En Mostoles, villa situada a tres leguas al
oeste de Madrid, había un cosechero de vino que ganaba el oro y el moro con la
venta al por menor del rico producto de sus viñedos. Ocupaban éstos todo el
terreno de una legua que se extiende entre Móstoles y el río Guadarrama.
La plaza de Móstoles declina de oeste a
este, y nuestro cosechero tenía en la manzana de la parte alta su bodega, y en
la manzana de la parte baja el despacho de vino.
Este despacho consistía en un gran salón
lleno de bancos y mesas, y el vino de la bodega se trasladaba a él por una
serie de tubos que pasaban por debajo de la plaza y remataban en el despacho,
semejando la tubería de un órgano.
Los precios y las calidades de los vinos
eran tantos cuantos tubos tenía el órgano, de lo cual se colige que, aunque el
órgano no fuese de catedral, los bebedores tenían una viña con tener tanto en
que escoger. Así era que, particularmente los días festivos, el camino de
Madrid a Móstoles era una continua romería.
La historia de los órganos de Móstoles
consigna, sin embargo, una cosa muy consoladora para los que ansiamos tener fe
en la bondad de la humanidad. Una legua antes de llegar a Móstoles está el
pueblecillo de Alcorcón, cuya existencia, según la tradición y etimología, se
remonta a los tiempos de la dominación mahometana. Había en Alcorcón un pobre
alfarero que sólo sacaba de su industria lo que valía una carga de pucheros que
vendía cada semana en Madrid; y aquel hombre, que conservaba buen sentido, a
pesar de vivir a una legua de los órganos de Móstoles, dijo un día para su
coleto (creo que eran coletos lo que entonces se gastaban):
-Un día con otro pasarán por aquí doscientos
hombres en peregrinación a la ermita del dios Baco. Por lo corto, siempre ha de
haber entre ellos veinticinco que abriguen en su pecho el santo amor a la
familia; y si yo pongo a la orilla del camino un puesto de jarras y pucheros,
venderé al día veinticinco pucheros o jarras, que me comprarán para llevar un
trinquis a su familia. Probemos, pues, que me voy a poner las botas.
En efecto, se puso las botas el alfarero,
pues vendía tantos pucheros y jarras como sacaba a la venta; en vista de lo
cual todos sus vecinos se metieron a alfareros; y de ahí viene el haber dado a
Alcorcón la alfarería tanta fama como a su vecino Móstoles los órganos.
Es, pues, altamente consoladora y honrosa
para la humanidad la deducción que de esto se saca; el amor a la familia está
tan agarrado al hombre, que por más que el hombre haga eses y se le doblen las
piernas y no pueda con su alma, ese santo y sublime amor no se le cae.
El cosechero de Móstoles se hizo un día la
siguiente reflexión, muy triste para la humanidad madrileña, o mejor dicho,
para la española; pues Madrid es un punto donde se reúnen los españoles general-mente
para hacer picardías.
«Los madrileños que no vienen a soplar en
mis órganos, no vienen porque están seguros de que, si vinieran, soplarían
tanto, tanto, que no podrían volver a casa por su pie, siendo el camino tan
largo. Acortemos el camino, y habremos vencido esta dificultad. Y ¿cómo lo
acortamos? Muy fácilmente: poniendo una sucursal de mi bodega en el puente de
Segovia, adonde acudirán todos los que no se atreven a venir a Móstoles. Los
que vienen seguirán viniendo, por la sencilla razón de que en Móstoles no hay
río, y en el puente de Segovia sí lo hay».
En efecto, el cosechero puso (no digo que
organizó, porque la sucursal no tenía órganos) una sucursal en el puente de
Segovia, y empezó a acudir a ella un gentío inmenso, a pesar de que por allí
pasaba el río.
Repito, pues, que el vino no se trasladaba
al despacho del puente de Segovia por medio de tubos, como al despacho de
Móstoles, sino por medio de cubas, que, según se iban desocupando, iba el
encargado de la sucursal amontonando en una praderita que mediaba entre la
sucursal y lo que llaman río.
Los parroquianos decían que desde que se
estableció la sucursal un poco más abajo del puente de Segovia, el río llevaba
menos agua por el puente de Segovia que por el puente de Toledo; pero, ¡eh!,
¿quién hace caso de borrachos?
En el portillo de Gilimón, mirador mucho más
modesto que el de las Vistillas, pero desde el cual se descubren perfectamente
las riberas del Manzanares, desde el puente de Segovia hasta las últimas
praderas del canal, vivía por aquellos tiempos un tal Alvar, que gozaba de gran
celebridad en Madrid. Alvar era la verdadera gacetilla de la villa: no había
incendio, ni asesinato, ni robo, ni paliza, ni casamiento, ni bautizo, que él
no supiera antes que los incendiados, o los asesinos, o los robados, o los
apaleados, o los casados, o los bautizados.
Dar el primero una noticia, triste o alegre,
era para Alvar la felicidad suprema. Ver Alvar desde su ventana, que daba al
paseo de los Melancólicos, que un ladronzuelo arrebataba la capa a un
melancólico, y salir desempedrando las calles de Madrid del Sur, pregonando el
robo, no para tener el gusto de que acudiesen a perseguir al ladrón, sino para
tener el gusto de dar la noticia antes que nadie, todo era uno. Pero la manía
de Alvar no consistía sólo en la novelería, que consistía también en pretender
que sus ojos, o su oído, o su inteligencia nunca se equivocaban.
Una tarde, vísperas de San Isidro,
discurrían dos vecinos suyos sobre si al día siguiente se le mojarían o no las
polainas al santo; y oyendo Alvar la disputa, se acercó a dar su opinión con la
seguridad con que siempre la daba: su opinión era que al día siguiente no se le
mojarían al santo las polainas.
Como los vecinos sabían que el santo
labrador es tan aficionado a solemnizar su fiesta mojando la tierra, como los
madrileños a solemnizarla mojando la palabra, pusieron en duda el pronóstico de
Alvar, y éste, que era soberbio y vanidoso a más no poder, cogió tal berrinche,
que a poco más la emprende a palos con los vecinos.
Una hora después empezó a llover a mares, y
no lo dejó en toda la noche, con gran mortificación del desmedido amor propio
de Alvar.
Al amanecer, el Manzanares bramaba de coraje
por no tener a mano a los que le habían llamado aprendiz de río y otras
picardías por el estilo, y Alvar se plantó de pechos a la ventana para ver la
riada, y para ver si el Manzanares hacía alguna cosa que mereciera contarse,
pues el pobre rabiaba por desquitarse del fiasco que había hecho metiéndose a
periodista.
El encargado de la sucursal del cosechero de
Móstoles oyó aquella misma mañana un gran ruido procedente de la praderita
interpuesta entre su ventorrillo y el río, y al asomarse a la ventana vio que
el río acababa de invadir la pradera y se llevaba las cubas vacías.
De dos saltos se plantó en la orilla de la
furiosa corriente y empezó a hacer sobrehumanos esfuerzos a ver si podía salvar
las cubas; pero las cubas continuaban navegando río abajo.
El tabernero, ya junto al puente de Toledo,
cuando iba perdiendo toda esperanza de rescatarlas y se cansaba de seguirlas,
vio a la orilla opuesta a dos de sus mejores parroquianos y les hizo señas para
que se lanzaran al río a detenerlas; pero los parroquianos le contestaron,
también por señas, que no se atrevían. Era tal el ruido del río, que no era
posible entenderse más que por señas; pero el tabernero, creyendo que aquel par
de borrachos no se resistirían a lanzarse al agua si les decía que del agua
sacarían vino, empezó a gritarles con toda la fuerza de sus pulmones:
-¡Una va llena! ¡Una va llena!
Oír Alvar este grito, exhalar otro de
sorpresa y alegría y lanzarse a la calle, todo fue uno. En cuatro minutos
recorrió el barrio gritando:
-¡Una ballena! ¡Una ballena!
Y en seguida tomó la puerta de Toledo y
corrió hacia el río, para tener la gloria de ser el primer madrileño que viese
la ballena que bajaba por el Manzanares.
Entre tanto, Madrid estaba alborotado,
porque aquella sorpren-dente noticia había corrido con la celeridad del
relámpago, desde la puerta de Toledo a la de Santa Bárbara, desde la puerta de
Alcalá a la de Segovia, y desde el Salitre a las Maravillas.
Y el pueblo de la coronada villa del oso,
armado de escopetas, de redes, de hachas, de ganchos de trapero, de piquetas,
de espadines, de agujas de enjalmar, de leznas, de cuchillos, de navajas de
Albacete, de navajas de afeitar, de sierras, de demonios colorados, afluía en
inmenso tropel, estruján-dose y pisándose y desparruchándose hacia el
Manzanares, cuyos bufidos parecían los del enorme cetáceo.
Alvar, que llegó a la orilla del Manzanares
un poco antes que los dos más ligeros, vio al tabernero que había anunciado la
aparición de la ballena al pie de un gran ribazo contemplando sus cubas, que
desaparecían allá a lo lejos entre los tumbos de la corriente.
-¿Por dónde va la ballena? -le preguntó con
ansia indecible.
-¿Qué ballena? -replicó el tabernero.
-¡Otra te pego! ¿No has gritado que iba por
el río abajo una ballena?
-No hay tales carneros. Lo que yo he dicho
es que de las cubas que me lleva el río, una
va llena.
-¡Rayo de Dios! -exclamó Alvar bramando de
cólera. ¡Yo te enseñaré a no pronunciar la
V como se pronuncia la
B ! ¡Toma, y anda a burlarte a la cabra de tu madre!
Y enarbolando el bastón, empezó a medir las
costillas al taber-nero.
Y cuentan que el mismo Alvar formó desde
aquel día tan pobre idea de sí mismo, que cada vez que oía a las verduleras de
Leganés decir «Arre, borrico», lo tomaba por una alusión personal. No sin razón
sospechábamos que pudiera convenirle la paja con que va techado este cuento,
cuya moral es, lo repetimos, que, lejos de ser cierto aquel latinajo: Vox populi, vox Dei, el pueblo es un
bobalicón que comulga con ruedas de molino y de una pulga levanta una mula.
127. anonimo (madrid)
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