Un señor llamado don Pedro, que era de
Quiroga, en Lugo, tenía una hermosa hija de cabellos rubios como los de un
hada. Esta hidalguita, que tenía por nombre el de Sancha, gustaba de pasear por
los alrededores del castillo de su padre; muchas veces iba sola, vestida con
una ropa muy sencilla, como la de una persona vulgar.
En uno de sus paseos se encontró cierta
tarde de otoño con un mozo gentil que venía de caza, al parecer, de los montes
de Courel, llevando ante sí, sobre el potro que montaba, un corzo que había
abatido con su ballesta.
Fiz, que así se llamaba el muchacho, saludó
muy cumplido a la doncella, sin sospechar quién era; ésta le miró con agrado y
le felicitó por el feliz éxito de su cacería. Cruzaron después un breve
diálogo. Él se dio a conocer como escudero del señor de Osorio, de Castro
Caldelas, y la joven, como perteneciente a la servidumbre del de Quiroga.
Se gustaron mutuamente tanto por la figura
como por las buenas maneras que uno y otra tenían y prometieron volver a verse,
despidiéndose con palabras de buena amistad.
Y, en efecto, días después los dos jóvenes
volvieron a encontrarse de nuevo a las orillas del Sil. Y aquellos encuentros
se repitieron; hasta que un día don Pedro hizo llamar a su hija, al tener
conocimiento de como, al parecer, los dos muchachos se amaban, cosa que veía
con disgusto.
-¿Quién es ese joven? -preguntó a su hija
Sancha.
-Señor -respondió ella, es un hidalgo, por
ahora, un simple escudero del señor de Osorio...
-¡Un simple escudero! -exclamó con
desagrado.
-Señor; es muy bueno y noble y...
-¡De la casa de Osorio! ¡Bah! ¡Poca nobleza
debe alcanzar un joven que pertenece a tal casa! -dijo don Pedro con desprecio.
Y añadió: Pues te prohíbo que vuelvas a verte con él; que tu nobleza no es para
compararse con tal mozo.
Sancha sintió que se abrasaban sus mejillas
y se agolpaban a sus ojos las lágrimas; pero no tuvo fuerzas para defender su
amor y se retiró a su aposento, donde su dolor se derramó en llanto.
El de Osorio no había sido nunca caballero
que mereciera las simpatías de don Pedro. Pero la joven, que iba cobrando cada
vez más amor al gentil doncel, no se resignaba a rechazarlo; y con la esperanza
de que su padre algún día podría acceder, descubrió a su enamorado galán la
entrada secreta de un pasadizo que, pasando bajo el Sil, llegaba hasta el
interior de la torre principal del castillo; desde allí iría a reunirse con él,
y en el interior de aquel secreto corredor podrían hablarse sin que nadie los
viera ni pudieran sospechar tales encuentros.
Don Pedro, sin embargo, vigilaba a su hija y
vigilaba también los alrededores del castillo y pronto comprendió lo que
sucedía. Grande fue su cólera ante la desobediencia de su hija; y más aún
porque consideraba que aquellas entrevistas de los dos enamorados en el secreto
pasadizo eran para él un ultraje a su dignidad de padre y de señor. Y decidió
imponerles un castigo ejemplar.
Se dedicó entonces a espiar y preparó todo
para llevar a cabo su idea. Y cuando observó que su hija penetraba en el
pasillo subterráneo, ordenó a los hombres de su confianza, ya prevenidos, que
tapiaran la entrada; y poco después, considerando que el galán iría al
encuentro de su amada, mandó cerrar también la salida del túnel.
Y allí quedaron para siempre ambos amantes,
sumergidos en aquella prisión bajo las aguas del Sil.
Cuenta finalmente la leyenda que ellos son
los progenitores de las lavandeiras, esos seres mitológicos que moran en las
profundidades de las aguas del caudaloso río de ese nombre y lavan y pulen las
pepitas de oro que arrastra en sus aguas.
105. anonimo (galicia)
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