Con acento misterioso y palabra apagada y
profunda, contaba la abuela cómo murió aquel joven una noche de San Juan.
Después de haber saltado sobre las
crepitantes hogueras la abuela era habilidosa para bordar la trama y haber
bailado a corro alrededor del rescoldo, todos los jóvenes del caserío se
recogieron en sus casas. Pero, solo y cabizbajo, Juan caminaba desconcertado,
porque el diablo, que no duerme, ya lo había tentado en el más ardiente de sus
deseos: el de acostarse con su novia en la cálida noche de San Juan.
Sabed, hijas -proseguía la abuela, que en
esa noche ocurren muchas apariciones y hay quien ve su propio destino reflejado
en el espejo, si se atreve a mirarse, pues hay que asustar al miedo para llegar
a tanto. Cuentan que hubo quien se vio hecha una bruja en las espejeadas aguas
de la acequia al resplandor de la
Luna ; y otras que deseaban ver a su amante en el azogue del
espejo, se vieron a sí mismas andrajosas y enlutadas y con una escoba al hombro.
En esa noche de sortilegios y adivinaciones, muchas zagalas en edad de merecer
quemaban la morada flor del cardo y la echaban debajo de la cama. Si a la
mañana siguiente había florecido, es que el mozo en quien pensaban las quería.
A algunas, al coquetear ante el espejo, éste les devolvía la imagen de una
cabra cerrera y pelicarda, causándoles un horror espantoso. Otras amasaban
pequeños panecillos en los que introducían unos papelitos con los nombres de
sus posibles pretendientes y los esparcían en cualquier rincón de la casa.
Después, palpando nerviosamente, tomaban uno al azar y encontraban en él el
nombre de muchacho con quien, según la creencia, tarde o temprano, le gustase
más o menos, unirían sus destinos.
Hay muchas leyendas como ésta -agregaba la
abuela, pero voy a continuar con la ya empezada, que oí siendo una niña, no sin
erizárseme el pelo.
Y la abuela ahondó en su envidiable memoria
para contárnosla.
Aquella noche clara y cálida de San Juan,
después de haber terminado la loca fiesta del fuego, vino una vecina de la
misma edad, como todas las noches, a hacerle compañía a su amiga huérfana.
Porque, sabed que ésta es la leyenda de una honrada doncella. Mientras la
huérfana revisaba puertas y echaba cerrojos, su vecina se puso a arreglar, de un
modo casual, los flecos del cobertor, y entonces vio moverse algo extraño
debajo de la cama, pero reconoció por el calzado y parte del pantalón mal
ocultados que el que allí se escondía era el novio de su vecina. Al volver la
pobre huérfana encontró a su amiga que se iba a su casa alegando que había
olvidado unas cosas, que iba a recogerlas y que después volvería. Pero, en
verdad, la muy mal pensada creyó que había un acuerdo entre su vecina y el
novio, quien por eso se había ocultado debajo de la cama.
En vano esperó la pobre muchacha a su vecina
durante muchas. Cansada de aguardar, decidió acostarse. Se sentó al borde de la
cama y lentamente fue rezando una vieja y extraña oración que su difunta madre
le había enseñado cuando todavía era una niña. Con sagrado y profundo
recogimiento acabó sus jaculatorias con este sobrecogedor conjuro:
En
la puerta de la calle,
el
Señor y su Madre.
En
la del corral,
En
la cocina,
Santa
Catalina.
En
la ventana,
San
Joaquín y Santa Ana.
En
la cama,
el
Señor enclavado.
Vamos
a dormir,
todos
sin cuidado.
Y apagó el candil, dejando la casa toda
envuelta en oscuridad y silencio.
Poco tiempo llevaba acostada cuando Juan,
saliendo callado y acechador como un felino, empezó a tantear por encima de las
colchas lo que él creía el deseado cuerpo de su novia. Desde un principio entró
en temores y sorpresas, ya que, al tacto, se le presentaban unos pies y unas
rodillas duras y frías, cuando no rasposas como de corcho o cartón. Aquella
falta de elasticidad y calor de vida, lo achacaba a su nerviosismo. Y siguió
palpando. Conforme iba cuerpo arriba, le desconcertaba tanta fría rigidez.
Llegó a la cabeza, ligeramente cubierta por la sábana, intentando acariciar sus
facciones en medio de la oscuridad. Empezó por manosear un pelo frío y
desmadejado; y conforme iba buscando el lugar de la nariz y los ojos, se pinchó
con algo parecido a espinos o abrojos. Súbitamente, como inducido por una
corazo-nada, encendió el candil y se puso a descubrir las sábanas del lecho
donde se había acostado su novia. Y sus desorbitados ojos, desencajados por el
espanto, pudieron ver tendido a lo largo de la cama a Cristo crucificado, con
sus llagas en pies y manos, con su lanzada en el costado y su corona de espinas
y ese gesto lívido y frío de la muerte. Se había realizado el milagro:
En
la cama,
el
Señor enclavado.
Vamos
a dormir,
todos
sin cuidado.
De un manotazo apagó el candil y retrocedió
atemorizado buscando la puerta de salida. En su instintiva huida alcanzó la
puerta de la calle. Pero no pudo salir porque allí estaban el Señor y su Madre
impidiendo la salida:
En
la puerta de la calle,
el
Señor y su Madre.
Salió precipitado hacia el corral; tampoco
pudo salir porque en su gloriosa columna la Virgen del Pilar vigilaba la puerta:
En
la puerta del corral,
Desorientado y ciego, se encaminó hacia la
cocina y allí se tropezó con Santa Catalina montando su guardia envuelta en sus
gloriosas palmas de martirio:
En
la cocina,
Santa
Catalina.
Entonces, como último recurso, se dirigió a
la ventana, y cuál no sería su asombro cuando vio a San Joaquín y Santa Ana
obsta-culizando aquella última salida:
En
la ventana,
San
Joaquín y Santa Ana.
Con un temblor indescriptible, casi de
inminente muerte, regresó de nuevo a la habitación donde su novia dormía
convertida en Cristo Crucificado. Y todo seguía igual dentro de aquella casa:
un asfixiante silencio y un coro de Santos y Bienaventurados vigilando sus
puertas y ventanas. Se hacía milagro la oración y se cumplía en asombrosa
realidad la invocación de la pobre y solitaria huérfana. Afuera, en la
madrugada sanjuanera, ya cantaban los gallos, y Juan aún seguía en aquella casa
aturdido por las visiones. En un nuevo y desesperado intento volvió a la puerta
del corral, la que daba a los bancales arbolados y espesos de sombra. Pudo
comprobar con verdadero alivio que la
Virgen del Pilar ya había desaparecido, y franqueó la puerta.
Aprovechando las últimas sombras de la
madrugada, cruzó quijeros y cañares, esquivó caminos, ya transitados a esas
horas, atravesó sendas, y pudo llegar al fin a su casa sin que ningún vecino lo
viera, donde su padre, en vela, ya lo esperaba hacía horas.
-¿De dónde vienes a estas horas, hijo mío?
-preguntó el padre.
-Vengo del pavor y de la muerte, padre -contestó
Juan.
-No bromees, hijo, ¿de dónde vienes?
-insistió el padre cariñosamente.
-Padre, no bromeo; vengo a morirme -añadió
Juan todo estremecido. Que cierren la puerta y las ventanas de mi cuarto; que
no pase nadie a verme -decía, mientras un frío sudor le inundaba el cuerpo y un
temblor casi epiléptico lo tenía azogado.
Se acostó, y volviéndose cara a la pared, no
volvió a probar bocado.
Cuatro o seis días estuvo debatiéndose con
la muerte. Un día, con un hilo de voz casi imperceptible, de tan apagado, llamó
a su madre y le dijo que avisaran al cura, pues quería confesarse. Y vino el
cura a darle el Señor. Por el camino tocaban una campanilla anunciando el
Viático, mientras los labriegos del lugar, dejando momentáneamente sus faenas,
se descubrían y se arrodillaban a su paso.
Al entrar en la habitación, el cura pudo
comprobar que el mozo estaba en las últimas. Una pequeña mesa cubierta con unos
blancos manteles hacía de sencillo altar. Rosas y claveles formaban una pequeña
guirnalda en el centro donde fue depositada la sagrada forma.
Con moribunda voz, durante la confesión, el
muchacho contó al párroco lo ocurrido la noche de San Juan en casa de su novia,
advirtiéndole que la vecina lo había visto. Para evitar habladurías e
infamaciones, le rogó al cura que dijese en misa mayor su confesión una vez que
él hubiese muerto. Quería salvar, con esto, el buen nombre de su novia, pues
hasta su lecho de muerte se había filtrado el pérfido comentario que por boca
de su antigua amiga corría por el pueblo.
Murió el pobre Juan. Y un hermoso domingo,
en Misa Mayor, cuando estaban reunidos todos los feligreses, así lo contó el
cura ante la admiración de las gentes, que desde entonces miraron a la novia
del infeliz muchacho como un dechado de pureza.
Todos los años, mientras vivió, llegado el
día de San Juan, la abuela nos relataba esta leyenda.
106. anonimo (murcia)
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