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viernes, 3 de mayo de 2013

La torre del oro de sevilla

Todas las ciudades y pueblos de España pueden contar leyendas, a cada cual más llamativa y apasionante, pero la audacia imaginativa de los andaluces conviene destacarse. Es por ello que en Andalucía cada casa, cada plaza y cada esquina son pruebas de un pasado legendario, misterioso o sobrenatural.
Una de estas pruebas irrefutables es la Torre del Oro. Como se sabe, la torre sevillana vecina del Guadalquivir es una de las maravillas andaluzas y uno de los símbolos de la ciudad. Cualquier sevillano bien nacido asegura que la Torre en cuestión estuvo «verdaderamente» cubierta de oro en tiempos de los musulmanes, y que su resplandor podía verse desde las marismas e incluso desde el mar abierto. Los más exagerados afirmarán que la Torre no sólo estaba cubierta de oro por fuera, sino también ¡por dentro!, lo cual es bastante probable teniendo en cuenta el uso que se le dio en los siglos XV y XVI.
Sin embargo, la leyenda más atractiva respecto a la hermosa Torre del Oro es la que tiene como protagonistas a una hermosa joven y al rey don Pedro I, llamado el Cruel, allá por el siglo XIV. De este rey se cuentan los hechos más sanguinarios y despóticos, y la tradición lo ha colocado como personaje central de narraciones donde es necesario un malvado o un tirano. Pues bien, este don Pedro se había enamoriscado de una dama sevillana cuya hermosura se alababa en todos los patios de Sevilla. La joven, cuyo nombre no se conoce a punto fijo, estaba ya casada con un caballero, pero éste se hallaba fuera de la ciudad por precaución, ya que era de todos conocido que estaba aliado con don Enrique, el hermanastro de don Pedro. Otras versiones aseguran que, simplemente, el caballero estaba «en la guerra». En lo que todos los sevillanos están de acuerdo es que don Pedro comenzó a asediar a la joven y que, cuanto más la veía, más enamorado estaba de ella. Sin embargo, la dama era muy pudorosa y, para evitar tentaciones, se recluyó en un convento a la espera del regreso de su amado esposo.
No gustó nada esta resolución en la corte de don Pedro y, sin tardanza, ordenó que se profanara el retiro conventual y se secuestrara a la hermosa dama. ¿Para qué decir los llantos y las amarguras de la joven prisionera? Los sevillanos aseguran que su pelo era tan semejante a las madejas de oro que de esa comparación le viene el nombre a la Torre donde fue encerrada. Los pescadores del Guadalquivir y los ciudadanos tenían tanta lástima por la muchacha como temor del rey, de modo que comenzaron a hablar de la Torre del Oro por no decir la «Torre de la prisionera» o la «Torre de la infamia», como convenía al caso.
Amargada por su funesta suerte, la dama quiso evitar la causa de sus desdichas y se hizo rasurar la cabeza, mientras lanzaba sus cabellos de oro por un ventanuco de su prisión. Este suceso asombró a los sevillanos, los cuales renunciaron a llamar de otro modo cualquiera a la Torre desde la cual habían visto caer oro verdadero y cierto.
No contenta con tal hazaña, la hermosa joven quiso marcarse el rostro con un puñal y pidió a la vieja que la custodiaba un arma para desfigurarse. La vieja, avarienta y pérfida, salió de la celda, mas, en vez de buscar una daga, se fue a palacio y contó al rey todo cuanto había hecho la joven y cuanto deseaba hacer.
-¡Maldita sea mi suerte! -gritó don Pedro al conocer los hechos, y corrió hacia la Torre donde estaba la dama de los cabellos de oro.
Ya en la Torre, don Pedro perpetró horribles crímenes contra la virtud de la dama y, dejándola humillada y malherida, renegó de ella.
Se dice que la joven volvió al convento y que allí murió de pena y de vergüenza, mucho antes de que su marido regresara.
La maldición que don Pedro hiciera sobre sí mismo se vio cumplida años más tarde en el castillo de Montiel, en la actual provincia de Ciudad Real. Para resolver los derechos de sucesión al trono de Castilla, don Enrique de Trastámara convino una reunión con don Pedro el Cruel y, una vez allí, la conferencia acabó en disputa. Varios nobles se echaron sobre don Pedro y allí mismo quedó muerto. Preguntado Beltrán de Guesclin si había ayudado a don Enrique en el asesinato de su hermanastro, el noble francés replicó: «Ni quito ni pongo rey, pero ayudo a mi señor». Acaecieron estos hechos en el año de 1369.

Fuente: Jose Calles Vales

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