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sábado, 8 de septiembre de 2012

La virgen de la cueva

Corría el año de 1748, cuando un 20 de noviembre Diego Sainz de Angulo, natural de la villa de Extramiana, se dirigía a Frías, donde al día siguiente, celebración de la Presentación de Nuestra Señora, se uniría en matrimonio su hermana Luisa con un mozo del lugar llamado Sebastián Alonso del Campo. Iba acompañado de Estrella, la burra de la casa, cargada en sus alforjas con el ajuar de la novia, variadas viandas y, en un separado, el vestido de novia que había sido de su madre, y antes de su abuela y mucho antes, de la madre de su abuela.
El día estaba gris, el cielo casi de ceniza iba desprendiendo una especie de bruma densa y fría, desafiante para los dos viajeros. Habían salido después de comer, pero el caminar se estaba haciendo especialmente duro, pues había empezado a llover y no cesaba.
Como el camino se llenaba de barro, Diego pensó en atajar un trecho. Tiraba de la burra con fuerza porque era necesario llegar esa misma tarde, y es que, al día siguiente, habría que almidonar y planchar el vestido. Todo estaría preparado en casa de sus familiares de Frías, y su hermana, sin duda, le esperaría con impaciencia. Pero la lluvia arreciaba y además casi se había hecho de noche.
Diego, empapado y sin apenas poder ver, tropezó con una piedra y cayó. Rápidamente se agarró un pie con las dos manos al sentir que se lo había dislocado. El dolor era tan intenso que pensó que se habría roto el hueso. Apenas podía andar, pero era imposible pararse bajo aquella lluvia. Con gran dificultad siguió caminando, sabía que muy cerca de allí, en Santocildes, había una cueva. Tendría que dirigirse a ella para guarecerse.
Por fin llegaron a la cueva. La Estrella, como entendiendo la situación, siguió al mozo y se aposentó al fondo a pesar de su carga. La pierna de Diego estaba muy hinchada, la notaba caliente, febril, pero sobre todo le molestaba aquel dolor tan fuerte. El hombre no sabía qué hacer, le estaban esperando en el pueblo y no podía caminar, tampoco podía avisar a nadie. Así que no le quedaba otra opción que pasar la noche en la cueva.
Se acordó de la Estrella, le retiró las alforjas y de ellas sacó unas ropas que le sirvieron de abrigo. No podía dormir porque el frío y la preocupación le tenían atenazado. Si pensaba en llegar pronto a Frías, ¿quién le podría ayudar en aquel trance? Solamente se lo podía pedir a la Virgen. Se puso a rezar: ¡Señora misericordiosa, tú que todo lo puedes, te ruego con toda la devoción que sanes mi pierna! ¡A cambio pídeme lo que quieras, pues lo que me pidas cumpliré!
Luego se incorporó y, mirando a la Estrella, fue a acariciarla. Fue entonces cuando se dio cuenta de que podía andar sin dolor. Miró su pierna y vio que no estaba inflamada, que era tan normal como la otra. El sueño de la promesa se había convertido en realidad y a las pocas horas su hermana pudo planchar y almidonar su vestido.
¡Por cierto!, tanto las hijas de su hermana Luisa, como las suyas propias se fueron casando con el vestido que había sido de su madre y antes, de su abuela, y mucho antes, de la madre de su abuela.

058. anonimo (castilla y leon)

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