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viernes, 24 de agosto de 2012

Copahue y el hada de la nieve

Hubo entre los mapuches un cacique llamado Copahue, que vivían en el norte de Neuquén, no muy querido por los vecinos de la zona por su exagerada ambición y por ser un guerrero valiente. Participó en muchas batallas de las que salió victorioso, lo que causaba mucho miedo a cualquiera de las tribus de la zona cuando los centinelas anunciaban su presencia en la cordillera. Dicen que a pesar de las tantas guerras, su combate más terrible lo encontró solo y lo llevó a cabo por amor.
Un atardecer, cuando regresaba de Chile con sus hombres, el viento que ya los venía acompañando comenzó a soplar con más fuerzas justo en el lugar más escarpado del paso a través de la cordillera. Tanto sopló que se convirtió en huracán: primero levantó un poco de polvo, pero continuó arrancando plantas de raíz y enormes piedras que se desmoronaban cuesta abajo. El grupo se desorganizó, cada hombre andaba como podía, tapándose la cara, que el viento lastimaba con dureza. Caminaban casi a ciegas por el tortuoso paraje y sus perros no ayudaban mucho, se detenían buscando refugio y como no lo encontraban, aullaban enredándose entre las piernas de sus amos. Minutos después, un derrumbe terminó de dispersarlos.
Ya era casi de noche cuando el temporal amainó. Copahue, herido por las piedras que habían volado intentaba orientarse solo en medio de la semipenumbra de! crepúsculo. A lo lejos, vislumbró una pequeña luz que se fue acercando y con suma felicidad comprobó que aquella salía de un toldo: alguien se calentaba cerca del fuego. El último tramo hasta ese lugar era en subida, le costó mucho llegar.. Cuando por fin levantó el cuero de la entrada, quedó fascinado: sentada ante la hoguera, una mujer bellísima lo miraba sin sorpresa, con ojos cautivantes.
Como si lo conociera desde siempre, lo llamó por su nombre y lo invitó a compartir el calor de la fogata. Se llamaba Pirepillan.
La extraña mujer curó al cacique, lo alimentó con miel de shiumen y después, mientras Copahue terminaba su muschay, le predijo:
‑Serás él más poderoso de los mapuches, pero ese poder te costara la vida.
Con esas palabras Pirepillan despidió al cacique.
Copahue caminó confundido, algo había pasado en ese encuentro. Tiempo después supo que se había enamorado de la bija de la montaña, el hada de la nieve.

Copahue fue el cacique más rico y poderoso. Entre negocios y guerras se convirtió en el señor de todos los mapuches. Comenzó a ser leyenda de coraje y hubo quienes lo creían invencible, y por pura admiración y miedo, se pasaban a su ejército.
Después del fragor de cada batalla, cuando Copahue se relajaba, extrañaba a Pirepillan: nunca había conocido a una mujer como ella, y eso que había querido a muchas. El recuerdo del hada nunca se disolvía, a veces más presente, a veces escondido, pero estaba siempre allí. Caminaba tranquilo hacia la montaña y trataba de descubrir aquel resplandor que le diera la posibilidad de volver a ver a Pirepillan.
Un mapuche del norte trajo la noticia de que el hada de la nieve estaba atrapada en la cumbre del volcán Domuyo, se comentaba que un tigre feroz y un monstruoso cóndor de dos cabezas no dejaban que nadie se le acercara. Copahue escuchó al informante casi sin poder contener su alegría, al fin tenía noticias de ella. Su felicidad no se empañó por saberla en peligro, no dudaba de su poder para salvarla. Preparó la expedición y se dispuso a marchar hacia el Noroeste: debía bordear la Cordillera del Viento, y escalar la gran montaña.
Los machis (hechiceros de la tribu) desaprobaron la partida porque consideraban que era obra de un encantamiento, y para contrarrestarlo resultaba necesario un talismán especial, más valioso que el oro, más fuerte que el poder y, por supuesto, no estaba en posesión de los machis. Pero Copahue ya estaba decidido, él era un gran cacique: ¿cómo no iba a vencer a un tigre y a un cóndor si tantas veces había lanzado su grito de guerra desde las cumbres y bajado las laderas arrasando enemigos? Se sentía capaz de pelear con la misma Kai‑Kai‑Filu si fuera necesario. No podía retroceder ante la posibilidad de abrazar a Pirepillan y bajar con ella la montaña después de vencer a sus crueles guardianes.
Sus fieles hombres lo acompañaron hasta el pie del Domuyo. Desde allí comenzó a subir solo, primero por las sendas y después, cada vez más alto, por los más peligrosos peldaños de la ladera rocosa. Casi no encontraba de qué asirse, solo puntas filosas y rocas traicioneras. Varias veces estuvo a punto de caerse arrastrado por un viento que lo envolvía y ensordecía con su silbido penetrante. También hubo derrumbes que logró vencer, aferrándose como podía a las rocas cubiertas de hielo. Entonces les dio la razón a sus consejeros: ¿sería una empresa imposible?, ¿moriría en el intento de reencontrarse con su amor? Se sintió, por primera vez en su vida, vencido, solo y desesperado... Lo único que se le cruzó por la mente fue rogarle a Nguenechen que le diera la oportunidad de pelear por lo único que quería ya, a cambio de todo lo que hasta ese momento había conquistado. No había dicho aún las últimas palabras de su ruego cuando vio el soñado resplandor brotando de una grieta. Copahue avanzó una vez más, dispuesto a todo. No vio Pirepillan porque un gran puma colorado, furioso, se abalanzó sobre él. Pero el cacique fue más rápido y con un preciso golpe de su lanza hizo trastabillar al animal, que cayó montaña abajo. Entonces sí, se dirigió hacia la gruta y allí estaba el hada de la nieve, tan hermosa y sabia como la había visto aquella vez.
Obnubilado por su belleza no llegó a ver al cóndor guardián que arremetió contra ellos con sus dos picos y su fiera mirada de cuatro ojos. Otra vez Copahue dio cuenta de su destreza: levantó su pequeño cuchillo y con dos perfectas maniobras decapitó a la diabólica ave.
Por fin, Copahue y Pirepillan, pudieron abrazarse y, como lo había imaginado el bravo cacique, comenzaron a bajar juntos el volcán.
Pirepillan, sabiamente, guió a su salvador por una pendiente accesible. A medida que bajaban Copahue quedó anonadado al darse cuenta del camino que habían tomado: sus pies se deslizaban sobre un piso de oro: era el famoso tesoro del Domuyo.
Una chispa de codicia pasó por sus ojos y se agachó a recoger unas pepitas que estaban sueltas.
Pero inmediatamente escuchó el reto de su amada: "¿Subiste hasta acá por mí o por el oro? El tesoro no es de los hombres, es y será de la montaña". Copahue sabía que la razón estaba del lado de Pirepillan, así que continuó su camino con ella, feliz.
El cacique presentó su prometida al pueblo y, desde entonces, vivieron muchos años como marido y mujer. Pero la gente de Copahue nunca pudo querer al hada de la montana porque ella lo había alejado de los suyos, y logrado que él perdiera sus ánimos como guerrero, lo había envuelto en un amor blando Y pegajoso.
Un día, sus vecinos de Chillimapu los derrotaron y mataron a Copahue en una batalla. Entonces, el odio contra Pirepillan que ocultaban por respeto a su jefe, se desató.
Una noche decidieron ir a buscarla a su toldo, siempre rodeado de esa extraña luz. La arrastraron fuera del refugio mientras le pegaban y la insultaban. En silencio y por acuerdo mutuo fue condenada a morir. Pirepillan, desesperada, miraba con horror las lanzas que pronto la matarían. Llamó con todas sus fuerzas al hombre amado:
‑¡Copaaahuece! ¡Copaaahuece!
El alarido enardeció más a los mapuches, que con toda su furia arremetieron contra ella y la hirieron mortalmente. Pero al brotar su sangre, vieron que era transparente: el hada de la nieve.
Desde ese momento, allí, al pie de la montaña, donde cayó su cuerpo inerte, siguio corriendo para siempre su sangre que no es otra que el agua sanadora que cura a los enfermos.

059. anonimo (mapuche)

Así fue el comienzo de los mapuches

Cuando todavía no habían llegado los hombres blancos, Dios vivía tranquilo y feliz, con su señora y sus hijos, gobernando desde las alturas, el cielo y la tierra.
Dios era Dios pero se dejaba llamar de muchas maneras: Nguenechén, creador del mundo; Chau, el padre; o Antü, el sol. Vivía con su reina, que era a la vez su madre y su esposa, ella también se dejaba denominar de distintas maneras: luna, reina azul, reina maga o Kushe, que quiere decir "bruja" o "sabia".
Después de haber creado un cielo con nubes vaporosas y un montón de estrellas que le daban ese brillo tan coqueto en la noche. Dios se sintió contento. Miraba acomodado en una nube cómo había quedado la tierra, también creada por él, con sus imponentes montañas, sus serpenteantes ríos y frondosos bosques. Por lo bien que le había salido todo se deleitó sembrando a quienes disfrutarían de su creación: los animales y los hombres, los mapuches.
Muy satisfecho por todo lo hecho, vivía en el cielo, allí cuidaba su reino con luz y calor durante el día para dejarle el trono a su reina por las noches. Ella era la encargada de velar el sueño de todas las criaturas.
Y pasó el tiempo, y los hijos de Antü y Kushe crecieron tanto, que quisieron también ser creadores como su padre, sobre todo los dos más grandes, que comenzaron a quejarse, a criticar. Decían que sus padres estaban viejos y que ya era hora de que ellos gobernaran. A Dios no le gustaba nada esta repentina rebeldía de sus hijos: a medida que pasaba el tiempo más se enojaba y sufría. Kushe intentaba tranquilizarlo argumentando que eran jóvenes, que no les diera importancia, que ya se les pasaría. Pero no se les pasaba, sino que intentaron que sus hermanos más jóvenes se pusieran de su parte. "¿No les parece, hermanos, que al menos nuestro padre debería permitimos gobernar sobre la tierra? Que el cielo quede a su mando", proponían. Y, muy seguros de su requerimiento, comenzaron a descender a grandes trancos la escalera de nubes. El rey, al ver esto, dejó salir todo el enojo que había contenido hasta ese momento, por respeto a los ruegos de su señora. Con sus grandes manos lo atrapó en pleno descenso, enganchó entre sus dedos los largos mechones que colgaban de sus nucas, y con toda la potencia que tiene un dios los zamarreó y los zamarreó. No satisfecho todavía, los arrojó desde allí mismo sobre las rocosas montañas. Fue tal el impacto que la cordillera tembló y los enormes cuerpos se hundieron en la piedra para formar dos agujeros gigantescos.
La furia de Dios era tal que el cielo y la tierra se poblaron de rayos de fuego, entonces, Kushe, desesperada, se precipitó entre las nubes y lloró sin parar. Sus copiosas lágrimas comenzaron a inundar los inmensos hoyos donde habían quedado los cuerpos de sus hijos.
Desde entonces, dos hermosos lagos recuerdan el terrible dolor de la reina: el Lácar y el Lolog, tan brillantes como la luna, tan profundos como su pena.
Ante tanta angustia de su señora, el gran Chau quiso modificar el destino de los rebeldes: les dio la posibilidad de volver a la vida pero ya no como príncipes sino como una gran serpiente alada. Esta culebra fue llamada Kai­-Kai Filu y se encargó, desde entonces, de llenar los mares y los lagos. Sin embargo, el deseo de derrotar a Dios y gobernar la tierra no abandonó a los hijos de Kushe, pese al castigo y a la transformación. Como no pudo concretar su deseo, Kai‑Kai Filu despreció a Antü, su odio se extendió hasta los mapuches, las queridas creaciones de su padre. Es por eso que aún hoy provoca con los azotes de su cola olas espumosas y violentos remolinos en las aguas tranquilas de los lagos. A veces, su furia es tal que empuja y empuja el agua contra las montañas para alcanzar los refugios de los hombres y de los animales, pero como casi nunca consigue reptar por debajo de la tierra, logra que esta tiemble ante el enloquecido aleteo de sus alas rojas.
Cuando Dios se dio cuenta del peligro que corrían los mapuches decidió que una serpiente buena fuera la protectora de los hombres. Encontró la mejor arcilla y creó a Tren‑Tren, a quien le encomendó la tarea de vigilar a Kai‑Kai Filu. Si su cruel hermana tenía intenciones de hacer daño al pueblo, ella procuraría agitar el agua del lago como señal de aviso para que la gente buscase un refugio a tiempo, poniéndose a resguardo.
Luego de unos años, Antü pensó que sería una buena idea mandar a otros de sus hijos a la tierra, para saber cómo andaban las cosas. Además, quería enseñarles a los mapuches algunos secretos para que vivieran mejor. Al final decidió bajar él mismo y comprobar cómo iba todo.
Un buen día, se apareció Dios entre los mapuches, como si nada, como cualquier hombre: oscuro, vestido con cuero y con la cabeza desnuda. Llegó como uno más pero les enseñó muchas cosas: a no dejar los trabajos por la mitad y a respetar el tiempo. Se demoró explicando el arte del sembrado y, por supuesto, también el de la cosecha: cómo elegir las mejores semillas y conservar los alimentos. Por sobre todo les obsequió algo maravilloso: el fuego. Y así fue llamado con otro nuevo nombre: Küme Huenu, que significa “lo bueno del cielo".
Cuando se sintió satisfecho por las enseñanzas impartidas, el rey Chau regresó al cielo y se quedó tranquilo, tan tranquilo, que cuando quiso acordarse había pasado el tiempo, y la gente comenzó a olvidarse de algunas de sus enseñanzas. Muchos hombres comenzaron a pelearse entre sí, como si no fueran hermanos. Los más jóvenes no escuchaban los consejos de sus padres ni respetaban a sus antepasados, criticaban todo lo hecho, se quejaban e insultaban mirando al cielo.
Dios, de la tranquilidad pasó a la tensión, cuando se percató de lo que sucedía abajo. Y cada vez que se asomaba y observaba las peleas, los robos y las muertes, sus ojos se llenaban de lágrimas y su corazón de rabia y dolor. Por un tiempo no dijo nada, pero tal como había pasado antes, comenzó a juntar su furia divina y un día decidió llamar a Kai‑Kai Filu.
Le pidió algo terrible para darle un buen susto al pueblo mapuche, a ver si cambiaba su mala conducta: solicitó a Kai‑Kai Filu que agitara el agua del lago hasta que se pusiera oscuro y que produjera con la fuerza de su cola chasquear las olas, unas contra otras, para que cierta espuma blanca cubriera primero toda la superficie y luego saliera en busca de los hombres.
Cuando Tren‑Tren, la serpiente buena, escuchó esto, salió de la montaña de la salvación donde vivía para alertar a sus protegidos: silbó con gran fuerza y convocó a todos los mapuches al cerro Tren‑Tren, el mejor refugio.
Sin embargo, los esfuerzos de Tren‑Tren no alcanzaron. El pueblo, desesperado, comenzó a trepar pero las aguas del lago, que ya fuera de su cauce anegaban los posibles caminos. La tierra temblaba por las terribles sacudidas que producían los coletazos de Kai-Kai Filu. Por las laderas caían hombres, mujeres y niños como si fueran pequeñas piedras. Mientras tanto, Antü, en lugar de calmar su furia, más se enardecía: enviaba rayos de fuego que aniquilaban a los que lograban sostenerse.
Todos murieron, menos un niño y una niña muy pequeños que habían quedado solos, tras el desbarranco de sus padres, en una profunda grieta que milagrosamente los salvó del agua y de la lluvia de fuego.
Eran los únicos seres humanos sobre la tierra: solos, sin padre ni madre y sin palabras. Sobrevivieron gracias al cuidado de una zorra y una puma, que apenas los descubrieron los amamantaron y luego les enseñaron dónde encontrar frutos para que no murieran de hambre. Y así crecieron. De ese niño y esa niña descienden todos los mapuches, resucitados.
Parece que tanto dolor y desilusión mató un poco a Dios, que dejó casi toda su energía en los ingratos mapuches, porque desde que pasó todo, pocas veces mostró su esplendor y ya no quiso escuchar los ruegos de los nuevos hombres.
¿Cómo fue posible que llegaran los blancos y terminaran con él, con el gran Chau?
Desde ese momento, la tierra cambió mucho: las semillas no brotan fácilmente como antes, por eso las cosechas son escuetas; en el mundo se han desparramado enfermedades y los niños no escuchan a sus mayores. ¿Y en el cielo? Allí tampoco las cosas andan muy bien: separados los astros, la madre oculta su dolor entre las nubes y siempre escapa acosada por un sol sin vida...

059. anonimo (mapuche)

Los peces del diluvio

La acción arrasadora de un diluvio se intercaló con la brillante salida del sol durante muchos días. Entonces aparecieron peces nadando cerca de las casas. Los tobas no tenían espacio para apoyar los pies y comenzaron a elevar el fuego hacia la copa de los árboles. Pero la lluvia continuaba arremetiendo con más fuerza; apagado el fuego, sobrevenía el hambre. Hombres y mujeres caían famélicos al agua, presos de las devoradoras palometas.
El diluvio pasó y el agua bajó también. Muchos murieron, pero los sobre-vivientes se instalaron en diversos lugares y establecieron nuevos campamen-tos.
Y otra vez el pueblo toba se reprodujo.

056. anonimo (toba)

Los muertos de payak

Los tobas y los pilagás no aceptaban la muerte natural como causa de desaparición de una persona. Para ellos, los payaks eran espíritus dañinos responsables de todas las muertes que no acontecieron en luchas guerreras.
El payak chupaba la sangre de los enfermos por propia voluntad o a través de la acción de un brujo. Convocado por un hechizo, el espíritu se separaba del cuerpo del doliente y se dirigía hacia el arbol yuchán [1] para buscar refugio. Una vez liberado el organismo, el espíritu regresaba.
La vestimenta de las personas que fallecían hechizadas se quemaba y su cuerpo recibía entierro según la tradición de los matacos: generalmente de carácter aéreo. Para concluir, se esperaba que el desaparecido reencarnase en un ser del reino animal o vegetal: un tigre, una cabra o una planta, según el comportamiento que había tenido durante su vida.

056. anonimo (toba)


[1] Palo borracho amarillo.

Los humanos y los monstruos

El zorro sagaz entendió que los hombres debían modificar su aspecto, quitándose las alas y las plumas. El jefe Tuyango, con sus rojas plumas, fue el primero en oponerse. Manifestó su preocupación de llegar a lucir muy pequeños si se despojaban de ellas y recordó que su fisonomía era producto de la decisión de su creador. Agregó, con desconfianza, que para el zorro, adaptado a la locomoción terrestre, su decisión no representaba ningún cambio.
Los hombres no cambiaron el aspecto de sus cuerpos pero sí sus costumbres. Suspendieron el uso de las calabazas para evitar la fallida reproducción y entonces las mujeres concibieron seres humanos que crecieron alimentándose de la leche materna.
Chiiquí les aconsejó que cuidaran el fuego porque se había tornado escaso. Las mujeres lo habían traído y perdido en manos de los hombres, acto que les modificó la vida.
El poder del carancho también le permitió eliminar a aquellos hombres o mujeres que se alimentaban de humanos. Chiiquí comenzó a infundir confianza en todos porque los protegía, y era bien recibido cuando llegaba luciendo su poncho de colores. Sin embargo, algunos tobas continuaron transgrediendo la norma que prohibía el canibalismo y unas pocas mujeres que estaban menstruando probaron comida que no debían. En consecuencia, todos estos se convirtieron en monstruos.

056. anonimo (toba)

Los hijos del tatú

El viudo tatú llamó a sus dos hijos varones y a su pequeña niña para invitarlos al monte a buscar miel. El padre cargó un hacha para partir los panales. Lejos de su casa encontraron varias colmenas y se alimentaron de aquel delicioso manjar. Más tarde, los hijos se alejaron y la niña observó una rubiecita [1] Le avisó al tatú y este levantó el hacha y quebró el panal. Les indicó a sus hijos que disfrutaran de la miel y que después de acabar, lo llamasen. Antes de partir, les señaló la dirección que él tomaría.
Una vez saboreada la miel, los hijos se encaminaron. Se alternaron para llevar en brazos a la niña y llamaron incansablemente al padre, pero no pudieron encontrarlo. Continuaron caminando sin rumbo. Uno de los hermanos le preguntó al otro acerca de lo que debía hacer con el hacha. Le contestó que la cargarían y siguieron llamando sin obtener ninguna respuesta.
Atravesaron todo el monte. Durante un tramo del camino la niña vio una palomita colorada y le pidió a su hermano mayor que la atrapase. Así fue que se agachó y comenzó a acercarse lentamente hacia ella. A punto de tirarle con la onda, el ave le chistó y le pidió que no la lastimase porque le traía un mensaje. El niño se detuvo y todos escucharon atentamente: les indicó que debían continuar en la misma dirección pero tenían que prestar atención cuando se encontraran con una anciana grande y fuerte. Les advirtió que la mujer se alegraría al imaginar que se los comería asados, pero si ellos hacían lo que les explicaba no tendrían problema alguno.
Cuando llegaran al patio, ella echaría leña al fuego y les pediría que soplaran para avivarlo: no debían hacerlo, la madera igual ardería con rapidez. Llegado ese momento, arrojarían a la anciana a la fogata para evitar que les hiciera daño.
Así fue como se desarrolló el encuentro con la mujer, que terminó en las brasas.
La paloma continuó con el mensaje: les explicó que en uno de los senos de la señora habitaban unas pequeñas víboras que permanecerían con vida aun después de la fogata: tenían que matarlas para sobrevivir. Les aclaró que en el otro seno había unos perros diminutos, que debían cuidarlos y que crecerían muy rápido. La anciana era un ser espiritual con apariencia de humano.
Cuando ella murió, le seccionaron un seno, del cual salieron víboras que los niños fueron matando una a una. Algunas se escaparon, pero no los lastimaron. Después, le cortaron el otro y observaron dos pequeños perros. La niña levantó uno expresando el deseo de ser su dueña. Los niños tomaron el segundo y juntos avanzaron por el camino que les había indicado la paloma, para buscar a su padre. Entretanto, los cachorros fueron creciendo hasta que el de la niña pudo cargarla en su lomo y continuar la marcha. Atravesaron el monte y alcanzaron el campo.

056. anonimo (toba)



[1] Rubiecita se denomina comúnmente al panal de avispas amarillas.

Los antiguos tobas

Cuando la tierra comenzó a existir, su reducida población se componía solo de hombres. Como las mujeres no los habían parido, su fisonomía no era humana: muchos tenían plumas y alas. Debieron pensar en una estrategia para poder reproducirse y salieron en busca de calabazas secas: allí colocaron a los engendradores y las sellaron con cera de panal de avispa. Sin embargo, las criaturas nacían y morían porque se alimentaban de tierra.
Los hombres frecuentaban mucho el río en aquellas épocas. Pescaban y volvían a sus poblados a preparar su comida cruda, porque no existía el fuego.
Cuenta la leyenda que un buen día fueron a pescar y dejaron en el poblado ‑y al cuidado de la comida‑ a uno de ellos, se trataba del hombre‑loro. Un rato después, este comenzó a escuchar risas. Puso atención y comprobó que venían desde muy alto: un grupo de mujeres que se aproximaban.
Quiso hacerles frente, pero, a pocos metros, ellas le arrojaron una brasa que golpeó su boca y lo enmudeció para siempre. Rápidamente, robaron la comida del poblado y ascendieron.
Los hombres regresaron un rato después, con el zorro sagaz manchado con sangre y con muchos pescados a cuestas. Una vez instalados, comenzaron a prepararse la comida, pero advirtieron que les faltaba alimento. Le preguntaron al hombre‑loro y este respondió con señas acerca de lo que había sucedido.
Al día siguiente, los hombres volvieron a salir de pesca, y dejaron a otro encargado del cuidado de sus víveres: el águila. Como sabía chiflar, los pescadores serían advertidos rápidamente ante una llegada inesperada.
El águila permaneció escondido después de que partieron los hombres hacia el arroyo. Más tarde, comenzó a escuchar risas: aquellas mismas mujeres iniciaban su descenso, pero esta vez con ayuda de una soga. Cuanto más se acercaban a la tierra, más luz emitían sus cuerpos. Enceguecido, el hombre águila quiso escapar pero ellas le arrojaron tantas brasas que finalmente lograron quemarlo. Una vez más, partieron del poblado y se llevaron un nuevo botín de alimentos.
Más tarde volvieron los pescadores y el águila explicó los acontecimientos vividos. Recomendó que la próxima vigilia quedara en manos de Cliiquí, el carancho, que podría averiguar la manera de atraparlas. El carancho aceptó, aunque aclaró que primero las observaría para después poder detenerlas. Convino una señal de aviso de captura, y los hombres volvieron a partir.
Cliiquí escuchó las risas de las mujeres y al instante supo de sus poderes. Convencido de su propia capacidad, voló hacia el cielo y a mitad de camino cortó la soga. Varias mujeres cayeron y las que permanecieron aferradas al resto colgante de la soga, rápidamente retornaron.
Algunas cayeron con tanta fuerza que se hundieron en la tierra. El carancho avisó a los pescadores para atrapar a las que habían amortiguado la caída. Tuyango, el jefe, se adelantó al grupo pero que sobrepasado por el zorro sagaz, sin alas ni plumas.
Cuando llegó, se apoderó de la más hermosa de todas las que vio, la condujo hacia su morada y copuló. La mujer devoró su miembro empleando su vulva y el zorro corrió, lleno de dolor. Al contar a los demás lo sucedido, le aconsejaron que resolviera el problema por sí mismo, como siempre lo hacía. Entonces fue al monte y escogió una pequeña rama del árbol garabato, la limpió y se la injertó en el lugar del miembro que había perdido.
Por esta causa los zorros siempre han tenido una cicatriz.

056. anonimo (toba)

Las plumas del zorro

Y cuando ya pasó mucho tiempo de este acontecimiento, nuevamente aparecieron aquellos hombres con forma de ave que se habían retirado hacia la montaña por un tiempo. Cada mañana descendían, durante el día pescaban, y a la tarde regresaban a sus casas.
En ese momento arribó el zorro sagaz, persona muy mañosa. Se encontró con los pescadores una mañana y se acercó con la intención de acompañarlos. Les preguntó sobre su origen y los hombres respondieron que provenían del cielo, a donde regresarían esa misma tarde. El zorro sagaz quiso ir con ellos, pero enseguida le advirtieron que no tenía alas y por lo tanto no podría ascender. Sin dudar, él les pidió que le preparasen algunas plumas para colocárselas; los hombres lo pensaron: le contestarían más tarde. Pero el zorro insistió, incansable, hasta que obtuvo un resultado satisfactorio. Cada uno de ellos se sacó una pluma y se la entregó. Una a una, las acomodó y formó un par de alas.
Aseguró que los acompañaría mientras brincaba, intentando volar.
De repente, en un salto, se elevó y giró por encima de los hombres sin dejar de observarlos. Aterrizó con rapidez, orgulloso de su triunfo.
Después del largo día de pesca los hombres se prepararon para volver a sus hogares. El zorro sagaz fue el primero en emprender el vuelo. Lejos ya de la tierra, el jefe Tuyango ‑de hermosas plumas rojas‑ dio inicio a una costumbre propia de los pájaros y se arrancó una pluma y la dejó caer hacia la tierra. Todos repitieron la acción. Para su desgracia, el zorro se sacó las plumas que más lo hacían volar y comenzó a perder altura. Alcanzó la tierra y se hizo pedazos.
Una fuerte tormenta sacudió su cuerpo y el zorro sagaz suspiró, recordaba qué dulce había sido su sueño, y revivió.

056. anonimo (toba)

La umita

Se trata de un personaje que emana temor, muy difundido en el noroeste argentino y en Santiago del Estero. La umita es una cabeza humana desprovista de cuerpo, que deambula al ras del suelo, a lo largo de los solitarios senderos. A veces, suele aparecer en taperas (ranchos abando-nados).
Su aspecto es desagradable: cabellos largos y desprolijos, mirada desen-cajada, dentadura despareja que sobresale de la boca. Avanza con un llanto lastimero hacia los caminantes para solicitarles ayuda. Necesita descansar en paz y por eso pide que recen para que pueda lograr el perdón divino.
Nunca se pudo determinar el origen del sufrimiento de la umita porque el terror que infunde no permite que los caminantes permanezcan cerca de ella. De esta manera su propio aspecto le impide resolver su pena.
El valiente hombre que supera el miedo y logra pelear contra ella, debe hacerlo durante la noche. Al amanecer se transforma en toro o ternero, y de esa manera le comunica el motivo de su sufrimiento. Pero el secreto permanece oculto, porque el escucha enmudece.
Si alguien se anima a soportar su desagradable aspecto, conseguirá su amistad. Lo acompañará por los senderos, cuidándolo de los peligros y de los espíritus malignos.
La presencia de la umita está difundida en casi todo el territorio argentino debido a las constantes migraciones de los conocedores de esta leyenda.

056. anonimo (toba)

Las antiguas parejas

Cada uno de los hombres eligió a su mujer, con excepción de Chiiquí, que quedó sin pareja. Este motivo lo llevó a escarbar la tierra con tanto ahínco que llegó a lastimar el ojo de una de ellas, enterradas por la caída. Lleno de alegría, la tomó ‑aunque herida‑ por esposa.
Advirtió a los hombres que no durmieran con sus mujeres, a riesgo de que se repitieran los infortunios del zorro sagaz, hasta que no encontrase la manera de resolver el problema.
Al siguiente día, Chiiquí voló hacia el cielo y allí arriba chifló. Enseguida se acercó una mosca muy grande:
‑¿Cuáles son los motivos de tu visita? ‑le preguntó.
El carancho le expresó el deseo de que un viento fuerte y frío con lluvia se instalara en su poblado, y la mosca respondió rápidamente ante la solicitud.
Las mujeres, aunque robustas, temblaron por el temporal. Chiiquí aprovechó el desconcierto para robarles el fuego y así dominarlas. Preparó una fogata y, estas, heladas por el frío, rodearon las llamas y comenzaron a asar pescados y a alimentarse a través de la boca y por la vagina.

056. anonimo (toba)

La protección de chaca

Los tobas, los wichis y los pilagás conservaban la antigua tradición de utilizar el chaca para mantener alejados los vagos espíritus dañinos del monte; proteger el andar furtivo de los cazadores en la arriesgada tarea de perseguir la presa; evitar el cansancio durante las dificiles tareas; y prevenir las dolorosas y peligrosas mordeduras de serpientes.
El chaca era una especie de collar elaborado con selectas plumas de avestruz, adornado con fibras de cháguar, semillas y piedras varias. Se llevaba ajustado a la pantorrilla o bien a la altura de los tobillos.
Para los indígenas representaba un amuleto, una fuente de protección.

056. anonimo (toba)

Gualok y las estaciones

En el comienzo de los tiempos los indígenas disfrutaban un pleno bienestar, con un clima muy apacible y se desconocían los fenómenos meteorológicos responsables de los cambios ambientales. Naktä Noón era la representación del bien, a quien se agradecía mediante diversas demostraciones el mante-nimiento de este contexto de armonía.
Nahuet Cagüen, la figura del mal que vivía en las tinieblas, decidió calmar su ira a través de una expresa venganza: creó las bajas temperaturas, los fuertes vientos y las lluvias incesantes bajo la imagen de Nomaga, el invierno.
Una vez finalizada su obra, se jactó ante el pueblo toba y les aseguró que padecerían el frío hasta que muriesen. Refiriéndose a la tarea de Nomaga, les auguró sufrimiento. Además, les prometió que el sol dejaría de brillar en su tierra, y el cielo se cubriría por nubes perpetuas. Por esto mismo, la natura-leza perdería energía e iniciaría una lenta agonía, producto del helado y perjudicial invierno.
Los tobas comenzaron a llamar a Naktä Noón, entre gritos desesperados, para que los abrigara con su calidez y detuviera la acción del mal. Los cuatro representantes predilectos más escuchados fueron: el palo borracho, la planta del patito, el picaflor y la pequeña viuda; a ellos encomendaron la tarea de suplicarle al bien que esparciera calor sobre la tierra.
Ya informado de esto, el bien los transformó en la flor del algodón, gualok. Concentró allí cada uno de los destacados atributos de los representantes.
Bajo el cielo al fin despejado, la flor gualok llegó a la tierra y se abrió lentamente. Los tambores comenzaron a resonar y las semillas iniciaron su viaje llevadas por el viento. El ciclo de la naturaleza retomó su vigor, nuevos algodonales nacieron, nuevas semillas se esparcieron. Infinitamente se repitió hasta cubrir completamente de blanco la tierra toba. La suave hebra del algodón se transformó en túnicas blancuzcas, tejida en el telar de urunday [1] Los tobas las colorearon y con ellas cubrieron sus cuerpos; los cantos inundaron el aire para agradecer la protección de Naktä Noón.
Derrotado y enfurecido, Nahuet Cagüen se abalanzó como una nueva adversidad y se convirtió en la lagarta rosada, plaga maldita del algodón.

056. anonimo (toba)



[1] Árbol dicotiledóneo cuya madera rojiza se emplea en la fabricación de muebles, telares y embarcaciones.

El vuelo

Enseguida apareció un avestruz, que al verlos cantó: tom, tom. Los niños quisieron atraparla y le ordenaron a sus perros que la siguieran. Acorralado contra el monte, el avestruz daba un salto cada vez que los animales avanzaban. De esta manera, sus patas largas esquivaban el ataque y reanudaba la huida. Con su último brinco se elevó y los perros volaron detrás de él. Los niños los siguieron: codo a codo los dos hermanos, y después la pequeña niña.
Se fueron todos hasta el cielo, alcanzaron las estrellas. Cuando el avestruz se detuvo, los perros se prendieron de su cuello, pero no lo mataron. Así permanecieron, secundados por los niños: parados, los varones lado a lado, y la menor detrás.
En esa posición generaron una nueva constelación, y sus nítidas figuras se aprecian durante el invierno: el sur señalado por la cabeza del avestruz.

056. anonimo (toba)