Se dice que el rey Mauregato era uno de los hombres
más torpes y necios que hayan conocido los asturianos. En efecto, este monarca
gobernó en aquella parte de Hispania hace más de mil años, cuando Castilla
permanecía bajo el imperio musulmán y Córdoba era la capital del mundo
conocido. Cierto que los árabes pocas veces se animaban a cruzar las altas
montañas de la
Cordillera Cantábrica y que la pertinaz lluvia del norte los
retraía sobremanera. Pero más que los aguaceros, el barro y las montañas, los
musulmanes temían la fiereza de los vascones, los montañeses y los asturianos,
de modo que permanecieron en la meseta castellana sin querer ir más allá. Sólo
el ánimo resuelto de Almanzor permitió a los moros adentrarse en los verdes
valles norteños y se cuenta, con cierta verosimilitud, que este caudillo árabe
llegó a conquistar Santiago de Compostela.
Mas volvamos a nuestro rey Mauregato o Maragato: era
éste individuo de la peor ralea que uno pueda imaginar. Holgazán, vicioso, cobarde
y bujarrón (según se dice en
Asturias), el rey había llegado a un acuerdo con los musulmanes: a cambio de no
entrar éstos en sus territorios, el monarca asturiano les entregaría cien
doncellas cada año. De este infame modo Mauregato se aseguraba la tranquilidad,
a costa de las pobres jóvenes de Asturias que, año tras año, eran enviadas en
carretas al otro lado de las montañas para solaz y divertimento de los viciosos
moros.
Con todo, el rey Mauregato no se contentaba con
enviarle cien doncellas cualesquiera, sino que las buscaba entre las más
hermosas que hubiera en la comarca, acaso para demostrar a los moros que en su
reino habitaban las mozas más dulces y galanas. De este modo, un año sí y otro
también, las aldeas y pueblos de Asturias se veían privados de las muchachas
más atractivas y, con grandes vejaciones, se las llevaban por esos montes hasta
los campamentos musulma-nes.
Pasaron así algunos años y, llegado el momento, de
nuevo los soldados se vieron en el trance de salir por los caminos en busca de
las cien doncellas más hermosas de Asturias. Llegaron los guerreros al pueblo
de Illés, que es en nuestros días Avilés. Comenzaron entonces a visitar casa
por casa, capturando a varias jóvenes hermosísimas. Entre éstas había una
muchacha que, además de ser bellísima, tenía un genio y carácter muy
particular. La moza, llamada Galinda, advirtió a los soldados del siguiente
modo:
-Sabed, esforzados caballeros, que más que nosotras,
hay en este lugar una doncella que nos supera en hermosura y gracias mil veces.
Llámase la Xana ,
y vive en este bosque cercano, aunque, si queréis capturarla, tendréis que
acudir a la fuente durante la noche. Allí la veréis bailar y cantar, y por
vuestros ojos sabréis que vale mucho más que nosotras.
El capitán de los guerreros supuso que capturar a una
doncella con tantas y tan buenas cualidades le supondría algún privilegio del
rey y aguardando en la aldea, esperó que llegase la noche.
Las tinieblas cubrieron por fin aquellos hondos valles
y el capitán, con sus soldados, salieron hacia el bosque con la intención de
capturar a la hermosa Xana. Brillaba la luna con su pálido fulgor y no tardaron
en encontrar la fuente de la que tanto hablara la moza Galinda. Allí estaba, en
efecto, una joven de belleza sin par. Una dulcísima melodía brotaba de sus
labios y el gorjeo del agua en la fuente parecía armonizar de modo maravilloso
con su canción. La Xana
alisaba sus largos cabellos con un peine de oro y la luz nocturna iluminaba su
rostro con un fulgor sobrenatural. Ni el capitán ni los soldados habían visto
jamás una dama tan hermosa. Estuvieron contemplándola durante largo tiempo,
ensimismados y casi enamorados, pues a cada movimiento de la Xana parecían desprenderse
miles de estrellas brillantes que tililaban sobre la hierba, compitiendo en
hermosura con el rocío.
«Si logro raptar a esta mujer, no habrá merced que el
rey me niegue», se decía el capitán; y ciego de ambición ordenó a sus soldados
que se lanzaran sobre ella y la prendieran. Pero de nada sirvió: cuando los
guerreros se acercaron con sus lanzas, la Xana levantó su mirada. ¡Oh, aquellos ojos verdes
no eran de este mundo! Un gesto de la mano lanzó refulgentes estrellas y al
cabo todos los soldados quedaron convertidos en carneros.
Comprobó el rey Mauregato que los soldados de Illés
tardaban mucho y envió dos cuerpos de soldados a la aldea. Estos soldados
hablaron con los paisanos y de nuevo Galinda les envió a buscar a la Xana : «Sí, es cierto que aquí
estuvieron vuestros amigos. Mas fueron a buscar a la Xana y nunca volvieron». Sin
tardanza, los nuevos guerreros se adentraron aquella misma noche en el bosque y
pudieron contemplar la hermosura de la maga. Mas cuando fueron a capturarla
ella los convirtió en carneros también.
Mauregato estaba en verdad enojado: más de cien
soldados habían partido de palacio y no habían regresado aún. El tiempo de
entregar a las doncellas se cumplía y, decidido a resolver el misterio, él
mismo se encaminó con su guardia a Illés. También habló con Galinda y ésta
repitió: «Sí, señor; es cierto que estuvieron aquí vuestros soldados. Mas
fueron a buscar a la Xana
y nunca volvieron».
Airado como nunca se le vio, Mauregato se encaminó con
sus hombres a la fuente de la
Xana. Allí , como antes sucediera con los soldados, vio a la
joven jugando con el agua, cantando y danzando, y dejando caer miles de
estrellitas en cada movimiento de sus brazos.
-Oye tú, Xana: ¿dónde están mis soldados?
-No vi soldados aquí, señor -respondió la Xana.
-Cien soldados contados, Xana, que yo los envié que
tomaran las doncellas más hermosas.
-No eran soldados, señor, que eran carneros -dijo la Xana sonriendo.
-¡Ea! ¡Soldados eran, como éstos que vienen conmigo!
-gritó el airado Mauregato.
-Esos soldados que decís no son tales, que son
carneros también. Y tú, eres el pastor.
Asombrado y lleno de pavor, el rey Mauregato se vio
rodeado de carneros, y corderos y ovejas modorras, y él mismo no llevaba ya los
ricos ropajes de monarca, sino una pelliza de lana, y un zurrón. Y en vez del
bastón real tenía en la mano un torpe cayado de roble.
Cobarde y temeroso como era, Mauregato cayó de hinojos
ante la Xana y
le suplicó entre lloriqueos que le devolviera su figura de rey y que, si ello
era posible, volviera a figura humana a sus soldados. Prometió hacer cualquier
cosa, con tal de que él mismo tornara a ser rey y sus carneros fueran de nuevo
soldados.
Si esta historia parece incierta o falsa, vaya el
lector a Avilés y pregunte por la fuente de la Xana. Con un tanto de
suerte, acaso pueda verla; mas... no se acerque: todo sea que se convierta en
carnero.
Fuente:
Jose Calles Vales
0.003.3 anonimo (españa) - 018
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