En tiempo de los moros, dominaba una buena
parte de la tierra catalana el señor del castillo de Montbuí, que estaba
emplazado en la estribación de la montaña de San Felíu, allí donde todo son
pinares y arboledas, cañadas y desfiladeros cubiertos de vegetación, cascadas y
torrentes que se precipitan montaña abajo y corren plácidamente formando luego
lagos y riachuelos.
El poderoso señor moro del castillo asolaba
la comarca impo-niendo a aquellas buenas gentes mil tributos, que debían
pagarle bajo pena de muerte. Y entre estos tributos estaba el más doloroso de
todos, el de las cien doncellas que cada año debían entregársele para que él
las enviara a su emperador, allá, a tierra de moros. Pero sucedió que un día
los cristianos decidieron librarse de aquella tiranía, y simulando una fiesta o
torneo al pie del castillo, sacaron las armas que llevaban escondidas y tras
una dura pelea se apoderaron de la fortaleza, y los moros que quedaron con vida
huyeron al grito de ¡sálvese quien pueda!, cada uno por su lado. El señor del
castillo se internó en la espesura del bosque, seguido por unos cuantos de sus
adeptos. Recorrieron el bosque entero y penetraron en un desfiladero, al pie
del cual había un lago donde caían las agitadas aguas de un torrente. Al pie de
aquel torrente, junto al lago, hallaron una cueva muy profunda y allí se
refugiaron. Desde entonces se llamó la
Cueva del Moro.
Los cristianos, aunque habían vencido en
aquella ocasión, todavía eran muy pocos para hacerse dueños y señores de la
comarca; y como los infieles recibían continuamente refuerzos de los demás
reyes moros que dominaban en el resto de España, pronto se organizaron para
volver a ser los amos del país. Pero el señor de Montbuí no volvió a su
castillo; tan misteriosa e inaccesible era la cueva en que se había refugiado
que decidió no moverse de ella. Y a ella le llevaban todos los años las cien
doncellas que él después remitía a los demás cadíes de España.
Hay que imaginar la tristeza que reinaba en
toda la comarca cada vez que llegaba el momento de rendir el doloroso tributo
al caudillo moro. En una de aquellas ocasiones, se habían reunido para ser
entregadas al feroz musulmán las más hermosas doncellas del país. Horribles
antorchas las conducían hacia la cueva, y padres y hermanos las seguían
llorando.
Como si la naturaleza quisiera sumarse al
dolor de aquellas gentes, negros nubarrones cubrían el cielo, el viento soplaba
con tal violencia que a su empuje salían por los aires los árboles más
corpulentos; los pájaros huían de sus nidos y volaban aturdidos de un lado para
otro. Y la triste comitiva seguía subiendo hacia el desfiladero, oscuro como
boca de lobo. Cuando entró en él la última de las cien doncellas, resonó un
trueno espantoso que conmovió toda la montaña, se levantaron las aguas del
torrente e instantáneamente se las tragaron.
Entonces surgió del torrente una luz blanca
que lo llenó todo con su resplandor; el señor moro y los suyos, enoloquecidos
por el terror huyeron precipitadamente bosque adentro y no se ha vuelto a saber
más de ellos.
Pasaron los años, pasaron los siglos, muchos
siglos, y nadie volvió a acercarse jamás al siniestro desfiladero ni a la Cueva del Moro ni al
torrente. Hasta que un día salió del pueblo una linda pastorcita que llevaba a
pacer un rebaño de ovejas blancas como copos de nieve. Delante del rebaño iban
dos cabritillos negros, juguetones y saltarines. Y sucedió que los cabritos,
jugando, se internaron en un bosque espesísimo y todo el rebaño los siguió, y
la pastora, por recogerlos, se adentró también en la espesura tras ellos. Los
cabritos corrían y saltaban, y la pastorcita los seguía, y cuando al fin logró
juntar a todo el rebaño, se encontró con que oscurecía por momentos y los árboles
y matas que la rodeaban eran tan espesos que no la permitían volver atrás.
Entonces ella, olvidando a su rebaño, se sentó en una piedra a llorar
desesperadamente. Cuando se cansó de llorar tomó el huso que llevaba a la
cintura y se puso a hilar muy triste.
Hilando estaba cuando oyó a lo lejos una voz
dulcísima que entonaba un cántico tan maravilloso como jamás lo han escuchado
los oídos humanos. Como llamada por aquel cántico, echó a andar mientras seguía
hilando. Y el rebaño, atraído también por la voz misteriosa, iba delante de la
pastora mientras árboles, matas y flores se hacían a un lado para dejarles paso
hacia el lugar desde donde los llamaba la voz. Y así llegaron al desfiladero:
el rebaño corriendo y triscando y la pastora sin dejar un momento de hilar.
Salieron del desfiladero y llegaron a la
misteriosa Cueva del Moro, ante la que seguía cayendo el torrente como siglos
atrás. Como entonces, también las aguas del lago parecían de plata, y el arco
iris, aunque era casi de noche, brillaba en todo su esplendor. Las ovejas y los
cabritos se quedaron inmóviles como admirando tanta maravilla, y la pastora se
detuvo y continuó hilando. De pronto surgió del torrente una voz humana clara,
fresca y sonora como el canto de una sirena, tan potente como si fueran cien
voces, y tan fina y delicada como una sola. Era la misma que habían oído cuando
estaba perdida en el bosque. Entonces la pastora, como sin aliento, fue
avanzando hacia la orilla del lago, dejó de hilar, y el huso se le cayó en el
agua, que, cuanto más se acercaba más clara y transparente parecía, y más
atrayente la voz que de ella salía. Y he aquí, que mientras la pastora miraba
hacia el fondo del lago escuchando la voz de las cien doncellas encantadas, que
eran quienes la llamaban, creyó ver un palacio de espejos y reluciente plata, y
tanto quiso acercarse a él que resbaló y se cayó al fondo del torrente. Las
ovejas y cabritos se asomaron a ver dónde había caído y, en el momento en que
vieron el palacio de cristal quedaron transformados en piedras, que todavía
rodean el lago.
Se cree que las doncellas encantadas que
habitan en el fondo al ver a aquella pastora tan gentil y tan bella la hicieron
reina de su palacio de plata y cristal. Y que por las noches, cuando en el
cielo brilla la luna, salen todas ellas a la orilla a jugar con las cañas y los
lirios y a lavar su ropa, que luego tienden en las piedras, y que sus risas y
charlas se oyen en diez leguas a la redonda. En cambio, cuando la noche es
oscura y amenaza la tempestad, las doncellas encantadas de la cueva de
Vallderrós bailan la sardana girando alrededor del lago y se elevan alrededor
de las nubes hasta que la tormenta se aleja.
103. anonimo (cataluña)
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