Río Verde, río Verde,
más negro vas que la tinta.
ROMANCERO
Antes de que el lector pase adelante ha de conocer
algunas circunstancias referidas al caso que se va a narrar. La leyenda dice
que el caballero sevillano Juan de Sayavedra (o Saavedra) participó en las
revueltas de las Alpujarras, cuando los moriscos pretendieron, a principios del
siglo XVI, recuperar la tierra granadina. En parte la rebelión de las
Alpujarras era un recuerdo nostálgico pero, sobre todo, era el deseo de
librarse de la opresión política, religiosa y social de los cristianos que, en
1492, habían cumplido la conquista de la Península. En
aquellas revueltas participaron hombres de gran valía, como don Alonso de
Aguilar (hermano del Gran Capitán) y algunos, como el citado, murieron en una
emboscada famosa, cerca del río Verde del que habla el romancero. La leyenda
también supone que este Sayavedra salvó la vida en aquella ocasión y que murió
por defender su fe.
En realidad, existen varias fuentes distintas que se
han mezclado, propiciando la confusión reinante acerca de don Juan de
Sayavedra. Según los historiadores, este caballero no vivió lo suficiente como
para ver la toma de Granada. Era, según todos los indicios, cortesano del rey
Juan II y amigo de don Diego González de Ribera. Fue hecho preso en los
alrededores de Cártama y los moros le dieron abundante suplicio. Sin embargo,
don Juan de Sayavedra no murió en aquella ocasión y la Historia lo descubre años
más tarde, hacia 1456, en la conquista de Jimena de la Frontera. Por tanto,
nuestro personaje vivió en plena reconquista y no cuarenta años después, cuando
Granada pasó a manos cristianas.
Estas precisiones históricas y otras de gran valía
pueden encontrarse en el Romancero
publicado por Crítica (Barcelona, 1994), al cuidado de Paloma Díaz-Mas.
Las aguas del río Verde bajaban negras de sangre. En
las laderas de Cártama los cuerpos yacían sin vida, con heridas mortales en el
pecho y en el rostro. Los escudos enfangados, las adargas quebradas, los yelmos
hendidos... Los héroes de antaño habían perecido en la traicionera emboscada de
los moros. Por un lado y otros se oían los lamentos de los cristianos, que
pedían a Dios por su alma y dejaban escapar la vida entre horribles gemidos.
El joven Urdiales, valiente y esforzado, estaba
tendido en el barro: su cabeza bajo las aguas y el cuerpo en la orilla. Aún
podía verse la cimitarra que atravesaba su corazón de parte a parte y que lo
desangraba sin remedio. Ni su amo, que tanto lo quería, pudo salvarle la vida.
De lejos pudo verlo don Juan de Sayavedra, y mientras huía sorteando los
cadáveres a su paso, decía: «Oh, mi yerno amado, ¿cómo consolaré a mi hija?
¿Qué le diré?».
Don Juan ha podido escapar y se ha ocultado entre unas
jaras. Más lamentaba la pérdida de tanto buen caballero, que la herida del
brazo que lo atormentaba. Allí pudo recostarse y descansar, pero la triste
muerte de sus amigos le llenaba el pecho de angustias y congojas. Tres días
estuvo llorando, sin comer ni beber, y aún pensaba en la vergüenza de
presentarse ante el rey y darle la noticia de aquella matanza. «¿Y tú, cómo es
que vives?», estas palabras le diría.
Hambriento y herido, don Juan salió al fin a los
caminos y pidió a unos pastores que le diesen un mendrugo de pan. Pero, a lo lejos,
unos sarracenos que hacían guardia en la loma lo descubrieron y enseguida
supieron que se trataba de Sayavedra. Grandes alaridos daban y aguijonearon a
sus caballos para apresar al desgraciado huido. Los pastores, que eran
cristianos, quisieron esconder a don Juan y librarlo de las garras de los
infieles, pero Sayavedra les detuvo y les dijo: «Mejor ha de ser así: mejor
morir que volver avergonzado».
Dejó que los moros le pusieran cadenas, le escupieran
en el rostro y lo azotaran con los látigos. Fue llevado a Marbella, y puesto en
prisión donde los rayos del sol no entraban jamás. Pan negro y agua sucia le
daban, mas él nada quería comer de los moros y pasaba las horas pidiendo a Dios
que lo llevase consigo.
Al cabo de tres días, llevaron al preso ante el rey
moro. ¡Para qué relatar el lujo y la riqueza que se veía en aquel palacio!
Tanta era la ostentación del monarca, que la miseria del prisionero hubiera
inspirado lástima a cualquiera. El rey ordenó que el caballero cristiano se
arrodillara, pero don Juan advirtió que se ahorcaría con las cadenas que
llevaba antes que postrarse a los pies de un infame sarraceno. El rey se
recostó en su diván, sonrió y le dijo:
-No temáis buen caballero. Y ahora, decidme: si vos me
tuvieseis preso en Castilla, ¿cómo me honraríais?
-Os lo diré -contestó don Juan: si abjuráseis de Alá,
os mantendría vivo y os colmaría de honores. Pero si no lo hicieseis, os
cortaría la cabeza con mi propia espada.
El rey sonrió con una mueca de venganza y ordenó que
lo volviesen a prisión. Allí estuvo otros siete días don Juan de Sayavedra. La
melancolía le mordía las entrañas y las ratas, los calcañares. Encadenado como
una bestia, su pelo se tornó blanco y en el rostro las arrugas hicieron surcos
de vergüenza y desgracia. Al cabo, el rey le mandó llamar de nuevo. El
prisionero parecía haber envejecido treinta años y el moro sintió alguna
compasión por él.
-Por Alá, don Juan: si renunciáis a vuestro Dios, os
entregaré siete ciudades, las más hermosas de Al-Andalus, y pondré a vuestro
servicio siete castillos. Siete mil soldados os harán servicio y setenta
hermosas mujeres os darán placer. Renunciad a vuestro Dios y tendréis todo
cuanto podáis imaginar.
-No renegaré de mi Dios -respondió el cristiano.
De inmediato el rey se levantó de su diván, bajó los
escalones que lo separaban del prisionero y lo miró con ojos de fuego.
-Lo que vos haríais, hágolo yo.
Y sacando su cimitarra, le cortó la cabeza.
Fuente:
Jose Calles Vales
0.003.3 anonimo (españa) - 018
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