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viernes, 23 de agosto de 2013

El dragón de lombardia

Había una vez un rey llamado Ortnid que gobernaba un país llamado Lombardía.
Durante mucho tiempo el rey buscó a una mujer para conver­tirla en su esposa, pero a ninguna de las hermosas pretendientes que le eran presentadas consideraba digna de èl, pues a todas y a cada una de ellas les encontraba algún defecto: a una le faltaba ca­lidez, a otra brillo en los ojos, a otra la dulce voz que ansiaba es­cuchar todas las mañanas. Y así fue despreciando a una por una.
Lombardía era considerado un reino muy próspero y no fal­taban damas ni caballeros de la nobleza que le presentaran a sus hijas, pues Ortnid, al ser el monarca, era el mejor partido para ellas. No obstante, el rey de Lombardía no encontraba esposa a la altura de su majestad real ni a su gusto. Finalmente se dedicó a recorrer todos los reinos de Europa. Pero en cada uno de los reinos sucedió lo mismo y regresó al suyo más decepcionado que nunca.
Una tarde en que el rey Ortnid se hallaba cavilando sobre es­tos asuntos, mientras bebía una copa de hidromiel junto a los le­nos encendidos del hogar, apareció de la nada un extraño ser.
-¡Alberich! -gritó el rey con su voz tronante.
El enano que había entrado con sigilo se sintió descubierto y repuso:
-Majestad, hace mucho tiempo que buscáis a la mujer adecua­da para que se convierta en vuestra esposa y hasta este momento todas las búsquedas han sido infructuosas. Pero eso no debe ape­nar vuestro corazón, pues he hallado a la mujer más hermosa del mundo, a una dama que es digna de ser vuestra esposa y la futu­ra madre de vuestros hijos.
-¡Habla! -ordenó Ortnid que era un rey de pocas palabras.
-En un país muy distante llamado Siria, en el castillo de Mun­taburg, se encuentra la mujer más hermosa e inteligente que ha­yas visto jamás. Su nombre es Makhorel y es la hija del rey de ese país.
-Dime cómo es.
-Su cabello es negro como el ébano y cae sobre su cuerpo como una cascada de seda. Su piel es tersa como los pétalos de una flor. Sus ojos son centelleantes como las estrellas brillantes de la noche, sus manos son hermosas y hábiles para las labores femeninas, su voz es una mezcla del canto de los pájaros y la brisa de primavera, su cintura es fina como la de las avispas y sus pechos son genero­sos como para amamantar a todos los hijos que podáis darle.
El rey Ortnid sonrió y dijo:
-¿Qué estamos esperando entonces?
-Hay un inconveniente, Majestad, el rey de Siria nunca nos entregará a su hija por su propia voluntad.
-¡Pues entonces encárgate de traerla contra su voluntad!
El enano Alberich se retiró del recinto haciendo una reveren­cia y partió para cumplir prontamente con el encargo.
A miles de kilómetros de allí, la princesa Makhorel descansa­ba en la seguridad de su castillo. Su hermoso cuerpo cubierto de velos reposaba sobre un mullido sofá oriental y su pecho subía y bajaba lentamente al ritmo de su respiración.
De pronto algo la hizo despertar y abrió sus hermosos ojos. Una idea se había instalado en su cabeza y era imposible quitár­sela: la raptarían.
Miró hacia la ventana, que mostraba el cielo nocturno estre­llado, y por allí apareció un hombre enmascarado que la apuntó con una daga arrojadiza:
-Ven conmigo sin gritar o me veré obligado a dañar tu belle­za de manera irreparable.
La princesa se puso de pie temblando y rogó con una voz su­surrante:
-Al menos permíteme llevar mi cofre de joyas conmigo; no podría vivir sin ellas.
El enmascarado asintió sin dejar de apuntarla con su filosa daga que brillaba con la luz de la luna llena y de las titilantes estrellas.
La princesa tomó una caja decorada con incrustaciones de piedras preciosas y se acercó al hombre de negro, que la sujetó por la cintura para deslizarse de inmediato con ella por la cuerda tal como lo haría una araña.
Una vez en terreno firme la montó en un caballo y partieron al galope sin ser vistos ni oídos por ningún guardia.
Lo que nadie sabía era que la joven y astuta princesa no lleva­ba joyas en la caja ornamentada, sino unos diminutos huevos de dragón de la clase más terrible y destructiva con los que vengaría su rapto.
Luego de muchos días de andar la princesa le dijo:
-¿A dónde me llevas?
-Al país de Lombardía para que te cases con el gran rey Ort­nid que te desea como esposa.
-¿Y hasta dónde se extienden las tierras del país del rey Ortnid?
-Te avisaré cuando entremos en ellas.
Luego de algunos días más de viaje su secuestrador le dijo:
-Cuando crucemos ese puente ya estaremos dentro de los lí­mites del poderoso rey Ortnid.
-Desearía bajar y poder refrescar mi rostro en las aguas del río del país en el cual viviré el resto de mis días.
Como la princesa se había comportado honorablemente, el hombre la dejó acercarse a la vera del río, mientras él desensilla­ba, a su vez, y llevaba a los dos animales a pastar, sujetándolos por las riendas.
La astuta mujer, sin que nadie la viera -puesto que nadie pa­saba por allí en ese momento- y observando que el hombre se alejaba un poco de ella, depositó uno de los huevos de dragón bajo el puente de piedra y lo cubrió con tierra para que no fuera des­cubierto fácilmente.
Regresó al lado del hombre, montaron los dos en sus respec­tivos caballos y continuaron viaje.
Al poco tiempo comenzaron a atravesar un frondoso bosque.
-¿Este bosque también pertenece al rey Ortnid, mi futuro es­poso? -preguntó la princesa Makhorel.
-Así es, el bosque y todo lo que hay en él.
-Quisiera estirar un poco las piernas y probar alguno de los frutos de esos hermosos árboles -repuso la doncella con su dulce voz.
El hombre nuevamente permitió que la princesa cumpliera su deseo y entonces ella desmontó y se puso a caminar sola portan­do su caja ornamentada con piedras preciosas hasta que, alejada de la vista de su acompañante, tomó otro huevo y lo escondió en el hueco de un árbol.
Regresó junto al heraldo del rey y siguieron el viaje.
Más tarde atravesaron un gran campo sembrado, cuyos surcos hechos por el arado eran perfectamente rectos.
-¿Estos campos cultivados también pertenecen al rey Ortnid? -preguntó nuevamente la princesa.
-Así es, los campos y todo lo que en él se siembra.
-Quisiera caminar por esa tierra y poder tocar la cosecha que me alimentará en el futuro.
El hombre accedió al pedido de la dulce princesa y ,ella se in­ternó sola entre las líneas de los sembradíos portando su caja en­joyada y escondiendo un nuevo huevo de dragón.
Prosiguieron el viaje y llegaron al castillo del rey que estaba circundado por un hermoso jardín.
Y la princesa le hizo una nueva pregunta al hombre:
-¿Este hermoso jardín pertenece al rey Ortnid?
-Así es -repuso él, el jardín y cada una de las exquisitas plantas que se hallan en él.
-Entonces quisiera poder deleitarme con el aroma de estas be­llas flores.
La princesa volvió a sumergirse entre las flores más exóticas y allí también escondió otro de los huevos de dragón que llevaba en su caja enjoyada.
Finalmente el hombre de negro entregó la bella Makhorel al enano Alberich y éste se encargó de llevarla a los aposentos de pa­lacio para presentarla ante los ojos del rey Ortnid.
Cuando el monarca vio a la princesa quedó fascinado: ¡ella era la mujer que por tanto tiempo había buscado!
Mandó a que vinieran todos los criados y dispuso todo para celebrar la boda.
Los mejores sastres del reino confeccionaron un vestido ex­cepcional, que resaltaba aún más los encantos naturales de la jo­ven princesa.
Cientos de animales se mataron y se cocinaron luego con salsas exquisitas para alimentar a todos los invitados y miles de velas se encendieron para que la luz no faltara en ningún rincón del reino.
Y comenzó el festejo.
Los músicos se turnaban para tocar y dormir, pues la fiesta duró ininterrumpidamente por muchos días, en los que no faltó nunca ni la música ni la comida ni la bebida.
La princesa estaba emocionada ante tamaña fiesta y pronto ol­vidó el asunto de los huevos de dragón que había escondido y el hecho de haber sido raptada, pues se sentía verdaderamente feliz junto al rey Ortnid, que con tantos honores la había recibido y que satisfacía todos sus deseos.
Pero lo hecho, hecho estaba. Y a pesar de que el destino qui­so que la mayoría de los huevos escondidos por la princesa se descompusieran, uno logró sortear las inclemencias del tiempo y, llegada la hora, un pichón de dragón rompió el cascarón en el me­dio del bosque.
Muy pronto el joven dragón se convirtió en una poderosa bes­tia, que ya había cavado la tierra hasta hacer una caverna para guarecerse, y salía todos los días para alimentarse de cuanto en­contrara por ahí, tanto de animales como de personas.
La noticia se expandió por todo el reino y llegó a los oídos del rey Ortnid.
Un aldeano del lugar solicitó una entrevista con el monarca y le dijo:
-Majestad, un terrible dragón está asolando el reino. Devora nuestro ganado, quema las cosechas con su aliento de fuego y en­gulle vivo a todo aquel que se interpone en su camino.
-Y dime: ¿dónde vive este monstruo?
-En lo profundo del bosque, Majestad.
-¡Traigan mi armadura y mis armas! -gritó el rey El aldeano se retiró con una reverencia. Los consejeros rodearon al monarca y le dijeron:
-Señor, permitid que sea vuestro ejército el que mate al dragón.
-No le tengo miedo ni a hombre ni a bestia alguna. ¡Yo mis­mo iré y mataré a ese maldito dragón!
Los escuderos reales le colocaron la armadura y le ciñeron las armas. Pronto el rey estuvo listo para ir a entrar en combate.
La reina Makhorel le rogaba con desesperación que no fuera, ya que no quería que su marido, al que ahora amaba, muriera a causa de lo que ella había hecho tiempo atrás y que ahora había reactivado en su memoria con horror e impotencia.
-Guarda tus lágrimas, amada mía, para cuando muera -fue to­do lo que el rey le contestó y, sin decir más, partió galopando ve­lozmente.
A poco de andar sintió los ladridos de su mejor compañero: su perro de caza.
El rey se detuvo y observó al animal con una sonrisa y luego juntos recorrieron grandes extensiones de tierra, hasta que al lle­gar al atardecer se internaron en el denso y misterioso bosque donde, según el aldeano, habitaba aquel maléfico dragón.
El rey Ortnid comenzó a sentir sueño pues la búsqueda había sido muy prolongada. Se bajó del caballo y lo ató a unos matorra­les que crecían a un lado. Se quitó el yelmo y se acostó a dormi­tar contra el grueso tronco de un árbol.
El perro, por su parte, seguía montando guardia y miraba de una lado hacia otro. Cada tanto olfateaba y paraba las orejas pres­tando atención a cada detalle de los movimientos del bosque.
Un crujido...
El perro levantó las orejas y usando su olfato detectó la cerca­nía del dragón.
De pronto, lo vio acercarse: era inmenso, su cuerpo estaba cu­bierto de escamas y su cabeza coronada por cuernos y de sus fau­ces emergían enormes colmillos punteagudos.
El perro comenzó a ladrar enloquecido. De un coletazo el dra­gón lo arrojó contra los troncos de los árboles partiéndole los huesos.
El rey Ortnid abrió los ojos, aún somnoliento, y se impresio­nó al ver a la terrible bestia frente a él. Desenfundó la espada pe­ro no logró ponerse de pie a tiempo. El dragón abrió las fauces y de un solo mordisco le arrancó las piernas, que masticó dos o tres veces, y volvió enseguida por más carne regia.
El rey no murió inmediatamente, sino que logró ver y sentir cómo el dragón lo iba devorando poco a poco, en medio de un su­frimiento indescriptible y ya absolutamente entregado a su desti­no trágico.
El tiempo pasaba y el rey Ortnid no regresaba. Los comenta­rios sobre la devastación que producía el dragón se multiplicaban en las calles y en palacio.
La reina Makhorel sabía qué le había ocurrido a su marido y se atormentaba y se culpaba sin piedad por haber sido la causan­te de su muerte atroz. Pero esperó unos días, hasta que destruida por el dolor recurrió al Consejo para implorar que alguien fuera a matar al dragón, pero ninguno de los presentes se atrevió.
Entonces la viuda, haciendo uso de su inteligencia y de su fir­me autoridad, mandó mensajeros a distintos lugares del exterior con una consigna: quien matara al dragón se convertiría en su es­poso y por lo tanto en rey de Lombardía, puesto que el rey Ort­nid no había dejado descendencia.
Y el mensaje llegó hasta los oídos de un diestro caballero errante llamado Wolfdietrich, quien se vio obligado a escapar de su reino por culpa de la cólera de su tirano rey contra el que cons­piraba sin tregua.
El guerrero acudió al llamado y se presentó en el castillo de Lombardía. Pronto lo recibió la bella Makorel  y Wolfdietrich quedó atónito al contemplar su hermosura, que a pesar del duelo no había mermado.
-¿A qué has venido? -le preguntó la reina con su dulce voz.
-Escuché que dicen que te entregarás en matrimonio a aquel que logre matar al dragón que asola tu reino.
-Así es, soy la reina de Lombardía y cumpliré mi palabra.
-¿Dónde se encuentra este dragón?
-Muchos dicen que en lo más profundo del bosque.
-Entonces... ¡no hay más que decir!
Y el guerrero se dio la vuelta, montó sobre su caballo y se lan­zó al galope hacia su objetivo.
Luego de mucho andar por fin llegó a lo más profundo del bosque donde, contrariamente a lo que suponía, reinaba un silen­cio sepulcral.
Los antiguos árboles eran tan gruesos y frondosos que impe­dían que pasaran los luminosos rayos del sol.
Wolfdietrich notó inquieto a su caballo y le acarició la cabeza para tratar de calmarlo. Por las dudas, desenfundó su espada.
En la quietud y el silencio de aquel lugar trataba de escuchar algún sonido revelador.
De pronto, una garra poderosa le golpeó el pecho, abollándo­le la armadura, y lo arrojó contra el tronco de un árbol, para lue­go del terrible impacto, caer con fuerza al suelo. El caballero le­vantó la cabeza justo a tiempo para vez cómo el inmenso e increíblemente silencioso dragón engullía a su brioso corcel. To­do le daba vueltas. Intentó ponerse de pie, pero el golpe había si­do demasiado fuerte y cayó desmayado.
En un momento lo despertó un dolor lacerante en una de sus piernas. Abrió los ojos y notó que era arrastrado a una inmunda caverna donde reinaban la humedad y la falta casi absoluta de luz natural.
A medida que era arrastrado y sus ojos se adaptaban a la os­curidad, empezó a entrever su entorno. Por todos lados había res­tos de cuerpos masticados: piernas, manos, cabezas, cráneos, huesos...
El olor era nauseabundo y Wolfdietrich tuvo que hacer un es­fuerzo para no vomitar y permitir así que el dragón se diera cuen­ta de que había despertado.
A medida que seguían internándose en la guarida infecta de la bestia, los restos podridos aumentaban, a los que también se su­maban los excrementos del feroz animal.
Wolfdietrich, en un momento, ya no soportó más permane­cer allí y, con las fuerzas que le quedaban, tomó la daga que aún pendía de su cintura y la clavó en la garra que lo mantenía prisio­nero. El dragón lo soltó y se volvió rápidamente, con una agilidad asombrosa.
El caballero se percató, entonces, de que con su pequeña da­ga no lograría hacerle ningún daño a la bestia, pero en el mismo momento en que evaluaba su situación, algo brillo en li.i oscuri­dad al alcance de su mano y con su habilidad instintiva lo reco­gió justo a tiempo para atravesar las fauces de¡ dragón cuando és­te estaba ya a punto de engullirlo.
La bestia retrocedió y un chorro impresionante de sangre sal­tó de su paladar.
Wolfdietrich se dio cuenta de que en su mano portaba la es­pada del rey Ortnid y con renovadas fuerzas siguió atacando al dragón hasta que le abrió el vientre de arriba abajo, haciendo que no sólo su sangre sino también sus intestinos se salieran de su cuerpo. El dragón aulló con un sonido aterrador y se dernunbó en el suelo completamente muerto.
El héroe, maltrecho pero entero, regresó caminando al castillo y se presentó ante la reina Makhorel, cinc le preguntó:
-¿Cómo puedo saber si realmente has acabado con el dragón?
A lo que el guerrero no le respondió con palabras, sino que le mostró la espada del rey Ortnid manchada con la sangre fresca del dragón (líquido de un color y un olor muy especiales, que el Con­sejo y los servidores presentes rápidamente reconocieron).
-El dragón ha muerto. Mi amado esposo y buen rey Ortnid ha sido vengado. El reino está a salvo. Cumpliré con mi palabra -di­jo la hermosa reina Makhorel sonriéndole a Wolfdietrich por pri­mera vez.

0.012.3 anonimo (africa) - 016

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