Cuando fue destronado de su reino, el rey
Arturo llegó a Cataluña, donde quedó prendado del paisaje boscoso del Llobregat
tras haber creído librarse de su eterna pasión por la caza.
A principios de diciembre se encontró con
una hermosísima liebre a la que, a pesar de todos sus esfuerzos, no conseguía
dar caza. De modo que, persiguiendo un imposible que parecía írsele de las
manos continuamente, puesto que la dichosa presa no dejaba de apare-cérsele un
día tras otro, llegó la noche de Navidad, esa noche en la que las buenas gentes
celebran el más sencillo y entrañable gozo de la Redención.
Ya repicaba convocando a los feligreses la
campana de la ermita de Santa Eulalia, lugar próximo a Barcelona en donde la
tradición popular sitúa la torre en la que vivió con sus padres la mártir
Laieta, cuando Arturo, más por deferencia hacia sus vasallos que por otra cosa,
acudió a aquella ermita a las doce menos cuarto. Al parecer, iba a ser la
presencia de aquellos caballeros provenzales la que diera origen al nombre que
hoy tiene el templo, y que aún se conserva, próximo a la carretera de la Bordeta a escasos minutos
de la Riera Blanca.
A las doce en punto comenzó la Misa del Gallo. El templo
irradiaba un resplandor que alumbraba todo el entorno cada vez que se abría la
puerta principal.
Los súbditos del rey habían dejado a la
entrada sus armas, vigiladas por los perros. Pero no así Arturo, que permaneció
armado en el pórtico y que, de vez en cuando, volvía sus ojos hacia la puerta.
En el momento de la consagración, cuando el
sacerdote sostenía en alto la sagrada forma, a la que los fieles veneraban
fervorosamente humillando la cabeza hasta casi tocar el suelo, Arturo volvió
su refulgente mirada hacia la puerta. Y¡qué sorpresa se llevó! Tranquila y
confiada, la liebre cruzaba por delante del umbral. Los perros, amarrados a los
árboles, emitían aullidos de rabia e impo-tencia.
En ese instante, Arturo se incorporó:
poseído por su obsesión por la caza, pareció olvidarse del lugar sagrado en el
que se encontraba y salió apresuradamente en persecución de aquella liebre de
ojos chispeantes, mientras daba un alarido que resonó como un grito de guerra.
Y con aquel bramido, salieron tras él sus vasallos, que se lanzaron juntos a
una loca persecución.
Desde entonces ya nunca más se ha vuelto a
ver ni al cazador ni a sus acompañantes. Y en las noches oscuras del invierno,
sobre todo en la de Navidad, se puede sentir pasar a Arturo junto a sus
vasallos y a sus perros corriendo detrás de la liebre, como condenado a tener
que vivir eternamente persiguiéndola sin cesar. ¡Ay de aquel cazador que se lo
encuentre, porque entonces lo arrastrará también a él la obsesión por cazar
hasta que, sin darse cuenta, caiga en un río o en un estanque!
103. anonimo (cataluña)
No hay comentarios:
Publicar un comentario