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sábado, 8 de septiembre de 2012

La ballena del manzanares

En Mostoles, villa situada a tres leguas al oeste de Madrid, había un cosechero de vino que ganaba el oro y el moro con la venta al por menor del rico producto de sus viñedos. Ocupaban éstos todo el terreno de una legua que se extiende entre Móstoles y el río Guadarrama.
La plaza de Móstoles declina de oeste a este, y nuestro cosechero tenía en la manzana de la parte alta su bodega, y en la manzana de la parte baja el despacho de vino.
Este despacho consistía en un gran salón lleno de bancos y mesas, y el vino de la bodega se trasladaba a él por una serie de tubos que pasaban por debajo de la plaza y remataban en el despacho, semejando la tubería de un órgano.
Los precios y las calidades de los vinos eran tantos cuantos tubos tenía el órgano, de lo cual se colige que, aunque el órgano no fuese de catedral, los bebedores tenían una viña con tener tanto en que escoger. Así era que, particularmente los días festivos, el camino de Madrid a Móstoles era una continua romería.
La historia de los órganos de Móstoles consigna, sin embargo, una cosa muy consoladora para los que ansiamos tener fe en la bondad de la humanidad. Una legua antes de llegar a Móstoles está el pueblecillo de Alcorcón, cuya existencia, según la tradición y etimología, se remonta a los tiempos de la dominación mahometana. Había en Alcorcón un pobre alfarero que sólo sacaba de su industria lo que valía una carga de pucheros que vendía cada semana en Madrid; y aquel hombre, que conservaba buen sentido, a pesar de vivir a una legua de los órganos de Móstoles, dijo un día para su coleto (creo que eran coletos lo que entonces se gastaban):
-Un día con otro pasarán por aquí doscientos hombres en peregrinación a la ermita del dios Baco. Por lo corto, siempre ha de haber entre ellos veinticinco que abriguen en su pecho el santo amor a la familia; y si yo pongo a la orilla del camino un puesto de jarras y pucheros, venderé al día veinticinco pucheros o jarras, que me comprarán para llevar un trinquis a su familia. Probemos, pues, que me voy a poner las botas.
En efecto, se puso las botas el alfarero, pues vendía tantos pucheros y jarras como sacaba a la venta; en vista de lo cual todos sus vecinos se metieron a alfareros; y de ahí viene el haber dado a Alcorcón la alfarería tanta fama como a su vecino Móstoles los órganos.
Es, pues, altamente consoladora y honrosa para la humanidad la deducción que de esto se saca; el amor a la familia está tan agarrado al hombre, que por más que el hombre haga eses y se le doblen las piernas y no pueda con su alma, ese santo y sublime amor no se le cae.
El cosechero de Móstoles se hizo un día la siguiente reflexión, muy triste para la humanidad madrileña, o mejor dicho, para la española; pues Madrid es un punto donde se reúnen los españoles general-mente para hacer picardías.
«Los madrileños que no vienen a soplar en mis órganos, no vienen porque están seguros de que, si vinieran, soplarían tanto, tanto, que no podrían volver a casa por su pie, siendo el camino tan largo. Acortemos el camino, y habremos vencido esta dificultad. Y ¿cómo lo acortamos? Muy fácilmente: poniendo una sucursal de mi bodega en el puente de Segovia, adonde acudirán todos los que no se atreven a venir a Móstoles. Los que vienen seguirán viniendo, por la sencilla razón de que en Móstoles no hay río, y en el puente de Segovia sí lo hay».
En efecto, el cosechero puso (no digo que organizó, porque la sucursal no tenía órganos) una sucursal en el puente de Segovia, y empezó a acudir a ella un gentío inmenso, a pesar de que por allí pasaba el río.
Repito, pues, que el vino no se trasladaba al despacho del puente de Segovia por medio de tubos, como al despacho de Móstoles, sino por medio de cubas, que, según se iban desocupando, iba el encargado de la sucursal amontonando en una praderita que mediaba entre la sucursal y lo que llaman río.
Los parroquianos decían que desde que se estableció la sucursal un poco más abajo del puente de Segovia, el río llevaba menos agua por el puente de Segovia que por el puente de Toledo; pero, ¡eh!, ¿quién hace caso de borrachos?
En el portillo de Gilimón, mirador mucho más modesto que el de las Vistillas, pero desde el cual se descubren perfectamente las riberas del Manzanares, desde el puente de Segovia hasta las últimas praderas del canal, vivía por aquellos tiempos un tal Alvar, que gozaba de gran celebridad en Madrid. Alvar era la verdadera gacetilla de la villa: no había incendio, ni asesinato, ni robo, ni paliza, ni casamiento, ni bautizo, que él no supiera antes que los incendiados, o los asesinos, o los robados, o los apaleados, o los casados, o los bautizados.
Dar el primero una noticia, triste o alegre, era para Alvar la felicidad suprema. Ver Alvar desde su ventana, que daba al paseo de los Melancólicos, que un ladronzuelo arrebataba la capa a un melancólico, y salir desempedrando las calles de Madrid del Sur, pregonando el robo, no para tener el gusto de que acudiesen a perseguir al ladrón, sino para tener el gusto de dar la noticia antes que nadie, todo era uno. Pero la manía de Alvar no consistía sólo en la novelería, que consistía también en pretender que sus ojos, o su oído, o su inteligencia nunca se equivocaban.
Una tarde, vísperas de San Isidro, discurrían dos vecinos suyos sobre si al día siguiente se le mojarían o no las polainas al santo; y oyendo Alvar la disputa, se acercó a dar su opinión con la seguridad con que siempre la daba: su opinión era que al día siguiente no se le mojarían al santo las polainas.
Como los vecinos sabían que el santo labrador es tan aficionado a solemnizar su fiesta mojando la tierra, como los madrileños a solemnizarla mojando la palabra, pusieron en duda el pronóstico de Alvar, y éste, que era soberbio y vanidoso a más no poder, cogió tal berrinche, que a poco más la emprende a palos con los vecinos.
Una hora después empezó a llover a mares, y no lo dejó en toda la noche, con gran mortificación del desmedido amor propio de Alvar.
Al amanecer, el Manzanares bramaba de coraje por no tener a mano a los que le habían llamado aprendiz de río y otras picardías por el estilo, y Alvar se plantó de pechos a la ventana para ver la riada, y para ver si el Manzanares hacía alguna cosa que mereciera contarse, pues el pobre rabiaba por desquitarse del fiasco que había hecho metiéndose a periodista.
El encargado de la sucursal del cosechero de Móstoles oyó aquella misma mañana un gran ruido procedente de la praderita interpuesta entre su ventorrillo y el río, y al asomarse a la ventana vio que el río acababa de invadir la pradera y se llevaba las cubas vacías.
De dos saltos se plantó en la orilla de la furiosa corriente y empezó a hacer sobrehumanos esfuerzos a ver si podía salvar las cubas; pero las cubas continuaban navegando río abajo.
El tabernero, ya junto al puente de Toledo, cuando iba perdiendo toda esperanza de rescatarlas y se cansaba de seguirlas, vio a la orilla opuesta a dos de sus mejores parroquianos y les hizo señas para que se lanzaran al río a detenerlas; pero los parroquianos le contestaron, también por señas, que no se atrevían. Era tal el ruido del río, que no era posible entenderse más que por señas; pero el tabernero, creyendo que aquel par de borrachos no se resistirían a lanzarse al agua si les decía que del agua sacarían vino, empezó a gritarles con toda la fuerza de sus pulmones:
-¡Una va llena! ¡Una va llena!
Oír Alvar este grito, exhalar otro de sorpresa y alegría y lanzarse a la calle, todo fue uno. En cuatro minutos recorrió el barrio gritando:
-¡Una ballena! ¡Una ballena!
Y en seguida tomó la puerta de Toledo y corrió hacia el río, para tener la gloria de ser el primer madrileño que viese la ballena que bajaba por el Manzanares.
Entre tanto, Madrid estaba alborotado, porque aquella sorpren-dente noticia había corrido con la celeridad del relámpago, desde la puerta de Toledo a la de Santa Bárbara, desde la puerta de Alcalá a la de Segovia, y desde el Salitre a las Maravillas.
Y el pueblo de la coronada villa del oso, armado de escopetas, de redes, de hachas, de ganchos de trapero, de piquetas, de espadines, de agujas de enjalmar, de leznas, de cuchillos, de navajas de Albacete, de navajas de afeitar, de sierras, de demonios colorados, afluía en inmenso tropel, estruján-dose y pisándose y desparruchándose hacia el Manzanares, cuyos bufidos parecían los del enorme cetáceo.
Alvar, que llegó a la orilla del Manzanares un poco antes que los dos más ligeros, vio al tabernero que había anunciado la aparición de la ballena al pie de un gran ribazo contemplando sus cubas, que desaparecían allá a lo lejos entre los tumbos de la corriente.
-¿Por dónde va la ballena? -le preguntó con ansia indecible.
-¿Qué ballena? -replicó el tabernero.
-¡Otra te pego! ¿No has gritado que iba por el río abajo una ballena?
-No hay tales carneros. Lo que yo he dicho es que de las cubas que me lleva el río, una va llena.
-¡Rayo de Dios! -exclamó Alvar bramando de cólera. ¡Yo te enseñaré a no pronunciar la V como se pronuncia la B! ¡Toma, y anda a burlarte a la cabra de tu madre!
Y enarbolando el bastón, empezó a medir las costillas al taber-nero.
Y cuentan que el mismo Alvar formó desde aquel día tan pobre idea de sí mismo, que cada vez que oía a las verduleras de Leganés decir «Arre, borrico», lo tomaba por una alusión personal. No sin razón sospechábamos que pudiera convenirle la paja con que va techado este cuento, cuya moral es, lo repetimos, que, lejos de ser cierto aquel latinajo: Vox populi, vox Dei, el pueblo es un bobalicón que comulga con ruedas de molino y de una pulga levanta una mula.

127. anonimo (madrid)

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