Cuando el castillo, del que ahora sólo
quedan algunas informes ruinas, se tenía aún por los reyes moros, y sus torres,
de las que no ha quedado piedra sobre piedra, dominaban desde lo alto de la
roca en que tienen asiento todo aquel fertilísimo valle que fecunda el río
Alhama, tuvo lugar junto a la villa de Fitero una reñida batalla, en la cual
cayó herido y prisionero de los árabes un famoso caballero cristiano, tan digno
de renombre por su piedad como por su valentía.
Conducido a la fortaleza y cargado de
hierros por sus enemigos, estuvo unos días en el fondo de un calabozo luchando
entre la vida y la muerte, hasta que, curado casi milagrosamente de sus
heridas, sus deudos le rescataron a fuerza de oro.
Volvió el cautivo a su hogar; volvió a
estrechar entre sus brazos a los que le dieron el ser. Sus hermanos de armas y
sus hombres de guerra se alborozaron al verle, creyendo llegada la hora de
emprender nuevos combates; pero el alma del caballero se había llenado de una
profunda melancolía, y ni el cariño paterno ni los esfuerzos de la amistad eran
parte a disipar su extraña melancolía.
Durante su cautiverio logró ver a la hija
del alcaide moro, de cuya hermo-sura tenía noticias por la fama antes de
conocerla; pero que cuando la hubo conocido la encontró tan superior a la idea
que de ella se había formado, que no pudo resistir a la seducción de sus
encantos y se enamoró perdidamente de un objeto para él imposible.
Meses y meses pasó el caballero forjando los
proyectos más atrevidos y absurdos; ora imaginaba un medio de romper las
barreras que lo separaban de aquella mujer, ora hacía los mayores esfuerzos por
olvidarla, y ya se decidía por una cosa, ya se mostraba partidario de otra
absolutamente opuesta, hasta que, al fin, un día reunió a sus hermanos y
compañeros de armas, hizo llamar a sus hombres de guerra y, después de hacer
con el mayor sigilo todos los aprestos necesarios, cayó de improviso sobre la
fortaleza que guardaba a la hermosura objeto de su insensato amor.
Al partir a esta expedición, todos creyeron
que sólo movía a su caudillo el afán de vengarse de cuanto le habían hecho
sufrir arrojándole en el fondo de sus calabozos; pero después de tomada la
fortaleza, no se ocultó a ninguno la verdadera causa de aquella arrojada
empresa, en que tantos buenos cristianos habían perecido para contribuir al
logro de una pasión indigna.
El caballero, embriagado en el amor que, al
fin, logró encender en el pecho de la hermosísima mora, ni hacía caso de los
consejos de sus amigos, ni paraba mientes en las murmuraciones y las quejas de
sus soldados. Unos y otros clamaban por salir cuanto antes de aquellos muros,
sobre los cuales era natural que habían de caer nuevamente los árabes repuestos
del pánico de la sorpresa.
Y, en efecto, sucedió así: el alcaide allegó
gentes de los lugares comar-canos y una mañana el vigía que estaba puesto en la
atalaya de la torre bajó a anunciar a los enamorados amantes que por toda la
sierra que desde aquellas rocas se descubre se veía bajar tal nublado de
guerreros, que bien podía asegurarse que iba a caer sobre el castillo la
morisma entera.
La hija del alcaide se quedó al oírlo pálida
como la muerte: el caballero pidió sus armas a grandes voces y todo se puso en
movimiento en la fortaleza. Los soldados salieron en tumulto de sus cuadras;
los jefes comenzaron a dar órdenes; se bajaron los rastrillos, se levantó el
puente colgante y se coronaron de ballesteros las almenas.
Algunas horas después comenzó el asalto.
El castillo podía llamarse con razón
inexpugnable. Sólo por sorpresa, como se apoderaron de él los cristianos, era
posible rendirlo. Resistieron, pues, sus defensores una, dos y hasta diez
embestidas.
Los moros se limitaron, viendo la inutilidad
de sus esfuerzos, a cercarlo estrechamente para hacer capitular a sus
defensores por hambre.
El hambre comenzó, en efecto, a hacer
estragos horrorosos entre los cristianos; pero sabiendo que, una vez rendido el
castillo, el precio de la vida de sus defensores era la cabeza de su jefe,
ninguno quiso hacerle traición, y los mismos que habían reprobado su conducta
juraron perecer en su defensa.
Los moros, impacientes, resolvieron dar un
nuevo asalto al mediar la noche. La embestida fue rabiosa, la defensa
desesperada y el choque horrible. Durante la pelea, el alcaide, partida la
frente de un hachazo, cayó al foso desde lo alto del muro, al que había logrado
subir con la ayuda de una escala, al mismo tiempo que el caballero recibía un
golpe mortal en la brecha de la barbacana, en donde unos y otros combatían
cuerpo a cuerpo entre las sombras.
Los cristianos comenzaron a cejar y a
replegarse. En este punto la mora se inclinó sobre su amante, que yacía en el
suelo, moribundo, y tomándolo en sus brazos con unas fuerzas que hacían mayores
la desesperación y la idea del peligro, lo arrastró hasta el patio de armas.
Allí tocó un resorte, se levantó una piedra como movida de un impulso
sobrenatural y por la boca que dejó ver al levantarse, desapareció con su
preciosa carga y comenzó a descender hasta llegar al fondo del subterráneo.
Cuando el caballero volvió en sí, tendió a
su alrededor una mirada llena de extravío, y dijo:
-¡Tengo sed! ¡Me muero! ¡Me abraso!
Y en su delirio precursor de la muerte, de
sus labios secos, al pasar por los cuales silbaba la respiración sólo se oían
salir estas palabras angustiosas:
-¡Tengo sed! ¡Me abraso! ¡Agua! ¡Agua!
La mora sabía que aquel subterráneo tenía
una salida al valle por donde corre el río. El valle y todas las alturas que lo
coronan estaban llenos de soldados moros, que, una vez rendida la fortaleza,
buscaban en vano por todas partes al caballero y a su amada para saciar en
ellos su sed de exterminio. Sin embargo, no vaciló un instante, y tomando el
casco del moribundo, se deslizó como una sombra por entre los matorrales que
cubrían la boca de la cueva y bajó a la orilla del río.
Ya había tomado el agua, ya iba a
incorporarse para volver de nuevo al lado de su amante, cuando silbó una saeta
y exhaló un grito.
Dos guerreros moros que velaban alrededor de
la fortaleza habían disparado sus arcos en la dirección en que oyeron moverse
las ramas.
La mora, herida de muerte, logró, sin
embargo, arrastrarse a la entrada del subterráneo y penetrar hasta el fondo,
donde se encontraba el caballero. Éste, al verla cubierta de sangre y próxima a
morir, volvió en su razón y, conociendo la enormidad del pecado que tan
duramente expiaban, volvió sus ojos al cielo, tomó el agua que su amante le
ofrecía y, sin acercársela a los labios, preguntó a la mora:
-¿Quieres ser cristiana? ¿Quieres morir en
mi religión y, si me salvo, salvarte conmigo?
La mora, que había caído al suelo
desvanecida con la falta de la sangre, hizo un movimiento imperceptible con la
cabeza, sobre la cual derramó el caballero el agua bautismal invocando el
nombre del Todopoderoso.
Al otro día el soldado que disparó la saeta
vio un rastro de sangre a la orilla del río, y siguiéndolo entró en la cueva,
donde encontró los cadáveres del caballero y su amada, que aún vienen por las
noches a vagar por estos contornos.
128. anonimo (navarra)
No hay comentarios:
Publicar un comentario