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sábado, 8 de septiembre de 2012

La escala de la doncella

En Mogente uno de los pueblos de la fértil vega valenciana, todavía existen vestigios de lo que antaño fue un imponente castillo levantado en la época de la invasión musulmana. El río Bosquet, que antes de atravesar el pueblo discurre enjaulado entre dos imponentes montañas, ha ido dibujando en las rocas de uno y otro lado de su cauce caprichosos relieves que parecen grabados en la piedra. Para algunos no son más que vestigios de la erosión del agua sobre la piedra; pero para otros, esos relieves poseen su nombre y su leyenda propios. Y, entre ellas, la que habla de una gigantesca escala, cuyos peldaños labrados en la roca trepan desde las profundidades del agua hasta lo más alto de la montaña.
En tiempos del emirato árabe, era señor de la comarca un árabe ilustre que, además de guerrero y hábil gobernante, tenía una gran afición por los secretos de la naturaleza y los de la literatura; por eso pasaba tanto tiempo en el campo, rodeado de libros, mientras descansaba de sus tareas de gobierno. Se llamaba Mohamed Ben Abderramán Ben Tahir.
Vivía Ben Tahir con su hija Zulema, una joven más hermosa aún que las estrellas y sólo comparable a las huríes del paraíso. Había puesto en su hija tal amor y devoción, que aquella hija constituía su mayor motivo de orgullo. Quizá por eso se preocupó tanto el padre de cultivar en ella, desde muy niña, el mayor interés por las artes y los conocimientos científicos, tarea que encomendó al hombre más sabio de su tiempo, mi remoto antepasado, al que rescató de su cautiverio en manos de los almohades mediante el pago de una cuantiosa suma de dinero y de joyas.
La preciosa hija, a la que llamaban Hermosa Flor de los Jardines, había heredado de su padre la misma pasión por la naturaleza y el paisaje. Por eso, para complacerla, éste había mandado edificar una majestuosa torre que, unida al palacio por un pasadizo, se erguía sobre el arroyo como una imponente atalaya.
La joven pasaba largas horas asomada a la torre tratando de adivinar el significado de los enigmáticos grabados sobre la roca o deleitándose ante el majestuoso paisaje que la vega le brindaba, mientras su maestro le iba transmitiendo sus muchos conocimientos sobre las artes y las letras. También la inició en los secretos de las ciencias ocultas acercándola así a algunos de los misterios de la magia. Y de ese modo crecía la joven hasta convertirse en una hermosísima mujer, a cuya sensibilidad artística y vastos conocimientos se unía una extraordinaria belleza física, todo lo cual la había convertido en un ser privilegiado.
Ben Tahir, su padre, que la contemplaba y admiraba como a un regalo más de los que le había otorgado la naturaleza, advertía cómo, a pesar de todo, su hija no era feliz. Su mirada reflejaba siempre una profunda melancolía y ni las extraordinarias joyas que le regalaba su padre ni los lujosos vestidos que hacían resaltar su belleza conseguían disimular de su rostro aquella permanente expresión soñadora, aquel ensimismamiento que mostraba por el paisaje.
El padre trató entonces de distraerla llevándola de viaje por las suntuosas cortes de Al-Andalus, en los que deslumbraba con su hermosura a los más ilustres y poderosos árabes, que la solicitaban con insistencia como su futura esposa. Pero Hermosa Flor los rechazaba amablemente a todos y sólo ansiaba poder regresar a la soledad de su torre, donde vivir abstraída en sus pensamientos.
Finalmente, Ben Tahir, que se mostraba cada vez más preocupado, quiso preguntárselo al sabio preceptor. Y éste le explicó:
-Tu hija ha llegado ya a una edad en la que es capaz de sentir el vacío de su corazón. Y éste es más difícil de llenar cuanto más crece su inteligencia y mayor es su conocimiento del mundo. Nunca podrá ser dichosa con la felicidad de las demás jóvenes de su edad, pues sabe ya tanto como los hombres más sabios y posee más poder que todos los príncipes que la rodean -le decía humildemente a su padre el anciano maestro, tratando de no enojarlo. En cuanto a mí, también yo estoy muy triste, mi señor, viendo que mi vida ya se agota. Quisiera pediros permiso para terminar mis días en mi patria. Con humildad os pido vuestra licencia para regresar a morir a mi país, señor.
Ben Tahir no quiso tomar ninguna decisión antes de consultarlo con su hija.
-No, padre y señor, no lo dejéis partir aún -respondió la joven. Antes ha de desvelarme el secreto con el que logre ser feliz.
Entonces el poderoso Ben Tahir amenazó al viejo sabio con la prisión y hasta con la muerte si antes no desvelaba a su hija el misterio que ella le reclamaba para poder ser dichosa.
-He aquí el secreto que deseáis saber -dijo finalmente el anciano. Tu hermosa hija ha descubierto la existencia de un palacio encantado colmado de extraordinarias riquezas hasta cuya entrada conduce esa misteriosa escala que ella contempla durante tantas horas.
-¿Y por qué has querido ocultarme tal secreto sabiendo que en él reside el mayor deseo de mi hija? -quiso saber enojado el padre.
-Mi señor -le dijo humildemente el sabio, esa escala no está construida para mortales como nosotros. Me temo que vuestra hija no puede ascender ni descender por ella.
-¿Y entonces? -quiso saber Ben Tahir, más desconcertado aún.
-Conozco la existencia de otra entrada secreta, señor -le advirtió temeroso. Pero es tan peligrosa, que es posible que vuestra amada hija se quedara encerrada en el palacio para siempre, presa de un encantamiento que duraría toda la eternidad.
A pesar de las advertencias, Ben Tahir exigió al sabio que los condujera a ambos, a su hija y a él, hasta aquella entrada del palacio encantado. Incluso le advirtió amenazadoramente:
-Te hago a ti responsable de cuanto nos pueda suceder. Y, en caso de salvarte tú solo, daré orden a mis más fieles servidores de que te corten la cabeza.
Así, aquella misma noche concertaron la visita al misterioso palacio al amanecer. Y, con el canto del gallo, ya estaban los tres reunidos al pie de la escala.
Al llegar el momento preciso, el sabio prendió un lámpara y, sacando de su bolso un viejo y desgastado libro, leyó en voz alta unos conjuros de una de sus páginas.
De inmediato retumbaron unos estruendos que parecían provenir de las entrañas de la tierra y, mientras el poderoso árabe y su hija se miraban sobresaltados, el anciano pasó la página y siguió leyendo de ella sin inmu-tarse.
Al terminar de leer una segunda página, el estruendo resultó más intenso y prolongado que el anterior. Tras él, padre e hija pudieron contemplar la profunda grieta que se abría ante ellos en mitad de la montaña.
Siguió el sabio leyendo y, al finalizar la tercera página, la roca acabó por resquebrajarse mostrando a la vista una inmensa abertura en cuyo interior resplan iecía el imponente palacio, completamente iluminado por bellos y sorprendentes resplandores que se reflejaban sobre unas columnas y unos muros incrustados de esmeraldas y otras piedras preciosas.
El anciano sabio extrajo entonces de su bolsa un raro silbato y lo hizo sonar en presencia de sus dos acompañantes y siguió leyendo en las páginas del libro. Entonces padre e hija se adentraron súbita-mente en aquel palacio encantado sin que el viejo abandonara su lectura.
Al cabo de un buen rato, el sabio volvió a hacer sonar su silbato y vio salir del palacio a Beh Tahir y a su hija poco antes de que los extremos de aquella inmensa abertura volvieran a cerrarse con el sobrecogedor estruendo de un volcán enfurecido.
Tal debía de ser la satisfacción y encantamiento del padre y de la hija que, una vez vueltos a su alcázar, no dejaban de referir maravillas acerca del fabuloso lugar y, en señal de gratitud para con el maestro, le concedieron licencia para que pudiera regresar a su país. Sólo el poderoso árabe le impuso una condición: que, antes de partir, le entregara a su hija aquel extraño libro con el que se podía acceder al palacio subterráneo.
Transcurrió mucho tiempo desde entonces, hasta que se nubló la inmensa felicidad en que habían vivido Ben Tahir y su hermosa hija, es decir, hasta que la joven doncella desapareció y su padre, desesperado y sin dejar de llorar, la buscaba y buscaba recorriendo sin cesar los aposentos del alcázar.
La única información que había obtenido de sus fieles sirvientes fue que, una noche, la joven había abandonado sus habitaciones y había salido del castillo haciéndose acompañar por una de sus sirvientas, a quien pidió que la aguardara junto a la escala esculpida en la roca. Y que aquella sirvienta, tras permanecer esperando a su ama durante toda la noche, había regresado asustada y sola al castillo.
El padre corrió entonces hasta las faldas de aquella ladera y, una vez allí, se puso a llamar a su hija a gritos como si se hubiera vuelto loco, mientras desde las entrañas de la montaña apenas podían escucharse los lastimeros lamentos de Hermosa Flor, que había quedado encerrada en el interior del palacio encantado.
Ordenó entonces el poderoso Ben Tahir a sus siervos que con picos y palas se pusieran a demoler la montaña. Pero éstos, por más que se afanaban por acercarse hasta los escalofriantes quejidos de la infeliz prisionera, caían exhaustos tras uno y otro intentos por horadar aquella infranqueable masa de roca maciza.
Confiado finalmente de que sólo el anciano sabio podría rescatarla, el árabe mandó que se preparara una expedición con la que partir en su búsqueda. Y ésta llegó hasta Mequínez, donde halló al anciano enfermo y moribundo en su lecho.
-De corazón lo siento, mi señor -logró decir a Ben Tahir con un leve hilo de voz. Pero se ha cumplido el encantamiento según el cual vuestra hija deberá permanecer allí encerrada por los siglos de los siglos, hasta que... -y en ese instante no pudo continuar hablando y expiró.
-Hasta que... ¿qué? -lo zarandeaba el desesperado padre sin admitir que ya no podía emitir más palabras. Despierta, dímelo, te lo ruego.
Tras el fracasado viaje a África, el poderoso Ben Tahir también falleció al poco tiempo desgarrado por el dolor de la pérdida.
Desde entonces, cada cien años, la hermosa doncella aparece resplan-deciente descendiendo por la misteriosa escala dibujada en la roca. En su expresión y sus ademanes se advierte su ardiente anhelo de que acuda hasta ella el mortal que sea capaz de desencantarla. Son muchos los que atestiguan haberla visto, pero nadie ha conseguido aún librarla del misterioso encan-tamiento.

107. anonimo (valencia)

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