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sábado, 8 de septiembre de 2012

Anguyá, el invisible

A la orilla del río estaba la choza de Ivopé, el indiecito. Un poco más allá se alzaba la choza de Anguyá, el glotón.
Claro que a Ivopé, el indiecito, no le alegraba mucho tener de vecino a Anguyá. Porque si Ivopé mordisqueaba una torta de maíz, Anguyá corría y se la arrebataba. Y si Ivopé sacaba un pescado del río, Anguyá iba, se lo quitaba, lo asaba y se lo comía.
Una vez Ivopé encontró un pajarito perdido; el pajarito era un pichón de tingasú. Ivopé crió al tingasú y le enseñó a hacer muchas cosas: a acudir cuando lo llamaba, a comer semillas en la planta de su mano, a tirarse y estarse en el suelo quietecito, como si estuviera muerto.
Ivopé quería mucho a su tingasú y lo escondía de Anguyá, el glotón. Porque con Anguyá, ni siquiera un tingasú estaba seguro.
Pero un día... Un día Anguyá el glotón descubrió al pajarito.
-Dámelo -le dijo a Ivopé. Me lo comeré crudo.
-¿Cómo vas a comerte un tingasú? -dijo el indiecito. El tingasú es un pájaro brujo.
-Verdad, verdad -se lamentó Anguyá. ¿Cómo voy a comerme un pájaro brujo?
Y lamentándose, se fue a robar maíz tierno en un sembrado vecino.
No sólo Ivopé, sino toda la tribu estaba cansada del glotón. Porque Anguyá devoraba las patatas y los zapallos ajenos, robaba los cacharros donde se cocían los porotos... ¡Y ni el bosque se salvaba del apetito de Anguyá! Porque Anguyá les comía la miel a las abejas y les robaba a los pájaros los huevos de sus nidos.
Aunque los hombres de la tribu le pegaban, las abejas lo picaban y los pájaros lo perseguían por todo el bosque, Anguyá no escarmentaba. Anguyá no se decía: -Me pegan, me pican, me corren, porque robo… No, Anguyá se decía: -Me corren, me pican, me pegan... ¡porque me ven! ¡Si yo fuera invisible, podría comerme hasta la comida del jefe...! ¡Y nadie sabría que había sido yo!
Y tanto deseó Anguyá hacerse invisible, que se fue a visitar a un viejo hechicero que vivía al otro lado del río y le dijo:
-Enséñame a volverme invisible y te traeré una olla llena de porotos y zapallo.
El hechicero buscó entre los huesos, las plumas y las hierbas secas que guardaba amontonadas en su choza, y sacando de una vasija tres semillitas, le dijo a Anguyá:
Toma estas semillas. Ellas van a hacerte invisible. Pero primero tienes que sembrarlas en un lugar del bosque adonde no llegue el canto del gallo. Y además, debajo de las semillas, tiene que estar muerto y enterrado un tingasú. Cuando broten tres hojas de las semillitas, escóndelas en tu boca, y nadie te verá. Serás invisible para todos.
Anguyá tomó las tres semillitas y las apretó dentro del puño. Pero después se quedó pensando.
-¿Y cómo estaré seguro, seguro, de que soy invisible? -le dijo al hechicero.
-Preguntándoselo a un niño inocente -contestó el brujo. Él no te mentirá.
Anguyá dejó la choza del hechicero y, mientras regresaba a la tribu, pensaba:
-Las semillas las tengo. Sólo me falta el tingasú. ¿Dónde conseguiré un tingasú? ¡Se lo quitaré a Ivopé!
Así cruzó el río, pasó el bosque y llegó hasta la choza del indiecito.
-Dame el tingasú -le dijo a Ivopé.
-¡No! -gritó Ivopé apretando el pajarito contra su pecho.
Pero Anguyá, de un manotón, le arrebató el tingasú y en dos saltos se metió en el bosque.
-Devuélveme mi tingasú -gritaba Ivopé. Y corría tras él.
Anguyá iba rápido, rápido, y para desorientar al indiecito daba vueltas y más vueltas entre los árboles. Al fin, cuando se creyó solo, se detuvo y exclamó:
-¿Llegará hasta aquí el canto del gallo?
Porque el brujo le había recomendado que matara y enterrara el tingasú en un lugar desde donde no se oyera cantar al gallo. Anguyá escuchó y escuchó y, como no oyera ni un solo kikirikí, exclamó muy contento:
-¡Éste es el lugar! Ahora tengo que matar al tingasú, enterrarlo y sembrar encima las semillas. Y después cosechar las hojas que nazcan, para hacerme invisible.
Lo que no sabía Anguyá, el glotón, era que Ivopé estaba escondido tras él, vigilándolo. Y así Ivopé, a sus espaldas, despacito, despacito, le dijo al tingasú:
-¡Hazte el muertecito, tingasú!..¡Hazte el muertecito, para que no te maten!...
Y el tingasú le obedeció.
Anguyá, el glotón, vio al pajarillo quieto, muy quieto, sobre el suelo. Creyéndolo muerto, hizo un pocito, lo acostó dentro, lo cubrió con tierra y plantó en la tierra las tres semillitas. En seguida exclamó:
-¡Mañana volveré!
Y se alejó. Ivopé, rápidamente, desenterró el pajarito. El tingasú revoloteo jurito a su cara y luego, entre los dos, acomodaron la tierra y las semillas exactamente como lo había hecho Anguyá.
-Nosotros también volveremos mañana -dijo Ivopé al pichoncito. Y veremos qué se propone Anguyá el glotón.
A la mañana siguiente, muy temprano, el indiecito y el tingasú se escondieron detrás de unas matas y esperaron. Al poco rato apareció entre los árboles el indio glotón y, acercándose al lugar donde creía que estaba enterrado el tingasú, miró y miró hasta que descubrió tres hojitas verdes a ras de tierra: Anguyá, de un solo tirón, arrancó las hojas y de la alegría se puso a bailar y a cantar.
-Con estas hojitas seré invisible -decía. Robaré en los sembrados el maíz tierno. Me llevaré los cacharros con porotos y quitaré su comida al anciano jefe. ¡Y nadie, nadie, sabrá que fui yo! Pero... ¿cómo estaré seguro de ser invisible?
-Yo te lo diré -exclamó Ivopé, el indiecito. Y dejando su escondite entre las matas, se acercó, a Anguyá.
-¡Sí, sí! -gritó Anguyá muy contento. Tú Me lo dirás.
Y en seguida se puso la primera hojita en la boca y le preguntó a Ivopé:
-¿Me ves, me ves?
-Sí, te veo -le contestó Ivopé.
Anguyá metió en su boca la segunda de las hojas, y volvió a preguntar:
-¿Me ves, me ves?
-Sí, te veo -le contestó Ivopé.
Entonces Anguyá puso en su boca la última de las hojitas.
-¿Y ahora., Ivopé, me ves, me ves?
¡Claro que lo veía Ivopé! Lo veía porque el hechizo estaba mal hecho. Y el hechizo estaba mal hecho porque el tingasú vivía. Todo esto lo sabía Ivopé, pero Anguyá, el indio glotón, lo ignoraba.
Y entonces, aunque Ivopé veía a Anguyá y lo veía muy bien, le dijo:
-No, no te veo. Te has vuelto invisible. Nadie te verá.
Anguyá, al oírlo, se puso muy contento. Tan contento, que echó a correr y no se detuvo hasta que se halló frente a la choza del jefe de la tribu. Después entró en la choza, tomó un cacharro lleno de crema de mandioca y empezó a comer, y a comer, a comer... El jefe de la tribu lo miraba asombrado.
¿Qué haces, Anguyá? -exclamó por fin. ¿Cómo te atreves a penetrar en m¡ choza y a comerte mi crema de mandioca?
De la sorpresa, Anguyá soltó el cacharro.
-¿Me ves, me ves? -exclamó ¿No soy invisible? El jefe, sin contestarle, tomó un grueso garrote y le pegó a Anguyá una vez y otra vez y muchas veces más. Anguyá no podía esquivar los golpes y gritaba:
-¡Ay, ay! ¿Me ves, me ves?
Al fin consiguió escapar de la choza. Corriendo, se metió en el bosque y corriendo se alejó para siempre de la tribu.
Y ya sin Anguyá que despojara los maizales, robara los cacharros de comida, quitara la miel a las abejas y sacara los huevecillos de los nidos, todos descansaron.
Descansaron los hombres de la tribu de darle palizas, las abejas de picarlo y los pajaritos de perseguirlo a aletazos por todo el bosque.
E Ivopé, en la puerta de su choza, pudo comer tranquilo su torta de maíz y darle las miguitas al tingasú.

1.083. Foresto de Segovia, Amelia

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