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viernes, 23 de agosto de 2013

Leyenda del caballero que no fue al combate y ganó la batalla

El castillo de Gormaz dibujaba su impresionante silueta en los cielos de Castilla. Aún los moros eran dueños de aquel lugar, junto al Duero, y en el pensamiento de Fernán González, conde de Castilla, no había otra idea que la de conquistar aquella plaza.
Todos los esfuerzos eran pocos y el héroe castellano no reparaba en nada, con tal de concluir el trabajo de expulsar a los moros de Castilla, la cual no llegaba entonces más allá de las riberas del Duero. Para ello, Fernán González había acampado sus tropas cerca del castillo de San Esteban, llamado después Santisteban, y había mandado levantar una pequeña ermita. Los piadosos y valientes nobles de Castilla habían contribuido con grandes sumas de oro en la nueva edificación, hasta convertirla en un pequeño monasterio. El mismo conde ordenó que doce monjes de San Pedro de Arlanza vinieran al nuevo templo y se encargaran de su cuidado.
Los infieles sarracenos se habían acercado por el valle y Fernán González ordenó sus tropas para la batalla al día siguiente. Aún no había amanecido cuando los capitanes cristianos entraron en el nuevo monasterio para oír misa. Los frailes rogaron a Dios que protegiera al conde y a todos los suyos en el terrible lance que se avecinaba y prometieron rezar durante todo el día. Fernán González permaneció en la iglesia unos momentos y, tras reclinarse ante la imagen de Jesús crucificado, salió para vestirse la armadura y disponer las tropas. Otros capitanes se quedaron un tanto más en el templo y, poco a poco, fueron saliendo todos... excepto Martín Antolínez, que aún seguía frente al altar, con las manos en el pecho y rogando por la victoria cristiana.
Ya estaban todos los capitanes cristianos vestidos de punta en blanco, la caballería dispuesta y la infantería deseosa de entrar en combate. Fernán González mandó levantar los pendones y los tambores atronaron los aires. El ejército cristiano iba, pues, a la batalla con el ánimo firme y los corazones henchidos de gloria.
Entretanto, Martín Antolinez permanecía en silencio junto al altar, con los ojos cerrados y las manos sobre la cruz de su pecho. Su escudero, nervioso, estaba en la puerta de la iglesia y miraba con enojo a su amo: las tropas ya habían partido y sólo se veía la gran polvareda que levantaba el ejército a su paso.
-¡Señor! ¡Señor! -decía. ¡Ya marchan los soldados! ¡Tomad el caballo y uníos a ellos o llegaréis tarde al combate! ¡Señor, por Dios! ¡Dejad los rezos, que ya tenéis bastantes y tomad vuestra espada y vuestra lanza!
Sin embargo, Martín Antolínez no parecía escuchar a su vasallo y allí se quedó como absorto, frente al altar, orando y pidiendo a Dios por su alma...
En el valle las armas brillaban al sol teñidas de sangre. Los turbantes y los yelmos caían partidos por su mitad, y cientos de caballos agonizaban en el barro. De un lado, los sarracenos hacían sonar sus timbales y arremetían con lanzas, cimitarras y dagas contra un ejército confiado en el poder de su Dios. De otro, Fernán González y los suyos elevaban al cielo su acero burgalés e invocaban la ayuda de Santiago y San Millán; los cristianos hacían tan gran carnicería que, si no fuera porque los sarracenos aún veneraban a Alá en sus últimos hálitos, daría lástima ver tanto lujo moro y tanto buen caballero tendidos en el lodo.
Las antiguas crónicas dicen que en aquella batalla murieron quince mil moros y que sólo quedaron en el campo cuatrocientos cristianos de a pie. En fin, llegada la atardecida, los ejércitos de Fernán González lograron la victoria y su regreso triunfal se vio acompañado de los vítores y cánticos de los soldados. El botín fue inmenso: algunos caballeros traían cordones de seda, escudos de oro y piedras maravillosas que los infieles llevaban en la frente; otros venían con su lanza en ristre, habiendo ensartado en ella las cabezas de los sarracenos muertos; otros traían los pendones con la media luna y otros, en fin, se habían apoderado de los hermosos caballos de Al-Andalus.
Cuando llegaron al campamento, Fernán González descendió de su alazán y preguntó por Martín Antolínez. El escudero de este capitán huyó de su vista, avergonzado porque su amo no había acudido a la batalla; había estado todo el santo día en la iglesia rezando y él mismo sentía deshonor por la cobardía de su amo. Nadie veía a Martín Antolínez por parte ninguna hasta que, al fin, apareció el caballero saliendo de la iglesia, con su armadura abollada, con el rostro ensan¬grentado y una peligrosa herida en el brazo. Nadie mostró la menor sorpresa y, bien al contrario, todos lo vitorearon y lo ensalzaron como héroe... Pero el mismo Martín Antolínez se vio sorprendido en su figura, pues pensaba que se había quedado dormido en el templo y, desde luego, él no había estado en la batalla... Y sin embargo... su armadura estaba polvorienta y ensangrentada, su frente se nublaba por un golpe doloroso y el brazo le dolía enormemente.
Fernán González avanzó hasta él y lo abrazó como sólo se abraza a un verdadero héroe.
-Hermano -le dijo: estoy orgulloso de vuestro valor, todos lo estamos, y os proclamamos vencedor de la batalla. Nadie sino vos pudo internarse en el fragor del combate y arrebatar la bandera de las huestes sarracenas, nadie sino vos pudo tajar la cabeza del capitán moro, nadie sino vos pudo defender con tanto ardor el sagrado pendón de Castilla... Pero, sabed -gritó Fernán González a sus tropas- que aún hay algo más: Martín Antolínez me ha salvado la vida en esta ocasión, pues él fue, y no otro, quien mató a mi enemigo cuando yo estaba en tierra y en trance de ser degollado. ¡Dios guarde a Martín Antolínez!
Entonces, el caballero conoció que Dios había obrado un milagro y cayó de rodillas ante el conde de Castilla:
-Señor don Fernán González -dijo, dad las gracias a Dios Nuestro Señor, y no a mí. Porque yo no he salido de la iglesia y un ángel ha tomado mi figura para luchar por la cristiandad.
Y todos conocieron la verdad de este suceso: se arrodillaron y oraron a Dios, que les había hecho conocer su poder en aquella ocasión singular.
El castillo de Gormaz cayó finalmente en manos de los cristianos el año 1059 y era el orgullo del rey de León y Castilla, Alfonso VI. La aldea tomó entonces el nombre de San Esteban de Gormaz. Villa y fortaleza pasaron después al héroe castellano Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid.

Fuente: Jose Calles Vales

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