Yo a las cabañas bajé,
yo a los palacios subí,
yo los claustros escalé,
y en todas partes dejé
memoria amarga de mí.
JOSÉ ZORRILLA
La leyenda y mito de don Juan era anterior a la obra
de fray Gabriel Téllez (Tirso de Molina) titulada El burlador de Sevilla y convidado de piedra. Seguramente no se
trataba más que de una ilusión o recuerdos vagos de un hecho real o legendario:
un caballero, un joven tal vez, encuentra un cráneo pelado, se detiene ante una
tumba o un monumento funerario y se burla de la muerte: invita a cenar al
muerto, pero éste, contra todo pronóstico, acude a la cita y lo reprende; en
casos extremos, se lo lleva con él al infierno. Esto era cuanto tenía el
dramaturgo del siglo XVII y lo que había podido extraer de los romances y
baladas de entonces, los cuales sugerían ya el argumento del mito más
controvertido de la literatura española.
Tal y como afirma don Luis Fernández Cifuentes en su
erudito ensayo sobre Don Juan, el poeta barroco sólo contaba con materiales
dispersos, pero añadió nuevas características al personaje: a partir de su
obra, el burlador no sólo se mofa de los muertos, también afrenta a los vivos:
«siente un placer especial en engañar a las mujeres y no tiene reparo en matar
a los que interfieren en sus labores de seducción».
En fin, hasta la famosa obra de José Zorrilla, Don Juan Tenorio (1844), los autores se
esforzaron en dar cuerpo a un personaje singular: el seductor, el burlador, el
donjuán. Cada uno (Tirso de Molina, Zamora, Moliére, Da Ponte, Lord Byron,
etc.) aportaba nuevos rasgos en la pintura de este hombre apuesto, elegante,
fanfarrón y pendenciero.
Respecto a la popularidad del mito de don Juan, ya
Moratín se había percatado, a finales del siglo XVIII, de que tal vez los
eruditos no compartieran el gusto por un personaje semejante, pero era
indudable que el pueblo lo amaba hasta el extremo. En un ensayo tan ameno como
imprescindible, el profesor Francisco Rico sugiere (o afirma) que sólo las
mujeres estaban en contra de don Juan (Breve
biblioteca de autores españoles, 1990). Lo cual es cierto si se considera
que las mujeres son las víctimas de este crápula inmisericorde. Sin embargo, es
difícil saber a punto fijo qué interesa especialmente de don Juan: ¿su osadía?
¿Su capacidad amatoria? ¿Su erotismo? ¿Su rebeldía social y religiosa? Su
popularidad guarda relación con la figura mítica: es la representación de un
argumento abstracto, pero los espectadores en el teatro tienden a ensoñaciones
más cercanas: seguramente todos los hombres quisieran ser don Juan, porque ir
de alcoba en alcoba sin remordimientos, gozando a todas las damas que salgan al
paso, es una idea recurrente en el sexo masculino. A los hombres también le
gustaría tener la apostura y gallardía de don Juan: hablar como él, seducir
como él, tener su valor, correr aventuras sin cuento... Las damas, por su
parte, conocen que serían burladas por don Juan, pero lo dejan escapar porque
saben que ése es su cometido y el bullador se va contento creyendo haber
engañado a la mujer. La mayoría de las mujeres no están dispuestas a admitir
que gozarían de buen grado una aventura con un hombre como don Juan, muy
superior en todo a lo que tienen en sus casas. Aunque la idea de un asalto
erótico las hace estremecer, existe también un impulso irrefrenable, una
querencia soterrada a esta fantasía amorosa. Por otro lado, don Juan, como mito
moderno, ha perdido algo de su vigor; precisamente porque las damas de nuestro
tiempo no toleran al fanfarrón clásico, al mujeriego, «en términos corrientes y
molientes». El don Juan al que todos envidiamos o deseamos es el de la fantasía
o ensoñación: el que representa un amor «a capricho, inagotablemente variado,
alegre, venturoso», y éste sigue triunfando en las tablas y en los sueños de
hombres y mujeres dispuestos a vivir una aventura erótica sin compromisos
sociales, religiosos o éticos.
El
siguiente relato es una recreación basada en la obra de teatro de Tirso de
Molina, El burlador de Sevilla, y en la
famosa pieza de José Zorrilla, Don Juan Tenorio. Aunque ambos dramas son sustan-cialmente distintos, los dos señalan las
características primordiales de su personaje central, don Juan. El resumen que
a continuación se hace de las aventuras del héroe se propone condensar dichos
rasgos, que convierten al libertino sevillano en un mito, en una leyenda.
En una taberna sevillana, allá por los años de 1540,
un hombre se ocultaba bajo su capa. Algunos fanfarrones y bravucones se cuentan
sus fingidas hazañas y alardean de sus fechorías. El embozado apenas presta
atención a estos pendencieros portuarios y mira a un lado y a otro, como si
estuviera esperando a alguien.
Al cabo de un tiempo entra en el mesón otro embozado y
se dirige, sin dudarlo, a la mesa de nuestro amigo. Ambos se saludan
cordialmente, como si se conocieran desde hace mucho tiempo... Y así es, en
efecto. El uno es don Juan Tenorio y el otro, don Luis Mejía. A su alrededor se
juntan otros hombres, de daga en faltriquera, y todos se abrazan y beben: a
buen seguro están celebrando una reunión singular. Allí tomó la palabra don
Luis Mejía y dijo:
-Veamos, don Juan. Todo fue porque un día dije que
España entera conocería los hechos de mi persona.
-Y yo -contestó don Juan- os rebatí, afirmando que
nadie obraría con más saña y maldad que Tenorio, como es notorio.
Recordaron ambos que, hacía un año justo, los dos
habían apostado que serían los más perversos que hubiera conocido el mundo y
que, al cabo de ese tiempo, se reunirían para dar cuenta de sus hazañas.
Apremiado por todos los bravucones, don Luis Mejía comenzó a hacer relación y
lo que contaba estremecía a propios y extraños:
-Pues tratando de dar buen fin a mis intentos, me
dirigí a Flandes: se asegura que allí hay campo ancho para amores y pendencias.
Pero la diosa Fortuna me volvió la espalda, y perdí todo mi caudal en un mes;
de modo que me uní a unos bandoleros y, juntos, asaltamos el palacio episcopal
de Gante. El jefe de los bandidos quiso quedarse con mi parte, así que lo maté.
Todos me declararon nuevo capitán, pero yo huí con todo el botín y los dejé sin
blanca, pues ya se conoce que quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón.
De Flandes pasé a Alemania, pero allí un monje jerónimo me delató: el dinero,
que todo lo compra, compró también mi libertad; y me fui a buscar al fraile, al
que encontré y maté sin reparos. Francia es un buen país, y allí acabé: en seis
meses que estuve en París, todos hablaron de mí. Escándalos, daños, injurias y
lances... donde quiera que hubiera pendencia, allí estaba yo... En fin, no quiero
alargar mi historia, sólo sépase que, como dijo el poeta, «por donde fui, la
razón atropellé, la virtud escarnecí, a la justicia burlé y a las mujeres
vendí». Decid vos ahora, don Juan.
Tomó entonces la palabra el caballero Tenorio y habló
del siguiente modo:
-Buscando lugar para emplazarme y dar fin a mis
empresas, a Italia me fui, porque allí tiene el placer un palacio, según dicen.
Y como resulta que en Italia tiene su lugar la Guerra y el Amor, no hay
lugar mejor. Busqué amores y desafíos... ¿a qué dar más señas? Roma es lupanar
de un extremo a otro y yo, gallardo y calavera, no podría contar las mujeres
que gocé y los cuernos que amarré. Como puede suponerse, tuve que huir de la
ciudad al cabo de un tiempo, y me uní a los ejércitos de España, pero tras
cinco o seis desafíos abandoné la carrera militar y paré en Nápoles. Y allí
hice cuanto mal se pueda imaginar: de las cabañas a los palacios, y del coro al
claustro, no quedó novicia virgen, ni marido sin coronar; no reconocí sagrado,
no respeté la justicia y no distinguí clérigo o seglar. Mil veces me batí y mil
veces maté: mostrad vuestras cuentas y ved si os salen más muertos y más damas
que a mí.
Los testigos compararon las cuentas de uno y otro. Don
Luis había matado a veintitrés, pero don Juan había abatido a treinta y dos.
Don Luis había conquistado a cincuenta y seis damas; pero don Juan había
engañado a setenta y dos.
Don Juan, en efecto, había estado en Nápoles y allí
tuvo lugar una de las aventuras más tremendas del infame seductor. Octavio,
hombre apuesto y galante, pretendía casarse con Isabela, una dama hermosísima
perteneciente a la corte de la reina. Don Juan, ni corto ni perezoso, había
entrado de noche en la alcoba de la muchacha y, haciéndose pasar por Octavio,
la había gozado abundantemente. Don Pedro Tenorio, embajador de España en
Nápoles, acabó descubriendo la trampa y sugirió a su sobrino que huyera del
país y que estuviera en guardia, porque su fechoría sería perseguida con saña y
su vida corría peligro. Don Juan embarcó con dirección a Sevilla, donde debería
reunirse con don Luis, el otro apostante, pero la embarcación naufragó frente a
las costas de Tarragona. Puesto que el destino interfería en sus designios, don
Juan aprovechó para engañar a la joven Tisbea, una pescadora a la cual gozó con
fruicción durante una semana sin descanso. Le prometió que se casaría con ella,
pero al fin la abandonó.
Don Juan llegó finalmente a Sevilla y tuvo la reunión
con don Luis, como se ha relatado. Todos los fanfarrones de Hispalis estuvieron
de acuerdo en que Tenorio era el más ruin, el más violento, el más calavera de
los hombres conocidos. Admiraban su virtud amatoria y se asombraban ante los
números que presentaba: un día para enamorarlas, otro para consiguirlas, otro
para abandonarlas y dos para sustituirlas. Y sólo una hora para olvidarlas. Así
era don Juan, todo un galán, todo un criminal.
En aquella misma reunión tabernaria, don Luis, a la
sazón Marqués de la Mota ,
confirma que está hastiado de vagar por esos mundos de Dios y que piensa poner
fin a sus aventuras casándose con doña Ana de Pantoja. Don Juan, dispuesto a no
perdonar ocasión propicia, afirma que antes de verificarse la boda, gozará a
doña Ana. Indignado, don Luis amenaza a don Juan, pero éste sostiene que doña
Anita caerá en sus brazos y que pasará la noche con ella.
Los dos amigos, enemigos desde entonces, se separan
con el gesto torcido y don Juan comienza a urdir su plan. Llegado el caso, don
Juan Tenorio escala la casa de doña Ana, dispuesto a gozar los dulcísimos
encantos de la doncella pero, cuando alcanza el patio, se encuentra con don
Luis. El pendenciero Tenorio llama a sus criados y ordena que secuestren al
novio. Don Juan ríe a carcajadas y piensa en la fama que este lance puede
acarrearle. Se interna en las galerías de la casa y, al paso, le salen Brígida
y Lucía, dos hermosas damas que acompañan a doña Anita. Mientras las embelesa
con su palabrería, don Juan las goza en la cocina y en el sótano, y después con
ambas del brazo pasan a la despensa, donde entre harinas, panes y verduras dan
rienda suelta los tres a las más lujuriosas hazañas. Tras más de seis horas de
ludibrio sin fin, Lucía entrega la llave de la alcoba de doña Anita. Ni la capa
se aderezó don Juan, derecho se va a la habitación donde la doncella duerme
plácida-mente...
Don Diego Tenorio, padre de don Juan, había recibido
cartas de su hermano, desde Nápoles. En ellas, el embajador daba noticia de los
amplios desmanes que su sobrino Juan había dejado atrás. Sugería, por tanto,
que alejara al infame calavera de la ciudad y que estuviera atento, porque el
sobrino era incorregible y no cabía duda de que continuaría dando que hablar.
Don Diego Tenorio, abrumado por las pendencias de su vástago, lo llamó a
palacio y le ordenó que dejase Sevilla y fuese a Lebrija, donde nadie supiera
ni su nombre ni la vergüenza de la casa de los Tenorio. Sin embargo, don Juan
miró de soslayo a su padre, se envolvió en su capa y despreció todos sus
consejos. Es más, le dijo que traía en mientes la más terrible aventura que
hubieran visto las Españas. Y mandando al diablo a su propio padre, salió de la
casa.
La última maldad urdida por don Juan consistía en
asaltar el convento donde está doña Inés, hija del Comendador de Calatrava, don
Gonzalo de Ulloa. Para lograr su fin, don Juan cuenta con la inestimable ayuda
de Brígida, una verdadera Mesalina con apariencia de beata, a la que el vil
conquistador utiliza como alcahueta. Brígida, sólo por gozar los placeres
celestiales de don Juan, traiciona las leyes conventuales y franquea la entrada
del conquistador al monasterio. Una vez dentro, la palabrería embaucadora del
don Juan logra convencer a Inés de Ulloa y la rapta, llevándola a una quinta
suya cerca de Lebrija.
La indignación y la admiración corre de boca en boca
en Sevilla. Los hombres de honor y las damas sensatas reniegan de don Juan y
admiten que sus fechorías no pueden llegar más alto: ha profanado el claustro
sagrado y con argucias y añagazas ha embaucado a Inés de Ulloa. Los fanfarrones
portuarios ríen y se asombran ante esta nueva proeza del rey de los galanes.
El Comendador, don Gonzalo de Ulloa, no sabe a qué
atenerse. Hace preguntas, indaga, pero nadie sabe darle noticia de dónde puede
hallarse su hija. Sólo conoce que está en manos de un villano y que la deshonra
ha caído sobre su familia: no queda más remedio que la venganza. A su ayuda
acude don Luis Mejía, antaño amigo de don Juan, y víctima también de las
tropelías del Tenorio. Don Luis informa al Comendador de que Inés está en una
quinta próxima a Lebrija y que allí permanece al dudoso amparo de don Juan.
Sin tardanza, ambos salen de Sevilla con guardias y
criados, dispuestos a poner fin a tanta infamia. Don Juan, que sabe de su
llegada, los hace pasar. Ahora bien, han de entrar sólo los dos caballeros, sin
guardia y sin compañía.
Por fin, el Comendador tiene enfrente a don Juan
Tenorio. Este, con su habitual descaro, afirma que ama a doña Inés y que su
único fin es desposarse con ella. Don Gonzalo no puede soportar tanta
desvergüenza y villanía: lo llama cobarde y traidor, y lo maldice.
-Un caballero -le dice- se avergüenza de vos: no sé
cómo puedo soportar tanta vileza. ¡Cobarde! ¡No hay bajeza a la que no oses, si
supones que saldrás con bien! ¿Y aún quieres tomar a mi Inés como esposa?
¡Entrégamela al punto o aquí mismo te mataré!
Y don Luis Mejía, que estaba a su lado, afirma:
-Ya se ve, don Juan, hasta dónde ha llegado tu valor.
Míranos, aquí junta Dios al padre de doña Inés y al vengador de doña Ana. La
justicia te espera tras esas puertas y has de rendirte o soportar nuestra
venganza.
Harto y más que harto de tanta amenaza, don Juan se
levanta de su escaño y con voz atronadora exclama:
-Pues no admitís mi amor con doña Inés, ni admitís que
pueda haberme corregido, ¡venza el infierno!
Y sacando su espada, lucha con ambos y los mata.
El alboroto es tremendo y la justicia entra en la
sala, pero don Juan ha tenido tiempo de huir, lanzándose al río y perdiéndose
de vista.
Traen a doña Inés, la cual ve a su padre yaciendo en
un mar de sangre... Su débil corazón no puede soportar la amargura y la pena, y
se quiebra ante semejante espectáculo. Cae implorando perdón y...
Pasaron los años y de aquel triste suceso las gentes
comenzaban a olvidarse.
En cierta ocasión acertó a pasar por Sevilla un hombre
incógnito y se hospedó en una discreta posada junto al Guadalquivir. Aunque
procuraba ocultarse, algunos vecinos aseguraron que conocían a aquel hombre,
pero a ciencia cierta no sabían quién era.
Un día estaba paseando este caballero por las calles
de Sevilla y llegó a un extraño lugar: parecía que el edificio había sido
recons-truido y que allí donde estuvo un palacio había ahora un panteón. El
forastero quiso saber por qué razón el palacio se había convertido en tumba e
interrogó al escultor.
-Pues sepa usted, don forastero, que este palacio
perteneció a don Diego Tenorio, un varón estimado y noble cual pocos. Pero,
para su desgracia, tuvo un hijo mil veces peor que el fuego y, según dicen, un
aborto del abismo. Era tan cruel y sanguinario que no respetó ni el cielo ni la
tierra; era vil, quimerista, seductor y jugador de fortuna. Si es cierto cuanto
dicen de él, estará en el infierno o llegará pronto.
El forastero volvió el gesto y observó con veneración
el recinto mortuorio.
-Vea usted -continuó el escultor: don Diego dejó dicho
que toda su fortuna se empleara en hacer de su palacio un panteón, y que aquí
quedaran en piedra esculpida todas las fechorías de su hijo. Aquí están
enterradas todas sus víctimas, mas me he cuidado de componer las estatuas de
los nombres más celebrados: don Diego Tenorio, que murió de vergüenza; don Luis
Mejía, Marqués de la Mota ;
doña Ana de Pantoja; don Gonzalo de Ulloa, el Comendador de Calatrava; y su
hija, doña Inés, que murió de pena en un convento cuando se vio abandonada y
sola.
Un terror venerable infundía este suntuoso panteón a
todos cuantos lo veían. A todos excepto a don Juan, pues éste era el caballero
que interrogaba al escultor. Su alma, aún más endurecida, ni respetaba ni temía
la memoria de sus víctimas. Ya no tenía conciencia ni corazón: era un monstruo
convencido de que Dios se había alejado de él.
El escultor huyó del lugar sospechando del forastero y
don Juan quedó solo en el panteón.
En la soledad sepulcral don Juan lamenta su vida
pasada y piensa en los días perdidos de la juventud, entre pendencias y
aventuras desatinadas. Se acerca a la sepultura de doña Inés y derrama
lágrimas sobre ella... De pronto, una sombra se yergue y le habla:
-Don Juan... Yo mi alma ofrecí a Dios, a cambio de tu
alma impura... Y así me veo condenada a vivir en esta tumba, por amar con
delirio a un Satanás hecho hombre. Esta noche se cumple el plazo, don Juan,
para que entreguéis vuestra alma a Dios o los dos perezcamos en el infierno...
Y la sombra se desvaneció.
Aún estaba aterrorizado don Juan y su imaginación
forjaba delirios y fantasmas cuando entraron en el recinto algunos valentones,
como aquellos que vimos en la primera escena de este drama. Todos conocieron al
punto a don Juan y, con halagos y bravuconerías, lo abrazaron y lo felicitaron:
«¡Nadie como don Juan!», decían. Animado por las fanfarronadas y vilezas de
aquellos infames, don Juan apartó sus miedos y creyó que la sombra de doña Inés
había sido un engaño de su fantasía.
Uno de los infames, llamado Avellaneda, le preguntó
qué hacía allí y si no temía a los muertos. Don Juan respondió que, si
volvieran a la vida, de nuevo los volvería a matar. Y prosiguiendo en sus
desmanes, invitó a sus amigos a cenar allí mismo.
-Y no seré tan descortés: ved aquí a don Gonzalo de
Ulloa, el Comendador, también lo invito a él. ¡Que venga a cenar con nosotros!
Aunque... bien pensado, tal vez no pueda venir. ¡Ja, ja, ja, ja!
Se encargó, pues, la cena, con perdices, pollos,
terneros, corderos, frutas, quesos y pan y vino. Don Juan narraba al por menor
todas sus hazañas, llevadas a cabo en los años que estuvo fuera de Sevilla, y
los bravucones lo miraban embobados: tales eran los desmanes que había hecho,
que ni veinte jueces serían capaces de escribir todos los delitos que había
cometido. Había matado a caballeros y aldeanos, con razón y sin ella; había
desvalijado catedrales e iglesias; había entrado en los monasterios y los
conventos; había rondado a las novicias; había cornamentado a trescientos
franceses y a quinientos italianos, por no contar a los holandeses y alemanes;
había forzado a cuarenta doncellas y se habían entregado a él cientos de
mujeres; había fornicado -y esto gustó mucho a los fanfarrones- en cuarteles,
en conventos, en iglesias, en palacios, en castillos, en lupanares, bajo los
puentes y en las torres, en las trincheras y en los hospitales, en salas, en
alcobas, en cárceles, en cementerios, en barcos, en la montaña y en las
esquinas de Roma... Don Juan prosiguió con sus lances de amor...
De pronto sonaron unos aldabonazos en la puerta del
palacio sepulcral.
Todos quedaron quietos y en silencio. Los más
prudentes se retiraron hacia la puerta, y otros tomaron sus espadas. Don Juan
los tranquiliza y les dice que no ha sido nada, mas vuelven a llamar con más
brío y los fanfarrones palidecen de terror.
-¡Es el Comendador! -dijo Avellaneda. ¡Tú lo invitaste
y ha venido!
-Pues si ha venido -contestó don Juan, que pase. ¿No
pasan los fantasmas las puertas y los muros?
Y no había acabado de pronunciar estas palabras cuando
todos los amigos de don Juan cayeron por tierra como desvanecidos y sin
conocimiento. Al cabo, como una sombra, la estatua del Comendador entró
filtrándose por el muro y se plantó en la sala.
-¿Tembláis, don Juan? -preguntó la estatua con voz
sepulcral.
-¡Dios mío!
-Aquí me tienes, infame, y conmigo han venido las
víctimas de tu desvergüenza -y aparecieron tras él mil fantasmas con sus pechos
corroídos y la carne podrida. Don Juan, tu vida se acaba: tú me ofreciste
viandas; ceniza y fuego te ofrezco yo. Ven. En el fuego perecerás, por tus crímenes
y sacrilegios. Ven. Arrepiéntete. Ven. Ven.
Y tendiéndole la mano, toma a don Juan de la suya. Se
oyen entonces las campanas de una iglesia cercana, que tocan a muerto; y junto
al gran panteón se ven pasar hachas de fuego y un féretro. Nadie llora la
muerte del difunto, sino que las culebras y los escorpiones se ceban en el
cadáver, transportado por siete hombres con mortajas...
Don Juan siente que sus entrañas están siendo
devoradas por el fuego y pide confesión, pero la tierra se abre a sus pies y la
estatua lo arrastra consigo al abismo: «Ya es tarde, ya es tarde», dicen todos
los muertos, mientras se oyen en lo profundo las últimas voces de don Juan, que
pide perdón por sus pecados...
Fuente:
Jose Calles Vales
0.003.3 anonimo (españa) - 018
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