Hubo entre los mapuches un cacique llamado Copahue,
que vivían en el norte de Neuquén, no muy querido por los vecinos de la zona
por su exagerada ambición y por ser un guerrero valiente. Participó en muchas
batallas de las que salió victorioso, lo que causaba mucho miedo a cualquiera
de las tribus de la zona cuando los centinelas anunciaban su presencia en la cordillera. Dicen
que a pesar de las tantas guerras, su combate más terrible lo encontró solo y
lo llevó a cabo por amor.
Un atardecer, cuando regresaba de Chile con sus
hombres, el viento que ya los venía acompañando comenzó a soplar con más
fuerzas justo en el lugar más escarpado del paso a través de la cordillera. Tanto
sopló que se convirtió en huracán: primero levantó un poco de polvo, pero
continuó arrancando plantas de raíz y enormes piedras que se desmoronaban
cuesta abajo. El grupo se desorganizó, cada hombre andaba como podía, tapándose
la cara, que el viento lastimaba con dureza. Caminaban casi a ciegas por el
tortuoso paraje y sus perros no ayudaban mucho, se detenían buscando refugio y
como no lo encontraban, aullaban enredándose entre las piernas de sus amos.
Minutos después, un derrumbe terminó de dispersarlos.
Ya era casi de noche cuando el temporal amainó.
Copahue, herido por las piedras que habían volado intentaba orientarse solo en
medio de la semipenumbra de! crepúsculo. A lo lejos, vislumbró una pequeña luz
que se fue acercando y con suma felicidad comprobó que aquella salía de un
toldo: alguien se calentaba cerca del fuego. El último tramo hasta ese lugar
era en subida, le costó mucho llegar.. Cuando por fin levantó el cuero de la
entrada, quedó fascinado: sentada ante la hoguera, una mujer bellísima lo
miraba sin sorpresa, con ojos cautivantes.
Como si lo conociera desde siempre, lo llamó por su
nombre y lo invitó a compartir el calor de la fogata. Se llamaba
Pirepillan.
La extraña mujer curó al cacique, lo alimentó con
miel de shiumen y después, mientras Copahue terminaba su muschay, le predijo:
‑Serás él más poderoso de los mapuches, pero ese
poder te costara la vida.
Con esas palabras Pirepillan despidió al cacique.
Copahue caminó confundido, algo había pasado en ese
encuentro. Tiempo después supo que se había enamorado de la bija de la montaña,
el hada de la nieve.
Copahue fue el cacique más rico y poderoso. Entre
negocios y guerras se convirtió en el señor de todos los mapuches. Comenzó a
ser leyenda de coraje y hubo quienes lo creían invencible, y por pura
admiración y miedo, se pasaban a su ejército.
Después del fragor de cada batalla, cuando Copahue
se relajaba, extrañaba a Pirepillan: nunca había conocido a una mujer como
ella, y eso que había querido a muchas. El recuerdo del hada nunca se disolvía,
a veces más presente, a veces escondido, pero estaba siempre allí. Caminaba
tranquilo hacia la montaña y trataba de descubrir aquel resplandor que le diera
la posibilidad de volver a ver a Pirepillan.
Un mapuche del norte trajo la noticia de que el hada
de la nieve estaba atrapada en la cumbre del volcán Domuyo, se comentaba que un
tigre feroz y un monstruoso cóndor de dos cabezas no dejaban que nadie se le
acercara. Copahue escuchó al informante casi sin poder contener su alegría, al
fin tenía noticias de ella. Su felicidad no se empañó por saberla en peligro,
no dudaba de su poder para salvarla. Preparó la expedición y se dispuso a
marchar hacia el Noroeste: debía bordear la Cordillera del Viento, y escalar la
gran montaña.
Los machis (hechiceros de la tribu) desaprobaron la
partida porque consideraban que era obra de un encantamiento, y para
contrarrestarlo resultaba necesario un talismán especial, más valioso que el
oro, más fuerte que el poder y, por supuesto, no estaba en posesión de los
machis. Pero Copahue ya estaba decidido, él era un gran cacique: ¿cómo no iba a
vencer a un tigre y a un cóndor si tantas veces había lanzado su grito de
guerra desde las cumbres y bajado las laderas arrasando enemigos? Se sentía
capaz de pelear con la misma
Kai ‑Kai‑Filu si fuera necesario. No podía retroceder ante la
posibilidad de abrazar a Pirepillan y bajar con ella la montaña después de
vencer a sus crueles guardianes.
Sus fieles hombres lo acompañaron hasta el pie del
Domuyo. Desde allí comenzó a subir solo, primero por las sendas y después, cada
vez más alto, por los más peligrosos peldaños de la ladera rocosa. Casi no
encontraba de qué asirse, solo puntas filosas y rocas traicioneras. Varias
veces estuvo a punto de caerse arrastrado por un viento que lo envolvía y
ensordecía con su silbido penetrante. También hubo derrumbes que logró vencer,
aferrándose como podía a las rocas cubiertas de hielo. Entonces les dio la
razón a sus consejeros: ¿sería una empresa imposible?, ¿moriría en el intento
de reencontrarse con su amor? Se sintió, por primera vez en su vida, vencido,
solo y desesperado... Lo único que se le cruzó por la mente fue rogarle a
Nguenechen que le diera la oportunidad de pelear por lo único que quería ya, a
cambio de todo lo que hasta ese momento había conquistado. No había dicho aún
las últimas palabras de su ruego cuando vio el soñado resplandor brotando de
una grieta. Copahue avanzó una vez más, dispuesto a todo. No vio Pirepillan
porque un gran puma colorado, furioso, se abalanzó sobre él. Pero el cacique
fue más rápido y con un preciso golpe de su lanza hizo trastabillar al animal,
que cayó montaña abajo. Entonces sí, se dirigió hacia la gruta y allí estaba el
hada de la nieve, tan hermosa y sabia como la había visto aquella vez.
Obnubilado por su belleza no llegó a ver al cóndor
guardián que arremetió contra ellos con sus dos picos y su fiera mirada de
cuatro ojos. Otra vez Copahue dio cuenta de su destreza: levantó su pequeño
cuchillo y con dos perfectas maniobras decapitó a la diabólica ave.
Por fin, Copahue y Pirepillan, pudieron abrazarse y,
como lo había imaginado el bravo cacique, comenzaron a bajar juntos el volcán.
Pirepillan, sabiamente, guió a su salvador por una
pendiente accesible. A medida que bajaban Copahue quedó anonadado al darse
cuenta del camino que habían tomado: sus pies se deslizaban sobre un piso de
oro: era el famoso tesoro del Domuyo.
Una chispa de codicia pasó por sus ojos y se agachó
a recoger unas pepitas que estaban sueltas.
Pero inmediatamente escuchó el reto de su amada:
"¿Subiste hasta acá por mí o por el oro? El tesoro no es de los hombres,
es y será de la montaña". Copahue sabía que la razón estaba del lado de
Pirepillan, así que continuó su camino con ella, feliz.
El cacique presentó su prometida al pueblo y, desde
entonces, vivieron muchos años como marido y mujer. Pero la gente de Copahue
nunca pudo querer al hada de la montana porque ella lo había alejado de los
suyos, y logrado que él perdiera sus ánimos como guerrero, lo había envuelto en
un amor blando Y pegajoso.
Un día, sus vecinos de Chillimapu los derrotaron y
mataron a Copahue en una batalla. Entonces, el odio contra Pirepillan que
ocultaban por respeto a su jefe, se desató.
Una noche decidieron ir a buscarla a su toldo,
siempre rodeado de esa extraña luz. La arrastraron fuera del refugio mientras
le pegaban y la
insultaban. En silencio y por acuerdo mutuo fue condenada a
morir. Pirepillan, desesperada, miraba con horror las lanzas que pronto la matarían. Llamó
con todas sus fuerzas al hombre amado:
‑¡Copaaahuece! ¡Copaaahuece!
El alarido enardeció más a los mapuches, que con
toda su furia arremetieron contra ella y la hirieron mortalmente. Pero al
brotar su sangre, vieron que era transparente: el hada de la nieve.
Desde ese momento, allí, al pie de la montaña, donde
cayó su cuerpo inerte, siguio corriendo para siempre su sangre que no es otra
que el agua sanadora que cura a los enfermos.
059. anonimo (mapuche)