Translate

viernes, 23 de agosto de 2013

El prior de urmella

Ocurrió hace no demasiados años, hacia principios de siglo. Y digo que sucedió porque, aunque tiene todo el tinte de la leyenda y de las narraciones de aparecidos, a las que tan aficionadas son las gentes de nuestro Alto Aragón, la historia me fue contada con pelos y señales por quien la escuchó directamente a sus protagonistas.
¿Que puede haber jugado alguna mala pasada la imaginación? Puede ser. Quien se sienta libre de imagi­naciones, que tire la primera piedra. Dé cada cual la fe que le apetezca a la narración. Como es bonita y hunde sus raíces en valores eminentemente presentes entre el pueblo, la recojo para vosotros.
Aclaro que Urmella es un lugarejo remoto, que pertenece al municipio de Bisaurri, en la Alta Ribagorza, allá en las estribaciones del pico Gallinero. Que cuenta con una quincena de habitantes y que presume, con razón, de albergar una auténtica joya del románico lombardo del siglo XI a la que se conoció como "la Piedra Preciosa", aunque, como gran parte de nuestro tesoro artístico, arrastra los siglos siempre a punto de ruina. Antiguamente se llamó "Aurígena" o Urema y no sabemos cuándo tomó el nombre vasco actual. Fue priorato benedictino dependiente de San Victorián de Asán.
Este es el escenario. Hoy en día, y desde hace años, una vivienda pegada a la iglesia del monasterio está im­bricada en ella y precisamente en esa casa sucedieron los acontecimientos que vamos a relatar. En ella existen todavía dos alcobas de bóveda que pertenecieron al templo pero que pueden utilizar los actuales moradores.
Tal vez tengan las dos alcobas cierto aire entre sa­grado y miste-rioso un tanto sobrecogedor que infunde respeto. Supongo que acostarse en ellas debe ser trasla­darse a épocas muy remotas y sumergirse en un ambien­te legendario.
Lo cierto es que apenas se emplean como dormito­rios, a no ser en momentos de mayor afluencia de invitados con motivo de alguna fiesta familiar o del pueblo, ya que ambas alcobas tienen sus camas: esas camas de hierro forjado y arandelas doradas, altísimas, provistas de doble colchón recién reparados, con toda su lana esponjosa. Carecen de puerta y se aislan de una gran sala por medio de unos cortinones.
En una de esas ocasiones especiales que comenta­mos, en que todos los dormitorios de la mansión estaban ocupados, comentaba una señora que merece todo crédito, su abuela y una cuñada suya tuvieron que acostarse en las alcobas. Fue precisamente su abuela la que años más tarde contó lo sucedido.
Se habían ido a dormir sin ningún complejo a las alcobas; más bien animosas después de una reunión fa­miliar en la que salieron a relucir las pequeñas historias de la familia y de otros muchos temas que nada tenían que ver con la iglesia ni con la casa. Por supuesto, ninguna de las dos era dada a temores ni imaginaciones de ninguna clase. Estuvieron charlando un buen rato, tal vez algo desveladas y al final se quedaron dormidas.
Bien avanzada la noche y cuando estaban profun­damente dormidas las despertó el tintineo de una cam­panilla que parecía moverse de un lado a otro del gran salón. Atisbaron curiosas por entre las cortinas y queda­ron paralizadas:
Por la habitación a la que daban las alcobas vieron una figura fantasmal, con hábito encapuchado blanco, que se paseaba lenta-mente y que iba murmurando clara­mente en fabla ribagorzana: "Soc el prió, soc el prió" (soy el prior, soy el prior) sin dejar de hacer sonar una campanilla que llevaba colgada en el cíngulo. Tenía las manos enfundadas en las mangas de su hábito, la cabeza baja y grave que no permitía ver las facciones de su cara bajo la capucha de la cogulla. Medio se podía adivinar una luenga barba entrecana.
Al cabo de un rato desapareció, por cierto por una esquina en la que no existía ninguna puerta. Podemos imaginar fácilmente la impresión que produjo a las dos visitantes, aunque nada comentaron y a la noche si­guiente volvieron a ocupar, aparentemente tranquilas, las mismas alcobas. Y la misma visión se repitió esa noche y también la siguiente, siempre con su campani­lla y su "soc el prió".
No sabe uno qué admirar más, si la presencia de ánimo de las dos mujeres o su curiosidad por lo extraor­dinario junto con la zozobra del miedo a lo desconocido y la aventura. Solamente al tercer día comentaron los hechos con la familia.
Alguien debió apuntar que probablemente se trata­ba del alma en pena del último prior de Urmella, falle­cido hacía ya muchos años y del que se contaba que tal vez había llevado una vida un tanto disoluta dentro y fuera de la clausura.
Y alguien, también, aconsejó lo que cabía hacer en tales ocasiones como hemos tenido ocasión de escuchar en no pocos pueblos de nuestro Pirineo:
En medio de la sala colocaron una mesa redonda con pata central que se bifurcaba más abajo en otras tres, a manera de trípode. Esto parecía importante: en el suelo se debían apoyar tres patas. Sobre la mesa colocaron un cuenco de judías. Pero aquella noche, no se sabe por qué, el prior no hizo acto de presencia.
Volvieron a repetir la operación a la noche siguiente. Y por la mañana comprobaron que la situación de las alubias había cambiado: El cuenco continuaba en el centro de la mesa, pero de él habían extraído veintiséis judías que se hallaban cuidadosamente colocadas y alineadas en hilera alrededor de la mesa.
La familia, o el asesor que les había orientado en su curiosa actuación interpretó el aviso como una peti­ción del fantasma y de común acuerdo mandaron decir veintiséis misas a mosen Victorián, cura de Castejón de Sos en aquel entonces.
Y cuentan que ya nunca más, desde aquel día, volvió a aparecer el desgraciado prior. Hoy se sigue llamando a aquella parte de la casa -que por cierto comunica con una escalera interna con la iglesia- el "cuarto del prior".

Leyenda del pirineo

0.013.3 anonimo (aragon) - 009

El dragón de lombardia

Había una vez un rey llamado Ortnid que gobernaba un país llamado Lombardía.
Durante mucho tiempo el rey buscó a una mujer para conver­tirla en su esposa, pero a ninguna de las hermosas pretendientes que le eran presentadas consideraba digna de èl, pues a todas y a cada una de ellas les encontraba algún defecto: a una le faltaba ca­lidez, a otra brillo en los ojos, a otra la dulce voz que ansiaba es­cuchar todas las mañanas. Y así fue despreciando a una por una.
Lombardía era considerado un reino muy próspero y no fal­taban damas ni caballeros de la nobleza que le presentaran a sus hijas, pues Ortnid, al ser el monarca, era el mejor partido para ellas. No obstante, el rey de Lombardía no encontraba esposa a la altura de su majestad real ni a su gusto. Finalmente se dedicó a recorrer todos los reinos de Europa. Pero en cada uno de los reinos sucedió lo mismo y regresó al suyo más decepcionado que nunca.
Una tarde en que el rey Ortnid se hallaba cavilando sobre es­tos asuntos, mientras bebía una copa de hidromiel junto a los le­nos encendidos del hogar, apareció de la nada un extraño ser.
-¡Alberich! -gritó el rey con su voz tronante.
El enano que había entrado con sigilo se sintió descubierto y repuso:
-Majestad, hace mucho tiempo que buscáis a la mujer adecua­da para que se convierta en vuestra esposa y hasta este momento todas las búsquedas han sido infructuosas. Pero eso no debe ape­nar vuestro corazón, pues he hallado a la mujer más hermosa del mundo, a una dama que es digna de ser vuestra esposa y la futu­ra madre de vuestros hijos.
-¡Habla! -ordenó Ortnid que era un rey de pocas palabras.
-En un país muy distante llamado Siria, en el castillo de Mun­taburg, se encuentra la mujer más hermosa e inteligente que ha­yas visto jamás. Su nombre es Makhorel y es la hija del rey de ese país.
-Dime cómo es.
-Su cabello es negro como el ébano y cae sobre su cuerpo como una cascada de seda. Su piel es tersa como los pétalos de una flor. Sus ojos son centelleantes como las estrellas brillantes de la noche, sus manos son hermosas y hábiles para las labores femeninas, su voz es una mezcla del canto de los pájaros y la brisa de primavera, su cintura es fina como la de las avispas y sus pechos son genero­sos como para amamantar a todos los hijos que podáis darle.
El rey Ortnid sonrió y dijo:
-¿Qué estamos esperando entonces?
-Hay un inconveniente, Majestad, el rey de Siria nunca nos entregará a su hija por su propia voluntad.
-¡Pues entonces encárgate de traerla contra su voluntad!
El enano Alberich se retiró del recinto haciendo una reveren­cia y partió para cumplir prontamente con el encargo.
A miles de kilómetros de allí, la princesa Makhorel descansa­ba en la seguridad de su castillo. Su hermoso cuerpo cubierto de velos reposaba sobre un mullido sofá oriental y su pecho subía y bajaba lentamente al ritmo de su respiración.
De pronto algo la hizo despertar y abrió sus hermosos ojos. Una idea se había instalado en su cabeza y era imposible quitár­sela: la raptarían.
Miró hacia la ventana, que mostraba el cielo nocturno estre­llado, y por allí apareció un hombre enmascarado que la apuntó con una daga arrojadiza:
-Ven conmigo sin gritar o me veré obligado a dañar tu belle­za de manera irreparable.
La princesa se puso de pie temblando y rogó con una voz su­surrante:
-Al menos permíteme llevar mi cofre de joyas conmigo; no podría vivir sin ellas.
El enmascarado asintió sin dejar de apuntarla con su filosa daga que brillaba con la luz de la luna llena y de las titilantes estrellas.
La princesa tomó una caja decorada con incrustaciones de piedras preciosas y se acercó al hombre de negro, que la sujetó por la cintura para deslizarse de inmediato con ella por la cuerda tal como lo haría una araña.
Una vez en terreno firme la montó en un caballo y partieron al galope sin ser vistos ni oídos por ningún guardia.
Lo que nadie sabía era que la joven y astuta princesa no lleva­ba joyas en la caja ornamentada, sino unos diminutos huevos de dragón de la clase más terrible y destructiva con los que vengaría su rapto.
Luego de muchos días de andar la princesa le dijo:
-¿A dónde me llevas?
-Al país de Lombardía para que te cases con el gran rey Ort­nid que te desea como esposa.
-¿Y hasta dónde se extienden las tierras del país del rey Ortnid?
-Te avisaré cuando entremos en ellas.
Luego de algunos días más de viaje su secuestrador le dijo:
-Cuando crucemos ese puente ya estaremos dentro de los lí­mites del poderoso rey Ortnid.
-Desearía bajar y poder refrescar mi rostro en las aguas del río del país en el cual viviré el resto de mis días.
Como la princesa se había comportado honorablemente, el hombre la dejó acercarse a la vera del río, mientras él desensilla­ba, a su vez, y llevaba a los dos animales a pastar, sujetándolos por las riendas.
La astuta mujer, sin que nadie la viera -puesto que nadie pa­saba por allí en ese momento- y observando que el hombre se alejaba un poco de ella, depositó uno de los huevos de dragón bajo el puente de piedra y lo cubrió con tierra para que no fuera des­cubierto fácilmente.
Regresó al lado del hombre, montaron los dos en sus respec­tivos caballos y continuaron viaje.
Al poco tiempo comenzaron a atravesar un frondoso bosque.
-¿Este bosque también pertenece al rey Ortnid, mi futuro es­poso? -preguntó la princesa Makhorel.
-Así es, el bosque y todo lo que hay en él.
-Quisiera estirar un poco las piernas y probar alguno de los frutos de esos hermosos árboles -repuso la doncella con su dulce voz.
El hombre nuevamente permitió que la princesa cumpliera su deseo y entonces ella desmontó y se puso a caminar sola portan­do su caja ornamentada con piedras preciosas hasta que, alejada de la vista de su acompañante, tomó otro huevo y lo escondió en el hueco de un árbol.
Regresó junto al heraldo del rey y siguieron el viaje.
Más tarde atravesaron un gran campo sembrado, cuyos surcos hechos por el arado eran perfectamente rectos.
-¿Estos campos cultivados también pertenecen al rey Ortnid? -preguntó nuevamente la princesa.
-Así es, los campos y todo lo que en él se siembra.
-Quisiera caminar por esa tierra y poder tocar la cosecha que me alimentará en el futuro.
El hombre accedió al pedido de la dulce princesa y ,ella se in­ternó sola entre las líneas de los sembradíos portando su caja en­joyada y escondiendo un nuevo huevo de dragón.
Prosiguieron el viaje y llegaron al castillo del rey que estaba circundado por un hermoso jardín.
Y la princesa le hizo una nueva pregunta al hombre:
-¿Este hermoso jardín pertenece al rey Ortnid?
-Así es -repuso él, el jardín y cada una de las exquisitas plantas que se hallan en él.
-Entonces quisiera poder deleitarme con el aroma de estas be­llas flores.
La princesa volvió a sumergirse entre las flores más exóticas y allí también escondió otro de los huevos de dragón que llevaba en su caja enjoyada.
Finalmente el hombre de negro entregó la bella Makhorel al enano Alberich y éste se encargó de llevarla a los aposentos de pa­lacio para presentarla ante los ojos del rey Ortnid.
Cuando el monarca vio a la princesa quedó fascinado: ¡ella era la mujer que por tanto tiempo había buscado!
Mandó a que vinieran todos los criados y dispuso todo para celebrar la boda.
Los mejores sastres del reino confeccionaron un vestido ex­cepcional, que resaltaba aún más los encantos naturales de la jo­ven princesa.
Cientos de animales se mataron y se cocinaron luego con salsas exquisitas para alimentar a todos los invitados y miles de velas se encendieron para que la luz no faltara en ningún rincón del reino.
Y comenzó el festejo.
Los músicos se turnaban para tocar y dormir, pues la fiesta duró ininterrumpidamente por muchos días, en los que no faltó nunca ni la música ni la comida ni la bebida.
La princesa estaba emocionada ante tamaña fiesta y pronto ol­vidó el asunto de los huevos de dragón que había escondido y el hecho de haber sido raptada, pues se sentía verdaderamente feliz junto al rey Ortnid, que con tantos honores la había recibido y que satisfacía todos sus deseos.
Pero lo hecho, hecho estaba. Y a pesar de que el destino qui­so que la mayoría de los huevos escondidos por la princesa se descompusieran, uno logró sortear las inclemencias del tiempo y, llegada la hora, un pichón de dragón rompió el cascarón en el me­dio del bosque.
Muy pronto el joven dragón se convirtió en una poderosa bes­tia, que ya había cavado la tierra hasta hacer una caverna para guarecerse, y salía todos los días para alimentarse de cuanto en­contrara por ahí, tanto de animales como de personas.
La noticia se expandió por todo el reino y llegó a los oídos del rey Ortnid.
Un aldeano del lugar solicitó una entrevista con el monarca y le dijo:
-Majestad, un terrible dragón está asolando el reino. Devora nuestro ganado, quema las cosechas con su aliento de fuego y en­gulle vivo a todo aquel que se interpone en su camino.
-Y dime: ¿dónde vive este monstruo?
-En lo profundo del bosque, Majestad.
-¡Traigan mi armadura y mis armas! -gritó el rey El aldeano se retiró con una reverencia. Los consejeros rodearon al monarca y le dijeron:
-Señor, permitid que sea vuestro ejército el que mate al dragón.
-No le tengo miedo ni a hombre ni a bestia alguna. ¡Yo mis­mo iré y mataré a ese maldito dragón!
Los escuderos reales le colocaron la armadura y le ciñeron las armas. Pronto el rey estuvo listo para ir a entrar en combate.
La reina Makhorel le rogaba con desesperación que no fuera, ya que no quería que su marido, al que ahora amaba, muriera a causa de lo que ella había hecho tiempo atrás y que ahora había reactivado en su memoria con horror e impotencia.
-Guarda tus lágrimas, amada mía, para cuando muera -fue to­do lo que el rey le contestó y, sin decir más, partió galopando ve­lozmente.
A poco de andar sintió los ladridos de su mejor compañero: su perro de caza.
El rey se detuvo y observó al animal con una sonrisa y luego juntos recorrieron grandes extensiones de tierra, hasta que al lle­gar al atardecer se internaron en el denso y misterioso bosque donde, según el aldeano, habitaba aquel maléfico dragón.
El rey Ortnid comenzó a sentir sueño pues la búsqueda había sido muy prolongada. Se bajó del caballo y lo ató a unos matorra­les que crecían a un lado. Se quitó el yelmo y se acostó a dormi­tar contra el grueso tronco de un árbol.
El perro, por su parte, seguía montando guardia y miraba de una lado hacia otro. Cada tanto olfateaba y paraba las orejas pres­tando atención a cada detalle de los movimientos del bosque.
Un crujido...
El perro levantó las orejas y usando su olfato detectó la cerca­nía del dragón.
De pronto, lo vio acercarse: era inmenso, su cuerpo estaba cu­bierto de escamas y su cabeza coronada por cuernos y de sus fau­ces emergían enormes colmillos punteagudos.
El perro comenzó a ladrar enloquecido. De un coletazo el dra­gón lo arrojó contra los troncos de los árboles partiéndole los huesos.
El rey Ortnid abrió los ojos, aún somnoliento, y se impresio­nó al ver a la terrible bestia frente a él. Desenfundó la espada pe­ro no logró ponerse de pie a tiempo. El dragón abrió las fauces y de un solo mordisco le arrancó las piernas, que masticó dos o tres veces, y volvió enseguida por más carne regia.
El rey no murió inmediatamente, sino que logró ver y sentir cómo el dragón lo iba devorando poco a poco, en medio de un su­frimiento indescriptible y ya absolutamente entregado a su desti­no trágico.
El tiempo pasaba y el rey Ortnid no regresaba. Los comenta­rios sobre la devastación que producía el dragón se multiplicaban en las calles y en palacio.
La reina Makhorel sabía qué le había ocurrido a su marido y se atormentaba y se culpaba sin piedad por haber sido la causan­te de su muerte atroz. Pero esperó unos días, hasta que destruida por el dolor recurrió al Consejo para implorar que alguien fuera a matar al dragón, pero ninguno de los presentes se atrevió.
Entonces la viuda, haciendo uso de su inteligencia y de su fir­me autoridad, mandó mensajeros a distintos lugares del exterior con una consigna: quien matara al dragón se convertiría en su es­poso y por lo tanto en rey de Lombardía, puesto que el rey Ort­nid no había dejado descendencia.
Y el mensaje llegó hasta los oídos de un diestro caballero errante llamado Wolfdietrich, quien se vio obligado a escapar de su reino por culpa de la cólera de su tirano rey contra el que cons­piraba sin tregua.
El guerrero acudió al llamado y se presentó en el castillo de Lombardía. Pronto lo recibió la bella Makorel  y Wolfdietrich quedó atónito al contemplar su hermosura, que a pesar del duelo no había mermado.
-¿A qué has venido? -le preguntó la reina con su dulce voz.
-Escuché que dicen que te entregarás en matrimonio a aquel que logre matar al dragón que asola tu reino.
-Así es, soy la reina de Lombardía y cumpliré mi palabra.
-¿Dónde se encuentra este dragón?
-Muchos dicen que en lo más profundo del bosque.
-Entonces... ¡no hay más que decir!
Y el guerrero se dio la vuelta, montó sobre su caballo y se lan­zó al galope hacia su objetivo.
Luego de mucho andar por fin llegó a lo más profundo del bosque donde, contrariamente a lo que suponía, reinaba un silen­cio sepulcral.
Los antiguos árboles eran tan gruesos y frondosos que impe­dían que pasaran los luminosos rayos del sol.
Wolfdietrich notó inquieto a su caballo y le acarició la cabeza para tratar de calmarlo. Por las dudas, desenfundó su espada.
En la quietud y el silencio de aquel lugar trataba de escuchar algún sonido revelador.
De pronto, una garra poderosa le golpeó el pecho, abollándo­le la armadura, y lo arrojó contra el tronco de un árbol, para lue­go del terrible impacto, caer con fuerza al suelo. El caballero le­vantó la cabeza justo a tiempo para vez cómo el inmenso e increíblemente silencioso dragón engullía a su brioso corcel. To­do le daba vueltas. Intentó ponerse de pie, pero el golpe había si­do demasiado fuerte y cayó desmayado.
En un momento lo despertó un dolor lacerante en una de sus piernas. Abrió los ojos y notó que era arrastrado a una inmunda caverna donde reinaban la humedad y la falta casi absoluta de luz natural.
A medida que era arrastrado y sus ojos se adaptaban a la os­curidad, empezó a entrever su entorno. Por todos lados había res­tos de cuerpos masticados: piernas, manos, cabezas, cráneos, huesos...
El olor era nauseabundo y Wolfdietrich tuvo que hacer un es­fuerzo para no vomitar y permitir así que el dragón se diera cuen­ta de que había despertado.
A medida que seguían internándose en la guarida infecta de la bestia, los restos podridos aumentaban, a los que también se su­maban los excrementos del feroz animal.
Wolfdietrich, en un momento, ya no soportó más permane­cer allí y, con las fuerzas que le quedaban, tomó la daga que aún pendía de su cintura y la clavó en la garra que lo mantenía prisio­nero. El dragón lo soltó y se volvió rápidamente, con una agilidad asombrosa.
El caballero se percató, entonces, de que con su pequeña da­ga no lograría hacerle ningún daño a la bestia, pero en el mismo momento en que evaluaba su situación, algo brillo en li.i oscuri­dad al alcance de su mano y con su habilidad instintiva lo reco­gió justo a tiempo para atravesar las fauces de¡ dragón cuando és­te estaba ya a punto de engullirlo.
La bestia retrocedió y un chorro impresionante de sangre sal­tó de su paladar.
Wolfdietrich se dio cuenta de que en su mano portaba la es­pada del rey Ortnid y con renovadas fuerzas siguió atacando al dragón hasta que le abrió el vientre de arriba abajo, haciendo que no sólo su sangre sino también sus intestinos se salieran de su cuerpo. El dragón aulló con un sonido aterrador y se dernunbó en el suelo completamente muerto.
El héroe, maltrecho pero entero, regresó caminando al castillo y se presentó ante la reina Makhorel, cinc le preguntó:
-¿Cómo puedo saber si realmente has acabado con el dragón?
A lo que el guerrero no le respondió con palabras, sino que le mostró la espada del rey Ortnid manchada con la sangre fresca del dragón (líquido de un color y un olor muy especiales, que el Con­sejo y los servidores presentes rápidamente reconocieron).
-El dragón ha muerto. Mi amado esposo y buen rey Ortnid ha sido vengado. El reino está a salvo. Cumpliré con mi palabra -di­jo la hermosa reina Makhorel sonriéndole a Wolfdietrich por pri­mera vez.

0.012.3 anonimo (africa) - 016

Kurlakan, el fanfarrón

Había una vez tres amigos que salieron de viaje juntos. Uno se llamaba Bimbiri, el otro Dungonotu y el tercero Kurlakan.
Después de caminar varios días sin nada que beber, se cruzaron por fin con un aljibe. Los tres tenían mucha sed, pe­ro el pozo era demasiado profundo y no tenían nada con qué recoger el agua. Dungonotu entonces sacó el aljibe de la tierra como si fuera una jarra, y les dio de beber a sus dos compañeros. Bimbiri se cargó el pozo en la espalda y continuaron camino.
Llegó entonces el día en que, tras haber pasado semanas sin comer, les dio hambre por primera vez. Decidieron ir a cazar elefantes. Mataron una docena cada uno, y se los co­mieron a todos en una sola noche.
Siguieron caminando y se cruzaron con una hermosa mu­jer llamada Kumba Guné. A los tres les pareció bella, pero Kurlakan se enamoró perdidamente. Le propuso casamiento y abandonó a sus dos amigos para vivir con su esposa.
Todos los días Kurlakan se jactaba de ser más fuerte que nadie. Cazaba, como siempre, de a doce elefantes, y los lle­vaba todos hasta la casa con una sola mano, sólo para que lo viera su esposa.
Un día Kumba Guné le dijo:
-Estás equivocado al decir que eres el más fuerte. Acom­páñame a mi pueblo y te presentaré a mi familia. Entonces me dirás lo que piensas.
Salieron a caminar al amanecer, y algunas horas más tar­de divisaron una montaña a lo lejos.
-No sabía que hubiera montañas por esta parte del valle -dijo Kurlakan.
-No es una montaña -le contestó Kumba, es la rodilla de mi padre, que está descansando tirado en el suelo.
Debieron caminar cuatro horas más hasta llegar al lugar en que el padre de Kumba reposaba. Al verlos, el enorme suegro se puso de pie y los saludó alegremente.
Los tres hermanos de Kumba estaban de caza en ese mo­mento. Kurlakan pensó que sería un buen gesto ir a echarles una mano y salió en su búsqueda.
Se encontró con el primero, Amad¡, y vio que había mata­do a quinientos elefantes. Los llevaba atados en un paquete que cargaba al costado de su cintura.
-¿Quieres que... te los lleve? -preguntó tímidamente Kurlakan.
-No... No podrías con la carga -le contestó Amad¡ con mucho respeto. Pero si continúas tu camino te encontrarás con mi hermano y tal vez a él sí puedas ayudarlo.
Kurlakan siguió caminando y se encontró con el segundo hermano, Delo, que llevaba en sus espaldas a otros quinien­tos elefantes.
-¿Te ayudo en algo? -preguntó Kurlakan tragando saliva.
-No, son muy pesados para ti. Pero seguro mi hermano, que viene atrás, necesita que le des una mano.
Kurlakan esperó y vio aparecer al último hermano, Delo. Había cazado tan sólo cuatrocientos elefantes, y al cargar­los se le había roto la correa de una de sus sandalias.
-¿Te ayudo con los elefantes? -preguntó Kurlakan.
-No, pero puedes ayudarme a cargar mi sandalia -le contestó Delo.
-¡Claro que sí! -dijo Kurlakan, contento de poder ser útil. Iba a decir algo más, pero en el momento de abrir la boca, fue aplastado por la inmensa sandalia de Delo quien, sin darse cuenta, prosiguió su camino.
Los tres hermanos llegaron a la aldea. El padre los regañó por haber conseguido tan poca caza precisamente el día en que iban a conocer al marido de su querida Kumba.
-Hablando de lo cual -dijo Amadi, ¿alguien vio a nues­tro cuñado?
Todos comenzaron a buscar por el piso, levantando los pies y mirándose las suelas.
-La última vez que lo vi, lo mandé a buscar a Samba -dijo Amadi.
-Yo le dije que buscara a Delo -contó Samba.
-Y yo le pedí que cargara con mi sandalia...
Los cuatro se miraron en silencio. Kumba Guné salió corriendo entonces hacia el lugar adonde sus hermanos habían ido a cazar.
Pronto vio en el camino la sandalia de Delo, y las ma­nitos de Kurlakan intentando sacársela de encima.
Kumba Guné creció de repente hasta convertirse en gigan­te, y levantó la sandalia del suelo para liberar a su marido.
Kurlakan se sentía terriblemente humillado.
Fueron a comer, pero la calabaza que le sirvieron era de­masiado grande para él. El padre de Kumba se lo subió a sus rodillas. Cuando Kurlakan se empinó para alcanzar el cuscús, resbaló y cayó dentro del plato sin que nadie se diera cuenta. Delo, sin querer, se lo metió en la boca de un bocado.
Antes de ir a dormir, se preguntaron:
-¿Dónde estará nuestro cuñado?
Buscaron dentro de las ollas y debajo de las cucharas pe­ro no lo encontraron por ningún lado.
Entonces Delo sintió que le dolía mucho la muela. Se me­tió el dedo para revisarse y descubrió que en el agujero de un diente careado se había quedado Kurlakan atascado. Lo sacó con cuidado y lo dejó sobre la mesa.
A Delo le dio tanta vergüenza haber sido dos veces el cau­sante de la desaparición de su cuñado, que se puso a llorar.
-¡No, no llores, por favor! -le decían los hermanos, pero no porque les diera pena, sino porque cada vez que Delo co­menzaba a llorar, se inundaba todo el valle.
Flotando en medio del mar de lágrimas, Kurlakan le dijo a su esposa:
-Querida mía, yo te amo de verdad, pero tu familia me da mucho miedo.
-Tú siempre me dijiste que eras el más fuerte del mundo.
-Ahora me doy cuenta de que no es así. Por favor, cásate con alguien que sea como tú. Yo no sobreviviría aquí ni un segundo.
Y una vez que estuvo en tierra firme, regresó a su hogar, y se separó de Kumba para siempre.

Fuente: Azarmedia-Costard

0.009.3 anonimo (africa) - 020

El más grande de todos los héroes

Analía Tubarí se vio desde muy joven reina y señora de su tierra, a causa de la prema­tura muerte de su padre. A pesar de que ya estaba en edad de tener marido, no se interesaba por ninguno de los numerosos pretendientes que llegaban a su puerta todos los días.
-Sólo me casaré con aquel que con­quiste cien ciudades -dijo un día.
Ni siquiera sus enamorados más sinceros se animaron a emprender semejante hazaña tan estrambótica. Si conquis­tar una ciudad ya era difícil, y muchas veces era la mayor gloria a la que un hombre podía aspirar, conquistar cien se hacía verdaderamente imposible.
Analía Tubarí pasaba sus días sola y triste. Cada vez se hacía más evidente que nadie lograría conquistar ni las ciu­dades, ni su corazón.
Claro que ninguno contaba con Samba Gana.
Samba Gana era el príncipe de un país cercano, un joven alegre y despreocupado, al que le encantaba vagar por el mundo y correr aventuras por el simple placer de correrlas.
En uno de sus numerosos viajes, junto a su nuevo trovador y varios escuderos, Samba Gana se encontró una tarde sin na­da mejor que hacer, que batirse con el príncipe de una ciudad.
Sin que le costara ningún esfuerzo, Samba Gana venció. Cuando el príncipe derrotado se acercó a ofrecerle la ciu­dad, el vencedor le dijo:
-¡No me importa nada tu ciudad! Puedes quedártela.
Y diciendo esto, se marchó en busca de otras historias.
Una noche que descansaban a orillas del río Níger, el trova­dor cantó la canción de la hermosa y triste Tubarí y de cómo ganaría su mano aquel que conquistase cien ciudades.
Samba Gana no daba crédito a sus oídos. Se puso de pie de un salto y gritó:
-¡Vamos ya a la ciudad de esa joven que cantas! ¡Yo le devolveré la alegría y me ganaré su corazón!
Y marcharon todos juntos hacia el país de Tubarí. Cada ciudad por la que pasaban era conquistada por el príncipe y a cada derrotado le decía que debía dirigirse hacia la princesa y entregarle la ciudad a sus pies.
Para cuando llegó a la ciudad de la princesa, Samba Gana ya había derrotado a cien príncipes.
-¡He conquistado cien ciudades, princesa mía! -gritó con orgullo.
-Has cumplido tu palabra. Seré tu esposa -respondió la hermosa Tubarí.
Se casaron con una fiesta memorable y fueron felices du­rante un cierto tiempo. Pero pronto Analía Tubarí volvió a su semblante triste de siempre, y una vez más se la veía cami­nar solitaria y pensativa por el palacio.
-¿Qué te pasa, reina mía? -le preguntó Samba una tarde.
-Antes estaba triste porque mi padre había muerto... pe­ro ahora lo estoy porque sé que nunca nadie podrá cumplir mi deseo.
-¿Y qué deseo es ése, mi reina?
-Quiero que mates a la serpiente del río, ésa que un año trae abundancia y otro escasez y miseria. Entonces me verás sonreír.
Ya que a Samba Gana le encantaba vivir aventuras, par­tió sin pensarlo dos veces a la caza de la famosa serpiente.
Tras caminar río arriba durante días y noches, llegó por fin a la cima de la montaña donde habitaba el enorme ani­mal. Lucharon sin tregua mientras amanecía, y al caer el sol aún seguían luchando. A veces, parecía que la serpiente sería la vencedora. Otras, era Samba Gana quien estaba a punto de dar la estocada final. Las montañas comenzaban a desplo­marse, la tierra se abría y temblaba. Era la batalla más grande que se había visto jamás.
Samba Gana tardó siete años en vencer a la temible serpien­te. Debió utilizar mil lanzas y cien espadas, y al final sólo le quedaba una lanza ensangrentada.
Como apenas podía moverse, le dio a su trovador la última lanza y le dijo:
-Llévasela a la hermosa Analía Tubarí, dile que he cumplido con su deseo.
El trovador viajó y le entregó la lanza a la joven Tubarí. Pero la reina, contestó fríamente:
-Dile que traiga la serpiente hasta aquí, para que sea mi esclava, de manera que sea yo quien conduzca el cauce del río como más me guste. Cuando vea a Samba Gana con la serpiente a cuestas, entonces sonreiré.
Cuando el cansado joven escuchó la respuesta de su es­posa, gritó:
-¡Ese antojo ya es demasiado!
-Y tomando la lanza en­sangrentada, la clavó en su propio pecho y murió.
Recogió el trovador los restos de su amo y los presentó a la hermosa Tubarí.
-¡Samba Gana ha sonreído por última vez! -le dijo al verla. La reina llamó a todos los príncipes y guerreros junto al cuerpo de su amado, y dijo:
-Fue el más sublime de todos lo héroes. ¡Deben levantar una tumba alta como jamás se haya levantado para prínci­pe, emperador o héroe!
La construcción demandó varios años y más de cien mil hombres. Cuando estuvo terminada, desde su cima podían divisarse todos los países de los alrededores.
La hermosa Analía Tubarí llegó hasta lo más alto, miró a su alrededor, y dijo:
-La tumba del héroe es tan alta como su nombre merece. Ahora, guerreros, ¡dispérsense por la tierra, y sean héroes como Samba Gana!
Sonrió por última vez y luego cayó muerta.
Y entonces enterraron a la hermosa Analía Tubarí en la cripta de la gigantesca tumba y yació por siempre junto a Samba Gana, el héroe inmortal por los siglos de los siglos.

Fuente: Azarmedia-Costard

0.009.3 anonimo (africa) - 020

El pedido del dragón

Hace mucho tiempo, miles de años atrás en la historia, cuando el honor era el tesoro más preciado de los hom­bres, sucedió el hecho que se narrará a continuación.
En el gran imperio de la China había demasiados dragones, tan­tos que ya se hablaba de "peste". Estos animales fabulosos volaban en los cielos tal como lo hacen las águilas entre los rayos del sol.
La gente comenzó a perseguirlos para cazarlos y poco a poco, uno a uno, los dragones fueron cayendo derrotados. Sin embargo, la idea de la abundancia de dragones aún continuaba en las men­tes de las personas, aunque ya hacía algún tiempo que no se veía ninguno, ni en las aguas, ni en el cielo, ni en la tierra.
Y fue por ese entonces que el Emperador de la China tuvo un sueño muy extraño y curioso. En aquellos tiempos se creía que los sueños eran el medio de comunicación por excelencia de los dioses y los espíritus. El Emperador sabía que estaba soñando, por lo tanto prestó mucha atención a lo que sucedía.
En el sueño, él caminaba por un hermoso parque lleno de ár­boles floridos. Los rayos del sol se colaban por entre el follaje y creaban cortinas, de luz que el Emperador iba atravesando en su caminata. El trino de los pájaros era muy agradable y una leve bri­sa fresca parecía llenar sus pulmones de aire puro. El césped que pisaba era verde y blando, suave como la mejor seda, y una in­inensa alegría crecía a cada paso en su corazón.
De pronto, de entre el medio de los árboles, una gigantesca ca­beza le habló:
-Solicito su protección, honorable Emperador.
El hombre se detuvo y observó el rostro que le hablaba: ¡era un dragón! Sus colores parecían cambiar entre el rojo y el dora­do, como si estuviera hecho de fuego y oro.
-¡Habla! -exclamó el Emperador.
-Solicito vuestra protección, ya que nunca hice daño en vues­tras tierras; sin embargo, sé que mañana, antes que el sol se ocul­te, vuestro Primer Ministro me matará.
El Emperador no le preguntó al dragón cómo podía saber eso. (En la antigüedad la intuición del hombre era tanto o más respetada que sus acciones o pensamientos racionales.) Tam­bién sabía que no podía dar su palabra, pues no podía poner su honor en juego ante la posibilidad de que el dragón estuviera tramando alguna argucia. Por eso, antes de responderle lo miró con detenimiento de arriba abajo un buen rato. Observó las lar­gas barbas de la criatura, y sus cuernos, sus colmillos y su len­gua bífida.
Nada de lo que el Emperador veía en esa criatura fantástica le daba la sensación de que ésta mereciera su protección, hasta que vio sus ojos. En aquellos ojos la sabiduría brillaba como los dora­dos rayos del sol.
-Tienes mi palabra -le dijo, entonces, el Emperador.
El dragón pareció sonreír y el Emperador despertó. Inmediata-mente mandó a llamar a su Primer Ministro, que llegó apurado. El Emperador lo miró de arriba abajo y le ordenó:
-Juega ajedrez conmigo.
-¿Aquí, honorable señor?
El Emperador pensó por unos instantes y finalmente dijo:
-En el jardín.
Los sirvientes dispusieron todo para la mayor comodidad de los dos hombres y pronto éstos comenzaron a jugar.
Ambos contendientes eran excelentes jugadores y meditaban muy bien antes de mover cualquier pieza. Y lo que en un princi­pio era sólo un medio de mantener distraído a su Primer Minis­tro para que no se cumpliera el vaticinio del dragón del sueño, luego se convirtió en un verdadero desafío para el Emperador y quiso derrotarlo en el juego.
En un momento, el Emperador tenía sus piezas en una situa­ción riesgosa y se tomó su tiempo para elaborar la estrategia ade­cuada que le permitiera alzarse con la victoria.
Y de pronto, un gran golpe sacudió toda la tierra.
El Emperador miró de inmediato hacia el lugar desde donde parecía haber provenido semejante impacto y luego hacia el ros­tro del Primer Ministro, que acababa de abrir rápidamente los ojos, pues se había quedado dormido esperando la jugada de su señor.
Los guardias corrieron hacia el lugar del golpe, al que luego llegó el Emperador junto con su Primer Ministro. Y allí descu­brieron, entre plantas aplastadas y árboles destrozados, un gigan­tesco dragón cuyo color variaba entre el rojo y el dorado. La des­comunal criatura estaba muerta.
-¡Qué extraño! -comentó, en voz alta, el Primer Ministro, recién acabo de soñar que mataba a un dragón igual a éste...

0.005.3 anonimo (china) - 016

Xana

Se dice que el rey Mauregato era uno de los hombres más torpes y necios que hayan conocido los asturianos. En efecto, este monarca gobernó en aquella parte de Hispania hace más de mil años, cuando Castilla permanecía bajo el imperio musulmán y Córdoba era la capital del mundo conocido. Cierto que los árabes pocas veces se animaban a cruzar las altas montañas de la Cordillera Cantábrica y que la pertinaz lluvia del norte los retraía sobremanera. Pero más que los aguaceros, el barro y las montañas, los musulmanes temían la fiereza de los vascones, los montañeses y los asturianos, de modo que permanecieron en la meseta castellana sin querer ir más allá. Sólo el ánimo resuelto de Almanzor permitió a los moros adentrarse en los verdes valles norteños y se cuenta, con cierta verosimilitud, que este caudillo árabe llegó a conquistar Santiago de Compostela.
Mas volvamos a nuestro rey Mauregato o Maragato: era éste individuo de la peor ralea que uno pueda imaginar. Holgazán, vicioso, cobarde y bujarrón (según se dice en Asturias), el rey había llegado a un acuerdo con los musulmanes: a cambio de no entrar éstos en sus territorios, el monarca asturiano les entregaría cien doncellas cada año. De este infame modo Mauregato se aseguraba la tranquilidad, a costa de las pobres jóvenes de Asturias que, año tras año, eran enviadas en carretas al otro lado de las montañas para solaz y divertimento de los viciosos moros.
Con todo, el rey Mauregato no se contentaba con enviarle cien doncellas cualesquiera, sino que las buscaba entre las más hermosas que hubiera en la comarca, acaso para demostrar a los moros que en su reino habitaban las mozas más dulces y galanas. De este modo, un año sí y otro también, las aldeas y pueblos de Asturias se veían privados de las muchachas más atractivas y, con grandes vejaciones, se las llevaban por esos montes hasta los campamentos musulma-nes.
Pasaron así algunos años y, llegado el momento, de nuevo los soldados se vieron en el trance de salir por los caminos en busca de las cien doncellas más hermosas de Asturias. Llegaron los guerreros al pueblo de Illés, que es en nuestros días Avilés. Comenzaron entonces a visitar casa por casa, capturando a varias jóvenes hermosísimas. Entre éstas había una muchacha que, además de ser bellísima, tenía un genio y carácter muy particular. La moza, llamada Galinda, advirtió a los soldados del siguiente modo:
-Sabed, esforzados caballeros, que más que nosotras, hay en este lugar una doncella que nos supera en hermosura y gracias mil veces. Llámase la Xana, y vive en este bosque cercano, aunque, si queréis capturarla, tendréis que acudir a la fuente durante la noche. Allí la veréis bailar y cantar, y por vuestros ojos sabréis que vale mucho más que nosotras.
El capitán de los guerreros supuso que capturar a una doncella con tantas y tan buenas cualidades le supondría algún privilegio del rey y aguardando en la aldea, esperó que llegase la noche.
Las tinieblas cubrieron por fin aquellos hondos valles y el capitán, con sus soldados, salieron hacia el bosque con la intención de capturar a la hermosa Xana. Brillaba la luna con su pálido fulgor y no tardaron en encontrar la fuente de la que tanto hablara la moza Galinda. Allí estaba, en efecto, una joven de belleza sin par. Una dulcísima melodía brotaba de sus labios y el gorjeo del agua en la fuente parecía armonizar de modo maravilloso con su canción. La Xana alisaba sus largos cabellos con un peine de oro y la luz nocturna iluminaba su rostro con un fulgor sobrenatural. Ni el capitán ni los soldados habían visto jamás una dama tan hermosa. Estuvieron contemplándola durante largo tiempo, ensimismados y casi enamorados, pues a cada movimiento de la Xana parecían desprenderse miles de estrellas brillantes que tililaban sobre la hierba, compitiendo en hermosura con el rocío.
«Si logro raptar a esta mujer, no habrá merced que el rey me niegue», se decía el capitán; y ciego de ambición ordenó a sus soldados que se lanzaran sobre ella y la prendieran. Pero de nada sirvió: cuando los guerreros se acercaron con sus lanzas, la Xana levantó su mirada. ¡Oh, aquellos ojos verdes no eran de este mundo! Un gesto de la mano lanzó refulgentes estrellas y al cabo todos los soldados quedaron convertidos en carneros.
Comprobó el rey Mauregato que los soldados de Illés tardaban mucho y envió dos cuerpos de soldados a la aldea. Estos soldados hablaron con los paisanos y de nuevo Galinda les envió a buscar a la Xana: «Sí, es cierto que aquí estuvieron vuestros amigos. Mas fueron a buscar a la Xana y nunca volvieron». Sin tardanza, los nuevos guerreros se adentraron aquella misma noche en el bosque y pudieron contemplar la hermosura de la maga. Mas cuando fueron a capturarla ella los convirtió en carneros también.
Mauregato estaba en verdad enojado: más de cien soldados habían partido de palacio y no habían regresado aún. El tiempo de entregar a las doncellas se cumplía y, decidido a resolver el misterio, él mismo se encaminó con su guardia a Illés. También habló con Galinda y ésta repitió: «Sí, señor; es cierto que estuvieron aquí vuestros soldados. Mas fueron a buscar a la Xana y nunca volvieron».
Airado como nunca se le vio, Mauregato se encaminó con sus hombres a la fuente de la Xana. Allí, como antes sucediera con los soldados, vio a la joven jugando con el agua, cantando y danzando, y dejando caer miles de estrellitas en cada movimiento de sus brazos.
-Oye tú, Xana: ¿dónde están mis soldados?
-No vi soldados aquí, señor -respondió la Xana.
-Cien soldados contados, Xana, que yo los envié que tomaran las doncellas más hermosas.
-No eran soldados, señor, que eran carneros -dijo la Xana sonriendo.
-¡Ea! ¡Soldados eran, como éstos que vienen conmigo! -gritó el airado Mauregato.
La Xana tomó agua de la fuente en sus manos y lanzándola hacia los soldados dijo:
-Esos soldados que decís no son tales, que son carneros también. Y tú, eres el pastor.
Asombrado y lleno de pavor, el rey Mauregato se vio rodeado de carneros, y corderos y ovejas modorras, y él mismo no llevaba ya los ricos ropajes de monarca, sino una pelliza de lana, y un zurrón. Y en vez del bastón real tenía en la mano un torpe cayado de roble.
Cobarde y temeroso como era, Mauregato cayó de hinojos ante la Xana y le suplicó entre lloriqueos que le devolviera su figura de rey y que, si ello era posible, volviera a figura humana a sus soldados. Prometió hacer cualquier cosa, con tal de que él mismo tornara a ser rey y sus carneros fueran de nuevo soldados.
La Xana le obligó a renunciar al impuesto de las cien doncellas; le hizo jurar que nunca más tomaría mozas ni para los moros ni para sí mismo; y le conminó a luchar y defender a su pueblo en vez de firmar infames pactos con los enemigos. Asintió a todo Mauregato y la Xana desencantóle a él y a sus soldados. De regreso a palacio, el rey envió recado a los moros diciendo que renegaba del tratado de las cien doncellas y que, cuando fuese necesario, entablaría batalla con ellos.
Si esta historia parece incierta o falsa, vaya el lector a Avilés y pregunte por la fuente de la Xana. Con un tanto de suerte, acaso pueda verla; mas... no se acerque: todo sea que se convierta en carnero.

Fuente: Jose Calles Vales

0.003.3 anonimo (españa) - 018