En medio de la selva había un árbol
muy grande y muy viejo. Tan grande, que diez monitos asidos de las manos no
podían rodearlo. ¡Tenían que llamar a cinco monitos más! Y tan viejo, que todos
los otros árboles le decían abuelo.
Pero más viejo que el árbol viejo
era el Curupí.
El Curupí dormía debajo de la Tierra mucho antes que la
primera semilla asomara su brotecito. Y cuando asomó éste, por el agujero que
hizo en la Tierra
salió el Curupí.
Claro que el Curupí no parece un
viejo. Parece un muchacho indio, bajo, fuerte y bastante feo. Y para descubrir
que es el Curupí, hay que mirarle los pies. El Curupí los tiene al revés, para
atrás.
Por eso engañan sus huellas: cuando
viene, ¡parece que se va!
El Curupí no sólo sabe quedarse
siempre joven. Sabe muchos, pero muchos otros encantamientos. Puede hacer que
toda la selva cante, puede hacer queje obedezcan las víboras. Sí, puede eso y
muchas cosas más. Cuando está de buen humor, busca a los leñadores y a los
cazadores para conversar con ellos. A algunos les hace extraños regalos.
Pero... muy pocas veces está de buen humor.
A menudo el Curupí se entretiene
extraviando a la gente que cruza la selva, robándose los chicos, poniendo en
peligro a todos. Sólo cuando el Curupí se duerme -a veces semanas enteras-, las
demás indias están tranquilas y dejan de vigilar a sus hijitos. Pero cuando
despierta -y lo anuncian los ruidos misteriosos del bosque, las mamás no
permiten a los indiecitos que jueguen lejos de las chozas.
Una vez un leñador se metió en la
selva, eligió un árbol y con su hacha golpeó y golpeó el grueso tronco para
derribarlo. No sabía que allá arriba, en la copa, estaba, sentado el Curupí,
matando las orugas que se comen las hojas,.
Cuando el árbol cayó, el Curupí
también cayó. Con el golpe, el Curupí se quedó dormido y durmió hasta que salió
la Luna y siguió
durmiendo hasta que volvió a salir el Sol. Entonces se despertó y gritó:
¡Voy a cazar al leñador! ¡Ya verá
quién es el Curupí!
Todas las hojas susurraron y desde
Aguará, el zorro, hasta el tatú y el tapir, se estremecieron ante la furia del
Curupí.
El Curupí arañó, la Tierra , después cavó en
ella un pozo profundo, lo cubrió de ramas y hojas secas, y se escondió a
esperar que el leñador regresara.
Pero aquel día el leñador no volvió
al monte. Dejó su hacha colgada fuera de la choza, y allí la encontró su hijito
Inambú.
Inambú a escondidas de su padre,
descolgó el hacha, se la echó al hombro y se fue al monte, a jugar al leñador.
El Curupí lo vio probar el filo del
hacha en la corteza de los árboles. Y lo empezó a seguir. Y mientras le seguía
los pasos,
-Si no puedo cazar un leñador
grande, cazaré un leñador chico.
Así Inambú, caminando, caminando,
se acercaba al pozo disimulado por las ramas. Un poco más caería, dentro,
prisionero del Curupí.
Entonces, Panambí, la mariposa,
pasó volando y, rozando una oreja de Inambú, le dijo:
Vas a caer en una trampa. Te sigue
el Curupí, Inambú miró delante de sus pies. Vio el pozo disimulado, entre las
hojas, y despacito, despacito, se acercó a la orilla y clavó su hacha en el
borde.
-Esperaré que mi hacha pesque un
pez -exclamó en voz alta, para que lo oyera el Curupí, después lo asaré y me
lo comeré.
El Curupí, curioso, quiso ver cómo
el hacha de Inambú pescaba un pez del pozo. Y se acercó a la orilla. Entonces,
rápidamente, Inambú lo empujó y lo tiró dentro de la trampa.
Ayúdame a salir -gritaba el
Curupí. Ayúdame, Inambú, y te regalaré un tapir. Inambú trenzó las largas
guías de una enredadera, haciendo una cuerda con ellas, dejó caer la cuerda
improvisada en el pozo, y sacó al Curupí. Pero el Curupí no le dio el tapir.
-Lo tengo en el otro lado de la
selva -le dijo-, junto a mi choza. Vamos a buscarlo. Yo iré delante, tú detrás.
Así el Curupí se adelantó a Inambú,
llegó hasta el río que cruzaba la selva, y le dijo:
-Río, arrastra al primero que se
atreva a meterse en tus aguas. Arrástralo y llévatelo. Caminando, caminando,
Inambú se acercaba al río. Ya estaba en la orilla, ya se iba a echar al agua
para cruzarlo nadando. Entonces Cururú, el sapo, salió de su casita de barro,
rozó los pies del indiecito y le dijo:
¡Vas a caer en una trampa, Inambú!
El río va a arrastrar al primero que se meta en sus aguas.
Inambú se inclinó sobre el río,
miró la corriente y exclamó en voz alta, para que lo oyera el Curupí:
-Esperaré para tirarme, porqué el
ratón está agujereando el fondo del río con una flecha. El Curupí, curioso,
quiso ver cómo Anguyá, el ratón, podía agujerear el fondo del río con una
flecha. Se acercó, y entonces, rápidamente, Inambú lo empujó y lo tiró al agua.
-Ayúdame, Inambú -gritaba el
Curupí, que no podía nadar porque tiene los pies para atrás-.
Ayúdame, y te daré dos tapires.
Inambú corrió por la orilla, tendió
una mano al Curupí y lo sacó del río.
Pero el Curupí no le quiso dar
ninguno de los dos tapires que le había prometido.
-Los tengo en el otro extremo de la
selva, junto a mi choza -le dijo-, Si los quieres, vamos allá. Rodearon el río
y siguieron caminando. Mientras andaban y andaban entre los viejos árboles de
la selva, el Curupí pensaba cómo podía engañar a Inambú.
Cuando estuvieron cerca de la
choza, el Curupí dijo al indiecito:
-Descansemos un poco. Después te
daré los dos tapires.
El Curupí e Inambú se tendieron en
el suelo, Sobre las hierbas. El Curupí esperaba que el indiecito se durmiera,
para apresarlo y encerrarlo en su choza. Inambú se estaba quietecito, esperando
que el Curupí se descuidara, para escaparse. Pero el Curupí vigilaba y
vigilaba, con los ojos cada vez más abiertos.
Entonces, desde las grietas del
árbol donde hacía su miel, Mirín, la abeja, voló hasta la oreja de Inambú.
Te ayudaré, Inambú -le dijo. Haré
dormir al Curupí.
Mirín, la abeja, rozó con sus
patitas una y otra vez la frente del Curupí. El Curupí bostezó. Sentía las patitas
de Mirín, la abeja, sobre su frente, como una caricia... como una caricia... ¡Y
se durmió!...
Inambú ató sus dos tapires, cargó
su hacha y dio las gracias a Mirín, la abeja. Después, antes de empezar el
camino de regreso a su choza, buscó un poco de barro y pegó los ojos del
Curupí. Por eso el Curupí duerme todavía. No puede abrir los ojos.
Y mientras el Curupí duerme, las
mamás indias están tranquilas y los indiecitos pueden jugar lejos de sus
chozas.
1.083. Foresto de Segovia, Amelia