvas de Yucatán. Allí comenzaron la construcción del Nuevo Imperio, cuya capital era Mayapán. Más tarde, en torno al año 1200, el rey de Mayapán, Hunac Ceel, conquista la ciudad de Chichén Itzá con ayuda de los pueblos del este, los toltecas. El imperio, con sus venturas y desventuras, aún resistiría dos siglos más, pero cuando llegan los españoles, en el siglo XVI ya sólo encuentran las ruinas de una civilización muerta: los templos están comidos por la selva y sólo algunos reyezuelos, al mando de campesinos hambrientos, pueden resistir débilmente al empuje de los europeos.
En Chichén Itzá pueden verse aún los restos de una civilización asombrosa: el Templo de los guerreros, con sus columnas y estatuas, el «observatorio», desde cuyas ventanas los mayas contemplaban las evoluciones de los astros, los imponentes muros, y la gran pirámide: el templo del dios Kukulkán: la serpiente que tiene plumas.

Como sucedería algunos siglos después con el imperio azteca, los mayas ordenaban su vida de acuerdo con un calendario astronómico; tal vez toda su existencia estaba regida por esta obsesión astral y numérica; incluso la disposición de las pirámides, los templos, los muros y los restos de las ciudades parecen adecuarse a una voluntad angustiosa del calendario y los astros. No es extraño que algunos investigadores hayan creído ver en toda esta simbología maya una historia espacial, vinculada a las visitas de extraterrestres. Como dice un moderno historiador: «No hay un solo signo, ni una imagen, ni una escultura que no guarde relación con un número astronómico».
Los mayas vivían en un vergel, quizá para ellos la selva significase el infierno: lo cierto es que una civilización que vivía del maíz y los frutos de la jungla, se esforzó en la representación de la serpiente. Incluso las columnas, que en todos los pueblos del mundo se han identificado con los troncos de los árboles, son en la cultura maya serpientes: serpientes con sus fauces abiertas, horribles bocas que se muestran al viajero, amenazantes, terribles.
Chichén Itzá era, en fin, el centro del mundo maya, y desde allí se puede llegar a la Fuente Sagrada.

El provincial de Yucatán, un franciscano español nacido en Guadalajara, llamado Diego de Landa, examinaba en Mérida (act. México) algunos legajos para su obra histórica. Este hombre, un verdadero tirano para los indígenas, se disponía a escribir su Relación de las cosas de Yucatán. Cuando descubrió el cenote o fuente de Chichén Itzá no pudo sino esbozar una mueca de repugnancia, pero, a la vez, sus ojos brillaron ante la posibilidad de encontrar grandes tesoros.
Diego de Landa organizó una expedición a través de la jungla, con la pretensión de encontrar el famoso cenote o fuente sagrada de los mayas. Junto a él cabalgaba un joven soldado, que le hablaba del siguiente modo:
-Señor, lo que dicen los indios es que en tiempos de sequía los sacerdotes se reunían en el templo. Este dios suyo, que algunos llaman Kukulkán y otros Quetzalcoalt, o de otras maneras, tenía cuerpo de serpiente y plumas, y vivía en un pozo negro, un abismo horroroso. Los sacerdotes disponían junto al cenote o pozo una piedra de altar, a veces era como piedra de jaspe: allí tendían a las doncellas y con un cuchillo de obsidiana les sacaban el corazón. También me han dicho que en ocasiones se escogían las vírgenes más dulces y bellas, y que a éstas se las arrojaba directamente al pozo. Pero, si hubo oro alguna vez en estas tierras, debe encontrarse en ese horripilante pozo; porque solían vestir a las doncellas y a los jóvenes con pulseras doradas, con ricas telas, coronas de piedras preciosas, y otros mil abalorios maravillosos. Los sacerdotes cantaban sus plegarias sagradas y danzaban en torno al cenote durante todo el día, mientras escuchaban a las pobres doncellas gritar y lamentarse. Al atardecer echaban unas cuerdas y, las que estaban vivas, subían y relataban cosas de maravilla. Este indio que traigo conmigo me asegura que, según sus padres, los sacerdotes echaban al pozo vasijas, lingotes de oro, diademas y mil joyas, para aplacar la ira de los dioses y para implorar que Kukulkán trajera lluvia. Pero todo esto sucedió hace muchos años, porque, como vuestra excelencia sabe, el rey Ixtlilxóchitl es un hombre bueno y sabio, ¡y cristiano!, y no permite que se hagan sacrificios con mujeres.
-¡Herejías y más herejías! -respondió el provincial.
Los dos hombres continuaron su camino y llegaron finalmente a la Fuente Sagrada. Era un pozo con una boca enorme, como un verdadero monstruo. Asomados a la embocadura, pudieron distinguir en la profunda sima, un lecho de fango y barro, ramas y hojas, y algún animal muerto que había caído en la fuente por descuido.
-Los nobles y los sacerdotes -decía el soldado joven- pasaban sesenta días de ayuno antes de venir aquí a arrojar a las doncellas. Las que sobrevivían decían que habían visto al dios Quetzalcoalt, que les enviaba razones y órdenes para que hicieran más sacrificios. Después quemaban incienso y resina de copal. En el fondo hay muchos hombres y muchas mujeres, que son los espíritus de los muertos, los cuales golpeaban a las muchachas en la cabeza, y las asían por los brazos y las piernas, para que se murieran también. Y los espíritus hablan con voces profundas, que a veces no se les entiende, y hay grandes profundidades y grandes alturas... por lo que yo pienso que este pozo es el mismo infierno, ¿verdad, señor provincial? Ahí abajo no hay más que serpientes y bichas... y estatuas de jade con oro y bronce, vasijas de oro puro, diademas... un tesoro, señor provincial, ahí abajo hay un tesoro.
Don Diego de Landa observó el fondo verdoso y parduzco del cenote e imaginó todas aquellas cosas que su acompañante narraba con tanta vehemencia. Después se incorporó, montó en su caballo y tomó el camino de Chichén Itzá mientras farfullaba:
-¡Herejías, y más herejías!

Fuente: Jose Calles Vales

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