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viernes, 23 de agosto de 2013

Mal que te pese

Estaba el caminante una tarde de otoño sentado junto a unas ruinas. El lugar es solitario y agreste, pero desde aquel castillo derruido puede verse la ciudad de Ávila y sus gloriosas murallas, y otros pueblos cercanos. El viajero, aficionado a las estrategias guerreras, imaginaba cómo serían las luchas entre señores medievales, en aquellos lejanos tiempos de los que ya nadie se acuerda. Suponía el forastero que desde el lugar donde estaba, cualquier caballero podría vigilar los movimientos de tropas en Ávila y de este modo podría defenderse con autoridad. Sin embargo, la realidad lo desmentía: lo cierto es que las murallas de Ávila estaban impecables, mientras que del castillo que tenía a sus espaldas apenas quedaban unas piedras sobre otras.
En estas imaginaciones andaba el viajero cuando, casi por sorpresa, se acercó un anciano en el que no había reparado antes. Tras intercambiar los saludos de rigor, como corresponde a dos caminantes educados, la conversación derivó en asuntos de murallas y castillos, pues tenían enfrente uno de los ejemplos más valiosos y conocidos de la Edad Media: Ávila.
Llegado el caso, el buen viejo preguntó de sopetón:
-¿Sabe usted cómo se llama este castillo?
-Pues no -contestó el viajero. ¿Cómo se llama?
-Mal que te pese.
El caminante no supo a ciencia cierta si el anciano le estaba tomando el pelo, y sonrió.
-Ahora -dijo el anciano, si tiene usted tiempo, le contaré una historia.
Viendo que era inevitable oír la narración del viejo, el joven viajero encendió un cigarrillo, asentó sus posaderas y se dispuso a escuchar atentamente las antiguas palabras de aquel hombre:
-Pues verá, don caminante: se dice que en Ávila vivía una joven hermosísima, una doncella dulce y alegre como no se ha visto otra desde aquellos días. El caso es que su padre era uno de aquellos tiranos que se complacen en amargar la juventud de las mocitas, y fuera por celos, o por otra causa cualquiera, lo cierto es que la tenía guardada como un tesoro. Pero, ¡ay, amigo!, no hay paredes, ni muros, ni verjas, ni prisiones para el amor: así que la mocita se enamoró de un joven caballero. Algunos aseguran que se veían sólo cuando oscurecía, o durante la noche, o al amanecer: de modo que aquellos amores juveniles florecían como los almendros en primavera (y perdone usted la metáfora). El padre, que no se chupaba el dedo, averiguó estos amoríos y reprendió severamente a su hija, encerrándola en la torre más alta de su palacio. Por lo que se refiere al muchacho, puede usted imaginar el disgusto que se llevó. No contento con dar angustias a los dos mozos, el padre logró que todos los señores de Ávila se pusieran de acuerdo, y movió los hilos para que el amante caballero fuera expulsado de la ciudad. El destierro de por vida se verificó a los pocos días, y el alcaide hizo llamar al joven y al padre de la dama. Cuando le fue comunicada la sentencia, el muchacho se volvió al agrio señor y le dijo: «Mal que te pese, he de ver a tu hija». Así que, dicho y hecho: salió de la ciudad y se vino hasta aquí: con el poco dinero que traía y la ayuda de algunos soldados levantó esta torre y, como usted puede comprobar, desde aquí se ve la ciudad de Ávila. Desde este triste torreón el muchacho miraba la ciudad, y aun podía ver la almena donde estaba encerrada su amante. Algunos dicen que la muchacha sacaba un pañuelo por la ventana y que el caballero le contestaba agitando el suyo desde esta pobre fortaleza. Por esta razón, el castillo tiene tan extraño nombre: «Mal que te pese». ¿Le ha gustado la historia?
-¡Oh, sí! -contestó el viajero. Es una bonita historia... ¿es cierta?
-Vaya usted a saber.
Y tomando su cayado se fue bajando hasta Sotalbo, un pueblo cercano.

Fuente: Jose Calles Vales

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