Resulta curioso comprobar cómo sesudos investigadores
e historiadores del siglo pasado creían sinceramente que los mayas eran los
verdaderos descendientes de los habitantes de la Atlántida , el país
mítico por excelencia. Sin embargo, los mayas, como pueblo organizado, debieron
surgir en torno al siglo III de nuestra era: lo que los arqueólogos llaman el
Imperio Antiguo de los Mayas, con la fundación de la mítica ciudad de Tikal. A
partir del siglo IX los mayas iniciaron su larga travesía hacia el norte, desde
los alrededores del lago Petén Itzá, en la actual Guatemala, hasta las selvas
de Yucatán. Allí comenzaron la construcción del Nuevo Imperio, cuya capital era
Mayapán. Más tarde, en torno al año 1200, el rey de Mayapán, Hunac Ceel,
conquista la ciudad de Chichén Itzá con ayuda de los pueblos del este, los
toltecas. El imperio, con sus venturas y desventuras, aún resistiría dos siglos
más, pero cuando llegan los españoles, en el siglo XVI ya sólo encuentran las
ruinas de una civilización muerta: los templos están comidos por la selva y
sólo algunos reyezuelos, al mando de campesinos hambrientos, pueden resistir
débilmente al empuje de los europeos.
En Chichén Itzá pueden verse aún los restos de una
civilización asombrosa: el Templo de los guerreros, con sus columnas y
estatuas, el «observatorio», desde cuyas ventanas los mayas contemplaban las
evoluciones de los astros, los imponentes muros, y la gran pirámide: el templo
del dios Kukulkán: la serpiente que tiene plumas.
Como sucedería algunos siglos después con el imperio
azteca, los mayas ordenaban su vida de acuerdo con un calendario astronómico;
tal vez toda su existencia estaba regida por esta obsesión astral y numérica;
incluso la disposición de las pirámides, los templos, los muros y los restos de
las ciudades parecen adecuarse a una voluntad angustiosa del calendario y los
astros. No es extraño que algunos investigadores hayan creído ver en toda esta
simbología maya una historia espacial, vinculada a las visitas de
extraterrestres. Como dice un moderno historiador: «No hay un solo signo, ni
una imagen, ni una escultura que no guarde relación con un número astronómico».
Los mayas vivían en un vergel, quizá para ellos la
selva significase el infierno: lo cierto es que una civilización que vivía del
maíz y los frutos de la jungla, se esforzó en la representación de la
serpiente. Incluso las columnas, que en todos los pueblos del mundo se han
identificado con los troncos de los árboles, son en la cultura maya serpientes:
serpientes con sus fauces abiertas, horribles bocas que se muestran al viajero,
amenazantes, terribles.
Chichén Itzá era, en fin, el centro del mundo maya, y
desde allí se puede llegar a la Fuente Sagrada.
El provincial de Yucatán, un franciscano español
nacido en Guadalajara, llamado Diego de Landa, examinaba en Mérida (act.
México) algunos legajos para su obra histórica. Este hombre, un verdadero
tirano para los indígenas, se disponía a escribir su Relación de las cosas de Yucatán. Cuando descubrió el cenote o
fuente de Chichén Itzá no pudo sino esbozar una mueca de repugnancia, pero, a
la vez, sus ojos brillaron ante la posibilidad de encontrar grandes tesoros.
Diego de Landa organizó una expedición a través de la
jungla, con la pretensión de encontrar el famoso cenote o fuente sagrada de los
mayas. Junto a él cabalgaba un joven soldado, que le hablaba del siguiente
modo:
-Señor, lo que dicen los indios es que en tiempos de
sequía los sacerdotes se reunían en el templo. Este dios suyo, que algunos
llaman Kukulkán y otros Quetzalcoalt, o de otras maneras, tenía cuerpo de
serpiente y plumas, y vivía en un pozo negro, un abismo horroroso. Los
sacerdotes disponían junto al cenote o pozo una piedra de altar, a veces era
como piedra de jaspe: allí tendían a las doncellas y con un cuchillo de
obsidiana les sacaban el corazón. También me han dicho que en ocasiones se
escogían las vírgenes más dulces y bellas, y que a éstas se las arrojaba
directamente al pozo. Pero, si hubo oro alguna vez en estas tierras, debe
encontrarse en ese horripilante pozo; porque solían vestir a las doncellas y a
los jóvenes con pulseras doradas, con ricas telas, coronas de piedras
preciosas, y otros mil abalorios maravillosos. Los sacerdotes cantaban sus
plegarias sagradas y danzaban en torno al cenote durante todo el día, mientras
escuchaban a las pobres doncellas gritar y lamentarse. Al atardecer echaban
unas cuerdas y, las que estaban vivas, subían y relataban cosas de maravilla.
Este indio que traigo conmigo me asegura que, según sus padres, los sacerdotes
echaban al pozo vasijas, lingotes de oro, diademas y mil joyas, para aplacar la
ira de los dioses y para implorar que Kukulkán trajera lluvia. Pero todo esto
sucedió hace muchos años, porque, como vuestra excelencia sabe, el rey
Ixtlilxóchitl es un hombre bueno y sabio, ¡y cristiano!, y no permite que se
hagan sacrificios con mujeres.
-¡Herejías y más herejías! -respondió el provincial.
Los dos hombres continuaron su camino y llegaron
finalmente a la Fuente
Sagrada. Era un pozo con una boca enorme, como un verdadero
monstruo. Asomados a la embocadura, pudieron distinguir en la profunda sima, un
lecho de fango y barro, ramas y hojas, y algún animal muerto que había caído en
la fuente por descuido.
-Los nobles y los sacerdotes -decía el soldado joven-
pasaban sesenta días de ayuno antes de venir aquí a arrojar a las doncellas.
Las que sobrevivían decían que habían visto al dios Quetzalcoalt, que les
enviaba razones y órdenes para que hicieran más sacrificios. Después quemaban
incienso y resina de copal. En el fondo hay muchos hombres y muchas mujeres,
que son los espíritus de los muertos, los cuales golpeaban a las muchachas en
la cabeza, y las asían por los brazos y las piernas, para que se murieran
también. Y los espíritus hablan con voces profundas, que a veces no se les
entiende, y hay grandes profundidades y grandes alturas... por lo que yo pienso
que este pozo es el mismo infierno, ¿verdad, señor provincial? Ahí abajo no hay
más que serpientes y bichas... y estatuas de jade con oro y bronce, vasijas de
oro puro, diademas... un tesoro, señor provincial, ahí abajo hay un tesoro.
Don Diego de Landa observó el fondo verdoso y parduzco
del cenote e imaginó todas aquellas cosas que su acompañante narraba con tanta
vehemencia. Después se incorporó, montó en su caballo y tomó el camino de
Chichén Itzá mientras farfullaba:
-¡Herejías, y más herejías!
Fuente:
Jose Calles Vales
0.081.3 anonimo (sudamerica) - 018
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