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viernes, 23 de agosto de 2013

Kurlakan, el fanfarrón

Había una vez tres amigos que salieron de viaje juntos. Uno se llamaba Bimbiri, el otro Dungonotu y el tercero Kurlakan.
Después de caminar varios días sin nada que beber, se cruzaron por fin con un aljibe. Los tres tenían mucha sed, pe­ro el pozo era demasiado profundo y no tenían nada con qué recoger el agua. Dungonotu entonces sacó el aljibe de la tierra como si fuera una jarra, y les dio de beber a sus dos compañeros. Bimbiri se cargó el pozo en la espalda y continuaron camino.
Llegó entonces el día en que, tras haber pasado semanas sin comer, les dio hambre por primera vez. Decidieron ir a cazar elefantes. Mataron una docena cada uno, y se los co­mieron a todos en una sola noche.
Siguieron caminando y se cruzaron con una hermosa mu­jer llamada Kumba Guné. A los tres les pareció bella, pero Kurlakan se enamoró perdidamente. Le propuso casamiento y abandonó a sus dos amigos para vivir con su esposa.
Todos los días Kurlakan se jactaba de ser más fuerte que nadie. Cazaba, como siempre, de a doce elefantes, y los lle­vaba todos hasta la casa con una sola mano, sólo para que lo viera su esposa.
Un día Kumba Guné le dijo:
-Estás equivocado al decir que eres el más fuerte. Acom­páñame a mi pueblo y te presentaré a mi familia. Entonces me dirás lo que piensas.
Salieron a caminar al amanecer, y algunas horas más tar­de divisaron una montaña a lo lejos.
-No sabía que hubiera montañas por esta parte del valle -dijo Kurlakan.
-No es una montaña -le contestó Kumba, es la rodilla de mi padre, que está descansando tirado en el suelo.
Debieron caminar cuatro horas más hasta llegar al lugar en que el padre de Kumba reposaba. Al verlos, el enorme suegro se puso de pie y los saludó alegremente.
Los tres hermanos de Kumba estaban de caza en ese mo­mento. Kurlakan pensó que sería un buen gesto ir a echarles una mano y salió en su búsqueda.
Se encontró con el primero, Amad¡, y vio que había mata­do a quinientos elefantes. Los llevaba atados en un paquete que cargaba al costado de su cintura.
-¿Quieres que... te los lleve? -preguntó tímidamente Kurlakan.
-No... No podrías con la carga -le contestó Amad¡ con mucho respeto. Pero si continúas tu camino te encontrarás con mi hermano y tal vez a él sí puedas ayudarlo.
Kurlakan siguió caminando y se encontró con el segundo hermano, Delo, que llevaba en sus espaldas a otros quinien­tos elefantes.
-¿Te ayudo en algo? -preguntó Kurlakan tragando saliva.
-No, son muy pesados para ti. Pero seguro mi hermano, que viene atrás, necesita que le des una mano.
Kurlakan esperó y vio aparecer al último hermano, Delo. Había cazado tan sólo cuatrocientos elefantes, y al cargar­los se le había roto la correa de una de sus sandalias.
-¿Te ayudo con los elefantes? -preguntó Kurlakan.
-No, pero puedes ayudarme a cargar mi sandalia -le contestó Delo.
-¡Claro que sí! -dijo Kurlakan, contento de poder ser útil. Iba a decir algo más, pero en el momento de abrir la boca, fue aplastado por la inmensa sandalia de Delo quien, sin darse cuenta, prosiguió su camino.
Los tres hermanos llegaron a la aldea. El padre los regañó por haber conseguido tan poca caza precisamente el día en que iban a conocer al marido de su querida Kumba.
-Hablando de lo cual -dijo Amadi, ¿alguien vio a nues­tro cuñado?
Todos comenzaron a buscar por el piso, levantando los pies y mirándose las suelas.
-La última vez que lo vi, lo mandé a buscar a Samba -dijo Amadi.
-Yo le dije que buscara a Delo -contó Samba.
-Y yo le pedí que cargara con mi sandalia...
Los cuatro se miraron en silencio. Kumba Guné salió corriendo entonces hacia el lugar adonde sus hermanos habían ido a cazar.
Pronto vio en el camino la sandalia de Delo, y las ma­nitos de Kurlakan intentando sacársela de encima.
Kumba Guné creció de repente hasta convertirse en gigan­te, y levantó la sandalia del suelo para liberar a su marido.
Kurlakan se sentía terriblemente humillado.
Fueron a comer, pero la calabaza que le sirvieron era de­masiado grande para él. El padre de Kumba se lo subió a sus rodillas. Cuando Kurlakan se empinó para alcanzar el cuscús, resbaló y cayó dentro del plato sin que nadie se diera cuenta. Delo, sin querer, se lo metió en la boca de un bocado.
Antes de ir a dormir, se preguntaron:
-¿Dónde estará nuestro cuñado?
Buscaron dentro de las ollas y debajo de las cucharas pe­ro no lo encontraron por ningún lado.
Entonces Delo sintió que le dolía mucho la muela. Se me­tió el dedo para revisarse y descubrió que en el agujero de un diente careado se había quedado Kurlakan atascado. Lo sacó con cuidado y lo dejó sobre la mesa.
A Delo le dio tanta vergüenza haber sido dos veces el cau­sante de la desaparición de su cuñado, que se puso a llorar.
-¡No, no llores, por favor! -le decían los hermanos, pero no porque les diera pena, sino porque cada vez que Delo co­menzaba a llorar, se inundaba todo el valle.
Flotando en medio del mar de lágrimas, Kurlakan le dijo a su esposa:
-Querida mía, yo te amo de verdad, pero tu familia me da mucho miedo.
-Tú siempre me dijiste que eras el más fuerte del mundo.
-Ahora me doy cuenta de que no es así. Por favor, cásate con alguien que sea como tú. Yo no sobreviviría aquí ni un segundo.
Y una vez que estuvo en tierra firme, regresó a su hogar, y se separó de Kumba para siempre.

Fuente: Azarmedia-Costard

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