Por las riberas del Arlanza
Bernardo el Carpio cabalga...
ROMANCERO
Por aquellos años reinaba don Alfonso de Asturias. Don
Alfonso II, el Casto, que así lo
llamaban, gobernaba los reinos de León y Dios quiso que su vida acabara en el
año 842. Muchos sucesos notables tuvieron lugar en sus posesiones y, entre
todos, el más recordado es el que tuvo como protagonista a Bernardo o Bernaldo
del Carpio. Ahora se dirá lo que ocurrió.
Tenía el rey don Alfonso una hermana, llamada Ximena.
Era esta dama muy hermosa y de carácter dulce y amable. Se dice que Ximena tuvo
muchos pretendientes pero su corazón lo había entregado ya a un caballero:
Sancho Díaz, el conde Saldaña. Sus amores están escritos en muchos lugares y se
asegura que hubo ternura y cariño entre ambos. También se dice que la hermana
del rey y el conde de Saldaña se casaron en secreto y a espaldas del rey, y que
en esta boda tuvo mucha parte la mismísima reina.
De aquella pasión desgraciada nació un niño, al que se
le dio por nombre Bernardo. Cuando el infante vio la luz, el cielo se oscureció
y hubo grandes fuegos en las esferas. Ximena ocultó al niño, porque conocía la
terrible enemistad entre el rey Alfonso y Sancho Díaz. Pero este secreto pronto
fue conocido por el monarca, el cual, rojo de ira, ordenó que se apresara a
Sancho Díaz y que se le cargara de cadenas. También mandó que lo amarraran a un
muro de la prisión y que, cada cuarenta días, le diesen tormento. Y que nunca
saliera de los calabozos. A su hermana Ximena la envió a un convento,
acusándola de deshonrar el trono de León y de ser la vergüenza de la familia.
El mismo rey don Alfonso le cortó las haldas a su hermana, como si de una
prostituta se tratara.
Creció Bernardo en la corte, aprovechando las
enseñanzas de su ayo y preceptor, y logró hacerse notar en el arte de la
guerra, de las letras y de los amores. Era, con pocos años, la flor de la
juventud caballeresca y no había otro como él en los reinos de León, ni de
Aragón, ni en toda la morería hubo jamás uno como nuestro Bernardo. Aun a
regañadientes, el rey don Alfonso no tuvo más remedio que ordenarlo caballero.
Y cuando logró este honor, Bernardo salió de la corte e hizo construir un
castillo cerca de Salamanca y esta fortaleza se llamó El Carpio. Dicen que un
malvado le salió una vez al camino y se burló de él, diciéndole:
-Más te valiera, Bernardo del Carpio, buscar a tu
padre en vez de lucir tus galas en los balcones de las damas. Hasta el mismo
rey os llama bastardo.
Esto hirió mucho el corazón de nuestro héroe y, a toda
costa, quiso saber quién era su padre y cuál era la historia de su vida. En su
castillo del Carpio, el muchacho hizo llamar a Elvira, una anciana matrona que
se había hecho cargo del infante cuando sus padres fueron llevados a prisión.
Allí le preguntó qué había sido de ellos y doña Elvira le dijo cuanto sabía:
que no era bastardo, como por todos lugares se proclamaba, sino hijo de sangre
real; que su madre doña Ximena tuvo amores con un caballero honrado, el conde
de Saldaña; también le confirmó que hubo bodas y que la hermana del rey no
había deshonrado la casa real; y, finalmente, le dijo que su padre, Sancho de
Saldaña, estaba preso en Luna y cargado con mil cadenas.
Mucho se enojó Bernardo con su tío, don Alfonso. Se
vistió con ropajes negros de luto, y hasta su misma capa era tan negra como la
muerte. Con cuarenta de los suyos se fue a ver al rey y se quejó ante él de la
prisión de su padre.
-Señor: mi madre es vuestra hermana y está por vuestro
gusto enterrada en vida. Mi padre, don Sancho de Saldaña, por vuestro gusto está
preso en Luna y cargado de cadenas. Con razón he de vestir luto y así será
hasta que vea a los dos libres de este injusto castigo.
Don Alfonso se enojó mucho con Bernardo y le recriminó
su insolencia. También lo acusó de desagradecido, porque se había criado en la
corte, a su lado, y gracias a la benevolencia del monarca había podido llegar a
ser caballero.
-La caridad, señor, no paga la injusticia -dijo
Bernardo, y se quitó de su presencia.
Así nacieron los enojos y la eterna enemistad entre el
Carpio y la corte de León.
No obstante, la lealtad de un caballero cristiano
hacia su rey impide cualquier rebeldía, y Bernardo acudía a las órdenes de don
Alfonso cuando éste lo solicitaba. Muchos hechos de armas se sucedieron en
aquellos años y en todos destacó el del Carpio por su valor y destreza. En el
sitio de Oseja, Bernardo mató a don Bueso el francés, que venía a destruir los
reinos de León, y todos los nobles cristianos alabaron la valentía del joven,
llamado el bastardo. Conocida esta hazaña, el rey mandó llamar a su sobrino y
le ofreció algunos presentes, pero él insistió en que lo único que deseaba era
ver libre a su padre, don Sancho de Saldaña. Pero el rey se lo negó.
En otra ocasión, Bernardo hizo gran matanza entre los
sarracenos, cerca del lugar llamado Valdemoro, y con cien cabezas ensartadas en
otras tantas picas fue a Oviedo y pidió de nuevo clemencia para su padre. Y de
nuevo el rey se lo negó.
Dice la leyenda que con motivo de unos juegos, en la
corte de León, vinieron a aquella ciudad los más valientes y aguerridos caballeros.
Hubo bailes y danzas, y todo era algarabía en las plazas y las calles. Allí,
por orden de caballería, estaba también Bernardo, mas tomó posada y no quiso
participar en los torneos. También estaba en la ciudad de León un caballero
catalán llamado Urgell, que encantaba a todos con su pericia y habilidad en las
cañas y bohordas. Pero los leoneses estaban tristes y avergonzados, porque no
había entre ellos ninguno que pudiera igualar al caballero de Urgell. «¿Dónde
está Bernardo el Carpio?», se oía decir en los corrillos. Pero el joven héroe
no quería fiestas ni bailes, y sólo había acudido a León por orden del rey.
Pensó entonces don Alfonso que tal vez, si le prometía la libertad de su padre,
acaso Bernardo quisiera luchar con Urgell. Y lo mandó llamar, prometiéndole el
oro y el moro si derrotaba al extranjero. De nuevo el Carpio pidió que se
libertara al conde de Saldaña, su padre.
-Así será -respondió el monarca.
Apareció en el campo nuestro héroe, como siempre
vestido con ropajes negros como el azabache. Un escalofrío cruzó la espalda de
Urgell, que hasta entonces se había vanagloriado de su pericia. Cuando Bernardo
alzó su pendón, todos los presentes lo aclamaron y lo vitorearon. El de Urgell
se llegó a su oponente montado en un corcel blanco y golpeó el escudo del
castellano, con lo que hizo una ofensa gravísima. Acordaron los jefes del real
que los dos caballeros jugarían sólo a derribo, pero el ufano Urgell pidió
lucha a sangre y muerte. No lo dudó Bernardo, y aceptó el envite.
Ambos caballeros, el uno de blanco, el otro de negro,
se apresta-ron al torneo. Bernardo picó espuelas y su negro alazán levantó la
tierra del campo con tanta ira como su dueño. El catalán hizo lo propio y su
corcel blanco espumaba la boca con furia. El choque de ambos fue terrible, y
las dos picas se quebraron por su centro. Tomaron nuevas lanzas, y Bernardo
levantó la suya con intención de derribar al caballero de Urgell: estando
cerca, el catalán levantó la suya para impedir el golpe, pero en el último
instante, el del Carpio bajó la pica y gopeó a su enemigo en la coraza,
derribándolo con estrépito. Raudo y veloz, Bernardo desenvainó su formidable
espada y, descabalgando, llegó hasta donde el catalán yacía tendido y moribundo.
-¿Decís ahora, caballero, que vos sois el mejor
lidiador y vuestro rey el mejor monarca?
-Prefiero la muerte a desdecirme -contestó Urgell.
Y sin dudarlo, Bernardo lo atravesó con su espada.
Nobles, damas y villanos aclamaron a su héroe, mas
éste se retiró un tanto y se presentó ante su rey, pidiéndole que cumpliera su
palabra. Don Alfonso le contestó que se hablaría de ello cuando acabaran las
justas y los torneos, al cabo de siete días.
Durante este tiempo Bernardo estuvo encerrado en su
posada, sin querer hablar con nadie y sin volver al campo de juegos. Por más que
se lo pidieron, no quiso acudir. Más bien al contrario, escribía billetes al
rey, recordándole su promesa y la necesidad de que pusiera al conde Saldaña en
libertad. Incluso la misma reina intercedió ante don Alfonso para que cumpliera
el juramento que le había dado a Bernardo, pero el monarca se irritó y envió a
su esposa al diablo, diciéndole que jamás liberaría a Sancho de Saldaña.
Cuando lo supo Bernardo, corrió a palacio y se
presentó ante su tío con rostro iracundo:
-Mil veces me habéis prometido justicia, y nunca me la
habéis otorgado. Yo os fui leal ante el rey Orestes; os fui leal en Zamora,
cuando Almazán sitió la muy noble ciudad; os fui leal en Mérida y os fui leal
en Orbí, el río. Mal, muy mal me pagáis, señor.
Y se fue Bernardo, lamentando su suerte y lleno de
enojos. Mas la lealtad con el monarca había tocado a su fin, y el Carpio
decidió no volver a servir a su rey nunca más y hacerle tanto daño como
pudiera.
Así lo hizo: con cuatrocientos hombres armados el del
Carpio asolaba los campos, destruía ciudades, asaltaba las caravanas y
mancillaba el honor de don Alfonso. Este, irritado con su sobrino, le hizo
llegar cartas, ordenándole que se presentara ante él inmediatamente. Bernardo
receló de este mandado, porque conocía que su tío era un traidor y un infame.
Por tanto, hizo que se aprestaran sus huestes y, vestido de negro como era su
costumbre, partió hacia Oviedo, donde tenía entonces la corte don Alfonso.
-¡Traidor! -le espetó el rey, cuando lo tuvo en su
presencia-. ¡Bastardo! ¡Hijo de mal padre! ¡Yo te di el Carpio y tú me pagas
destruyendo mi reino!
-¿Me disteis? -respondió Bernardo. ¿Qué me disteis? Yo
me gané el Carpio y mío es. Mentís, como siempre mentís, rey don Alfonso. Por
mil veces que os he salvado, mil veces me habéis mentido; mil veces me habéis
prometido la libertad de mi padre, y otras tantas habéis faltado a vuestra
palabra.
Y diciendo esto, subió a la tarima, igualándose con el
rey, cosa que todos los caballeros y nobles del reino tenían prohibida, porque
era una ofensa y traición.
El rey ordenó que lo apresaran, pero Bernardo sacó su
espada y al punto aparecieron doscientos soldados suyos dispuestos a asolar y a
prender fuego al palacio. Aterrado, don Alfonso hizo que todos sus soldados se
retirasen y trató de sosegar a su sobrino con buenas palabras:
-¡Oh, mi querido Bernardo! -le decía. ¿Por una broma
os enojáis?
-Estas burlas no son burlas, señor. Me habéis llamado
traidor y usurpador: pues quedaos con el Carpio y que os aproveche.
Y diciendo esto, dio media vuelta y salió del palacio.
Solo y abatido se le vio por las riberas del Arlanza,
como dice el romance, y apesadumbrado como iba, se oyó que decía:
-Bastardo me llaman y soy de sangre real. El mismo rey
de ese modo me ofende, que no lo toleraría en nadie y aun en él, estas palabras
son injustas. Ni mi padre es traidor, ni mala mujer mi madre, que cuando yo
nací ellos estaban casados y Dios los había bendecido. ¡Oh, maldito seas
Alfonso! ¡Metiste a mi padre en hierros y a mi madre la enterraste en el
claustro de un convento! Yo me iré a Francia y allí lucharé contra ti y contra
los tuyos. Contra gascones, contra leoneses y contra asturianos iré en
batalla... y te mataré o moriré.
En alianza con unos y con otros, Bernardo, el
caballero desdicha-do, apremiaba a las huestes del rey Alfonso y tanto las
estrechaba que cuando lo veían llegar al mando de cuatrocientos hombres, huían
como almas que lleva el diablo. En todos lugares Bernardo tajaba y humillaba a
los leoneses y el rey llegó a pensar que «el bastardo» cumpliría su amenaza de
matarlo y derribarlo del trono.
Finalmente, el pusilánime rey se convenció de que la
mejor estrategia era dar la libertad a Sancho de Saldaña. Hizo que le llegaran
los avisos y noticias a Bernardo: que su padre saldría de la prisión en pocos
días. Los mensajeros que llevaron estas nuevas al del Carpio recibieron joyas y
monedas, y fueron festejados como príncipes. Al cabo, Bernardo hizo que se
quemaran sus ropas de luto y dejó libre su caballo negro. Vestido de punta en
blanco y con la alegría de ver y abrazar a su padre, el joven caballero giró
las riendas hacia León, convencido de que allí le esperaba la mayor alegría de
su vida.
Cuando Alfonso ordenó soltar las cadenas del conde de
Saldaña se descubrió que éste había muerto unos días antes, porque el carcelero
había tenido que visitar a un familiar enfermo, y lo había dejado allí sin agua
y sin pan, de modo que el triste Saldaña había perecido del modo más horrible.
El rey, conocido esto, temió la venganza de Bernardo y
pergeñó la más abyecta de las farsas: hizo traer al muerto y ordenó que se le
pusieran ricas vestiduras, y que sobre las sienes marchitas se le colocara la
corona de conde, como le correspondía. También quiso el rey que se le dieran
colores y afeites al cadáver, para que éste pareciera vivo.
-Bernardo creerá que su padre muere con la emoción del
encuentro... -se decía el rey.
Hizo montar el cadáver sobre un caballo muy manso que
había en los establos, y se le colocó una vara para que estuviera tieso y
semejara que montaba a caballo. Durante una noche estuvo el pobre muerto así
dispuesto, en el patio del castillo, a la intemperie, y sin que nadie velara
por su alma.
Al día siguiente, de mañana, hicieron salir al caballo
manso con su triste carga al camino por donde venía tan alegre Bernardo. De
lejos vio nuestro héroe a su padre y distinguió la corona del condado de
Saldaña. Apremió a su corcel y fue raudo como el viento en busca del desdichado
Sancho Díaz. Cuando llegó a su altura, un estremeci-miento recorrió su
espinazo: su padre tenía los ojos vueltos en cuévanos hundidos; su rostro
semejaba el de un fantasma; sus cabellos decían cuánto había sufrido en
prisión: sus manos tenían llagas y en el cuello se veían aún las huellas de las
cadenas; un olor putrefacto le hizo volver el rostro, mas al tratar de detener
al caballo manso, el cadáver se desprendió de la vara que lo sujetaba y el
conde muerto cayó al polvo como un fardo de paja.
Bernardo lo tomó en sus brazos y él mismo le dio
sepultura:
-¡Ay, dolor! -decía. ¡Triste fue mi nacimiento, triste
mi ventura!
Durante muchos años Bernardo guerreó al lado de los
sarracenos y los franceses, humillando en cada ocasión a las tropas de Alfonso.
También tuvo ocasión de derrotar a las tropas de Carlomagno en el lugar de
Roncesvalles, donde fue conocido por su singular valor y destreza en las armas.
Al parecer, en todas las batallas parecía más buscar la muerte que cobrar
honor, y algunos caballeros nobles aseguraron que jamás pudo perdonar al rey
Alfonso y que el rencor hacia el monarca acabó por matarlo de angustias.
Fuente:
Jose Calles Vales
0.003.3 anonimo (españa) - 018
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