Bajo palabra de honor, protestamos que el suceso maravilloso
que vamos a relatar está consignado en la ponderada Relazión histórica, erudita y philosófica de la muy noble, heróica y
leal Villa de Luarca, en este Prin¿ipado de las Asturias, con noticia de
algunos principales sucesos y notizias de antigüedades curiosas, fechada en
1767 y debida a la pluma y al ingenio del escribano don Joseph Peláez y
Coronas, inserta en su «Prontuario de Escriptura».
Protestamos a la vez que lo propio refiere, en su obra
Las famosas reliquias asturianas y Luarca,
el muy curioso y docto historiador don Jesús Evaristo Casariego, vecino de la
misma Villa quien, siendo niño, escuchó el mencionado suceso de labios de
«viejos marineros y ancianos pesquitas» [1].
Mostrábase la mar, aquella mañana invernal, brava, corajuda,
con amenazantes cresterías y aceros; al mediodía, como ovejas dóciles al
silbido del pastor, las nubes, en densos mohos blanquecinos, fueron metiéndose
lentamente al poblado por la abertura estrecha del puerto, disipándose luego.
La mutación, aunque un tanto misteriosa, había pasado desapercibida para la
mayoría de las gentes.
Como muchas tardes estivales, también aquella, las gentes
de mar se habían asomado al acantilado, sin otro recuerdo ni otra esperanza
que el mar, por ese placer misterioso en que para nada entra la curiosidad ni
la ambición, para contemplar el horizonte, el mismo que ajustaba su vida a las
costumbres eternas.
Por entre el hermetismo característico de los hombres
que han labrado su vida cabe la mar, cundió la sorpresa, el asombro: una
embarcación de gran porte y extraño velamen se acercaba a puerto, atracando
instantes después. Puso pie en tierra un hombre fornido, de mediana edad, ataviado
al uso oriental y revestido de una especial autoridad, que solicitó la
presencia de algún presbítero.
Hay un silencio como religioso. En los ojos de todos,
ojos claros, serenos, limpios por brisas y honradez, rutilaba el misterio.
Llegaron, al fin, los sacerdotes y tras breve parlamento, con desmedido
respeto, desembarcaron un arcón adornado con lustrosos herrajes que, sin
equivocarse, todos los presentes creyeron repleto de tesoros. En un mar como domesticado,
el navío volvió a tomar pulso a las aguas.
Cuenta el cronista que de las alturas bajaron los
lobos, que se pusieron en adoración. Y «apareció uno muy grande que se puso a
dar vueltas en torno al arca, parándose frente a ella y arrodillándose».
Ese mismo día el arca con sus santas reliquias, «que
vinieron de Hierosalem», reemprendió viaje hacia la capital del reino, encontrando
asiento para siempre en la
Cámara Santa de la Santa Iglesia Basílica de San Salvador de Oviedo.
Al lugar de su arribada le pusieron el nombre de Luarca, que quiere decir
tanto como el Lobo del Arca.
Leyenda marinera
0.100.3 anonimo (asturias) - 010
[1] El ms. de José Peláez
Coronas, que se custodia en la
Biblioteca Na cional, secc. ms., sig. 9-6 036, fue incluido
como apéndice en la obra de Jesús Evaristo Casariego, Las reliquias asturianas y Luarca, Oviedo 1966, pp. 73-81. El
propio autor hace referencia a la leyenda en las pp. 58-59.
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