Como en todo aquello que carece de partida de nacimiento
y como para suplir los girones de historia documentada abandonados en el
camino, en torno al Castillo de Soberrón la mentalidad popular se ha
entretenido en tejer narraciones que, reproducidas oralmente de una generación
a otra, para hurtar el hastío al tiempo, llegan tímidamente a nosotros.
Entre brumas de leyenda, la tradición asegura que los
romanos, para batir a los difíciles astures, construyeron allí un «castillo
roquero» que, en los fragosos días de la Recon quista, nuestros mayores aprovecharon como
baluarte. Por derroteros distintos, la Historia , documentalmente, cita las potestades de
su valle [1]
y refiere las ahumadas que allí se hacían, bien para anunciar a los habitantes
de los contornos la presencia de normandos, bien para dar cuenta a las gentes
de mar de la cercanía de las ballenas. María Luisa
Castellanos [2]
apunta otro servicio más del Soberrón: «Era el reloj de los ancianos que a las
doce en punto ponían el suyo en hora». Sabían perfectamente que cuando daba el
sol en la punta del «cuchillón» era el meridiano del día.
Amorosamente recostado en la falda del Cuera, el Soberrón
encierra en sus entrañas un variado y rico tesoro de leyendas. Nuestras
pretensiones, ambiciosas como las de todo escritor, estaban encaminadas a
substraer todos esos envoltorios de ensueño. No fue posible. Celoso,
consciente de su riqueza, el Soberrón, tan pronto advirtió nuestra presencia,
cerró con siete cerrojos sus arcas. A pesar de todo, nuestra aventura no fue
estéril; de lo que pudo ser un banquete de narraciones legendarias todavía nos
cabe el honor de ofrecer algunas muestras.
A la primera leyenda le caben comienzos de romance:
«Tiene unos
ojos mi niña
que pueden
llamarse soles,
hermosa
como la estrella
que brilla
más en la noche.
¡Ay de mí
si la persiguen
cuantos
suspiran amores!
Y ¡ay de mí
si la ve el moro
cuando la
vega recorre!»
Así exclamaba don Alfonso. Mas ya era tarde. Servanda,
su esposa, la de los ojos de sol, desdeñando patria, religión y marido, había
entregado la pasión de su amor al moro Abdallá. Don Alfonso persigue a su
esposa que iba huyendo a caballo con el moro. Cerca de Llanes logra darles vista.
Al pie del Soberrón, en las inmediaciones del castillo, el caballo de don
Alfonso muere de cansancio. Desvalido, jadeante, sumando arrestos, les grita:
-¡Servanda, Servanda, entrad ahí...!
Apresuradamente, los fugitivos logran el castillo.
Apenas tras-ponen el umbral de la puerta, como si se produjera un gran
terremoto, entre las carcajadas del moro, dama, caballero y castillo
desaparecen. Luego, con el silencio, en alas del viento, llega una voz:
-«En castigo de tus culpas, aquí permanecerás por espacio
de mil miles de años, perjura de tu Dios, perjura de tu patria, perjura de tu
marido; alaba, no obstante, la clemencia del Omnipotente y procura borrar con
lágrimas la mancha de tus pecados.»
Aturdido, don Alfonso, sólo vio la abertura de una
cueva que desde entonces se llamó la «Cueva de la Mora ».
En las variaciones atmosféricas salía de allí, dicen,
una neblina que luego se expandía por todo el Valle de Mijares. Decían entonces
las viejas:
-Ya está la princesa mora cociendo el pan...
La otra narración, menos conocida y también moralizante,
continúa en el tiempo los avatares de Scrvanda. Su nombre, acaso como
penitencia, quedó en el olvido. Ahora es la «mora encantada» que todos los
años, en la amanecida de San Juan, sale a la puerta de la cueva de Soberrón a
coser y bordar. Lo sabían los pastores del Cuera, pero por más que vigilaban
sólo lograban oírla cantar.
Un día, al fin, aconteció lo maravilloso. Mientras un
pastor apacentaba sus ovejas se le acercó un desconocido que le preguntó:
-¿De dónde eres, pastor?
-De Soberrón, señor; cerca de Llanes.
-En la
Cueva de Soberrón -le dice don Alfonso- tengo a mi esposa
encantada. ¿Podrías llevarle este encargo?
-Como usted mande, señor.
El desconocido, don Alfonso, entregó al pastor un
extraño pan de siete picos. Antes le recomendó encarecidamente que no lo
comiese y lo que debía hacer y decir a la puerta de la cueva.
Cuidadosamente, el pastor recogió el pan y se encaminó
a su casa. Buena hija de Eva, la esposa, ante la presencia del marido y del
extraño envoltorio, no logró vencer la curiosidad:
-¿Para qué es este pan?
-No preguntes nada, y por nada del mundo se te ocurra
empezarlo.
Muy de mañana, el pastor se acercó a la cueva. Como le
habían indicado, recitó la formulilla:
«Sal, mora
encantada,
que aquí
hay quien te quiere ver;
yo te
traigo un encarguito
que te
servirá muy bien.»
Y le entregó el pan. Pero como su mujer le había
comido un pico la noche anterior, la mora no pudo salir. Con todo, le dijo al
pastor:
-Aquí tienes quincalla de oro; escoge tres cosas.
Pensando en su mujer, eligió unas tijeras, un peine y
una cinta de seda. Díjole luego la mora:
«¡Maldito
seas...!
No te
faltarán
ovejas que
trasquilar
ni sarna
que rascar,
y el cuerpo
de tu mujer
lo verás
tronzar.»
Ignorante, sin haber sopesado el alcance de lo
sucedido, marchó el pastor. Al llegar a la Vega de Soberrón quiso ver la longitud de la
cinta y la ató por un extremo a un árbol. Éste quedó tronzado, como se hubiera
tronzado el cuerpo de su mujer de haberla usado. Del otro vaticinio, «ovejas
que trasquilar ni sarna que rascar», aseguran los ancianos del valle que nunca
les faltó en la familia...
Sigue en Llanes el recuerdo de estas aventuras; las
únicas, insistimos, que logramos arrancar del impenetrable mutismo de la
rocosa mole, de las que fue insobornable testigo el Soberrón. En sus entrañas,
vigilados eternamente por Servanda, mil tesoros y aconteceres esperan, en
bandeja del paisaje, un conquistador. Os lo decimos muy confidencialmente [3].
Leyenda mitologica
0.100.3 anonimo (asturias) - 010
[1] Archivo Histórico Nacional, secc. Clero,
leg. 4 940.
[2] CASTELLANOS, M. L., Baluarte de
gracia: Llanes, México 1963, p. 215.
[3] Referencias de Fernando
Carrera, Emilio Pola y Manuel Maya; cfr. CASTELLANOS, M. L., o.c., pp. 215-216;
Cuentos y Leyendas, colecc. Temas
Llanes, núm. 17, Llanes 1981, pp. 111-114; LLANO, A., o.c., pp. 92-93.