Había una vez un rey llamado Ortnid que gobernaba un
país llamado Lombardía.
Durante mucho tiempo el rey buscó a una mujer para
convertirla en su esposa, pero a ninguna de las hermosas pretendientes que le
eran presentadas consideraba digna de èl, pues a todas y a cada una de ellas
les encontraba algún defecto: a una le faltaba calidez, a otra brillo en los
ojos, a otra la dulce voz que ansiaba escuchar todas las mañanas. Y así fue
despreciando a una por una.
Lombardía era considerado un reino muy próspero y no
faltaban damas ni caballeros de la nobleza que le presentaran a sus hijas,
pues Ortnid, al ser el monarca, era el mejor partido para ellas. No obstante,
el rey de Lombardía no encontraba esposa a la altura de su majestad real ni a
su gusto. Finalmente se dedicó a recorrer todos los reinos de Europa. Pero en
cada uno de los reinos sucedió lo mismo y regresó al suyo más decepcionado que
nunca.
Una tarde en que el rey Ortnid se hallaba cavilando
sobre estos asuntos, mientras bebía una copa de hidromiel junto a los lenos
encendidos del hogar, apareció de la nada un extraño ser.
-¡Alberich! -gritó el rey con su voz tronante.
El enano que había entrado con sigilo se sintió
descubierto y repuso:
-Majestad, hace mucho tiempo que buscáis a la mujer
adecuada para que se convierta en vuestra esposa y hasta este momento todas
las búsquedas han sido infructuosas. Pero eso no debe apenar vuestro corazón,
pues he hallado a la mujer más hermosa del mundo, a una dama que es digna de
ser vuestra esposa y la futura madre de vuestros hijos.
-¡Habla! -ordenó Ortnid que era un rey de pocas
palabras.
-En un país muy distante llamado Siria, en el castillo
de Muntaburg, se encuentra la mujer más hermosa e inteligente que hayas visto
jamás. Su nombre es Makhorel y es la hija del rey de ese país.
-Su cabello es negro como el ébano y cae sobre su
cuerpo como una cascada de seda. Su piel es tersa como los pétalos de una flor.
Sus ojos son centelleantes como las estrellas brillantes de la noche, sus manos
son hermosas y hábiles para las labores femeninas, su voz es una mezcla del
canto de los pájaros y la brisa de primavera, su cintura es fina como la de las
avispas y sus pechos son generosos como para amamantar a todos los hijos que
podáis darle.
El rey Ortnid sonrió y dijo:
-¿Qué estamos esperando entonces?
-Hay un inconveniente, Majestad, el rey de Siria nunca
nos entregará a su hija por su propia voluntad.
-¡Pues entonces encárgate de traerla contra su voluntad!
El enano Alberich se retiró del recinto haciendo una
reverencia y partió para cumplir prontamente con el encargo.
A miles de kilómetros de allí, la princesa Makhorel
descansaba en la seguridad de su castillo. Su hermoso cuerpo cubierto de velos
reposaba sobre un mullido sofá oriental y su pecho subía y bajaba lentamente al
ritmo de su respiración.
De pronto algo la hizo despertar y abrió sus hermosos
ojos. Una idea se había instalado en su cabeza y era imposible quitársela: la
raptarían.
Miró hacia la ventana, que mostraba el cielo nocturno
estrellado, y por allí apareció un hombre enmascarado que la apuntó con una
daga arrojadiza:
-Ven conmigo sin gritar o me veré obligado a dañar tu
belleza de manera irreparable.
La princesa se puso de pie temblando y rogó con una
voz susurrante:
-Al menos permíteme llevar mi cofre de joyas conmigo;
no podría vivir sin ellas.
El enmascarado asintió sin dejar de apuntarla con su
filosa daga que brillaba con la luz de la luna llena y de las titilantes
estrellas.
La princesa tomó una caja decorada con incrustaciones
de piedras preciosas y se acercó al hombre de negro, que la sujetó por la
cintura para deslizarse de inmediato con ella por la cuerda tal como lo haría
una araña.
Una vez en terreno firme la montó en un caballo y
partieron al galope sin ser vistos ni oídos por ningún guardia.
Lo que nadie sabía era que la joven y astuta princesa
no llevaba joyas en la caja ornamentada, sino unos diminutos huevos de dragón
de la clase más terrible y destructiva con los que vengaría su rapto.
Luego de muchos días de andar la princesa le dijo:
-Al país de Lombardía para que te cases con el gran
rey Ortnid que te desea como esposa.
-¿Y hasta dónde se extienden las tierras del país del
rey Ortnid?
-Te avisaré cuando entremos en ellas.
Luego de algunos días más de viaje su secuestrador le
dijo:
-Cuando crucemos ese puente ya estaremos dentro de los
límites del poderoso rey Ortnid.
-Desearía bajar y poder refrescar mi rostro en las
aguas del río del país en el cual viviré el resto de mis días.
Como la princesa se había comportado honorablemente,
el hombre la dejó acercarse a la vera del río, mientras él desensillaba, a su
vez, y llevaba a los dos animales a pastar, sujetándolos por las riendas.
La astuta mujer, sin que nadie la viera -puesto que
nadie pasaba por allí en ese momento- y observando que el hombre se alejaba un
poco de ella, depositó uno de los huevos de dragón bajo el puente de piedra y
lo cubrió con tierra para que no fuera descubierto fácilmente.
Regresó al lado del hombre, montaron los dos en sus
respectivos caballos y continuaron viaje.
Al poco tiempo comenzaron a atravesar un frondoso
bosque.
-¿Este bosque también pertenece al rey Ortnid, mi
futuro esposo? -preguntó la princesa Makhorel.
-Así es, el bosque y todo lo que hay en él.
-Quisiera estirar un poco las piernas y probar alguno
de los frutos de esos hermosos árboles -repuso la doncella con su dulce voz.
El hombre nuevamente permitió que la princesa
cumpliera su deseo y entonces ella desmontó y se puso a caminar sola portando
su caja ornamentada con piedras preciosas hasta que, alejada de la vista de su
acompañante, tomó otro huevo y lo escondió en el hueco de un árbol.
Regresó junto al heraldo del rey y siguieron el viaje.
Más tarde atravesaron un gran campo sembrado, cuyos
surcos hechos por el arado eran perfectamente rectos.
-¿Estos campos cultivados también pertenecen al rey
Ortnid? -preguntó nuevamente la princesa.
-Así es, los campos y todo lo que en él se siembra.
-Quisiera caminar por esa tierra y poder tocar la
cosecha que me alimentará en el futuro.
El hombre accedió al pedido de la dulce princesa y
,ella se internó sola entre las líneas de los sembradíos portando su caja enjoyada
y escondiendo un nuevo huevo de dragón.
Prosiguieron el viaje y llegaron al castillo del rey
que estaba circundado por un hermoso jardín.
Y la princesa le hizo una nueva pregunta al hombre:
-¿Este hermoso jardín pertenece al rey Ortnid?
-Así es -repuso él, el jardín y cada una de las
exquisitas plantas que se hallan en él.
-Entonces quisiera poder deleitarme con el aroma de
estas bellas flores.
La princesa volvió a sumergirse entre las flores más
exóticas y allí también escondió otro de los huevos de dragón que llevaba en su
caja enjoyada.
Finalmente el hombre de negro entregó la bella
Makhorel al enano Alberich y éste se encargó de llevarla a los aposentos de palacio
para presentarla ante los ojos del rey Ortnid.
Cuando el monarca vio a la princesa quedó fascinado:
¡ella era la mujer que por tanto tiempo había buscado!
Mandó a que vinieran todos los criados y dispuso todo
para celebrar la boda.
Los mejores sastres del reino confeccionaron un
vestido excepcional, que resaltaba aún más los encantos naturales de la joven
princesa.
Cientos de animales se mataron y se cocinaron luego
con salsas exquisitas para alimentar a todos los invitados y miles de velas se
encendieron para que la luz no faltara en ningún rincón del reino.
Los músicos se turnaban para tocar y dormir, pues la
fiesta duró ininterrumpidamente por muchos días, en los que no faltó nunca ni
la música ni la comida ni la bebida.
La princesa estaba emocionada ante tamaña fiesta y
pronto olvidó el asunto de los huevos de dragón que había escondido y el hecho
de haber sido raptada, pues se sentía verdaderamente feliz junto al rey Ortnid,
que con tantos honores la había recibido y que satisfacía todos sus deseos.
Pero lo hecho, hecho estaba. Y a pesar de que el
destino quiso que la mayoría de los huevos escondidos por la princesa se
descompusieran, uno logró sortear las inclemencias del tiempo y, llegada la
hora, un pichón de dragón rompió el cascarón en el medio del bosque.
Muy pronto el joven dragón se convirtió en una
poderosa bestia, que ya había cavado la tierra hasta hacer una caverna para
guarecerse, y salía todos los días para alimentarse de cuanto encontrara por
ahí, tanto de animales como de personas.
La noticia se expandió por todo el reino y llegó a los
oídos del rey Ortnid.
Un aldeano del lugar solicitó una entrevista con el
monarca y le dijo:
-Majestad, un terrible dragón está asolando el reino.
Devora nuestro ganado, quema las cosechas con su aliento de fuego y engulle
vivo a todo aquel que se interpone en su camino.
-Y dime: ¿dónde vive este monstruo?
-En lo profundo del bosque, Majestad.
-¡Traigan mi armadura y mis armas! -gritó el rey El
aldeano se retiró con una reverencia. Los consejeros rodearon al monarca y le
dijeron:
-Señor, permitid que sea vuestro ejército el que mate
al dragón.
-No le tengo miedo ni a hombre ni a bestia alguna. ¡Yo
mismo iré y mataré a ese maldito dragón!
Los escuderos reales le colocaron la armadura y le
ciñeron las armas. Pronto el rey estuvo listo para ir a entrar en combate.
La reina Makhorel le rogaba con desesperación que no
fuera, ya que no quería que su marido, al que ahora amaba, muriera a causa de
lo que ella había hecho tiempo atrás y que ahora había reactivado en su memoria
con horror e impotencia.
-Guarda tus lágrimas, amada mía, para cuando muera
-fue todo lo que el rey le contestó y, sin decir más, partió galopando velozmente.
A poco de andar sintió los ladridos de su mejor
compañero: su perro de caza.
El rey se detuvo y observó al animal con una sonrisa y
luego juntos recorrieron grandes extensiones de tierra, hasta que al llegar al
atardecer se internaron en el denso y misterioso bosque donde, según el
aldeano, habitaba aquel maléfico dragón.
El rey Ortnid comenzó a sentir sueño pues la búsqueda
había sido muy prolongada. Se bajó del caballo y lo ató a unos matorrales que
crecían a un lado. Se quitó el yelmo y se acostó a dormitar contra el grueso
tronco de un árbol.
El perro, por su parte, seguía montando guardia y
miraba de una lado hacia otro. Cada tanto olfateaba y paraba las orejas prestando
atención a cada detalle de los movimientos del bosque.
El perro levantó las orejas y usando su olfato detectó
la cercanía del dragón.
De pronto, lo vio acercarse: era inmenso, su cuerpo
estaba cubierto de escamas y su cabeza coronada por cuernos y de sus fauces
emergían enormes colmillos punteagudos.
El perro comenzó a ladrar enloquecido. De un coletazo
el dragón lo arrojó contra los troncos de los árboles partiéndole los huesos.
El rey Ortnid abrió los ojos, aún somnoliento, y se
impresionó al ver a la terrible bestia frente a él. Desenfundó la espada pero
no logró ponerse de pie a tiempo. El dragón abrió las fauces y de un solo
mordisco le arrancó las piernas, que masticó dos o tres veces, y volvió
enseguida por más carne regia.
El rey no murió inmediatamente, sino que logró ver y
sentir cómo el dragón lo iba devorando poco a poco, en medio de un sufrimiento
indescriptible y ya absolutamente entregado a su destino trágico.
El tiempo pasaba y el rey Ortnid no regresaba. Los
comentarios sobre la devastación que producía el dragón se multiplicaban en
las calles y en palacio.
La reina Makhorel sabía qué le había ocurrido a su
marido y se atormentaba y se culpaba sin piedad por haber sido la causante de
su muerte atroz. Pero esperó unos días, hasta que destruida por el dolor
recurrió al Consejo para implorar que alguien fuera a matar al dragón, pero
ninguno de los presentes se atrevió.
Entonces la viuda, haciendo uso de su inteligencia y
de su firme autoridad, mandó mensajeros a distintos lugares del exterior con
una consigna: quien matara al dragón se convertiría en su esposo y por lo
tanto en rey de Lombardía, puesto que el rey Ortnid no había dejado
descendencia.
Y el mensaje llegó hasta los oídos de un diestro
caballero errante llamado Wolfdietrich, quien se vio obligado a escapar de su
reino por culpa de la cólera de su tirano rey contra el que conspiraba sin
tregua.
El guerrero acudió al llamado y se presentó en el
castillo de Lombardía. Pronto lo recibió la bella Makorel y Wolfdietrich quedó atónito al contemplar su
hermosura, que a pesar del duelo no había mermado.
-¿A qué has venido? -le preguntó la reina con su dulce
voz.
-Escuché que dicen que te entregarás en matrimonio a
aquel que logre matar al dragón que asola tu reino.
-Así es, soy la reina de Lombardía y cumpliré mi
palabra.
-¿Dónde se encuentra este dragón?
-Muchos dicen que en lo más profundo del bosque.
-Entonces... ¡no hay más que decir!
Y el guerrero se dio la vuelta, montó sobre su caballo
y se lanzó al galope hacia su objetivo.
Luego de mucho andar por fin llegó a lo más profundo
del bosque donde, contrariamente a lo que suponía, reinaba un silencio
sepulcral.
Los antiguos árboles eran tan gruesos y frondosos que
impedían que pasaran los luminosos rayos del sol.
Wolfdietrich notó inquieto a su caballo y le acarició
la cabeza para tratar de calmarlo. Por las dudas, desenfundó su espada.
En la quietud y el silencio de aquel lugar trataba de
escuchar algún sonido revelador.
De pronto, una garra poderosa le golpeó el pecho, abollándole
la armadura, y lo arrojó contra el tronco de un árbol, para luego del terrible
impacto, caer con fuerza al suelo. El caballero levantó la cabeza justo a
tiempo para vez cómo el inmenso e increíblemente silencioso dragón engullía a
su brioso corcel. Todo le daba vueltas. Intentó ponerse de pie, pero el golpe
había sido demasiado fuerte y cayó desmayado.
En un momento lo despertó un dolor lacerante en una de
sus piernas. Abrió los ojos y notó que era arrastrado a una inmunda caverna
donde reinaban la humedad y la falta casi absoluta de luz natural.
A medida que era arrastrado y sus ojos se adaptaban a
la oscuridad, empezó a entrever su entorno. Por todos lados había restos de
cuerpos masticados: piernas, manos, cabezas, cráneos, huesos...
El olor era nauseabundo y Wolfdietrich tuvo que hacer
un esfuerzo para no vomitar y permitir así que el dragón se diera cuenta de
que había despertado.
A medida que seguían internándose en la guarida
infecta de la bestia, los restos podridos aumentaban, a los que también se sumaban
los excrementos del feroz animal.
Wolfdietrich, en un momento, ya no soportó más permanecer
allí y, con las fuerzas que le quedaban, tomó la daga que aún pendía de su
cintura y la clavó en la garra que lo mantenía prisionero. El dragón lo soltó
y se volvió rápidamente, con una agilidad asombrosa.
El caballero se percató, entonces, de que con su
pequeña daga no lograría hacerle ningún daño a la bestia, pero en el mismo
momento en que evaluaba su situación, algo brillo en li.i oscuridad al alcance
de su mano y con su habilidad instintiva lo recogió justo a tiempo para
atravesar las fauces de¡ dragón cuando éste estaba ya a punto de engullirlo.
La bestia retrocedió y un chorro impresionante de
sangre saltó de su paladar.
Wolfdietrich se dio cuenta de que en su mano portaba
la espada del rey Ortnid y con renovadas fuerzas siguió atacando al dragón
hasta que le abrió el vientre de arriba abajo, haciendo que no sólo su sangre
sino también sus intestinos se salieran de su cuerpo. El dragón aulló con un
sonido aterrador y se dernunbó en el suelo completamente muerto.
El héroe, maltrecho pero entero, regresó caminando al
castillo y se presentó ante la reina Makhorel, cinc le preguntó:
-¿Cómo puedo saber si realmente has acabado con el
dragón?
A lo que el guerrero no le respondió con palabras,
sino que le mostró la espada del rey Ortnid manchada con la sangre fresca del
dragón (líquido de un color y un olor muy especiales, que el Consejo y los
servidores presentes rápidamente reconocieron).
-El dragón ha muerto. Mi amado esposo y buen rey
Ortnid ha sido vengado. El reino está a salvo. Cumpliré con mi palabra -dijo
la hermosa reina Makhorel sonriéndole a Wolfdietrich por primera vez.
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