La verdadera historia de Numancia está teñida de
hazañas y gestos legendarios. El asedio a la famosa ciudad celtíbera ha sido
pretexto para la composición de odas, elegías y tragedias (como la de Ignacio López
de Ayala, en el siglo XVIII, Numancia
destruida). En la actualidad,
de aquella gloriosa población no quedan sino los
vestigios, en un cerro pelado y yermo, cerca de la ciudad de Soria. El
visitante puede imaginar, visitando aquellas ruinas, cómo se vivía en el siglo
II a.C., pero acaso sea necesario recordar que la mayor parte de los restos
numantinos pertenecen a la ciudad romana, reedificada y diseñada por los
soldados de la metrópolis. Los baños, los mosaicos, las columnas y otros
elementos urbanos apenas dejan entrever un pasado aún más antiguo, en el que
los iberos vivían en un estado casi primitivo.
En el año 133 a.C. los numantinos vieron con horror la
llegada de las tropas de Escipión. Durante casi veinte años, los iberos habían soportado
toda clase de penalidades y habían luchado valerosamente contra los soldados
romanos, pero el gran héroe de Cartago había prometido domeñar la resistencia
de Numancia. Desde luego, Escipión no era Hostilio Mancino: éste no era más que
un cónsul vulgar y pusilánime al que los iberos habían hecho firmar la paz más
vergonzosa para Roma.
Las desgracias para los numantinos comenzaron cuando,
en plena invasión romana, habían tenido la honrosa pero peligrosa idea de
acoger a los rebeldes lusitanos, los cuales a duras penas se rendían al poder
omnímodo de Roma. La resistencia de los celtíberos era, pues, más tenaz de lo
que se esperaba y, además, el tipo de guerra que llevaban a cabo los habitantes
de Hispana no era el más favorable para las tropas de la República : los
habitantes de la Península
solían apostarse en bosques y desfiladeros desde donde atacaban a las tropas
romanas con piedras y armas primitivas. El mismo Julio César conocía bien los
talentos de los bárbaros y él mismo utilizó a los honderos de las Baleares en
sus conquistas. Los hispanos, por tanto, han tenido una especial predilección
por la llamada «guerra de guerrillas» y esta estrategia, desde luego,
descomponía a los formidables pero rígidos ejércitos de Roma.
Pero volvamos a Numancia. Decíamos que los numantinos
habían albergado a los lusitanos rebeldes, lo cual había hecho fracasar un
antiguo tratado entre los íberos y los romanos. Según dicho tratado, firmado
por Sempronio Graco, la ciudad ibera mantenía cierto grado de independencia, y
el pacto de no agresión parecía desenvolverse con toda normalidad. Pero el
apoyo a la rebeldía lusitana irritó sobremanera a Roma, que decidió poner fin a
la independencia numantina y castigar su insolencia. Durante veinte años, como
se indicó arriba, los celtíberos defendieron su territorio y su ciudad,
derrotando una y mil veces a los severos escuadrones romanos.
Pero estas victorias llegaron a su fin cuando en el
horizonte se perfilaron los batallones de Publio Escipión Emiliano. Este
hombre, curtido en las guerras contra los cartagineses, sabía muy bien cómo
dominar a los terribles iberos y no dudó en llevar a cabo una estrategia
largamente utilizada con muy buenos resultados. Estableció, en torno a la
ciudad, una empalizada y una muralla; además, dividió su ejército en dos partes
y construyó sendos campamentos, uno a cada extremo de la ciudad asediada. De
los bosques cercanos se trajo madera suficiente para levantar siete torres,
desde las cuales se observaban todos los movimientos enemigos y se alertaba en
caso necesario. Escipión estaba seguro de que Numantia no tardaría mucho en
rendirse: sin agua, ni alimento, ni provisiones de ningún tipo, era fácil que
el hambre y la sed hicieran mella en la unidad ibera y que, muy pronto, o se
rendían o comenzaban las desavenencias entre ellos y la ciudad caería en su
poder.
Pero Escipión no contaba con el valor de los
numantinos. Durante muchos días, los iberos intentaron averiguar cómo hacer
frente al asedio romano. Mas no había modo: salir a campo abierto era entregar
la ciudad; los romanos eran más numerosos, mejor pertrechados y adiestrados en
la guerra frontal. Y si resistían el asedio, acabarían por morir de hambre y
sed. Aún así, optaron por la resistencia.
La penuria llegó a extremos inconcebibles: comenzaron
por comerse los caballos, después los perros y los gatos, y hasta las ratas
acababan en la cazuela. Se veían obligados a beber la sangre de los animales
para no perecer de sed y cada gota de lluvia era oro puro en aquel terrible
estado. No tardaron en aparecer los primeros cobardes, dispuestos a claudicar y
a rendirse del modo más ignominioso. Escipión, por su parte, enviaba mensajeros
con la intención de encizañar a los jefes iberos y les prometía lo que jamás
iba a cumplir.
Se dice que los numantinos acabaron comiéndose los
cueros de las sandalias y más: que los mismos muertos de hambre servían para
alimentar a los que aún quedaban vivos. No es cierto, como se dice, que se
comieran a los niños, aunque es probable que algún numantino se hiciera cortar
un brazo o una pierna para dar de comer a su familia.
La desesperación, finalmente, llegó a su culmen: no
había salida. La venganza de Roma había sido terrible y, quisieran o no,
Numancia acabaría doblegada. Pero aún quedaba por ver la hazaña más grande que
recordaran los tiempos: los numantinos incendiaron su aldea, se acuchillaron
unos a otros y se lanzaron desde las torres en una inmolación heroica. Hasta el
Foro llegaron las noticias de este suceso y Escipión no pudo llevar a Roma más
que cenizas y a algunos cobardes que no tuvieron agallas para quitarse la vida
en aquella gloriosa ocasión.
Para siempre quedó en la memoria de los pueblos, como
dice Tácito, la manera tremenda de ceder un pueblo a las tropas romanas, y
Numancia se convirtió de este modo en el símbolo de la rebeldía ante la nación
más grande que vieron los siglos.
Fuente:
Jose Calles Vales
0.003.3 anonimo (españa) - 018
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