Por los siglos XVI y XVII, había en Madrid
una casa llamada Tócame Roque que, al decir de las gentes, estaba encantada y
no era posible habitarla porque en ella vivían en feliz consorcio brujas y
endriagos que se aparecían al mediar la noche con espanto de los vecinos.
Las pocas familias que en ella vivieron
arreglaban, como es costumbre, la casa por el día, y a poco los muebles estaban
revueltos, fuera de su sitio, arrojados por el suelo; y éste, sucio como si
hiciera cuatro semanas que no se barriese. Hasta el extremo de que cuando en
una casa cualquiera se notaba un gran desarreglo, suciedad y desorden, se solía
decir: «Ésa es la casa de Tócame Roque», y aún se dice en nuestros días.
A tal extremo llegó el horror, que los
buenos vecinos de Madrid ni aun regalada quisieron en adelante vivir en ella.
Y así pasaron años y años y la casa
permanecía sin alquilar y atemorizando a los vecinos los ruidos de cadenas y
las llamaradas rojas que salían por sus mal cerradas ventanas, así como los
tristes ayes y los alaridos de condenado que se oían.
La casa continuó mucho tiempo desalquilada,
hasta que llegó a Madrid, de vuelta de la guerra de Flandes, una bandera de
aquellos invencibles tercios de infantería llamados los viejos. El capitán de
esa bandera (hoy compañía) era hombre joven, gastador, amigo de cuidarse bien,
de lucir buenos trajes, y no le alcanzaba la soldada que se le daba, mucho más
pequeña que la que hoy se le da a los de su clase, para cubrir todos sus
gastos.
Preguntó el joven al llegar si por allí
había una casa de duendes, y señalándole la de Tócame Roque, se fue a ver al
dueño y a proponerle el desencanto de la casa mediante el alquiler gratis de un
año; el dueño aceptó y el inquilino se instaló en la casa, llevando por todo
mobiliario dos camas, dos sillas y una mesa, que eran más que suficientes para
el capitán y su ordenanza.
La primera tarde que entró, dejó bajo la
almohada un par de pistolas, diciendo en tono de firme convicción:
-Veremos si obedecen a éstas los fantasmas.
Se fue luego el capitán a pasear, dejando al
acecho al asistente, hombre que se asustaba tan poco como su amo de vivos y
muertos, y hubo de ir a buscarlo a la hora de comer. Por el camino le dijo que
una especie de hombre vestido de blanco había cogido las pistolas de debajo de
la almohada, les había sacado la bala y las había vuelto a poner en su sitio.
A las once volvía el capitán a su casa;
después de rezar sus oraciones en voz muy alta para que lo oyesen, se volvió de
espaldas y se durmió.
A las doce, como de costumbre, se comenzó a
oír el ruido de cadenas que se arrastraba por el suelo, cantos lúgubres y demás
acompañamiento de gritos y lamentos, y a poco vio venir el capitán hacia él una
cosa muy grande, que de pronto se convirtió en muy pequeña, envuelta en un
sudario blanco y llevando sobre el sudario una calavera por cuyos huecos de los
ojos, la nariz y la boca salían los destellos de una luz amarillenta unas
veces, roja otras, y otras azul, a manera de fuegos chinescos.
No bien hubo visto el capitán aquella
visión, se incorporó en la cama, sonriendo, y le dijo:
-¡Espantajo disfrazado, vete y no adelantes
un paso más si no quieres que una bala de mis pistolas te envíe a hacer
compañía al dueño de esa asquerosa calavera que te pones a guisa de tocado!
-Tira y verás -dijo una voz cavernosa, y
siguió andando.
El capitán hizo fuego; el estampido hizo
retemblar la casa; pero el fantasma siguió andando y mostrando al capitán una
cosa que llevaba en la mano:
-Mira -le dijo; la bala de tu pistola,
obedeciendo mis mandatos, se ha venido a mi mano. Vete de esta casa, que es la
casa de los muertos y de las almas en pena, si no quieres pasarlo mal.
-Pues bien -replicó el capitán, si las balas
obedecen a tu voz con tanta facilidad, mándale a las de estas otras pistolas
que no te hieran, porque van a hacerlo. Mira.
E hizo fuego con otro par de pistolas bien
cargadas que había llevado como prevención.
El fantasma cayó al suelo. Al oír el segundo
disparo, media sección de soldados de la bandera del capitán, que estaban
apostados no lejos de la casa, entraron en ella y, guiados por el asistente,
fueron a la habitación del capitán, a quien encontraron vestido. Examinaron
aquella cosa tan grande unas veces y otras tan pequeña, y descubrieron que era
un hombre mal encarado y de peor facha, que tenía en la cintura y hombros unos
aparatos por medio de los cuales alargaba y disminuía el tamaño del sudario que
llevaba puesto.
Reconocido aquel «fantasma», resultó que
estaba muerto. Las cadenas seguían sonando, y continuaban los cantos, que ahora
se hacían más percep-tibles porque el fantasma había dejado abierto un hueco
hasta entonces no visto.
La milicia se repartió por la casa, a fin de
que nadie se escapase, y con algunos de sus hombres bajó el capitán por aquella
abertura, sorprendiendo una partida de facinerosos que, a la sombra del terror
que producían los fantasmas, habían convertido los sótanos de la casa en el
centro de sus operaciones. Amarrados salieron de allí aquellos pícaros, siendo
entregados a los tribunales, que los hicieron ahorcar.
Desde entonces, en la casa de Tócame Roque
podía dormirse a pierna suelta sin temores ni sobresaltos. El capitán la había
desencantado. Esto prueba que la creencia en brujas y duendes es un desatino,
al que sólo prestan crédito los cobardes y los tontos, y que hace reír a los
discretos.
127. anonimo (madrid)
No hay comentarios:
Publicar un comentario