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viernes, 23 de agosto de 2013

Leyenda famosa de bernardo el carpio

Por las riberas del Arlanza
Bernardo el Carpio cabalga...
ROMANCERO

Por aquellos años reinaba don Alfonso de Asturias. Don Alfonso II, el Casto, que así lo llamaban, gobernaba los reinos de León y Dios quiso que su vida acabara en el año 842. Muchos sucesos notables tuvieron lugar en sus posesiones y, entre todos, el más recordado es el que tuvo como protagonista a Bernardo o Bernaldo del Carpio. Ahora se dirá lo que ocurrió.
Tenía el rey don Alfonso una hermana, llamada Ximena. Era esta dama muy hermosa y de carácter dulce y amable. Se dice que Ximena tuvo muchos pretendientes pero su corazón lo había entregado ya a un caballero: Sancho Díaz, el conde Saldaña. Sus amores están escritos en muchos lugares y se asegura que hubo ternura y cariño entre ambos. También se dice que la hermana del rey y el conde de Saldaña se casaron en secreto y a espaldas del rey, y que en esta boda tuvo mucha parte la mismísima reina.
De aquella pasión desgraciada nació un niño, al que se le dio por nombre Bernardo. Cuando el infante vio la luz, el cielo se oscureció y hubo grandes fuegos en las esferas. Ximena ocultó al niño, porque conocía la terrible enemistad entre el rey Alfonso y Sancho Díaz. Pero este secreto pronto fue conocido por el monarca, el cual, rojo de ira, ordenó que se apresara a Sancho Díaz y que se le cargara de cadenas. También mandó que lo amarraran a un muro de la prisión y que, cada cuarenta días, le diesen tormento. Y que nunca saliera de los calabozos. A su hermana Ximena la envió a un convento, acusándola de deshonrar el trono de León y de ser la vergüenza de la familia. El mismo rey don Alfonso le cortó las haldas a su hermana, como si de una prostituta se tratara.

Creció Bernardo en la corte, aprovechando las enseñanzas de su ayo y preceptor, y logró hacerse notar en el arte de la guerra, de las letras y de los amores. Era, con pocos años, la flor de la juventud caballeresca y no había otro como él en los reinos de León, ni de Aragón, ni en toda la morería hubo jamás uno como nuestro Bernardo. Aun a regañadientes, el rey don Alfonso no tuvo más remedio que ordenarlo caballero. Y cuando logró este honor, Bernardo salió de la corte e hizo construir un castillo cerca de Salamanca y esta fortaleza se llamó El Carpio. Dicen que un malvado le salió una vez al camino y se burló de él, diciéndole:
-Más te valiera, Bernardo del Carpio, buscar a tu padre en vez de lucir tus galas en los balcones de las damas. Hasta el mismo rey os llama bastardo.
Esto hirió mucho el corazón de nuestro héroe y, a toda costa, quiso saber quién era su padre y cuál era la historia de su vida. En su castillo del Carpio, el muchacho hizo llamar a Elvira, una anciana matrona que se había hecho cargo del infante cuando sus padres fueron llevados a prisión. Allí le preguntó qué había sido de ellos y doña Elvira le dijo cuanto sabía: que no era bastardo, como por todos lugares se proclamaba, sino hijo de sangre real; que su madre doña Ximena tuvo amores con un caballero honrado, el conde de Saldaña; también le confirmó que hubo bodas y que la hermana del rey no había deshonrado la casa real; y, finalmente, le dijo que su padre, Sancho de Saldaña, estaba preso en Luna y cargado con mil cadenas.
Mucho se enojó Bernardo con su tío, don Alfonso. Se vistió con ropajes negros de luto, y hasta su misma capa era tan negra como la muerte. Con cuarenta de los suyos se fue a ver al rey y se quejó ante él de la prisión de su padre.
-Señor: mi madre es vuestra hermana y está por vuestro gusto enterrada en vida. Mi padre, don Sancho de Saldaña, por vuestro gusto está preso en Luna y cargado de cadenas. Con razón he de vestir luto y así será hasta que vea a los dos libres de este injusto castigo.
Don Alfonso se enojó mucho con Bernardo y le recriminó su insolencia. También lo acusó de desagradecido, porque se había criado en la corte, a su lado, y gracias a la benevolencia del monarca había podido llegar a ser caballero.
-La caridad, señor, no paga la injusticia -dijo Bernardo, y se quitó de su presencia.
Así nacieron los enojos y la eterna enemistad entre el Carpio y la corte de León.
No obstante, la lealtad de un caballero cristiano hacia su rey impide cualquier rebeldía, y Bernardo acudía a las órdenes de don Alfonso cuando éste lo solicitaba. Muchos hechos de armas se sucedieron en aquellos años y en todos destacó el del Carpio por su valor y destreza. En el sitio de Oseja, Bernardo mató a don Bueso el francés, que venía a destruir los reinos de León, y todos los nobles cristianos alabaron la valentía del joven, llamado el bastardo. Conocida esta hazaña, el rey mandó llamar a su sobrino y le ofreció algunos presentes, pero él insistió en que lo único que deseaba era ver libre a su padre, don Sancho de Saldaña. Pero el rey se lo negó.
En otra ocasión, Bernardo hizo gran matanza entre los sarracenos, cerca del lugar llamado Valdemoro, y con cien cabezas ensartadas en otras tantas picas fue a Oviedo y pidió de nuevo clemencia para su padre. Y de nuevo el rey se lo negó.
Dice la leyenda que con motivo de unos juegos, en la corte de León, vinieron a aquella ciudad los más valientes y aguerridos caba­lleros. Hubo bailes y danzas, y todo era algarabía en las plazas y las calles. Allí, por orden de caballería, estaba también Bernardo, mas tomó posada y no quiso participar en los torneos. También estaba en la ciudad de León un caballero catalán llamado Urgell, que encantaba a todos con su pericia y habilidad en las cañas y bohordas. Pero los leoneses estaban tristes y avergonzados, porque no había entre ellos ninguno que pudiera igualar al caballero de Urgell. «¿Dónde está Bernardo el Carpio?», se oía decir en los corrillos. Pero el joven héroe no quería fiestas ni bailes, y sólo había acudido a León por orden del rey. Pensó entonces don Alfonso que tal vez, si le prometía la libertad de su padre, acaso Bernardo quisiera luchar con Urgell. Y lo mandó llamar, prometiéndole el oro y el moro si derrotaba al extranjero. De nuevo el Carpio pidió que se libertara al conde de Saldaña, su padre.
-Así será -respondió el monarca.
Apareció en el campo nuestro héroe, como siempre vestido con ropajes negros como el azabache. Un escalofrío cruzó la espalda de Urgell, que hasta entonces se había vanagloriado de su pericia. Cuando Bernardo alzó su pendón, todos los presentes lo aclamaron y lo vitorearon. El de Urgell se llegó a su oponente montado en un corcel blanco y golpeó el escudo del castellano, con lo que hizo una ofensa gravísima. Acordaron los jefes del real que los dos caballeros jugarían sólo a derribo, pero el ufano Urgell pidió lucha a sangre y muerte. No lo dudó Bernardo, y aceptó el envite.
Ambos caballeros, el uno de blanco, el otro de negro, se apresta-ron al torneo. Bernardo picó espuelas y su negro alazán levantó la tierra del campo con tanta ira como su dueño. El catalán hizo lo propio y su corcel blanco espumaba la boca con furia. El choque de ambos fue terrible, y las dos picas se quebraron por su centro. Tomaron nuevas lanzas, y Bernardo levantó la suya con intención de derribar al caballero de Urgell: estando cerca, el catalán levantó la suya para impedir el golpe, pero en el último instante, el del Carpio bajó la pica y gopeó a su enemigo en la coraza, derribándolo con estrépito. Raudo y veloz, Bernardo desenvainó su formidable espada y, descabalgando, llegó hasta donde el catalán yacía tendido y mo­ribundo.
-¿Decís ahora, caballero, que vos sois el mejor lidiador y vuestro rey el mejor monarca?
-Prefiero la muerte a desdecirme -contestó Urgell.
Y sin dudarlo, Bernardo lo atravesó con su espada.
Nobles, damas y villanos aclamaron a su héroe, mas éste se retiró un tanto y se presentó ante su rey, pidiéndole que cumpliera su palabra. Don Alfonso le contestó que se hablaría de ello cuando acabaran las justas y los torneos, al cabo de siete días.
Durante este tiempo Bernardo estuvo encerrado en su posada, sin querer hablar con nadie y sin volver al campo de juegos. Por más que se lo pidieron, no quiso acudir. Más bien al contrario, escribía billetes al rey, recordándole su promesa y la necesidad de que pusiera al conde Saldaña en libertad. Incluso la misma reina intercedió ante don Alfonso para que cumpliera el juramento que le había dado a Bernardo, pero el monarca se irritó y envió a su esposa al diablo, diciéndole que jamás liberaría a Sancho de Saldaña.
Cuando lo supo Bernardo, corrió a palacio y se presentó ante su tío con rostro iracundo:
-Mil veces me habéis prometido justicia, y nunca me la habéis otorgado. Yo os fui leal ante el rey Orestes; os fui leal en Zamora, cuando Almazán sitió la muy noble ciudad; os fui leal en Mérida y os fui leal en Orbí, el río. Mal, muy mal me pagáis, señor.
Y se fue Bernardo, lamentando su suerte y lleno de enojos. Mas la lealtad con el monarca había tocado a su fin, y el Carpio decidió no volver a servir a su rey nunca más y hacerle tanto daño como pudiera.
Así lo hizo: con cuatrocientos hombres armados el del Carpio asolaba los campos, destruía ciudades, asaltaba las caravanas y mancillaba el honor de don Alfonso. Este, irritado con su sobrino, le hizo llegar cartas, ordenándole que se presentara ante él inmediatamente. Bernardo receló de este mandado, porque conocía que su tío era un traidor y un infame. Por tanto, hizo que se aprestaran sus huestes y, vestido de negro como era su costumbre, partió hacia Oviedo, donde tenía entonces la corte don Alfonso.
-¡Traidor! -le espetó el rey, cuando lo tuvo en su presencia-. ¡Bastardo! ¡Hijo de mal padre! ¡Yo te di el Carpio y tú me pagas destruyendo mi reino!
-¿Me disteis? -respondió Bernardo. ¿Qué me disteis? Yo me gané el Carpio y mío es. Mentís, como siempre mentís, rey don Alfonso. Por mil veces que os he salvado, mil veces me habéis mentido; mil veces me habéis prometido la libertad de mi padre, y otras tantas habéis faltado a vuestra palabra.
Y diciendo esto, subió a la tarima, igualándose con el rey, cosa que todos los caballeros y nobles del reino tenían prohibida, porque era una ofensa y traición.
El rey ordenó que lo apresaran, pero Bernardo sacó su espada y al punto aparecieron doscientos soldados suyos dispuestos a asolar y a prender fuego al palacio. Aterrado, don Alfonso hizo que todos sus soldados se retirasen y trató de sosegar a su sobrino con buenas palabras:
-¡Oh, mi querido Bernardo! -le decía. ¿Por una broma os enojáis?
-Estas burlas no son burlas, señor. Me habéis llamado traidor y usurpador: pues quedaos con el Carpio y que os aproveche.
Y diciendo esto, dio media vuelta y salió del palacio.
Solo y abatido se le vio por las riberas del Arlanza, como dice el romance, y apesadumbrado como iba, se oyó que decía:
-Bastardo me llaman y soy de sangre real. El mismo rey de ese modo me ofende, que no lo toleraría en nadie y aun en él, estas palabras son injustas. Ni mi padre es traidor, ni mala mujer mi madre, que cuando yo nací ellos estaban casados y Dios los había bendecido. ¡Oh, maldito seas Alfonso! ¡Metiste a mi padre en hierros y a mi madre la enterraste en el claustro de un convento! Yo me iré a Francia y allí lucharé contra ti y contra los tuyos. Contra gascones, contra leoneses y contra asturianos iré en batalla... y te mataré o moriré.
En alianza con unos y con otros, Bernardo, el caballero desdicha-do, apremiaba a las huestes del rey Alfonso y tanto las estrechaba que cuando lo veían llegar al mando de cuatrocientos hombres, huían como almas que lleva el diablo. En todos lugares Bernardo tajaba y humillaba a los leoneses y el rey llegó a pensar que «el bastardo» cumpliría su amenaza de matarlo y derribarlo del trono.
Finalmente, el pusilánime rey se convenció de que la mejor estrategia era dar la libertad a Sancho de Saldaña. Hizo que le llegaran los avisos y noticias a Bernardo: que su padre saldría de la prisión en pocos días. Los mensajeros que llevaron estas nuevas al del Carpio recibieron joyas y monedas, y fueron festejados como príncipes. Al cabo, Bernardo hizo que se quemaran sus ropas de luto y dejó libre su caballo negro. Vestido de punta en blanco y con la alegría de ver y abrazar a su padre, el joven caballero giró las riendas hacia León, convencido de que allí le esperaba la mayor alegría de su vida.
Cuando Alfonso ordenó soltar las cadenas del conde de Saldaña se descubrió que éste había muerto unos días antes, porque el carcelero había tenido que visitar a un familiar enfermo, y lo había dejado allí sin agua y sin pan, de modo que el triste Saldaña había perecido del modo más horrible.
El rey, conocido esto, temió la venganza de Bernardo y pergeñó la más abyecta de las farsas: hizo traer al muerto y ordenó que se le pusieran ricas vestiduras, y que sobre las sienes marchitas se le colocara la corona de conde, como le correspondía. También quiso el rey que se le dieran colores y afeites al cadáver, para que éste pareciera vivo.
-Bernardo creerá que su padre muere con la emoción del encuentro... -se decía el rey.
Hizo montar el cadáver sobre un caballo muy manso que había en los establos, y se le colocó una vara para que estuviera tieso y semejara que montaba a caballo. Durante una noche estuvo el pobre muerto así dispuesto, en el patio del castillo, a la intemperie, y sin que nadie velara por su alma.
Al día siguiente, de mañana, hicieron salir al caballo manso con su triste carga al camino por donde venía tan alegre Bernardo. De lejos vio nuestro héroe a su padre y distinguió la corona del condado de Saldaña. Apremió a su corcel y fue raudo como el viento en busca del desdichado Sancho Díaz. Cuando llegó a su altura, un estremeci-miento recorrió su espinazo: su padre tenía los ojos vueltos en cuévanos hundidos; su rostro semejaba el de un fantasma; sus cabellos decían cuánto había sufrido en prisión: sus manos tenían llagas y en el cuello se veían aún las huellas de las cadenas; un olor putrefacto le hizo volver el rostro, mas al tratar de detener al caballo manso, el cadáver se desprendió de la vara que lo sujetaba y el conde muerto cayó al polvo como un fardo de paja.
Bernardo lo tomó en sus brazos y él mismo le dio sepultura:
-¡Ay, dolor! -decía. ¡Triste fue mi nacimiento, triste mi ventura!

Durante muchos años Bernardo guerreó al lado de los sarracenos y los franceses, humillando en cada ocasión a las tropas de Alfonso. También tuvo ocasión de derrotar a las tropas de Carlomagno en el lugar de Roncesvalles, donde fue conocido por su singular valor y destreza en las armas. Al parecer, en todas las batallas parecía más buscar la muerte que cobrar honor, y algunos caballeros nobles aseguraron que jamás pudo perdonar al rey Alfonso y que el rencor hacia el monarca acabó por matarlo de angustias.

Fuente: Jose Calles Vales

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