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viernes, 23 de agosto de 2013

Viriato


Algunos cronistas afirman que Viriato fue jefe de los españoles y que sus estados alcanzaban desde el Ebro al Tajo. Sin embargo, el amable lector debe saber que España no existía en aquellos tiempos y que la Península Ibérica se encontraba bajo el dominio romano. Los
romanos llamaban a este territorio Hispania o Iberia y habían
dividido su espacio en tres provincias, denominadas Baetica (junto
al río Betis, en el sur), Tarraconensis (en el levante) y Lusitania.
Durante siglos, y a medida que avanzaba la romanización, los antiguos fueron cambiando algunos nombres y estableciendo distintas circunscripciones, que dependían de sus asentamientos, de la ciudades, de los ríos o de las industrias en los diferentes emplazamientos.
Corría el siglo II a.C. cuando Roma trataba de someter a las tribus habitaban la estepa castellana. Para lograr la territorios peninsulares, Roma había enviado a sus grandes guerreros: Marco Pompilio. Pero las dificultades eran muchas: los romanos se encontraron con pueblos casi salvajes, asentados en las márgenes de los ríos, en las faldas de las montañas o en los bosques; su organización era muy primitiva, pero veneraban a sus caudillos y eran capaces de morir antes que someterse al imperio de los extranjeros.
Uno de aquellos jefes era Viriato. Este hombre era lusitano, junto a su tribu, vivía en un poblado junto a las riberas del Duero, acaso en los territorios que hoy se denominan Zamora o en la Sierra de Mogadouro, en Portugal. Como todos sus vecinos, Viriato se dedicaba al pastoreo y, aunque había sido elegido como jefe de su tribu, ello no impedía que trabajase en lo que sabía: cuidar cerdos en los roquedales y encinares de su territorio.
Aquel pueblo lusitano se vio forzado a entrar en guerra contra los romanos y, advirtiendo que los extranjeros estaban más pertre-chados y ordenados que ellos, Viriato organizó a su pueblo de modo singular: mandó que sus hombres se agruparan en cuadrillas y que subieran al monte. Desde allí podían observar los movimientos de las tropas imperiales y preparaban emboscadas en los pasos estrechos y en los bosques. Se comunicaban haciendo sonar los cuernos y silbando como habían aprendido de sus antepasados. El caso es que esta estrategia, que se llamó más adelante «guerra de guerrillas», produjo gran mortandad entre los soldados romanos y Marco Pompilio estaba casi decidido a abandonar la conquista de Lusitania. Por todo el imperio corrió la fama de aquel pastor llamado Viriato que tenía en jaque a las tropas de Roma.
Desde los riscos, los lusitanos acechaban el paso de los ejércitos y lanzaban grandes rocas y aceite hirviendo y enormes estopas de fuego. En los bosques, les cortaban el paso construyendo barreras con encinas o incendiaban el camino por donde los romanos iban a pasar. Cuando las tropas levantaban un campamento, los lusitanos aprovechaban la oscuridad nocturna y asesinaban a los vigías, y soltaban lobos y toros salvajes en el interior de los recintos. Todo ello traía desesperado a Marco Pompilio, que no sabía qué hacer para combatir a Viriato y sus secuaces.
El cónsul romano meditaba en su tienda cómo podría acabar con esta situación y recordó la máxima de Filipo II de Macedonia, padre de Alejandro Magno. Según aquel sabio, para derrotar al enemigo no hay nada como encizañar sus almas y procurar que unos traicionen a otros: «Divide y vencerás». No lo dudó: Marco Pompilio envió a varios mensajeros por todo el territorio, encargando que dijeran a Viriato que deseaba negociar con él y que procurarían encontrar un acuerdo para que romanos y lusitanos vivieran en paz en aquellas tierras. Supo de ello Viriato, y envió a tres camaradas suyos llamados, al parecer, Miminuro, Aulaco y Ditalco.
Estos tres pastores se presentaron ante Marco Pompilio y comenzaron las negociaciones. El cónsul, hábil y diestro en las cosas de la guerra, aturdió a los pobres lusitanos con sus palabras y con su riqueza: les mostró espadas de oro, grandes tesoros, coronas, mujeres hermosas... y les prometió que todo aquel lujo sería suyo si conseguían matar a Viriato. La avaricia hizo el resto.
Una noche, Viriato descansaba en su choza del monte. Con gran sigilo, los tres traidores entraron en el chamizo y vieron que su caudillo dormía. Entonces, actuando con la mayor infamia, lo apuñalaron y lo dejaron muerto.
Volvieron Miminuro, Aulaco y Ditalco al campamento romano y contaron al cónsul lo que habían hecho, afirmando que Viriato estaba muerto y desangrado en los montes de Lusitania. Reclamaron entonces lo prometido, pero Marco Pompilio los expulsó de su tienda diciéndoles que pidieran a Roma lo que quisieran y que él nada podía hacer por ellos.
Los asesinos escribieron una carta al Senado romano: en ella contaban al pormenor todo cuanto habían hecho por Roma, asesinando al caudillo lusitano, y que por este servicio pedían grandes tesoros, y tierras, y mujeres hermosas, tal y como el cónsul Marco Pompilio les había prometido.
Al poco llegaron noticias de Roma. Una breve nota decía:

ROMA NO PAGA A TRAIDORES.

En la ciudad de Zamora existe un monumento que representa la figura de Viriato, que señala a Roma con aspecto desafiante. Una inscripción latina recuerda sus hazañas: Viriato, terror romanorum (Viriato, terror de los romanos). En aquellas tierras se le tiene por héroe y se venera su memoria, no en vano sólo una infame traición de sus amigos pudo acabar con su vida.

Fuente: Jose Calles Vales

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