El caminante y admirador de las viejas
villas históricas, ha de llegarse a Yanguas, villa de solera hidalga y
tradición ganadera, situada en el nacimiento del río Cidacos. La circundan Monterreal,
el Cayo del puerto de Oncala y los altos picos de San Pedro Manrique. La
población conserva su castillo, sus murallas y sus palacios señoriales. Hay que
pasar una noche en Yanguas para disfrutar de su sosiego y oír el toque de su
campana de queda. Qué sublime emoción estar en Yanguas a la hora de queda en la
tranquila paz de su ambiente saturado de rumores felices. Cada campanada, como
hace mil años, vibra entre el cielo y la tierra en su atmósfera transparente
como aldabonazo que invita a la oración. Felices aquellos tiempos que a las
nueve en invierno y a las diez en verano, treinta y tres campanadas pausadas
anunciaban la hora de queda en el anochecido silencio. Se cerraban las puertas
de la villa y los centinelas alerta vigilaban el apacible sueño de los
moradores del caserío.
Todavía, al oír el toque de la campana de
queda, los yangüeses recuerdan el poético escenario del jardín de los almendros
en flor. La patética leyenda de un acontecimiento romántico y caritativo, cuya
tradición se conserva en gracia de una súplica femenina que enterneció el
corazón de un guerrero. La maravilla del poder sugestivo de la belleza de una
dama que intercedió caritativa por salvar la vida de un semejante.
Ocurrió en aquellos azarosos tiempos de las
guerras civiles del siglo XIX, cuando España dividida en dos bandos
contendientes dilucidaba con las armas en la mano, cuál de las dos ramas dinás-ticas
tenía derecho a la corona.
Una señora de noble linaje hallábase con sus
hijos en el jardín de su casa solariega, situada entre la puerta principal de
la villa y la iglesia mayor. Era un jardín encantador bajo el cielo de purísimo
azul, cercado de robustas paredes de piedra, que tenía un rústico cenador
rodeado de enebros enanos, recoletos rincones adornados de rosales y lilas,
románticos paseos, alineados por setos de zarzamoras y árboles frutales, y
defendidos de los vientos del norte por una fila de almendros en flor que
exhalaban sus delicados perfumes como regalos sobrenaturales. Parecía haberse
transportado a este lugar un trozo del paraíso.
Cuando empezaba a anochecer, la noble dama
se sentó con sus hijos en torno a la mesa del cenador. Sus sirvientes llegaron
con la merienda. Una gran preocupación entristecía su rostro maternal. Miraba a
sus hijos y pedía a Dios de todo corazón que su esposo y dueño salvara la vida
en la guerra entablada a sangre y fuego.
Repartió la merienda a sus hijos y el eco
gozoso de su aleteo mitigó un tanto la pena que le afligía. Pero un sobresalto
vino a sobrecogerla. Al terminar de oír el toque del Ángelus, la misma campana
empezó a voltear a rebato. Griterío de gente, voces de alarma de los
centinelas. Estampidos de los cañones del castillo. Galopar de caballos por las
calles. Semejante turbamulta la sumergió en un profundo pavor. Cobijó a sus
hijos bajo su manto, que lloraban angustiados, y pidió amparo a la Divina Providencia.
Era que el jefe de un escuadrón, acompañado
de su escolta, había entrado por la puerta principal junto a su casa. Se asomó
a ver si conocía de qué bando eran los guerreros, y el jefe de los mismos, al
contemplar la cara de pánico de la dama, la interrogó:
-¿Qué deseáis de mí, noble dama yangüesa?
-Me figuro que vais a dar muerte a ese
prisionero que lleváis escoltado y os imploro piedad para él.
-Es un traidor a nuestra causa y ha sido
sentenciado a la última pena.
El recuerdo de su esposo en el frente de
guerra vino a la imaginación de la señora atribulada. Quizá su marido pudiera
caer del mismo modo, en manos de los contrarios. Olvidó su alcurnia, cogió de
la mano a sus tiernos hijos, se humilló ante el guerrero y le dijo:
-Mi esposo, padre de estos niños, lucha como
vos por la misma causa de nuestro rey. Os ruego, en su nombre, que perdonéis la
vida al prisionero que vais a ejecutar.
El jefe del escuadrón se quedó confuso ante
las emocionadas palabras que había escuchado. Reflexionó unos instantes,
suplicó a la señora se levantara del suelo, le besó la mano, acarició a los
niños y dio orden a su escolta:
-Desatad al prisionero.
La intercesora le dio las gracias con los
ojos arrasados de lágrimas de reconocimiento.
-Por ella salvas la vida -le dijo el
cautivo, poniéndose en libertad.
-Gracias, señora -exclamó el liberado. Mis
hijos os agradecerán eternamente vuestra gentileza.
Luego besó el manto de la dama y quedó bajo
su amparo. Se despidió de la hermosa yangüesa como si fuera una reina y,
ocultando su emoción, se alejó del lugar.
Desde que aconteció este suceso, el jardín
de la casa se llama el Jardín de la
Señora o jardín de los Almendros en Flor. Actualmente, tiene
descas-carilladas sus cercas y marchita la vegetación, pero en las noches claras
de luna, entre sus tapias mohosas se siente palpitar el hálito espiritual de
aquella mujer caritativa, que salvó la vida de un semejante.
058. anonimo (castilla y leon)
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