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viernes, 23 de agosto de 2013

Leyenda de san miguel de aralar

Hace muchos, muchos años, las sierras de Navarra estaban pobladas por dragones y horribles monstruos que acechaban en las cumbres y en las grutas. En las sierras de Urbasa y Andía podían verse inmensas extensiones de hayedos y robledales, donde a duras penas se internaban los habitantes de los pueblos cercanos. Algunos pastores que se adentraron en los bosques jamás aparecieron y los paisanos de Olazti o del valle de Zunbeltz vivían en perpetuo espanto.
Por aquella época habitaba en los caseríos de Goñi un joven valiente y decidido: su nombre era Teodosio y su fama se había extendido más allá de los límites de su pueblo. Cuando el rey de Navarra lo llamaba, Teodosio no dudaba en montar en su caballo y acudir a la batalla. Entre los francos y los aragoneses era bien conocido y los enemigos de Navarra solían preguntar: «¿Viene contra nosotros Teodosio de Goñi?», y si la respuesta era afirmativa sentían temblar las piernas y un miedo pánico les invadía el alma.
Teodosio estaba casado con una joven hermosa, llamada, al parecer, Constanza, y ambos vivían apaciblemente en su caserón salvo cuando el bravo mozo era solicitado por el rey. En muchas ocasiones Teodosio se vio obligado a partir de su pueblo y enzarzarse en cruentas batallas contra los francos, los aragoneses o los soberbios castellanos.
En cierta ocasión, Teodosio volvía a su pueblo cansado y maltrecho, aunque traía el corazón alegre, porque tras muchos días de lucha al fin podría abrazar a su esposa de nuevo. El valeroso joven dejaba que el caballo siguiera su propio instinto y, de tanto en tanto, dormía sin descabalgarse, y así hacía el camino...
Tras unas rocas junto al sendero, Teodosio pudo ver a un hombre encorvado y de tez oscura y rugosa que andaba entre las hierbas, como suelen andar los ermitaños que buscan raíces y otras plantas. Aquel hombre, al ver a nuestro héroe, se acercó al camino y le dijo:
-Tú eres Teodosio de Goñi, bien te conozco. ¡Ay de ti, valeroso caballero! Has de saber que tu esposa, Constanza, te ha deshonrado y que ha cometido graves pecados contra ti y contra tu familia. Muchos pastores y soldados la han gozado y su nombre anda en boca de todos para tu desgracia.
Gran amargura produjeron estas palabras en el pecho de Teodosio y su frente se inflamó de ira. Aún estuvo en trance de degollar allí mismo al ermitaño, pero éste se deslizó como una culebra entre las rocas y desapareció dejando un fuerte olor a azufre en el aire.
No lo pensó dos veces el valiente Teodosio: espoleó a su cabalgadura y se encaminó a su casa. Abrió la puerta con su hacha y subió las escaleras hasta su alcoba y allí vio la ruina de su casa y de su fama: dos bultos se ocultaban tras las mantas y, sin dudarlo, les dio tan severos espadazos que toda la sala quedó teñida de sangre e incluso su mismo rostro parecía herido de muerte. Abandonó enloquecido la casa y no sabía si quitarse la vida o internarse en la sierra y dejarse morir de hambre para que se lo comieran las alimañas. Un punto de piedad lo llevó a la iglesia y pensó en declararlo todo al cura y encomendarse al perdón de Dios. Pero, hete aquí que en la puerta de la iglesia se topó con... ¡su mujer!
Salía Constanza de misa y sintió gran alegría al ver de nuevo a su marido. Teodosio estaba aterrorizado y no sabía si aquella mujer era figura verdadera o fantasma o espíritu.
-¡Oh, mi amado Teodosio! -decía Constanza con alegría. Aún llevas en tu rostro la sangre de nuestros enemigos, deja que yo te limpie y te colme de cariño. Has de saber, esposo, que han venido a visitarme tus padres y que con gusto les he cedido nuestra alcoba donde, a estas horas, tal vez estén durmiendo...
Teodosio creyó enloquecer: ¡había asesinado a sus propios padres por creer las infamias del demonio! Ahora se percató del engaño y su corazón sentía las ansias de la muerte. Abandonó allí mismo a su esposa y corrió por las calles como un loco, mientras gritaba: «¡Dios mío, Dios mío! ¡Soy un asesino criminal! ¡Soy un asesino criminal!».
Durante muchos días Teodosio estuvo vagando por los bosques y los valles, pero no encontraba consuelo y los remordimientos le carcomían el alma. Decidido a purgar su culpa, se dirigió a Iruña y se presentó ante el obispo. El desgraciado Teodosio cayó a sus pies e imploró perdón por sus pecados. El obispo conoció la gravedad del hecho y no pudo absolverlo: «Ve a Roma» le dijo, «y pide al Santo Padre que te conceda el perdón que yo no puedo otorgarte».
El pobre desgraciado vistió ropas de peregrino y, con el corazón maltrecho, se dirigió a Roma. Cada día que pasaba era un suplicio para él, pues se acordaba del horrendo crimen que había cometido por imprudencia y desatino.
En Roma, el Papa le impuso una pesada carga: le instó a caminar por esos mundos de Dios con una gran cruz a cuestas y le obligó a portar grandes cadenas sobre sus hombros, sus brazos y sus pies. «Y cuando las cadenas se rompan por sí mismas, entonces podrás volver a tu casa y tus pecados te serán perdonados», así habló el Santo Padre. «Pero no olvides» continuó, «que has de erigir una capilla a San Miguel allí donde pierdas las cadenas».
Las gentes de Italia y de Francia vieron con lástima cómo aquel hombre fuerte se veía sometido a tan grave castigo. Intentaban auxiliarlo o le proponían desembarazarlo de las cadenas, pero Teo­dosio no quería hablar con nadie ni permitió jamás que le ayudaran a cargar con el madero. Al contrario, pensaba que la penitencia era poca para el crimen que había cometido y, por esta razón, se internaba por los lugares más abruptos y pedregosos, en los que sus pies pudieran llagarse y herirse a conciencia.
Muchos años duró este castigo pero, al fin, las cadenas iban perdiendo su antigua fortaleza y algunos eslabones se iban cayendo; de lo cual dedujo Teodosio que Dios y San Miguel comenzaban a compadecerse de él y que muy pronto se vería libre de tan cruel penitencia. Estaba orando a su santo de rodillas bajo un roble, ya muy cerca de su casa, cuando oyó un temible rugido. Cerró los ojos el penitente y cubrió su rostro con las manos: bien conocía que el dragón de Aralar estaba cerca y que en breves instantes sería despedazado y muerto. «Tan cruel destino», se decía, «lo tengo merecido y no otro debía ser mi final». Los temibles rugidos del dragón se acercaban cada vez más y aun podía sentir el fétido aliento del descomunal monstruo, que arrojaba llamas por su boca y destrozaba con sus garras los árboles y los arbustos.
Teodosio se vio muerto y, con ánimo sereno, imploró a su santo:
-¡San Miguel me valga! ¡San Miguel se apiade de mí!
Y, en esto, un gran trueno pareció quebrar la bóveda del cielo y un rayo implacable descendió de las alturas y atravesó de parte a parte al dragón. San Miguel, en forma humana, se presentó ante el penitente y le dijo: «Nor Jaungokoia bezala?», que en lengua vasca quiere decir «¿Quién sino Dios?», y al punto cayeron las cadenas que atenazaban a Teodosio y quedaron reducidas a polvo de cenizas.
Asombrado y con el corazón lleno de gozo, Teodosio volvió a Goñi y allí contó a todos las aventuras que le habían acaecido, y su esposa tuvo gran alegría y lo colmó de caricias y dulces palabras.
Poco tiempo después, Teodosio y Constanza cumplieron las órdenes del Papa e hicieron levantar en aquel mismo lugar una iglesia a San Miguel. Allí vivieron como eremitas, consagrados al bien de los demás y a la oración. Los habitantes de San Miguel de Aralar aseguran que bajo los cimientos de la iglesia se hallan enterrados ambos esposos.

Fuente: Jose Calles Vales

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