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viernes, 23 de agosto de 2013

Leyenda de macías, el trovador enamorado

Cativo de miña tristura...
MACÍAS

Varias y muy distintas son las historias que nos han llegado en las que se habla de este trovador medieval, conocido por el nombre de Macías y que, si las noticias no nos engañan, debió vivir allá por el siglo XIV en Castilla, aunque él era natural de Padrón, en Galicia. Por ciertos poetas y eruditos antiguos sabemos que las «cuitas de amor» de Macías fueron tremendas y que sufrió cautiverio y muerte por culpa de sus desdichados galanteos. Así, el condestable de Portugal, Hernán Pérez de Toledo o Argote de Molina hablan de Macías como el «mártir de Cupido», lo cual propició que la leyenda se hiciera extensiva a comedias, dramas y novelas. La comedia de Lope de Vega, Porfiar hasta morir, o la novela de Mariano José de Larra, El doncel de don Enrique el Doliente, son sólo dos ejemplos en los que Macías aparece como protagonista y paradigma del amante fiel hasta la muerte. No en vano, a este trovador medieval se le conoce también con el sobrenombre de el Enamorado.
Al parecer, el matrimonio entre doña María de Albornoz y don Enrique de Villena no traía más que disgustos a una y a otro. Don Enrique, desde luego, no mostraba ningún interés por su esposa, ocupado como estaba en perseguir el poder, en intrigas y acechanzas. Su matrimonio, por cierto, no fue sino otro peldaño en su ambición de poder, puesto que doña María de Albornoz era una rica heredera de la cual sólo le interesaban los bienes que podría proporcionarle. Por su parte, doña María nunca amó a don Enrique y, aún más, lo despreciaba con toda su alma.
El interés de don Enrique se centraba, en aquellas fechas, en conseguir el maestrazgo de la Orden de Calatrava, cuyo poder en Castilla podía equipararse al del mismísimo rey. Para acceder a tan importante dignidad, don Enrique debía estar viudo o, al menos, tendría que divorciarse. Con estas ilusiones, hizo llamar a un doncel suyo al que estimaba sobremanera y le propuso raptar a su propia esposa y encerrarla en un castillo hasta que muriera o matarla allí mismo. El doncel que debía llevar a cabo tal crimen no era otro que Macías, el cual desde muy joven había amado profundamente a María de Albornoz. Cuando María hubo de casarse con don Enrique, Macías siguió sus pasos y logró entrar al servicio del señor, llegando a ser uno de sus favoritos. Poco sabía don
Enrique que la presencia de Macías en el castillo había avivado los antiguos cariños de los dos amantes y que, en secreto, el doncel y doña María tenían reuniones secretas: allí el trovador leía ardientes poemas a su amada y las promesas de amor sin fin se redoblaban a cada instante.
Macías, no hay para qué decirlo, se niega a participar en la muerte de doña María. Aun así, don Enrique urde una traición y comprá a seis bandidos para que rapten a su esposa, mientras finge que nada sabe del caso y que él es inocente en esta tropelía. Sin embargo, a los pocos días don Enrique hace oficial el secuestro de doña María y asegura que se han encontrado las ropas ensangren-tadas de su esposa en un bosque cercano, de modo que puede asegurarse que su esposa ha muerto, él es viudo y puede acceder al maestrazgo de la Orden de Calatrava, como deseaba.
No le bastaba a don Enrique esta infamia y, desairado por Macías, no duda en apresarlo. Los rumores que se oían en el castillo acerca de la pasión del trovador por doña María fueron suficiente excusa para con­vertirlo en reo y encarcelarlo de por vida. Cargado de grilletes, injuriado y vejado, Macías se ve camino de Arjonilla, a poco más de cinco leguas de Jaén: allí, en un castillo ruinoso propiedad de don Enrique, éste pretende que vivan sus últimos días el trovador y doña María de Albornoz.
Las celdas separadas, el hambre y la miseria no impidieron a los dos amantes seguir enviándose billetes amorosos. Los propios carceleros no podían sino sentir lástima por aquellos dos seres condenados al sufrimiento del cuerpo, y aún más, al dolor del corazón. En las bóvedas de las mazmorras resonaban los dulces ecos de aquellos poemas y los lúgubres acentos del trovador:

Cautivo de mi tristura,
de mí todos han espanto:
preguntan, ¿cuál desventura
hay que me atormente tanto?

El alma ponzoñosa de don Enrique no descansaba y pasados algunos días se trasladó de incógnito al castillo de Arjonilla, donde los dos amantes yacían sepultados en vida. Pudo oír los lamentos de ambos y las pruebas de amor que mutuamente se daban, desde un extremo a otro de las mazmorras. No pudo sufrir don Enrique de Villena este agravio y aún menos su odioso corazón podía compren-der el amor que aquellos dos desgraciados seres se profesaban. Encendido de ira, hizo abrir la celda donde se encontraba Macías y con una lanza le asestó tan fieras heridas que el enamorado poeta cayó muerto sin remedio.
Las crónicas aseguran que este vil asesinato turbó la razón de don Enrique y que, aunque pudo lograr el maestrazgo de Calatrava, al poco fue desposeído de él. Además, se cuenta que quiso buscar consuelo a sus fracasos en el vino y en el juego, y que sus deudas lo convirtieron casi en un pordiosero: de sus ansias de poder no obtuvo sino el señorío de Iniesta, otorgado por el rey Juan II más por lástima que por méritos.
Aunque no falta quien afirme que doña María se retiró a sus palacios, en tierras de Cuenca, la voz común advierte que durante años se vio a una mujer loca rondando el castillo de Arjonilla y la iglesiú donde yacía el cuerpo de Macías, el enamorado. Los muchachos le lanzaban piedras y gritaban y se burlaban de ella. Un día, el sacristán de Santa Catalina de Arjonilla vio a la loca tendida sobre una lápida, y golpeándola con su bastón le dijo:
-¡Ea, mujer! Es hora de cerrar la iglesia. ¿Estarás borracha?
Pero la mujer ya no podía oír estas injurias. Sus labios marchitos besaban la fría lápida y sus pálidas manos se aferraban a la sepultura, donde una triste inscripción aseguraba:

AQUÍ YACE MACÍAS EL ENAMORADO.

Fuente: Jose Calles Vales

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