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sábado, 8 de septiembre de 2012

El jardín de los almendros en flor

El caminante y admirador de las viejas villas históricas, ha de llegarse a Yanguas, villa de solera hidalga y tradición ganadera, situada en el nacimiento del río Cidacos. La circundan Monterreal, el Cayo del puerto de Oncala y los altos picos de San Pedro Manrique. La población conserva su castillo, sus murallas y sus palacios señoriales. Hay que pasar una noche en Yanguas para disfrutar de su sosiego y oír el toque de su campana de queda. Qué sublime emoción estar en Yanguas a la hora de queda en la tranquila paz de su ambiente saturado de rumores felices. Cada campanada, como hace mil años, vibra entre el cielo y la tierra en su atmósfera transparente como aldabonazo que invita a la oración. Felices aquellos tiempos que a las nueve en invierno y a las diez en verano, treinta y tres campanadas pausadas anunciaban la hora de queda en el anochecido silencio. Se cerraban las puertas de la villa y los centinelas alerta vigilaban el apacible sueño de los moradores del caserío.
Todavía, al oír el toque de la campana de queda, los yangüeses recuerdan el poético escenario del jardín de los almendros en flor. La patética leyenda de un acontecimiento romántico y caritativo, cuya tradición se conserva en gracia de una súplica femenina que enterneció el corazón de un guerrero. La maravilla del poder sugestivo de la belleza de una dama que intercedió caritativa por salvar la vida de un semejante.
Ocurrió en aquellos azarosos tiempos de las guerras civiles del siglo XIX, cuando España dividida en dos bandos contendientes dilucidaba con las armas en la mano, cuál de las dos ramas dinás-ticas tenía derecho a la corona.
Una señora de noble linaje hallábase con sus hijos en el jardín de su casa solariega, situada entre la puerta principal de la villa y la iglesia mayor. Era un jardín encantador bajo el cielo de purísimo azul, cercado de robustas paredes de piedra, que tenía un rústico cenador rodeado de enebros enanos, recoletos rincones adornados de rosales y lilas, románticos paseos, alineados por setos de zarzamoras y árboles frutales, y defendidos de los vientos del norte por una fila de almendros en flor que exhalaban sus delicados perfumes como regalos sobrenaturales. Parecía haberse transportado a este lugar un trozo del paraíso.
Cuando empezaba a anochecer, la noble dama se sentó con sus hijos en torno a la mesa del cenador. Sus sirvientes llegaron con la merienda. Una gran preocupación entristecía su rostro maternal. Miraba a sus hijos y pedía a Dios de todo corazón que su esposo y dueño salvara la vida en la guerra entablada a sangre y fuego.
Repartió la merienda a sus hijos y el eco gozoso de su aleteo mitigó un tanto la pena que le afligía. Pero un sobresalto vino a sobrecogerla. Al terminar de oír el toque del Ángelus, la misma campana empezó a voltear a rebato. Griterío de gente, voces de alarma de los centinelas. Estampidos de los cañones del castillo. Galopar de caballos por las calles. Semejante turbamulta la sumergió en un profundo pavor. Cobijó a sus hijos bajo su manto, que lloraban angustiados, y pidió amparo a la Divina Providencia.
Era que el jefe de un escuadrón, acompañado de su escolta, había entrado por la puerta principal junto a su casa. Se asomó a ver si conocía de qué bando eran los guerreros, y el jefe de los mismos, al contemplar la cara de pánico de la dama, la interrogó:
-¿Qué deseáis de mí, noble dama yangüesa?
-Me figuro que vais a dar muerte a ese prisionero que lleváis escoltado y os imploro piedad para él.
-Es un traidor a nuestra causa y ha sido sentenciado a la última pena.
El recuerdo de su esposo en el frente de guerra vino a la imaginación de la señora atribulada. Quizá su marido pudiera caer del mismo modo, en manos de los contrarios. Olvidó su alcurnia, cogió de la mano a sus tiernos hijos, se humilló ante el guerrero y le dijo:
-Mi esposo, padre de estos niños, lucha como vos por la misma causa de nuestro rey. Os ruego, en su nombre, que perdonéis la vida al prisionero que vais a ejecutar.
El jefe del escuadrón se quedó confuso ante las emocionadas palabras que había escuchado. Reflexionó unos instantes, suplicó a la señora se levantara del suelo, le besó la mano, acarició a los niños y dio orden a su escolta:
-Desatad al prisionero.
La intercesora le dio las gracias con los ojos arrasados de lágrimas de reconocimiento.
-Por ella salvas la vida -le dijo el cautivo, poniéndose en libertad.
-Gracias, señora -exclamó el liberado. Mis hijos os agradecerán eternamente vuestra gentileza.
Luego besó el manto de la dama y quedó bajo su amparo. Se despidió de la hermosa yangüesa como si fuera una reina y, ocultando su emoción, se alejó del lugar.
Desde que aconteció este suceso, el jardín de la casa se llama el Jardín de la Señora o jardín de los Almendros en Flor. Actualmente, tiene descas-carilladas sus cercas y marchita la vegetación, pero en las noches claras de luna, entre sus tapias mohosas se siente palpitar el hálito espiritual de aquella mujer caritativa, que salvó la vida de un semejante.

058. anonimo (castilla y leon)

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