Cerca de la albufera valenciana, que refleja
el límpido cielo azul de levante, hace ya muchos años iba un pastorcillo a
apacentar sus cabras. Era casi un niño, y cuenta la leyenda que vivía solo en
una pobre cabaña construida por él en esa estrecha faja de terreno que se
recorta entre la laguna y el mar.
Todos los días paseaba por la dehesa, con su
ganado por única compañía, entre los pinos y las zarzas. Cuando el sol
calentaba de firme, el pastorcillo se sentaba plácidamente al pie de un recio
arbusto, para solazarse con el sonido melódico de su flauta. Al eco de la
música acudía siempre una pequeña culebra, que permanecía junto al muchacho
largo rato haciéndole compañía. Tan solícito era el reptil, que día tras día se
fue entablando entre ambos una rara corriente amistosa, que llegó a inquietar a
los vecinos. El muchacho, deseoso de poder llamar a su compañera de alguna
forma, le puso por nombre Sancha. Y tanta fidelidad le demostró el animal, que
el pastorcillo llegó a aficionarse a ella hasta el extremo de agradecerle su
visita como si se tratase de una amiga. El reptil, por su parte, sabía
demostrarle su complacencia siguiendo alegremente el ritmo de las melodías que
su amigo entonaba con su flauta.
Así transcurrieron algunos meses, durante
los cuales los dos extraños compañeros se sintieron aliviados en su soledad.
Pero el pastor cumplió un día la edad reglamentaria para prestar el servicio
militar, y no tuvo más remedio que abandonar sus cabras, su flauta y lo que
para él fue más triste: la compañía de su amiga Sancha.
Lejos de la dehesa pasó diez años, que le
sirvieron para hacerse un hombre. Encontró nuevos y variados amigos en su vida
militar; pero el recuerdo de Sancha, el único ser que le hiciera compañía en
sus largas horas de soledad, no se apartó de su mente.
Deseoso de volver a verla y de evocar en la Albufera los recuerdos de
sus primeros años de juventud, se dirigió un día hasta allí. Caminó por la
dehesa un buen rato, entre zarzas y matorrales, hasta llegar al pie del arbusto
donde se sentaba años atrás para tocar su flauta. Llamó entonces a Sancha, y
tras un difuso rumor de hojas secas, la culebra apareció ante él; pero ya no
era el pequeño reptil de antaño, sino que su cuerpo había crecido en tal
proporción, que el joven militar, atemorizado, quiso huir. Mas no le fue
posible, porque Sancha, más rápida, se abalanzó hacia él para abrazarle, y se
enroscó alrededor de su cuerpo. Sintió el militar, pálido de terror, que el
abrazo del reptil se estrechaba hasta dificultarle la respiración; mas no tuvo
defensa alguna. Sancha, estrujándole cada vez con más calor, le quebró los
huesos y acabó asfixiando con su viscoso cuerpo a su gran amigo.
107. anonimo (valencia)
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