Corría el año del Señor de 1351. La ciudad
de Pamplona, cabeza del reino de Navarra, aparecía un día del mes de julio
alborotada por las turbas que llenaban las estrechas rúas. Los artesanos
cerraban sus talleres y obradores, los mercaderes ocultaban sus pertenencias y
una riada de labradores afluía desde los contornos, sumándose a la multitud que
paulatinamente se iba concentrando ante el palacio del lugarteniente real, Jean
de Conflans, francés y poco conocedor de los usos y costumbres de los navarros.
La actitud de las turbas era levantisca,
caras foscas y rudas, ademanes violentos, y resonaban gritos provocativos ante
el palacio, cuyas puertas apenas podían defender los alabarderos y ballesteros
apostados en ellas. El pueblo pedía justicia con amplio clamor, y el
gobernador, temeroso del cariz que iba tomando la reacción de la multitud,
decidió llamar a cinco de aquellos hombres que parecían capitanear lo que
amenazaba con convertirse en una insurrección.
Todavía estaban frescos en el recuerdo de
Conflans los terribles hechos de la «Jacqueríe» [1],
que había ensangrentado el suelo de Francia.
Tal como lo pedía, cuatro hombres subieron
la pétrea y sombría escalinata que conducía a la sala noble del palacio donde
se hallaba el gobernador rodeado de otros dignatarios.
Al frente de aquella comisión iba un hombre
de complexión robusta y noble apostura: Remiro de Asiain, infanzón de abarca,
el único de los junteros rebeldes que por su linaje no pertenecía a la clase de
los villanos. Por sus claras luces y por su facilidad de expresión, lo
eligieron sus compañeros para dirigir la palabra al gobernador. Éste lo recibió
altivo y displicente:
-¿Qué justicia es la que reclamáis del rey?
-Señor -replicó Remiro de Asiain, la que se
nos debe por Fuero.
-Es que acaso no os ha sido concedida cuando
la habéis pedido?
-No siempre, señor, y en esta ocasión menos
que nunca. Bien sabéis que nos estáis aplastando bajo impuestos abusivos. Los
últimos sobre la entrada de granos y el establecido sobre la soldada de
labradores y menestrales, ambos son contrarios a las leyes que nos hemos dado.
-¿Qué lenguaje es ése, infanzón, qué osadía
la tuya al permitirte hablar así a tu señor?
-Vos no sois mi señor, yo no tengo otro que
Aquel que está en lo alto, y el rey cuando es leal a las leyes juradas ante el
pueblo reunido en Cortes.
-En verdad que eres osado -exclamó Conflans
con ira mal contenida. Debería encerraros en una mazmorra y haceros pagar caro
ese atrevimiento.
-Hacedlo y veréis lo que ese pueblo, que
solamente pide justicia, es capaz de hacer. Yo en su nombre os la reclamo.
-Y así diciendo en pocas palabras, Remiro de
Asiain, expuso al gobernador los agravios recibidos y la reparación que el
pueblo exigía.
Temeroso Conflans de la multitud que se
apiñaba en la plaza y cuya ira aumentaba a cada momento, prometió interceder
ante el rey, cuya llegada se esperaba.
-Gracias, señor, por vuestra benevolencia,
pero nuestros agravios los expon-dremos personalmente a Su Alteza.
-¿Es que dudas de mi palabra y honor?
-Dios me libre de tal cosa, pero es llegada
la hora de que el pueblo, en uso de la libertad que le otorgan los Fueros,
exponga al rey directamente sus agravios y pida reparación. Nosotros lo
haremos, porque no podemos confiar nuestra representación a quienes se humillan
sin obtener la justicia que demandan.
El lugarteniente no salía de su asombro ante
tanta insolencia.
-Jamás nadie me había hablado así, y te juro
que en otras circunstancias tal osadía te hubiera costado la vida.
-No lo dudo, señor, pero confío en que eso
que vos llamáis insolencia, os sirva para valorar cuán peligroso es pisotear
los derechos del pueblo reconocidos en sus Fueros.
Así diciendo, Remiro se inclinó levemente y
abandonó la sala seguido de sus compañeros, ante el asombro de todos los
presentes.
La multitud que esperaba a las puertas del
palacio, tan pronto vio aparecer a los comisionados, los saludó con una
exclamación de impaciencia. Subiéndose sobre un tonel, Remiro de Asiain explicó
en breves palabras el resultado de la entrevista y sus propósitos de ver al rey
para pedirle una reparación de agravios.
De la masa compacta salió un rugido, más que
un grito, expre-sado en euskera y castellano.
-¡Vayamos al encuentro del rey!
Aquel día efectivamente era esperado don
Carlos, de regreso de un viaje por diversas villas y lugares del reino.
La multitud con sus comisionados, guiados
por Remiro, jinete de brioso alazán, tomó por la rúa Mayor de los Cambios, para
salir al exterior de la ciudad por el portal de San Llorente, cuyo puente
levadizo estaba bajado. Caballeros y soldados contemplaban aquella riada humana
con una mezcla de asombro y admiración, pero nadie hizo ademán de cortarle el
paso.
Las campanas de San Jamen, de las Beatas y
de Santiago de Laquedengo tocaban alocadas e incansables, acompañando con sus
sones a la multitud que avanzada por el camino de Orcoyen entre una nube de
polvo. Cerca del puente de Miluce, que se alza sobre las aguas del Arga, a
media legua de Pamplona, toparon con el rey y su cortejo de ricos-hombres,
escuderos y soldados que le daban escolta.
La multitud se detuvo impresionada ante la
presencia del soberano, y un silencio absoluto se impuso sobre el griterío que
momentos antes se dejaba sentir.
Los comisionados que avanzaban al frente de
aquella masa se dirigieron hasta la presencia del rey, y descubriéndose
respetuosamente, comenzaron a exponerle los agravios que el pueblo había
recibido de sus lugartenientes. Don Carlos, irritado por la audacia de aquellos
hombres, apenas tuvo la paciencia de escucharlos. Un estallido de furia demudó
sus facciones, y dando un violento golpe con su crispado puño, sobre el arzón
de su caballo, exclamó con voz ronca:
-¿Sabéis, villanos, que tenéis la lengua
sobrado larga, y que a quien con tan poco respeto habla a su rey, debería serle
arrancada?
-Alteza -replicó Remiro de Asiain, podéis
hacerlo, pero sería preciso arrancarla a todo ese pueblo que veis ahí reunido,
para acallar su clamor en demanda de que sus derechos sean respetados. Unos
derechos plasmados en los Fueros, y que el día de vuestra coronación jurasteis
conservar, mejorar y no empeorar, sobre la cruz y los evangelios.
-¡Miserable! -rugió el rey, alzando su
exigua figura sobre los estribos de su corcel. Voy a mandar colgaros sobre la
torre del puente, para que mi pueblo aprenda a respetar a su soberano.
-Hacedlo, pero será una injusticia más,
sumada a las que ya pesan sobre vuestra corona.
-Os voy a hacer callar para siempre,
deslenguado -gritó el monarca tembloroso y con el rostro lívido por la ira.
¡Capitán, prended a esos bellacos y colgadlos de los matacanes de la torre!
-dijo, señalando a los emisarios.
El confesor del rey, un humilde monje, se
aproximó entonces al monarca para implorar por aquellos valientes. Trató de
moverle a piedad, pero su intento resultó vano.
-Es inútil que insistáis, venerable, y a
todos os digo, que aquel que tenga el atrevimiento de interceder por estos
bribones, les acompañará en lo alto de la torre.
Remiro de Asiain, que no estaba dispuesto a
entregarse, hizo caracolear a su caballo y se lanzó sobre los soldados
abriéndose paso. Sorprendidos por su acción tardaron en reaccionar y, cuando lo
hicieron, el jinete se perdía entre la maraña de los campos, galopando a rienda
suelta. En cambio, sus cuatro compañeros, cuyos nombres se conservan: Miguel
Pérez de Egués, Pero Zuri, Pascoal Jhesu y García Martínez de Iza, maniatados y
empujados por los soldados de la guardia, fueron subidos a lo alto de la torre.
Pocos minutos después sus cuerpos colgaban en el vacío, desde las pétreas
almenas.
Un bramido de indignación y de cólera brotó
del pueblo que había acompañado a los comisionados. Y quiere la historia o la
leyenda que aquella masa en lugar de huir, avanzó hacia donde estaba el rey,
pidiendo cuerdas para ahorcarle como él había hecho con sus enviados.
Don Carlos, temeroso de enfrentarse con
aquella multitud desesperada y escarnecida, dicen que picó espuelas y seguido
de su comitiva atravesó el puente, en dirección a las montañas.
Cuando los pamploneses llegaron al lugar de la
ejecución, quedaron horrorizados por el cuadro que se ofreció a sus ojos: todos
los ahorcados tenían la lengua sobre el pecho: ¡todos tenían la lengua larga,
como había dicho el rey!
Fue tan grande la impresión que causó en el
pueblo este espec-táculo macabro que no se olvidó jamás. Y hoy Miluce en
euskera significa: «lengualarga».
Las aguas remansaron, se aplacaron las iras
del pueblo y don Carlos volvió a la capital de su reino. Pero era un hombre
vengativo y rencoroso y no olvidó ni perdonó la audacia de Remiro. El tiempo no
calmó su deseo de venganza. Lo engañó con promesas y halagos hasta que
consiguió hacerlo prender en su palacio de Asiain. Sometido a un juicio
sumario, lo hizo ahorcar en el mismo puente de Miluce, donde antes encontraron
la muerte sus compañeros.
128. anonimo (navarra)
[1] Alude a la rebelión ocurrida en el siglo XIV de los
campesinos franceses contra los impuestos de los señores feudales.
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