Hubo un tiempo lejano en que los dioses
andaban por el mundo mezclados con los seres humanos, obedeciendo siempre a los
caprichos del gran Zeus, de cuando la bella Pyrene cumplía la tarea encomendada
de custodiar las cristalinas aguas de los manantiales.
La hermosa diosa pasaba los días dejando
vagar su mirada por lejanas fantasías, inclinándose de vez en cuando sobre el
lago en cuya orilla vivía y dejando que el agua copiara su belleza y acariciara
su larga cabellera.
De vez en cuando llegaba a sus oídos el
clamor de las voces de gigantes que luchaban entre sí o jugaban por entre las
cumbres de los montes próximos. Y la más atronadora era sin duda la del temible
Gerión, el monstruo de tres cabezas que deseaba a Pyrene por esposa. Pero ella
lo aborrecía, por eso, cada vez que el gigantón pretendía acercársele, la
frondosa selva que tenía que atravesar se espesaba a su paso y arañaba con sus
zarzas sus tres horrendos rostros y sus espantosas manos hasta obligarle a
desistir y tener que retroceder lleno de ira.
Así hasta que un día, desesperado el
gigante, decidió prender fuego al valle. Entonces sus potentes manos
apretujaron con fuerza los nubarrones cargados de rayos y de truenos y los
arrojó contra la vegetación hasta convertir el valle en una inmensa hoguera.
El gran Zeus se enojó de tal modo con él por
su insensatez, que envió a vengarse de él a su hijo Hércules, quien por aquel
entonces, y tras sus muchos combates y penalidades, se encontraba descansando
en las tranquilas costas de Iberia.
Fueron precisamente los desafiantes alaridos
y gritos de satisfacción de Gerión los que lo sacaron de su reposo. Así que el
héroe no tardó en trepar a aquellas altas cumbres en busca de algún nuevo reto
que aumentara su fama.
Ambos se enzarzaron en un combate feroz del
que Hércules no tardó en salir victorioso. Y, cuando ya se iban apagando los
últimos bramidos del monstruoso gigante, fue un dulce gemido lo que atrajo la
atención del héroe. Provenía de lo profundo del valle, y hacia allí se encaminó
de inmediato Hércules.
Al llegar, descubrió a Pyrene, que yacía
desmayada junto a los manantiales de los que era cuidadora. Enamorado al
instante ante tanta belleza, Hércules la tomó entre sus brazos y la llevó hasta
la orilla del mar con intención de reanimarla. Con la fresca brisa marina la
hermosa nereida recuperó el sentido y así pudo admirar la arrogante y robusta
figura de su héroe salvador.
-No debes temer nada, mi bella ninfa -le
dijo Hércules con una voz que parecía un arrullo. Mis brazos te han librado
para siempre de la presencia del terrible monstruo que habitaba en las altas
cavernas.
-Es mucha mi gratitud, oh hijo de Zeus -le
dijo ella en cuanto lo reconoció. Estoy segura de que tu poderoso padre sabrá
premiar una acción tan heroica.
-Creo que ya lo ha hecho -le respondió
Hércules, pues estoy seguro de que ha sido él quien ha hecho que te encuentre
para mi mayor dicha y gloria.
-Y luego añadió abrazándola con delicadeza:
Ven conmigo al Olimpo. Serás mi esposa, y Alcmena, mi madre, te dará el don de
la fuerza para que compartas mi brazo poderoso y seremos dichosos hasta la
eternidad.
-Te lo agradezco enormemente, oh glorioso
Hércules -le respondió Pyrene. Y lo haría si no fuera porque, lejos de mi valle
y del susurro de sus manantiales, me moriría de nostalgia y de tristeza.
-Pero ¿no ves, preciosa criatura, que en tu
valle sólo quedan cenizas? -le comentó el héroe enamorado. Yo te llevaré a
otros valles de eternos manantiales que sabrán corear un himno eterno a tu
belleza. Ven conmigo.
-No puedo hacerlo -decía queriendo
disculparse cortésmente. Mi vida está unida para siempre a este valle, en el
que deseo vivir y morir. Déjame marchar, te aseguro que mi gratitud será
siempre tan grande como tu amor.
-Vete entonces -le dijo él resignado. Pero
yo estaré siempre cerca para darte mi amor.
Hércules la vio alejarse mientras reprimía
su dolor con todas sus fuerzas. Sentado en lo más alto de una de aquellas
cumbres permaneció viéndola bajar hacia aquellos parajes que el terrible Gerión
había devastado. Ya no se oían los alegres trinos de las aves, ni exhalaban
perfume las flores ni revoloteaban a su alrededor las bailarinas mariposas. El
agua, teñida de gris, sólo llevaba cenizas, pero no lloraban por eso las ramas
de los sauces. De cerca, todo era destrucción y muerte.
Al contemplar Pyrene aquellas ruinas, su
dolorido corazón no pudo soportarlo y, junto a las aguas de lo que antes había
sido su paraíso, cayó sin vida la hermosa ninfa que lo había guardado.
Al advertirlo desde lo alto, Hércules
descendió de aquella cumbre veloz como un rayo, y cuando al llegar vio a su
amada inerte, se abrazó a ella tratando de reanimarla hasta acabar llorando
amargamente por la impotencia de no hacerla revivir.
Una vez cobrados los ánimos, decidió
enterrarla allí mismo. Y para que el mundo no la olvidara nunca, decidió
perpetuar su memoria con un asombroso e imponente monumento. Y así fue como, en
el transcurso de dos días y dos noches, levantó la enorme mole de una larga
cordillera que sirviera de mausoleo a su preciosa ninfa y eligió como nombre el
que mejor recordara a su amada.
103. anonimo (cataluña)
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