Había un avez un viudo que tenía una hija
muy hermosa a la que adoraba. La quería tanto que, por evitarle un disgusto, no
pensó nunca en volver a casarse para no tener que imponerle una madrastra a su
hija.
Muy cerca de la casa del viudo vivía una
viuda con sus dos hijas. Estaba deseando casarse de nuevo y había puesto sus
ojos en el viudo, pero éste, fiel a su intención, nunca le dio pie para hablar
del asunto. La viuda, que no pensaba en otra cosa, ideó un plan para atraerse a
la hija con zalamerías y regalos, y lo hizo con tal cuidado y habilidad que la
muchacha no pudo por menos de acabar proponiendo a su padre el matrimonio con
la vecina, pues ella, que era una buena hija, no deseaba que su padre permaneciera
siempre solo por su causa.
Total, que se llevó a cabo la boda entre el
viudo y la viuda y se fueron todos a vivir a la casa del primero; la vida
transcurrió con gran contento de padres e hijas al principio, pero a los pocos
meses lo que parecía un paraíso se convirtió en un infierno. Las hijastras no
sólo se tenían envidia entre sí sino que ambas juntas la tenían aún más de la
hija del viudo, que no sólo era la más bonita sino también a la que todo el
mundo apreciaba más; y la madrastra, que no podía soportarla, sólo se ocupaba
de ella para reprenderla de continuo. Total, que entre todas le hicieron la
vida imposible hasta tal punto que la muchacha tomó la determinación de irse a
vivir con una tía suya que tenía alguna fama de bruja entre los vecinos del
lugar.
Su padre, naturalmente, se llevó un gran
disgusto, pero no protestó porque, aunque amara a su hija mucho más que a las
otras, para no dar pie a envidias trataba siempre a las tres por igual; sin
embargo, cada día iba a la casa de la tía para ver a su hija un rato.
El caso es que un día el viudo tuvo que ir a
la feria de un lugar cercano y preguntó a las hijastras qué querían que les
trajese y la mayor pidió un mantón bordado y la segunda un vestido de seda;
pero cuando fue a la casa donde estaba su hija para preguntarle lo mismo, la
hija le contestó que sólo quería un saquito de simiente de cantueso.
-¿Sólo eso? -dijo el padre. Mira que a la
feria acuden comerciantes de todas partes y hay toda clase de cosas donde
elegir. Pero ella insistió:
-No quiero nada más que lo que te he pedido
-dijo, porque su tía le había dicho que así lo hiciera.
Conque el padre se fue a la feria y a cada
una le trajo lo que le había pedido.
La hija sembró en seguida la simiente en un
tiesto que cuidó con esmero y, al poco tiempo, tuvo una magnífica planta de
cantueso a punto de florecer.
Y todas las noches, a las doce en punto,
ponía la maceta en su ventana y cantaba:
Hijo
del rey, ven ya,
que
la flor del cantueso
florida
está.
Y al momento acudía un pájaro que se revolcaba
en la tierra de la maceta y se convertía en un muchacho muy guapo, entraba en
la habitación, se sentaba junto a ella y pasaban la noche hablando hasta el
amanecer; y al amanecer, él volvía a convertirse en pájaro y salía volando;
pero al irse, siempre dejaba caer una bolsa con dinero. Esto sucedía noche tras
noche, de manera que al poco tiempo las dos mujeres habían reunido ya mucho
dinero y la tía compraba a la muchacha todas las cosas hermosas que ésta
deseaba, con lo que pronto tuvo fama de llevar una vida de lujo en el lugar.
Naturalmente, poco tardó en llegar la fama a
oídos de la madrastra que, envidiosa, se devanaba los sesos tratando de
adivinar cómo era posible que dispusieran de tanto dinero para gastar.
Y le dijo a su hija mayor:
-Algo extraño debe de haber en casa de tu
hermanastra, porque ella gasta mucho y su tía no tiene bienes para responder de
tanto gasto; así que has de ir a visitarla y procurar quedarte la noche en su
casa para ver qué averiguas.
Así que la hija mayor hizo lo que le dijo su
madre y se presentó en casa de su hermanastra; pero de día no vio nada y de
noche se quedó dormida, con lo que tampoco se enteró de nada.
Entonces la madrastra mandó a la segunda de
sus hijas con el mismo encargo y aquella misma tarde se fue a casa de su hermanastra
y le dijo que, como la noche anterior se había quedado su hermana, pues esta
noche venía ella a hacerle compañía porque, si no, no se veían nunca. Y la
muchacha, que era de excelente carácter, acogió a su hermanastra como a la
anterior y le dijo que se quedase con ella.
Conque estuvieron el día juntas y, cuando
llegó la noche, se acostaron; esta vez la hija menor, prevenida por su madre,
fingió dormirse pero tuvo buen cuidado de no hacerlo. Y la otra, creyéndola
dormida, cuando dieron las doce sacó su planta de cantueso a la ventana y
cantó:
Hijo
del rey, ven ya,
que
la flor del cantueso
florida
está.
Dicho lo cual, llegó el pájaro y, convertido
en hombre, se sentó a su lado y estuvieron hablando toda la noche; y al
amanecer se fue, dejando la bolsa con el dinero. Todo esto lo vio la hija menor
y a la mañana siguiente volvió a su casa y se lo contó a su madre.
-¡Ajá! -dijo la madre. Ya decía yo que de
alguna parte había de salir ese dinero, que no de su tía. Pero que pierda
cuidado, que ya se le va a acabar eso.
Y le encargó a la hija que fuera a ver a su
hermanastra a la noche siguiente. Y le entregó unas cuchillas para que las
enterrara en la tierra de la maceta del cantueso con el filo hacia arriba;
total, que la hija se fue a ver a su hermanastra y le dijo:
-Esta mañana he echado de menos un pendiente
y vengo a ver si lo he perdido por aquí.
La hermanastra le dijo que ni ella ni su tía
lo habían visto, pero que entrase en la casa y mirase por donde quisiera por si
lo podía encontrar. Y, aprovechando un descuido, metió las cuchillas en la
maceta y, sacando el pendiente que traía guardado en su bolsillo, dijo:
-Aquí está, que ya lo encontré.
-Y se marchó a su casa y le contó a su madre
que todo lo había hecho tal y como ella le dijo que hiciera.
Llegó la noche y en cuanto dieron las doce
sacó la muchacha su maceta a la ventana y cantó:
Hijo
del rey, ven ya,
que
la flor del cantueso
florida
está.
Apareció el pájaro y empezó a revolcarse
como de costumbre en la tierra de la maceta; mas, apenas empezó a hacerlo, se
llenó de heridas y ella oyó su voz que decía:
-¡Ay, infame, que me has herido!
-Y echó a volar.
La muchacha, aturdida, comenzó a llorar con
tal desconsuelo que la planta se secó y perdió todas sus hojas, y entonces vio
las cuchillas que había puesto su hermanastra y, como estaban llenas de sangre,
comprendió por qué el pájaro huyó diciendo aquello.
Al oír el llanto, acudió su tía y, al saber
por la muchacha lo que había sucedido, le dijo:
-No llores más. Vístete de médico, toma este
frasco y ve al sitio que te digo, donde hay un palacio. Allí has de pedir que
te dejen ver al príncipe, que está enfermo, y, apenas estés junto a él, le
untas las heridas con una pluma mojada en el bálsamo que llevas en el frasco. Y
cuando haya sanado, te retiras sin descubrirte y sin aceptar ningún pago.
Así lo hizo la muchacha. Se vistió de médico
con unas ropas que le dio su tía y echó camino adelante y hubo de caminar
durante días hasta dar con el palacio. Allí pidió ver al rey para decirle que,
habiendo sabido que el príncipe estaba muy enfermo, quería ver si podía curarlo
con un bálsamo que traía consigo.
Así pues, la llevaron a presencia del
príncipe, al que reconoció en seguida, pues tenía el cuerpo todo lleno de
cortaduras; le lavó las heridas y luego se las untó con una pluma mojada en el
bálsamo. Así lo hizo el primer día y el segundo y, al tercero, el príncipe
mejoró tanto que ya se puso en pie y dijo que se encontraba sano. Entonces el
médico dijo que ya debía irse, puesto que el príncipe estaba curado, pero los
reyes trataron de retenerlo y, al ver que no era posible, le ofrecieron muchos
regalos, que también el médico rehusó. Y sólo le dijo al príncipe, antes de
marcharse:
-¡Acuérdate de quién te curó!
La muchacha se fue a su casa y se quitó las
ropas de médico que le había dado su tía y cuando se fue a ver la maceta
descubrió que el cantueso había vuelto a florecer y estaba muy hermoso. Y esa
misma noche, al dar las doce, llevó la maceta a la ventana y cantó:
Hijo
del rey, ven ya,
que
la flor del cantueso
florida
está.
Y apareció el príncipe con una espada en la
mano. Entró en la habitación y le dijo a la muchacha:
-¡Infame mujer! Prepárate a morir. Entonces
la muchacha le dijo:
-¡Acuérdate de quién te curó!
Al oír esto, el príncipe reconoció quién era
su médico, tiró la espada a un lado y abrazó a la muchacha.
Luego el príncipe quiso saber quién había
puesto en la tierra las cuchillas que le habían herido, y la muchacha le contó
lo que había sucedido. Entonces el príncipe le dijo que, al curarle, le había
librado del encantamiento que le convertía en pájaro, le propuso casarse con
ella y se la llevó a su palacio, donde fueron felices. Y en cuanto a la
madrastra y sus hijas, no sólo se morían de envidia sino que aún se odiaron más
entre ellas, con lo que su casa acabó siendo un infierno.
104. anonimo (extremadura)
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