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sábado, 8 de septiembre de 2012

Las trampas del curupí

En medio de la selva había un árbol muy grande y muy viejo. Tan grande, que diez monitos asidos de las manos no podían rodearlo. ¡Tenían que llamar a cinco monitos más! Y tan viejo, que todos los otros árboles le decían abuelo.
Pero más viejo que el árbol viejo era el Curupí.
El Curupí dormía debajo de la Tierra mucho antes que la primera semilla asomara su brotecito. Y cuando asomó éste, por el agujero que hizo en la Tierra salió el Curupí.
Claro que el Curupí no parece un viejo. Parece un muchacho indio, bajo, fuerte y bastante feo. Y para descubrir que es el Curupí, hay que mirarle los pies. El Curupí los tiene al revés, para atrás.
Por eso engañan sus huellas: cuando viene, ¡parece que se va!
El Curupí no sólo sabe quedarse siempre joven. Sabe muchos, pero muchos otros encantamientos. Puede hacer que toda la selva cante, puede hacer queje obedezcan las víboras. Sí, puede eso y muchas cosas más. Cuando está de buen humor, busca a los leñadores y a los cazadores para conversar con ellos. A algunos les hace extraños regalos. Pero... muy pocas veces está de buen humor.
A menudo el Curupí se entretiene extraviando a la gente que cruza la selva, robándose los chicos, poniendo en peligro a todos. Sólo cuando el Curupí se duerme -a veces semanas enteras-, las demás indias están tranquilas y dejan de vigilar a sus hijitos. Pero cuando despierta -y lo anuncian los ruidos misteriosos del bosque, las mamás no permiten a los indiecitos que jueguen lejos de las chozas.
Una vez un leñador se metió en la selva, eligió un árbol y con su hacha golpeó y golpeó el grueso tronco para derribarlo. No sabía que allá arriba, en la copa, estaba, sentado el Curupí, matando las orugas que se comen las hojas,.
Cuando el árbol cayó, el Curupí también cayó. Con el golpe, el Curupí se quedó dormido y durmió hasta que salió la Luna y siguió durmiendo hasta que volvió a salir el Sol. Entonces se despertó y gritó:
¡Voy a cazar al leñador! ¡Ya verá quién es el Curupí!
Todas las hojas susurraron y desde Aguará, el zorro, hasta el tatú y el tapir, se estremecieron ante la furia del Curupí.
El Curupí arañó, la Tierra, después cavó en ella un pozo profundo, lo cubrió de ramas y hojas secas, y se escondió a esperar que el leñador regresara.
Pero aquel día el leñador no volvió al monte. Dejó su hacha colgada fuera de la choza, y allí la encontró su hijito Inambú.
Inambú a escondidas de su padre, descolgó el hacha, se la echó al hombro y se fue al monte, a jugar al leñador.
El Curupí lo vio probar el filo del hacha en la corteza de los árboles. Y lo empezó a seguir. Y mientras le seguía los pasos,
-Si no puedo cazar un leñador grande, cazaré un leñador chico.
Así Inambú, caminando, caminando, se acercaba al pozo disimulado por las ramas. Un poco más caería, dentro, prisionero del Curupí.
Entonces, Panambí, la mariposa, pasó volando y, rozando una oreja de Inambú, le dijo:
Vas a caer en una trampa. Te sigue el Curupí, Inambú miró delante de sus pies. Vio el pozo disimulado, entre las hojas, y despacito, despacito, se acercó a la orilla y clavó su hacha en el borde.
-Esperaré que mi hacha pesque un pez -exclamó en voz alta, para que lo oyera el Curupí, después lo asaré y me lo comeré.
El Curupí, curioso, quiso ver cómo el hacha de Inambú pescaba un pez del pozo. Y se acercó a la orilla. Entonces, rápidamente, Inambú lo empujó y lo tiró dentro de la trampa.
Ayúdame a salir -gritaba el Curupí. Ayúdame, Inambú, y te regalaré un tapir. Inambú trenzó las largas guías de una enredadera, haciendo una cuerda con ellas, dejó caer la cuerda improvisada en el pozo, y sacó al Curupí. Pero el Curupí no le dio el tapir.
-Lo tengo en el otro lado de la selva -le dijo-, junto a mi choza. Vamos a buscarlo. Yo iré delante, tú detrás.
Así el Curupí se adelantó a Inambú, llegó hasta el río que cruzaba la selva, y le dijo:
-Río, arrastra al primero que se atreva a meterse en tus aguas. Arrástralo y llévatelo. Caminando, caminando, Inambú se acercaba al río. Ya estaba en la orilla, ya se iba a echar al agua para cruzarlo nadando. Entonces Cururú, el sapo, salió de su casita de barro, rozó los pies del indiecito y le dijo:
¡Vas a caer en una trampa, Inambú! El río va a arrastrar al primero que se meta en sus aguas.
Inambú se inclinó sobre el río, miró la corriente y exclamó en voz alta, para que lo oyera el Curupí:
-Esperaré para tirarme, porqué el ratón está agujereando el fondo del río con una flecha. El Curupí, curioso, quiso ver cómo Anguyá, el ratón, podía agujerear el fondo del río con una flecha. Se acercó, y entonces, rápidamente, Inambú lo empujó y lo tiró al agua.
-Ayúdame, Inambú -gritaba el Curupí, que no podía nadar porque tiene los pies para atrás-.
Ayúdame, y te daré dos tapires.
Inambú corrió por la orilla, tendió una mano al Curupí y lo sacó del río.
Pero el Curupí no le quiso dar ninguno de los dos tapires que le había prometido.
-Los tengo en el otro extremo de la selva, junto a mi choza -le dijo-, Si los quieres, vamos allá. Rodearon el río y siguieron caminando. Mientras andaban y andaban entre los viejos árboles de la selva, el Curupí pensaba cómo podía engañar a Inambú.
Cuando estuvieron cerca de la choza, el Curupí dijo al indiecito:
-Descansemos un poco. Después te daré los dos tapires.
El Curupí e Inambú se tendieron en el suelo, Sobre las hierbas. El Curupí esperaba que el indiecito se durmiera, para apresarlo y encerrarlo en su choza. Inambú se estaba quietecito, esperando que el Curupí se descuidara, para escaparse. Pero el Curupí vigilaba y vigilaba, con los ojos cada vez más abiertos.
Entonces, desde las grietas del árbol donde hacía su miel, Mirín, la abeja, voló hasta la oreja de Inambú.
Te ayudaré, Inambú -le dijo. Haré dormir al Curupí.
Mirín, la abeja, rozó con sus patitas una y otra vez la frente del Curupí. El Curupí bostezó. Sentía las patitas de Mirín, la abeja, sobre su frente, como una caricia... como una caricia... ¡Y se durmió!...
Inambú ató sus dos tapires, cargó su hacha y dio las gracias a Mirín, la abeja. Después, antes de empezar el camino de regreso a su choza, buscó un poco de barro y pegó los ojos del Curupí. Por eso el Curupí duerme todavía. No puede abrir los ojos.
Y mientras el Curupí duerme, las mamás indias están tranquilas y los indiecitos pueden jugar lejos de sus chozas.

1.083. Foresto de Segovia, Amelia

Eireté la indiecita

Allí donde el río da una vuelta y los ceibos echan sus flores más rojas que el fuego, vivían, en su choza, nueve indiecitas hermanas.
De las nueve indiecitas, ocho tenían nombre de flor, pero la última, la pequeñita, se llamaba Eireté quiere decir, en la lengua de los guaraníes, miel de abeja.
A la mañana, muy temprano, cuando el Sol despertaba a las campanillas silvestres, las indiecitas también se despertaban. Sí, se despertaban y se levantaban, todas, menos Eireté.
Eireté dormía mientras sus hermanas molían el maíz en el mortero. Eireté bostezaba mientras sus hermanas cuidaban las plantas del sembrado. Y mientras sus hermanas amasaban el barro y modelaban cacharros y jarras y marmitas, Eireté se decía:
-¿Dejo o no dejo la hamaca?
Y no la dejaba. Continuaba tendida, bostezando… boste… zzz… ando…
De las nueve indiecitas, ocho trabajaban, corrían y jugaban. Sólo una, Eireté, tenía siempre pereza para todo: para vestirse, para peinarse, para ir con el cántaro a traer agua del río.
Una mañana, las hermanas de Eireté, le dijeron:
-Levántate. Vas a ir con nosotras a buscar juncos y hierbas para hacer cestos. Levántate en seguida, Eireté.
Siguiendo el río, entraron en el bosque. Allí, las indiecitas comieron los frutos dulces del mburucuyá [1], y miraron volar y volar a Mainumbí, el picaflor, vestido con su precioso traje de todos colores. Andando y andando pasaron bajo la rama donde Ayurú, el papagallo, se peinaba las plumas, y Ayurú les gritó los buenos días. Andando y andando pasaron junto a la palmera donde vivía Ca-í, el monito, y Ca-í las saludó con la mallo.
Por la orilla del río, por el medio del bosque, siempre en fila, caminaban Y caminaban las nueve indiecitas, ocho indiecitas delante, y una, Eireté, bastante, pero bastante más atrás. Así llegaron adonde los juncos eran flexibles y las hierbas elásticas, y los cortaron y los ataron y los cargaron sobre sus cabezas.
Ya era mediodía cuando las indiecitas iniciaron el camino de vuelta, ocho hermanitas delante y Eireté cada vez más atrás, cada vez más atrás... Tan atrás se iba quedando Eireté, que, llegado un momento, ya no vio a sus hermanas. Pero Eireté no se asustó, ni siquiera corrió para alcanzarlas. Se sentó en el suelo y se entretuvo, mientras bostezaba, mirando las plantas y los animalitos del bosque. Tan quieta se estaba, que Panambí, la mariposa, se posó sobre su pelo. Cururú, el sapo, se acercó -croac, croac- a contarle los dedos de los pies, y mamá Ca-í dejó que sus monitos jugaran en su derredor a la rueda-rueda.
Así, el tiempo fue pasando. El Sol ya sólo alumbraba las ramas altas de los árboles. Pronto, las sombras empezaron a jugar al escondite entre los árboles y llegó la noche. Y con la noche llegaron los aullidos de las fieras, los aletazos de los búhos, el chistar de las lechuzas y el miedo. Sí, entonces Eireté tuvo miedo, y abandonando su haz de juncos y de hierbas, se levantó y empezó a andar: perdida en el bosque, apenas iluminado por la luz de la Luna.
Eireté temía al jabalí, a Yaguareté, el tigre, y temía. a la serpiente, que cuelga de los árboles. Pero Eireté no conocía el camino para volver a su choza, y andando al azar, mientras brillaban entre las ramas fosforescentes ojos desconocidos, mientras oía cuchicheos extraños... Así anduvo y anduvo la indiecita, hasta que tropezó con una choza perdida en medio del bosque. Era la casa de una vieja india hechicera.
-¡Protégeme de las fieras! -rogó Eireté a la anciana.
La hechicera la hizo entrar en la choza. Todo estaba oscuro. Sólo un rayo de Luna, que entraba por la ventana, iluminaba un rincón.
-Eireté -le aseguró la vieja india-, quiero ayudarte. Pero sólo tengo poder sobre las fieras durante el día. Si el jabalí o el tigre vienen a buscarte de noche, no los podré detener. Tampoco podré detener a la serpiente.
-¡Protégeme, hechicera! -volvió a suplicar Eireté.
Eireté tenía la voz dulce. Tan dulce como su nombre -miel de abeja-, y la vieja india se dejó conmover.
-Te esconderé de las fieras -le dijo. Te convertiré durante toda esta noche en una arañita, para que no te encuentren.
Y le dio a Eireté un ovillo de hilo fino.
-Teje, teje -le encareció. Mientras, tejas, serás una araña. Pero volverás a ser una indiecita tan pronto como dejes de tejer.
Eireté comenzó a trabajar el hilo. Y su tejido fue una hermosa tela de araña, colgada en un rincón de la choza. Una fina tela de araña iluminada por la Luna, que entraba por la ventana.
Y así, durante horas y horas, tejió y tejió Eireté.
Pasó el jabalí. Espió por la ventana, y sólo vio una arañita ocupada en tender los hilos de su tejido.
Y luego pasó Yaguareté, el tigre. Y más tarde la serpiente se descolgó de una rama y asomó la cabeza chata por la ventana.
Pero ni Yaguareté, ni la serpiente, ni el jabalí, sospecharon que en la choza se escondía una indiecita.
Sí, Eireté trabajó una hora, dos horas, tres... Pero Eireté no estaba acostumbrada a trabajar. Y entonces se cansó y dejó de tejer. Poco a poco la arañita fue convirtiéndose en una niña, y el rayo de Luna alumbró en el rincón a Eireté, junto a la fina tela de araña. Entonces el jabalí, que regresaba de beber en el río, volvió a asomarse por la ventana de la choza.
¿Qué tienes ahí, hechicera? -gruñó. ¡Esa niña es mía!
Y clavó los colmillos en la puerta y la sacudió, para abrirla y entrar.
Eireté, asustada, empezó a tejer y a tejer otra vez...
Y cuando el jabalí pudo abrir la puerta y entró, sólo vio una arañita tejedora sobre la tela. Y se fue.
Eireté tenía sueño, mucho sueño, Y el trabajo la cansaba mucho. Entonces abandonó la telaraña y descansó. Y cuando dejó de tejer, otra vez volvió a ser una indiecita.
Yaguareté, el tigre, regresaba de cazar, enojado porque se le habían escapado todas las presas. Yaguareté, el tigre, al pasar, quiso mirar de nuevo por la ventana de la choza de la hechicera. Y entonces vio a Eireté, casi dormida, al lado de la telaraña.
-¡Qué tienes allí, hechicera? -rugió Yaguareté.
Y lanzó su cuerpo con fuerza contra la puerta. Eireté se despertó y comenzó a tejer. Y cuando el tigre entró, sólo vio una arañita hacendosa. Y como antes el jabalí, también Yaguareté se fue. Ya no faltaba mucho para que saliera el Sol. Eireté tejía y tejía cada vez más fatigada, cada vez más soñolienta. Al fin, tejiendo y tejiendo se durmió.
Y entonces la serpiente se asomó por la ventana.
¡Y no vio una arañita, no! Vio una indiecita dormida. Y pasó la cabeza, y empezó a pasar el cuerpo... Y estaba casi dentro ya, cuando Eireté se despertó. La indiecita, recogiendo el extremo de su hilo, tejió y tejió. Y cuando la serpiente metió todos sus anillos en la choza de la hechicera, Eireté era otra vez una arañita escondida entre las pajas del techo. Entretanto había salido el Sol. Y la vieja india había recuperado su poder sobre todos los animales del monte. Así que, tomando a Eireté de la mano, pudo llevarla sin peligro hasta la choza de sus hermanas, en el recodo del río, donde florecen los ceibos.
Eireté nunca volvió en adelante a convertirse en arañita, aunque siguió tejiendo y tejiendo de la mañana a la noche, un día y otro día.
Y enseñó a tejer a sus hermanas ese hermoso tejido, hasta entonces desconocido, que parece formado por muchas telas de arañas. Ese tejido que se llama ñandutí.

1.083. Foresto de Segovia, Amelia


[1] Mburucuyá: pasionaria o pasiflora

Anguyá, el invisible

A la orilla del río estaba la choza de Ivopé, el indiecito. Un poco más allá se alzaba la choza de Anguyá, el glotón.
Claro que a Ivopé, el indiecito, no le alegraba mucho tener de vecino a Anguyá. Porque si Ivopé mordisqueaba una torta de maíz, Anguyá corría y se la arrebataba. Y si Ivopé sacaba un pescado del río, Anguyá iba, se lo quitaba, lo asaba y se lo comía.
Una vez Ivopé encontró un pajarito perdido; el pajarito era un pichón de tingasú. Ivopé crió al tingasú y le enseñó a hacer muchas cosas: a acudir cuando lo llamaba, a comer semillas en la planta de su mano, a tirarse y estarse en el suelo quietecito, como si estuviera muerto.
Ivopé quería mucho a su tingasú y lo escondía de Anguyá, el glotón. Porque con Anguyá, ni siquiera un tingasú estaba seguro.
Pero un día... Un día Anguyá el glotón descubrió al pajarito.
-Dámelo -le dijo a Ivopé. Me lo comeré crudo.
-¿Cómo vas a comerte un tingasú? -dijo el indiecito. El tingasú es un pájaro brujo.
-Verdad, verdad -se lamentó Anguyá. ¿Cómo voy a comerme un pájaro brujo?
Y lamentándose, se fue a robar maíz tierno en un sembrado vecino.
No sólo Ivopé, sino toda la tribu estaba cansada del glotón. Porque Anguyá devoraba las patatas y los zapallos ajenos, robaba los cacharros donde se cocían los porotos... ¡Y ni el bosque se salvaba del apetito de Anguyá! Porque Anguyá les comía la miel a las abejas y les robaba a los pájaros los huevos de sus nidos.
Aunque los hombres de la tribu le pegaban, las abejas lo picaban y los pájaros lo perseguían por todo el bosque, Anguyá no escarmentaba. Anguyá no se decía: -Me pegan, me pican, me corren, porque robo… No, Anguyá se decía: -Me corren, me pican, me pegan... ¡porque me ven! ¡Si yo fuera invisible, podría comerme hasta la comida del jefe...! ¡Y nadie sabría que había sido yo!
Y tanto deseó Anguyá hacerse invisible, que se fue a visitar a un viejo hechicero que vivía al otro lado del río y le dijo:
-Enséñame a volverme invisible y te traeré una olla llena de porotos y zapallo.
El hechicero buscó entre los huesos, las plumas y las hierbas secas que guardaba amontonadas en su choza, y sacando de una vasija tres semillitas, le dijo a Anguyá:
Toma estas semillas. Ellas van a hacerte invisible. Pero primero tienes que sembrarlas en un lugar del bosque adonde no llegue el canto del gallo. Y además, debajo de las semillas, tiene que estar muerto y enterrado un tingasú. Cuando broten tres hojas de las semillitas, escóndelas en tu boca, y nadie te verá. Serás invisible para todos.
Anguyá tomó las tres semillitas y las apretó dentro del puño. Pero después se quedó pensando.
-¿Y cómo estaré seguro, seguro, de que soy invisible? -le dijo al hechicero.
-Preguntándoselo a un niño inocente -contestó el brujo. Él no te mentirá.
Anguyá dejó la choza del hechicero y, mientras regresaba a la tribu, pensaba:
-Las semillas las tengo. Sólo me falta el tingasú. ¿Dónde conseguiré un tingasú? ¡Se lo quitaré a Ivopé!
Así cruzó el río, pasó el bosque y llegó hasta la choza del indiecito.
-Dame el tingasú -le dijo a Ivopé.
-¡No! -gritó Ivopé apretando el pajarito contra su pecho.
Pero Anguyá, de un manotón, le arrebató el tingasú y en dos saltos se metió en el bosque.
-Devuélveme mi tingasú -gritaba Ivopé. Y corría tras él.
Anguyá iba rápido, rápido, y para desorientar al indiecito daba vueltas y más vueltas entre los árboles. Al fin, cuando se creyó solo, se detuvo y exclamó:
-¿Llegará hasta aquí el canto del gallo?
Porque el brujo le había recomendado que matara y enterrara el tingasú en un lugar desde donde no se oyera cantar al gallo. Anguyá escuchó y escuchó y, como no oyera ni un solo kikirikí, exclamó muy contento:
-¡Éste es el lugar! Ahora tengo que matar al tingasú, enterrarlo y sembrar encima las semillas. Y después cosechar las hojas que nazcan, para hacerme invisible.
Lo que no sabía Anguyá, el glotón, era que Ivopé estaba escondido tras él, vigilándolo. Y así Ivopé, a sus espaldas, despacito, despacito, le dijo al tingasú:
-¡Hazte el muertecito, tingasú!..¡Hazte el muertecito, para que no te maten!...
Y el tingasú le obedeció.
Anguyá, el glotón, vio al pajarillo quieto, muy quieto, sobre el suelo. Creyéndolo muerto, hizo un pocito, lo acostó dentro, lo cubrió con tierra y plantó en la tierra las tres semillitas. En seguida exclamó:
-¡Mañana volveré!
Y se alejó. Ivopé, rápidamente, desenterró el pajarito. El tingasú revoloteo jurito a su cara y luego, entre los dos, acomodaron la tierra y las semillas exactamente como lo había hecho Anguyá.
-Nosotros también volveremos mañana -dijo Ivopé al pichoncito. Y veremos qué se propone Anguyá el glotón.
A la mañana siguiente, muy temprano, el indiecito y el tingasú se escondieron detrás de unas matas y esperaron. Al poco rato apareció entre los árboles el indio glotón y, acercándose al lugar donde creía que estaba enterrado el tingasú, miró y miró hasta que descubrió tres hojitas verdes a ras de tierra: Anguyá, de un solo tirón, arrancó las hojas y de la alegría se puso a bailar y a cantar.
-Con estas hojitas seré invisible -decía. Robaré en los sembrados el maíz tierno. Me llevaré los cacharros con porotos y quitaré su comida al anciano jefe. ¡Y nadie, nadie, sabrá que fui yo! Pero... ¿cómo estaré seguro de ser invisible?
-Yo te lo diré -exclamó Ivopé, el indiecito. Y dejando su escondite entre las matas, se acercó, a Anguyá.
-¡Sí, sí! -gritó Anguyá muy contento. Tú Me lo dirás.
Y en seguida se puso la primera hojita en la boca y le preguntó a Ivopé:
-¿Me ves, me ves?
-Sí, te veo -le contestó Ivopé.
Anguyá metió en su boca la segunda de las hojas, y volvió a preguntar:
-¿Me ves, me ves?
-Sí, te veo -le contestó Ivopé.
Entonces Anguyá puso en su boca la última de las hojitas.
-¿Y ahora., Ivopé, me ves, me ves?
¡Claro que lo veía Ivopé! Lo veía porque el hechizo estaba mal hecho. Y el hechizo estaba mal hecho porque el tingasú vivía. Todo esto lo sabía Ivopé, pero Anguyá, el indio glotón, lo ignoraba.
Y entonces, aunque Ivopé veía a Anguyá y lo veía muy bien, le dijo:
-No, no te veo. Te has vuelto invisible. Nadie te verá.
Anguyá, al oírlo, se puso muy contento. Tan contento, que echó a correr y no se detuvo hasta que se halló frente a la choza del jefe de la tribu. Después entró en la choza, tomó un cacharro lleno de crema de mandioca y empezó a comer, y a comer, a comer... El jefe de la tribu lo miraba asombrado.
¿Qué haces, Anguyá? -exclamó por fin. ¿Cómo te atreves a penetrar en m¡ choza y a comerte mi crema de mandioca?
De la sorpresa, Anguyá soltó el cacharro.
-¿Me ves, me ves? -exclamó ¿No soy invisible? El jefe, sin contestarle, tomó un grueso garrote y le pegó a Anguyá una vez y otra vez y muchas veces más. Anguyá no podía esquivar los golpes y gritaba:
-¡Ay, ay! ¿Me ves, me ves?
Al fin consiguió escapar de la choza. Corriendo, se metió en el bosque y corriendo se alejó para siempre de la tribu.
Y ya sin Anguyá que despojara los maizales, robara los cacharros de comida, quitara la miel a las abejas y sacara los huevecillos de los nidos, todos descansaron.
Descansaron los hombres de la tribu de darle palizas, las abejas de picarlo y los pajaritos de perseguirlo a aletazos por todo el bosque.
E Ivopé, en la puerta de su choza, pudo comer tranquilo su torta de maíz y darle las miguitas al tingasú.

1.083. Foresto de Segovia, Amelia

El conejo de la luna

Quetzalcóatl, el dios grande y bueno, se fue a viajar una vez por el mundo en figura de hombre. Como había caminado todo un día, a la caída de la tarde se sintió fatigado y con hambre. Pero todavía siguió caminando, caminando, hasta que las estrellas comenzaron a brillar y la luna se asomó a la ventana de los cielos. Entonces se sentó a la orilla del camino, y estaba allí descansando, cuando vio a un conejito que había salido a cenar.
-¿Qué estás comiendo? -le preguntó.
-Estoy comiendo zacate. ¿Quieres un poco?
-Gracias, pero yo no como zacate.
-¿Qué vas a hacer entonces?
-Morirme tal vez de hambre y de sed.
El conejito se acercó a Quetzalcóatl y le dijo;
-Mira, yo no soy más que un conejito, pero si tienes hambre, cómeme, estoy aquí.
Entonces el dios acarició al conejito y le dijo:
-Tú no serás más que un conejito, pero todo el mundo, para siempre, se ha de acordar de ti.
Y lo levantó alto, muy alto, hasta la luna, donde quedó estampada la figura del conejo. Después el dios lo bajó a la tierra y le dijo:
-Ahí tienes tu retrato en luz, para todos los hombres y para todos los tiempos.

999. anonimo leyendas

Los dos vezinos

Dizen k’eran buenos de dos vezinos. Todos dos, el uno morava abasho, el otro morav'ariva, i todos dos tenian kamburas (jorobas). Un dia, el ke morava al piso d'abasho le disho a la mujer:
-Si bivas tu ke me des una mudadura limpia ke me kero yir al banyo, ke tengo el puerpo muncho suzio.
La mujer le fizo el bugito i se hue el ombre al banyo. Ya era tadre kuando se hue; fin a ke se lavo por aki, se lavo por ai, se fizo de noche. Serraron el banyo i kedo el adientro. El ombr'agora, ke ke falta? S'asento en un kantoniko del banyo. A media noche empeso a salir diente buena (los d'abasho) i tomaron a kantar i fizieron palmas:
-Djugueves i viernes, djugueves i viernes....
En esto ke stan kantando djugueves i viernes, salto el djidio, disho:
-Djugueves, viernes i saba.
Esta diente de sentir esto:
-Ere, esta persona es djidio. Onde disho «saba», es dia santo. Ke se merese ke le demos?
-Mijor de le kitar esta kambura ke tiene, no ay.
Le kitaron la kambura al djidio i el djidio a tanto ke stava kambureado se fizo derecho, ermozo. A la manyana avrieron el banyo; el djidio a korrer se hue en kaza. La mujer ke lo vido:
-Ke t'akontesio, la kambura ke fizites?
Le disho:
-Anoche me kedi al banyo. Estavan diziendo «djugueves i viernes», i yo dishi «i saba»; porke dishi un dia mas ke kitaron la kambura.
La vizina d'ariva ke sintio, le dish'al marido:
-Mira, el vezino d'abasho se hue al banyo, se kedo ai anoche. Estavan diziendo «djugueves i viernes» i el krisio un dia mas; disho «saba», le kitaron la kambura. Agora vas yir tu, vas a fazer ansina, le cisho.
-Bueno, este ombre save, yo no se...
-No puede ser, le disho, te vas a yir; si no te vas, no sos mi marido.
El ombre, el dezdichado, tomo i el el bugito, se hue al banyo. Lo mizmo d'akel, fin a ke se lavo por aki, se lavo por ai, se fizo de noche. Serraron el banyo i el kedo adientro. A media noche empisaron a salir los buenos, empisaron a kantar:
-Djugueves i viernes i saba, djugueves i viernes i saba...
Viene el djidio dize:
-Djugueves i viernes i saba i alba....
-Ah, este no es djidio; onde disho «alba», es ke no es djidio. Ke se merese ke le demos?
Disheron eyos:
-Una kambura ya tiene í otra tenemos aki; se la vamos a dar.
Al dezdichado se le fizieron dos kamburas. A la manyana avren el banyo i se va a kaza, una kambura por aki, otra por ai.
-Na, le disho a la mujer, no kijites una kambura, toma dos.
I kedo kon las dos korkovas.

173. anonimo (sefardi)

Los dos jorobados y las brujas

(versión en castellano de “los dos vezinos”)

En un pueblo, en que vivía una bruja, habitaban también dos jorobados que un día descubrieron que la vieja acudía a los aquelarres y a qué se dedicaba.
-No lo ocultes, ya sé que eres bruja -le dijo uno de los jorobados, y si no quieres que te denuncie, llévame contigo al aquelarre.
La mujer trató de disimular, pero acabó admitiendo lo que era y le dio su palabra de que irían juntos al aquelarre. Solamente le hizo una advertencia:
-Pon atención a lo que te digo. Nuestro superior nos hará decir los nombres de los días de la semana a todos. Cuando te toque a ti, díselos: lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, sábado, pero no se te ocurra decir el domingo.
-Está bien -dice el jorobado.
Cuando llegó la noche de la reunión, la vieja y el jorobado acudieron al aquelarre y en cuanto empieza, se ponen a decir los días de la semana delante del superior. Y al llegar el turno del hombre, dice:
-Lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, sábado, domingo.
-¿Quién es ese que ha hablado del domingo? -pregunta inmedia-tamente el superior.
-Ha sido ese jorobado -dicen los otros.
-Quitadle en seguida esa joroba de la espalda.
El hombre se fue tan alegre a su casa, que al verle el otro le pregunta:
-¿Cómo has conseguido ese aspecto tan saludable y apuesto?
El otro le contó lo ocurrido y animó a su vecino a hacer lo mismo.
Así que el jorobado, con el deseo de curarse, acudió adonde la bruja, quien le hizo la misma advertencia que al otro.
Al llegar a la reunión de los brujos y tocarle el turno al jorobado, dijo:
-Lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, sábado, domingo.
-¿Quién es ese que ha dicho domingo? -preguntó el superior.
-Ese jorobado de ahí -dicen los otros.
-Ponedle a la espalda esta joroba que le quitamos al del otro día.
Y así, el segundo jorobado volvió a casa triste y con doble joroba.

173. anonimo (sefardi)

El abuelo

Erase una vez una familia muy rica que vivía en una gran casa rodeada de un hermoso jardín. En el jardín sus moradores habían construido una choza con el fin de que la ocupara el abuelo, pues la presencia en la casa del anciano les resultaba molesta y desagradable.
Todas las noches, después de la cena, el nieto, mandado por su padre, le llevaba un plato de comida al abuelo. El niño se sentaba junto al anciano y, mientras éste comía, lo observaba con angustia y tristeza. Cuando el viejo terminaba de cenar, el nieto cogía una vieja manta y lo tapaba.
-Gracias, hijo, que Dios te bendiga -le decía el abuelo.
Al cabo de algunos años, murió el abuelo y, tras el entierro, el padre de la familia se dirigió a la choza con intención de limpiarla.
En medio del jardín preparó una hoguera en la que quemar las pocas ropas viejas y la manta que había usado el abuelo.
El niño, que estaba observando a su padre, le dijo de pronto:
-¡Padre, por favor, no quemes la manta del abuelo!
-¿Por qué? Ya ves que está muy gastada y no sirve para nada -le respondió.
-Por favor, padre -insistió el pequeño. Es que voy a necesitarla.
-¿Para qué la quieres, hijo mío, si en casa tenemos muchas, más suaves y nuevas que ésta?
-Es que, padre, cuando tú tengas la edad del abuelo, la necesitaré para taparte con ella.
El padre, callado, inclinó la cabeza y no dijo nada. Lo decían todo las lágrimas que derramaban sus ojos.

131. anonimo (melilla)


La mujer muerta

Hace mucho tiempo reinaba en Ceuta un rey moro que tenía una hermosa hija, a a que quería mucho. Un día, llegó a la ciudad un caballero español que fue a saludar al rey a palacio. El caballero se quedó una temporada en palacio para poder hablar con el rey sobre cosas españolas, y un día se encontró con la princesa en el jardín, junto a la fuente; estuvieron hablando mucho tiempo y se enamo-raron.
Desde entonces se veían a escondidas. Pero, un día, un criado del rey, que era malo y estaba enamorado de la princesa, los vio y se lo dijo al rey, para que los sorprendiera juntos.
El rey, al verlos, se enfadó muchísimo. El caballero y la princesa le explicaron que se querían casar; pero el rey estaba tan enfadado que ordenó a sus criados que se llevaran al caballero a la cárcel, y a su hija a sus aposentos.
Cuando se calmó, le dijo a su hija que jamás consentiría esa boda, porque ella se tenía que casar con un príncipe musulmán, como ella.
Desde entonces la princesa fue consumiéndose poquito a poco, no salía de su cuarto, no comía apenas y no dejaba de llorar. Su padre, preocupado, le compró todo lo que podía desear; pero ella no le hacía ningún caso.
Así pasó el tiempo, hasta que una mañana la encontraron muerta junto a la ventana de su cuarto, desde donde se podía ver la cárcel del caballero.
Toda la ciudad de Ceuta se vistió de luto por la princesa, porque todos la querían mucho. Y al pasar el entierro por delante de la cárcel y ver el caballero por las rejas de su ventana de quién se trataba, murió también de pena.
Entonces el día se nubló y, por la noche, empezó a llover con mucha fuerza y empezaron a caer truenos y relámpagos. Los truenos esculpieron en la montaña que se encontraba junto al palacio la figura de una hermosa muchacha tumbada, y, junto a ella, la de un hombre: eran la princesa y el caballero, que quedaron así para siempre, para que el rey no se olvidara nunca del mal que había hecho.
Por eso, hoy en día, se puede ver claramente desde Ceuta, a cuatro kilómetros de Benzú, la figura de esta mujer, en la montaña que es conocida como «La mujer muerta», en Marruecos, colindante con la frontera española.

130. anonimo (ceuta)

El soldado de los milagros

Leyenda actual

Pocas personas quedan hoy en día que no conozcan la historia de Benito López Franco, un joven natural de Cetina (Zaragoza) que en 1949 viaja a Melilla para realizar el servicio militar. Aunque la historia es aún hoy confusa, lo cierto es que el día 17 de enero de 1950 el joven aragonés apareció muerto en los aseos del botiquín del cuartel. De manera inmediata, el cadáver fue retirado sin que antes pudiera ser visto siquiera por sus otros compañeros de Cetina, que también se hallaban en Melilla cumpliendo su obligación con el Ejército.
Al día siguiente, y sin más explicaciones, el vicario redactó un certificado de defunción de Benito, en el que se le negaba la sepultura cristiana al considerar que el suicidio había sido la causa de su muerte. Así las cosas, el cuerpo del joven soldado fue enterrado separado por un muro del cementerio católico de la población, aun que ello no impidió que sus compañeros colocaran una cruz en su sepultura. Desde ese momento, su tumba empezó a recibir flores.
En 1975, veinticinco años después del suceso, el hermano del soldado, José López Franco, viajó por primera vez a Melilla para visitar la tumba de su hermano, y cuál fue su sorpresa al descubrir como la sepultura que albergaba el cuerpo de Benito estaba cubierta por un manto de flores que los vecinos de Melilla habían ido depositando.
En esa época, la leyenda de que Benito hacía milagros ya estaba muy extendida por Melilla, algo que sorprendió sobremanera a su hermano, que no podía creer lo que veía, y menos aún cuando se le explica que su hermano es conocido como «El Soldado de los Milagros», y que su tumba se ha convertido en un lugar de peregrinación de fieles que rogaban por su intercesión.
Hoy en día, la tumba sigue siendo aún muy visitada, y es raro el día en el que no cuenta con flores frescas traídas por algún devoto. Mientras tanto, más de cincuenta años después de su desaparición, las verdaderas causas de la muerte de Benito siguen siendo un misterio que ha contribuido a hacer aún más grande y recordada esta bonita leyenda.

130. anonimo (ceuta)

La gallina de santo domingo de la calzada

Cuenta la leyenda que un día llegaron al hospicio de Santo Domingo de la Calzada tres peregrinos extranjeros que hacían el Camino: un matrimonio y su joven y apuesto hijo.
La criada de aquella hospedería se encaprichó del joven, pero al verse rechazada por él, loca de rabia por el desaire, buscó el modo de vengarse de él y simuló el robo de un valioso cáliz de plata que ella misma puso en el morral del muchacho.
Cuando se descubrió aquel grave delito que los jueces achacaron al joven peregrino, y ante la impotencia tanto de él como de sus padres, el pobre chico fue condenado a muerte. Así que lo colgaron en la horca sin remedio y sin que nadie creyera en su inocencia. Tras aquella injusta ejecución, sus padres apenados prosiguieron el camino hacia Santiago de Compostela.
Al cabo del tiempo, los padres ya de regreso de su peregrinación, fueron a visitar el lugar de la ejecución para despedirse del cuerpo inerte de su hijo antes de partir definitivamente hacia su país. Pero, cuando llegaron al lugar exacto, se encontraron una increíble sorpresa... El joven, que todavía colgaba de la horca, les habló con gesto tranquilo y sonriente. ¡No estaba muerto!
Todavía pendiendo de la soga, el muchacho les comentó que el milagro de que siguiera con vida se había debido a la intervención del santo y que ahora su misión era informar a todos de lo ocurrido para que le descolgasen de tan incómoda posición, pues quedaba demostrado que ésa era la voluntad del santo.
-Corred a contarlo sin tardanza -les dijo a sus padres.
Llenos de alegría, corrieron al encuentro del corregidor, que en ese mismo momento se encontraba en una cena con unos amigos.
-¡Señor, ha ocurrido un milagro! ¡Nuestro hijo vive! -irrumpieron dando gritos en medio del festín.
Y el corregidor, que se disponía en ese mismo instante a trinchar un gallo y una gallina para disfrute de los comensales, se burló de los peregrinos diciéndoles:
-Tan vivo debe de estar vuestro hijo como estas dos piezas que tengo en el plato.
En ese mismo instante, el gallo y la gallina saltaron de la mesa y, ante la sorpresa de todos los presentes, recuperaron sus plumas y se pusieron a cantar.
En recuerdo de aquel milagro, los ciudadanos de Santo Domingo de la Calzada guardaron desde entonces un gallo y una gallina vivos en uno de los altares de la catedral. Para el peregrino o viajero que llega al lugar, es muy curioso escuchar el cacareo de las aves en medio del silencio solemne del templo, sobre todo cuando se celebra misa, ya que es entonces cuando parecen más activas e inquietas.
Y desde aquellos tiempos, los peregrinos intentan conseguir como preciada reliquia una pluma de las aves para prendérsela en el sombrero y que le acompañe como símbolo devoto durante el Camino. Esta pluma tiene tanta importancia para algunos de ellos como la vieira o la calabaza. Así que, cuando llegan al lugar, además de admirar la arquitectura de la catedral, no dejan de mirar por doquier hasta descubrir, en uno de los altares, a esas aves que alborotan el silencio del lugar.

129. anonimo (la rioja)

El brujo que sobrevoló la rioja

Hace casi quinientos años, la diócesis de Calahorra y La Calzada se extendía por unos territorios mucho más amplios que los actuales. Así, hacia el oeste comprendía La Riojilla Burgalesa, que limita en los Montes de Oca, célebres entre otros motivos porque en su tramo eran asaltados numerosos peregrinos.
Por la parte donde el sol echa a correr cada mañana, abrazaba varias localidades navarras. En una de éstas, en Bargota, vivía Johanes, un clérigo que dependía de la parroquia de Santa María de Viana y que, para entonces, se había granjeado una merecida fama de brujo.
Pero de practicar la magia blanca pasó a ejercer la negra. El Tribunal de la Santa Inquisición de Calahorra lo detuvo y le impuso una fuerte penitencia.
Afligido, acudió al santuario de la Virgen de Codés, de la cual había sido gran devoto. Dicha Señora tenía su origen en el Monte Cantabria, cerca de los parajes que él había frecuentado en los aquelarres. Habló primero el brujo:
-Buenos días, Señora.
-Buenos días nos dé Dios, Johanes. Cuánto tiempo sin verte.
El nigromante le refirió lo acontecido. Al oírlo, movió la cabeza la Madre con aires de reprensión y dijo:
-Atiende bien, Johanes. Yo no voy a aumentarte el castigo de Calahorra; pero sí voy a imponerte una obligación: todos los domingos asistirás a la misa de mediodía en Santa María de Viana. Evitarás de esta manera las correrías tan largas que me dicen haces a veces.
Dicho y hecho. Johanes vivió tranquilo entre Bargota y Logroño, a cuyas ferias de ganado le gustaba acudir, pues el encantador se había hecho curandero y procuraba aliviar a los paisanos enfermos.
La fama se propagó de nuevo. Muchos peregrinaban a su mansión: así que pensó: «He de aprender más y más».
No había lugar más acreditado para ello que los Montes de Oca; allí enseñaban unos clérigos, penitenciados asimismo en Calahorra.
Así que ni corto ni perezoso, aparejó su mejor mula, atravesó el Prado de Cantabria y el Puente de Piedra de Logroño, cruzó Santo Domingo y se presentó en Villafranca de Montes de Oca. Cien kilómetros en dos días.
Ahí permaneció cuatro jornadas aprendiendo de sus colegas los secretos que encierran las hierbas y algunos artilugios: carrasquilla para el catarro; hojas de olivo macho para la tensión; cédulas para sanar que habían de ser atadas con cuerdas hiladas por doncellas cuyo nombre fuera María...
Al amanecer del quinto día, el grupo de clérigos se encontraba a la puerta de la parroquia de Santiago, que aún conserva como pila de agua bendita una gran concha marina. Era una mañana de agosto en la que Villafranca se había despertado purísima de nieve.
-¡Qué mañana de domingo tan bella! -exclamó el sacristán.
-¿Cómo dice? -preguntó Johanes.
No había caído en la cuenta. Las jornadas habían transcurrido en un sueño y ya tenía que haber estado de vuelta en Viana. ¡No podría cumplir la promesa hecha a la Virgen de Codés!
De pronto, se le encendió la mollera. Había viajado una vez en una nube a Madrid a ver los toros, y en otra ocasión, a Roma para avisar de un peligro al papa Alejandro VI. ¡Tenía que repetir la hazaña!
Fue a la cuadra. Cogió el saco de latinajos y de hierbas y echó a correr monte arriba.
-¿Qué hacemos con la mula? -le gritaron.
-¡Se la dais al primer peregrino que salga del hospital de San Antonio!
Nevaba copiosamente. Llegado a la Fuente de Mojapán, se volvió hacia una nube oscurísima, aspiró aire y conjuró: «Nube de Montes de Oca, ¡acércate hasta mi boca!».
Entonces subió a ella y a punto estuvo de chocar contra la torre del pueblo; pasó por encima de la Virgen de la Peña en Tosantos; ganó el castillo de Belorado; pero la oscura masa vaporosa se detuvo, agotada, en un otero cercano a Grañón. Johanes miró hacia el norte y clamó:
-Nube de las Conchas de Haro, ¡acude presta en mi amparo!
Se montó y se dirigió hacia Santo Domingo; divisó el cerro royo de Navarrete, cuando su alfombra transparente se paró, extenuada, en el Monte Cantabria. Ninguna nube adornaba el cielo. A Johanes se le llenaron los ojos de lágrimas: iba a fallar a su mejor amiga. Con todo, mirando a Codés, imploró:
-Nube y Virgen de Codés, ¡socorredme en mi revés!
De allá, de lo alto de Yoar, se vio venir una nube tan pequeña que en ella no cabían ni los piececitos de un niño. Johanes la acarició. Superando los prados de los aquelarres, la blanquísima capa lo depositó en la puerta de Santa María de Viana, justamente sobre los cantos rodados que reproducen en blanco el motivo heráldico de la Orden de la Terraza de Nájera.
Iba a comenzar la misa. El nigromántico se abrió paso entre los feligreses del pórtico, que lo observaban extrañados: en pleno agosto traía el sombrero y el manto cubiertos de nieve. Enfiló la nave central sacudiéndose la ropa:
¡Cómo nieva en Montes de Oca! ¡Cómo nieva en Montes de Oca!
Luego rezó y depositó el saco de latinajos y hierbas a los pies de la Virgen de Nieva. El envoltorio se transformó al instante en un gran ramo de flores.
La leyenda no cuenta nada más. Pero hoy en día, en bastantes de nuestros pueblos, cuando algunas personas entran en un local sacudiéndose la nieve, exclaman: «¡Cómo nieva en Montes de Oca!». Como Johanes. Aunque no posean su poder de sobrevolar La Rioja.

129. anonimo (la rioja)

Los ahorcados de miluce

Corría el año del Señor de 1351. La ciudad de Pamplona, cabeza del reino de Navarra, aparecía un día del mes de julio alborotada por las turbas que llenaban las estrechas rúas. Los artesanos cerraban sus talleres y obradores, los mercaderes ocultaban sus pertenencias y una riada de labradores afluía desde los contornos, sumándose a la multitud que paulatinamente se iba concentrando ante el palacio del lugarteniente real, Jean de Conflans, francés y poco conocedor de los usos y costumbres de los navarros.
La actitud de las turbas era levantisca, caras foscas y rudas, ademanes violentos, y resonaban gritos provocativos ante el palacio, cuyas puertas apenas podían defender los alabarderos y ballesteros apostados en ellas. El pueblo pedía justicia con amplio clamor, y el gobernador, temeroso del cariz que iba tomando la reacción de la multitud, decidió llamar a cinco de aquellos hombres que parecían capitanear lo que amenazaba con convertirse en una insurrección.
Todavía estaban frescos en el recuerdo de Conflans los terribles hechos de la «Jacqueríe» [1], que había ensangrentado el suelo de Francia.
Tal como lo pedía, cuatro hombres subieron la pétrea y sombría escalinata que conducía a la sala noble del palacio donde se hallaba el gobernador rodeado de otros dignatarios.
Al frente de aquella comisión iba un hombre de complexión robusta y noble apostura: Remiro de Asiain, infanzón de abarca, el único de los junteros rebeldes que por su linaje no pertenecía a la clase de los villanos. Por sus claras luces y por su facilidad de expresión, lo eligieron sus compañeros para dirigir la palabra al gobernador. Éste lo recibió altivo y displicente:
-¿Qué justicia es la que reclamáis del rey?
-Señor -replicó Remiro de Asiain, la que se nos debe por Fuero.
-Es que acaso no os ha sido concedida cuando la habéis pedido?
-No siempre, señor, y en esta ocasión menos que nunca. Bien sabéis que nos estáis aplastando bajo impuestos abusivos. Los últimos sobre la entrada de granos y el establecido sobre la soldada de labradores y menestrales, ambos son contrarios a las leyes que nos hemos dado.
-¿Qué lenguaje es ése, infanzón, qué osadía la tuya al permitirte hablar así a tu señor?
-Vos no sois mi señor, yo no tengo otro que Aquel que está en lo alto, y el rey cuando es leal a las leyes juradas ante el pueblo reunido en Cortes.
-En verdad que eres osado -exclamó Conflans con ira mal contenida. Debería encerraros en una mazmorra y haceros pagar caro ese atrevimiento.
-Hacedlo y veréis lo que ese pueblo, que solamente pide justicia, es capaz de hacer. Yo en su nombre os la reclamo.
-Y así diciendo en pocas palabras, Remiro de Asiain, expuso al gobernador los agravios recibidos y la reparación que el pueblo exigía.
Temeroso Conflans de la multitud que se apiñaba en la plaza y cuya ira aumentaba a cada momento, prometió interceder ante el rey, cuya llegada se esperaba.
-Gracias, señor, por vuestra benevolencia, pero nuestros agravios los expon-dremos personalmente a Su Alteza.
-¿Es que dudas de mi palabra y honor?
-Dios me libre de tal cosa, pero es llegada la hora de que el pueblo, en uso de la libertad que le otorgan los Fueros, exponga al rey directamente sus agravios y pida reparación. Nosotros lo haremos, porque no podemos confiar nuestra representación a quienes se humillan sin obtener la justicia que demandan.
El lugarteniente no salía de su asombro ante tanta insolencia.
-Jamás nadie me había hablado así, y te juro que en otras circunstancias tal osadía te hubiera costado la vida.
-No lo dudo, señor, pero confío en que eso que vos llamáis insolencia, os sirva para valorar cuán peligroso es pisotear los derechos del pueblo reconocidos en sus Fueros.
Así diciendo, Remiro se inclinó levemente y abandonó la sala seguido de sus compañeros, ante el asombro de todos los presentes.
La multitud que esperaba a las puertas del palacio, tan pronto vio aparecer a los comisionados, los saludó con una exclamación de impaciencia. Subiéndose sobre un tonel, Remiro de Asiain explicó en breves palabras el resultado de la entrevista y sus propósitos de ver al rey para pedirle una reparación de agravios.
De la masa compacta salió un rugido, más que un grito, expre-sado en euskera y castellano.
-¡Vayamos al encuentro del rey!
Aquel día efectivamente era esperado don Carlos, de regreso de un viaje por diversas villas y lugares del reino.
La multitud con sus comisionados, guiados por Remiro, jinete de brioso alazán, tomó por la rúa Mayor de los Cambios, para salir al exterior de la ciudad por el portal de San Llorente, cuyo puente levadizo estaba bajado. Caballeros y soldados contemplaban aquella riada humana con una mezcla de asombro y admiración, pero nadie hizo ademán de cortarle el paso.
Las campanas de San Jamen, de las Beatas y de Santiago de Laquedengo tocaban alocadas e incansables, acompañando con sus sones a la multitud que avanzada por el camino de Orcoyen entre una nube de polvo. Cerca del puente de Miluce, que se alza sobre las aguas del Arga, a media legua de Pamplona, toparon con el rey y su cortejo de ricos-hombres, escuderos y soldados que le daban escolta.
La multitud se detuvo impresionada ante la presencia del soberano, y un silencio absoluto se impuso sobre el griterío que momentos antes se dejaba sentir.
Los comisionados que avanzaban al frente de aquella masa se dirigieron hasta la presencia del rey, y descubriéndose respetuosamente, comenzaron a exponerle los agravios que el pueblo había recibido de sus lugartenientes. Don Carlos, irritado por la audacia de aquellos hombres, apenas tuvo la paciencia de escucharlos. Un estallido de furia demudó sus facciones, y dando un violento golpe con su crispado puño, sobre el arzón de su caballo, exclamó con voz ronca:
-¿Sabéis, villanos, que tenéis la lengua sobrado larga, y que a quien con tan poco respeto habla a su rey, debería serle arrancada?
-Alteza -replicó Remiro de Asiain, podéis hacerlo, pero sería preciso arrancarla a todo ese pueblo que veis ahí reunido, para acallar su clamor en demanda de que sus derechos sean respetados. Unos derechos plasmados en los Fueros, y que el día de vuestra coronación jurasteis conservar, mejorar y no empeorar, sobre la cruz y los evangelios.
-¡Miserable! -rugió el rey, alzando su exigua figura sobre los estribos de su corcel. Voy a mandar colgaros sobre la torre del puente, para que mi pueblo aprenda a respetar a su soberano.
-Hacedlo, pero será una injusticia más, sumada a las que ya pesan sobre vuestra corona.
-Os voy a hacer callar para siempre, deslenguado -gritó el monarca tembloroso y con el rostro lívido por la ira. ¡Capitán, prended a esos bellacos y colgadlos de los matacanes de la torre! -dijo, señalando a los emisarios.
El confesor del rey, un humilde monje, se aproximó entonces al monarca para implorar por aquellos valientes. Trató de moverle a piedad, pero su intento resultó vano.
-Es inútil que insistáis, venerable, y a todos os digo, que aquel que tenga el atrevimiento de interceder por estos bribones, les acompañará en lo alto de la torre.
Remiro de Asiain, que no estaba dispuesto a entregarse, hizo caracolear a su caballo y se lanzó sobre los soldados abriéndose paso. Sorprendidos por su acción tardaron en reaccionar y, cuando lo hicieron, el jinete se perdía entre la maraña de los campos, galopando a rienda suelta. En cambio, sus cuatro compañeros, cuyos nombres se conservan: Miguel Pérez de Egués, Pero Zuri, Pascoal Jhesu y García Martínez de Iza, maniatados y empujados por los soldados de la guardia, fueron subidos a lo alto de la torre. Pocos minutos después sus cuerpos colgaban en el vacío, desde las pétreas almenas.
Un bramido de indignación y de cólera brotó del pueblo que había acompañado a los comisionados. Y quiere la historia o la leyenda que aquella masa en lugar de huir, avanzó hacia donde estaba el rey, pidiendo cuerdas para ahorcarle como él había hecho con sus enviados.
Don Carlos, temeroso de enfrentarse con aquella multitud desesperada y escarnecida, dicen que picó espuelas y seguido de su comitiva atravesó el puente, en dirección a las montañas.
Cuando los pamploneses llegaron al lugar de la ejecución, quedaron horrorizados por el cuadro que se ofreció a sus ojos: todos los ahorcados tenían la lengua sobre el pecho: ¡todos tenían la lengua larga, como había dicho el rey!
Fue tan grande la impresión que causó en el pueblo este espec-táculo macabro que no se olvidó jamás. Y hoy Miluce en euskera significa: «lengualarga».
Las aguas remansaron, se aplacaron las iras del pueblo y don Carlos volvió a la capital de su reino. Pero era un hombre vengativo y rencoroso y no olvidó ni perdonó la audacia de Remiro. El tiempo no calmó su deseo de venganza. Lo engañó con promesas y halagos hasta que consiguió hacerlo prender en su palacio de Asiain. Sometido a un juicio sumario, lo hizo ahorcar en el mismo puente de Miluce, donde antes encontraron la muerte sus compañeros.

128. anonimo (navarra)



[1] Alude a la rebelión ocurrida en el siglo XIV de los campesinos franceses contra los impuestos de los señores feudales.