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viernes, 23 de agosto de 2013

Sayavedra

Río Verde, río Verde,
más negro vas que la tinta.
ROMANCERO

Antes de que el lector pase adelante ha de conocer algunas circunstancias referidas al caso que se va a narrar. La leyenda dice que el caballero sevillano Juan de Sayavedra (o Saavedra) participó en las revueltas de las Alpujarras, cuando los moriscos pretendieron, a principios del siglo XVI, recuperar la tierra granadina. En parte la rebelión de las Alpujarras era un recuerdo nostálgico pero, sobre todo, era el deseo de librarse de la opresión política, religiosa y social de los cristianos que, en 1492, habían cumplido la conquista de la Península. En aquellas revueltas participaron hombres de gran valía, como don Alonso de Aguilar (hermano del Gran Capitán) y algunos, como el citado, murieron en una emboscada famosa, cerca del río Verde del que habla el romancero. La leyenda también supone que este Sayavedra salvó la vida en aquella ocasión y que murió por defender su fe.
En realidad, existen varias fuentes distintas que se han mezclado, propiciando la confusión reinante acerca de don Juan de Sayavedra. Según los historiadores, este caballero no vivió lo suficiente como para ver la toma de Granada. Era, según todos los indicios, cortesano del rey Juan II y amigo de don Diego González de Ribera. Fue hecho preso en los alrededores de Cártama y los moros le dieron abundante suplicio. Sin embargo, don Juan de Sayavedra no murió en aquella ocasión y la Historia lo descubre años más tarde, hacia 1456, en la conquista de Jimena de la Frontera. Por tanto, nuestro personaje vivió en plena reconquista y no cuarenta años después, cuando Granada pasó a manos cristianas.
Estas precisiones históricas y otras de gran valía pueden encontrarse en el Romancero publicado por Crítica (Barcelona, 1994), al cuidado de Paloma Díaz-Mas.

Las aguas del río Verde bajaban negras de sangre. En las laderas de Cártama los cuerpos yacían sin vida, con heridas mortales en el pecho y en el rostro. Los escudos enfangados, las adargas quebradas, los yelmos hendidos... Los héroes de antaño habían perecido en la traicionera emboscada de los moros. Por un lado y otros se oían los lamentos de los cristianos, que pedían a Dios por su alma y dejaban escapar la vida entre horribles gemidos.
El joven Urdiales, valiente y esforzado, estaba tendido en el barro: su cabeza bajo las aguas y el cuerpo en la orilla. Aún podía verse la cimitarra que atravesaba su corazón de parte a parte y que lo desangraba sin remedio. Ni su amo, que tanto lo quería, pudo salvarle la vida. De lejos pudo verlo don Juan de Sayavedra, y mientras huía sorteando los cadáveres a su paso, decía: «Oh, mi yerno amado, ¿cómo consolaré a mi hija? ¿Qué le diré?».
Don Juan ha podido escapar y se ha ocultado entre unas jaras. Más lamentaba la pérdida de tanto buen caballero, que la herida del brazo que lo atormentaba. Allí pudo recostarse y descansar, pero la triste muerte de sus amigos le llenaba el pecho de angustias y congojas. Tres días estuvo llorando, sin comer ni beber, y aún pensaba en la vergüenza de presentarse ante el rey y darle la noticia de aquella matanza. «¿Y tú, cómo es que vives?», estas palabras le diría.
Hambriento y herido, don Juan salió al fin a los caminos y pidió a unos pastores que le diesen un mendrugo de pan. Pero, a lo lejos, unos sarracenos que hacían guardia en la loma lo descubrieron y enseguida supieron que se trataba de Sayavedra. Grandes alaridos daban y aguijonearon a sus caballos para apresar al desgraciado huido. Los pastores, que eran cristianos, quisieron esconder a don Juan y librarlo de las garras de los infieles, pero Sayavedra les detuvo y les dijo: «Mejor ha de ser así: mejor morir que volver avergonzado».
Dejó que los moros le pusieran cadenas, le escupieran en el rostro y lo azotaran con los látigos. Fue llevado a Marbella, y puesto en prisión donde los rayos del sol no entraban jamás. Pan negro y agua sucia le daban, mas él nada quería comer de los moros y pasaba las horas pidiendo a Dios que lo llevase consigo.
Al cabo de tres días, llevaron al preso ante el rey moro. ¡Para qué relatar el lujo y la riqueza que se veía en aquel palacio! Tanta era la ostentación del monarca, que la miseria del prisionero hubiera inspirado lástima a cualquiera. El rey ordenó que el caballero cristiano se arrodillara, pero don Juan advirtió que se ahorcaría con las cadenas que llevaba antes que postrarse a los pies de un infame sarraceno. El rey se recostó en su diván, sonrió y le dijo:
-No temáis buen caballero. Y ahora, decidme: si vos me tuvieseis preso en Castilla, ¿cómo me honraríais?
-Os lo diré -contestó don Juan: si abjuráseis de Alá, os mantendría vivo y os colmaría de honores. Pero si no lo hicieseis, os cortaría la cabeza con mi propia espada.
El rey sonrió con una mueca de venganza y ordenó que lo volviesen a prisión. Allí estuvo otros siete días don Juan de Sayavedra. La melancolía le mordía las entrañas y las ratas, los calcañares. Encadenado como una bestia, su pelo se tornó blanco y en el rostro las arrugas hicieron surcos de vergüenza y desgracia. Al cabo, el rey le mandó llamar de nuevo. El prisionero parecía haber envejecido treinta años y el moro sintió alguna compasión por él.
-Por Alá, don Juan: si renunciáis a vuestro Dios, os entregaré siete ciudades, las más hermosas de Al-Andalus, y pondré a vuestro servicio siete castillos. Siete mil soldados os harán servicio y setenta hermosas mujeres os darán placer. Renunciad a vuestro Dios y tendréis todo cuanto podáis imaginar.
-No renegaré de mi Dios -respondió el cristiano.
De inmediato el rey se levantó de su diván, bajó los escalones que lo separaban del prisionero y lo miró con ojos de fuego.
-Lo que vos haríais, hágolo yo.
Y sacando su cimitarra, le cortó la cabeza.

Fuente: Jose Calles Vales

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