A la orilla del río estaba la choza
de Ivopé, el indiecito. Un poco más allá se alzaba la choza de Anguyá, el
glotón.
Claro que a Ivopé, el indiecito, no
le alegraba mucho tener de vecino a Anguyá. Porque si Ivopé mordisqueaba una
torta de maíz, Anguyá corría y se la arrebataba. Y si Ivopé sacaba un pescado
del río, Anguyá iba, se lo quitaba, lo asaba y se lo comía.
Una vez Ivopé encontró un pajarito
perdido; el pajarito era un pichón de tingasú. Ivopé crió al tingasú y le
enseñó a hacer muchas cosas: a acudir cuando lo llamaba, a comer semillas en la
planta de su mano, a tirarse y estarse en el suelo quietecito, como si
estuviera muerto.
Ivopé quería mucho a su tingasú y
lo escondía de Anguyá, el glotón. Porque con Anguyá, ni siquiera un tingasú
estaba seguro.
Pero un día... Un día Anguyá el
glotón descubrió al pajarito.
-Dámelo -le dijo a Ivopé. Me lo
comeré crudo.
-¿Cómo vas a comerte un tingasú?
-dijo el indiecito. El tingasú es un pájaro brujo.
-Verdad, verdad -se lamentó
Anguyá. ¿Cómo voy a comerme un pájaro brujo?
Y lamentándose, se fue a robar maíz
tierno en un sembrado vecino.
No sólo Ivopé, sino toda la tribu
estaba cansada del glotón. Porque Anguyá devoraba las patatas y los zapallos
ajenos, robaba los cacharros donde se cocían los porotos... ¡Y ni el bosque se
salvaba del apetito de Anguyá! Porque Anguyá les comía la miel a las abejas y
les robaba a los pájaros los huevos de sus nidos.
Aunque los hombres de la tribu le
pegaban, las abejas lo picaban y los pájaros lo perseguían por todo el bosque,
Anguyá no escarmentaba. Anguyá no se decía: -Me pegan, me pican, me corren,
porque robo… No, Anguyá se decía: -Me corren, me pican, me pegan... ¡porque
me ven! ¡Si yo fuera invisible, podría comerme hasta la comida del jefe...! ¡Y
nadie sabría que había sido yo!
Y tanto deseó Anguyá hacerse
invisible, que se fue a visitar a un viejo hechicero que vivía al otro lado del
río y le dijo:
-Enséñame a volverme invisible y te
traeré una olla llena de porotos y zapallo.
El hechicero buscó entre los
huesos, las plumas y las hierbas secas que guardaba amontonadas en su choza, y
sacando de una vasija tres semillitas, le dijo a Anguyá:
Toma estas semillas. Ellas van a
hacerte invisible. Pero primero tienes que sembrarlas en un lugar del bosque
adonde no llegue el canto del gallo. Y además, debajo de las semillas, tiene
que estar muerto y enterrado un tingasú. Cuando broten tres hojas de las
semillitas, escóndelas en tu boca, y nadie te verá. Serás invisible para todos.
Anguyá tomó las tres semillitas y
las apretó dentro del puño. Pero después se quedó pensando.
-¿Y cómo estaré seguro, seguro, de
que soy invisible? -le dijo al hechicero.
-Preguntándoselo a un niño inocente
-contestó el brujo. Él no te mentirá.
Anguyá dejó la choza del hechicero
y, mientras regresaba a la tribu, pensaba:
-Las semillas las tengo. Sólo me
falta el tingasú. ¿Dónde conseguiré un tingasú? ¡Se lo quitaré a Ivopé!
Así cruzó el río, pasó el bosque y
llegó hasta la choza del indiecito.
-Dame el tingasú -le dijo a Ivopé.
-¡No! -gritó Ivopé apretando el
pajarito contra su pecho.
Pero Anguyá, de un manotón, le
arrebató el tingasú y en dos saltos se metió en el bosque.
-Devuélveme mi tingasú -gritaba
Ivopé. Y corría tras él.
Anguyá iba rápido, rápido, y para
desorientar al indiecito daba vueltas y más vueltas entre los árboles. Al fin,
cuando se creyó solo, se detuvo y exclamó:
-¿Llegará hasta aquí el canto del
gallo?
Porque el brujo le había
recomendado que matara y enterrara el tingasú en un lugar desde donde no se
oyera cantar al gallo. Anguyá escuchó y escuchó y, como no oyera ni un solo
kikirikí, exclamó muy contento:
-¡Éste es el lugar! Ahora tengo que
matar al tingasú, enterrarlo y sembrar encima las semillas. Y después cosechar
las hojas que nazcan, para hacerme invisible.
Lo que no sabía Anguyá, el glotón,
era que Ivopé estaba escondido tras él, vigilándolo. Y así Ivopé, a sus
espaldas, despacito, despacito, le dijo al tingasú:
-¡Hazte el muertecito,
tingasú!..¡Hazte el muertecito, para que no te maten!...
Y el tingasú le obedeció.
Anguyá, el glotón, vio al pajarillo
quieto, muy quieto, sobre el suelo. Creyéndolo muerto, hizo un pocito, lo
acostó dentro, lo cubrió con tierra y plantó en la tierra las tres semillitas.
En seguida exclamó:
-¡Mañana volveré!
Y se alejó. Ivopé, rápidamente,
desenterró el pajarito. El tingasú revoloteo jurito a su cara y luego, entre
los dos, acomodaron la tierra y las semillas exactamente como lo había hecho
Anguyá.
-Nosotros también volveremos mañana
-dijo Ivopé al pichoncito. Y veremos qué se propone Anguyá el glotón.
A la mañana siguiente, muy
temprano, el indiecito y el tingasú se escondieron detrás de unas matas y
esperaron. Al poco rato apareció entre los árboles el indio glotón y,
acercándose al lugar donde creía que estaba enterrado el tingasú, miró y miró
hasta que descubrió tres hojitas verdes a ras de tierra: Anguyá, de un solo
tirón, arrancó las hojas y de la alegría se puso a bailar y a cantar.
-Con estas hojitas seré invisible
-decía. Robaré en los sembrados el maíz tierno. Me llevaré los cacharros con
porotos y quitaré su comida al anciano jefe. ¡Y nadie, nadie, sabrá que fui yo!
Pero... ¿cómo estaré seguro de ser invisible?
-Yo te lo diré -exclamó Ivopé, el
indiecito. Y dejando su escondite entre las matas, se acercó, a Anguyá.
-¡Sí, sí! -gritó Anguyá muy
contento. Tú Me lo dirás.
Y en seguida se puso la primera
hojita en la boca y le preguntó a Ivopé:
-¿Me ves, me ves?
-Sí, te veo -le contestó Ivopé.
Anguyá metió en su boca la segunda
de las hojas, y volvió a preguntar:
-¿Me ves, me ves?
-Sí, te veo -le contestó Ivopé.
Entonces Anguyá puso en su boca la
última de las hojitas.
-¿Y ahora., Ivopé, me ves, me ves?
¡Claro que lo veía Ivopé! Lo veía
porque el hechizo estaba mal hecho. Y el hechizo estaba mal hecho porque el
tingasú vivía. Todo esto lo sabía Ivopé, pero Anguyá, el indio glotón, lo
ignoraba.
Y entonces, aunque Ivopé veía a
Anguyá y lo veía muy bien, le dijo:
-No, no te veo. Te has vuelto
invisible. Nadie te verá.
Anguyá, al oírlo, se puso muy
contento. Tan contento, que echó a correr y no se detuvo hasta que se halló
frente a la choza del jefe de la tribu. Después entró en la choza, tomó un
cacharro lleno de crema de mandioca y empezó a comer, y a comer, a comer... El
jefe de la tribu lo miraba asombrado.
¿Qué haces, Anguyá? -exclamó por
fin. ¿Cómo te atreves a penetrar en m¡ choza y a comerte mi crema de mandioca?
De la sorpresa, Anguyá soltó el
cacharro.
-¿Me ves, me ves? -exclamó ¿No soy
invisible? El jefe, sin contestarle, tomó un grueso garrote y le pegó a Anguyá
una vez y otra vez y muchas veces más. Anguyá no podía esquivar los golpes y
gritaba:
-¡Ay, ay! ¿Me ves, me ves?
Al fin consiguió escapar de la
choza. Corriendo, se metió en el bosque y corriendo se alejó para siempre de la
tribu.
Y ya sin Anguyá que despojara los
maizales, robara los cacharros de comida, quitara la miel a las abejas y sacara
los huevecillos de los nidos, todos descansaron.
Descansaron los hombres de la tribu
de darle palizas, las abejas de picarlo y los pajaritos de perseguirlo a
aletazos por todo el bosque.
E Ivopé, en la puerta de su choza,
pudo comer tranquilo su torta de maíz y darle las miguitas al tingasú.
1.083. Foresto de Segovia, Amelia
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