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sábado, 8 de septiembre de 2012

La dama de amboto

Lucía serena una mañana de otoño, cuando los sones de las cornamusas y trompetas anunciaron a los habitantes del valle la salida de los ilustres cazadores, y rápidamente se agolpó la curiosa multitud para contemplar la brillante cabalgata en cuyo centro descollaban el joven caballero don Pedro y su bella hermana María Urraca, rigiendo el primero fogoso corcel de color de ébano, y la otra blanco palafrén, dócil a su mano delicada.
Hacía tiempo que no brillaba en el perfecto semblante de la noble doncella la viva animación que entonces la hermoseaba; pero al admirarla, no era posible dejar de sentir que había algo de febril en la mirada fulgurante de sus grandes ojos pardos, algo de siniestro en la expresión extraordinaria de su fisonomía encantadora.
La batida comienza felizmente: pronto el valor y la habilidad de los monteros se muestra con numerosos hechos; pero ninguno merece tanto aplauso como el de haber sido herido mortalmente por la diestra de la bella cazadora un jabalí corpulento. En medio de los vítores que resuenan por todas partes, reúne el animal el resto de sus fuerzas y se lanza por entre las breñas, dejando en su carrera un ancho surco de sangre. Veloz le sigue su perseguidora, y queriendo don Pedro dejarle íntegros los honores del triunfo sobre aquel enemigo ya casi moribundo, manda a la comitiva que se detenga, corriendo él solo en seguimiento de la denodada amazona.
Pero ¿adónde se dirige ésta? Su blanco caballo -como poseído por el demonio que hizo entrar en el cuerpo del de Angélica el nigro-mante que nos pinta Ariosto- parece rebelarse contra la hermosa mano que hasta aquel instante ha respetado sumiso, y trepando peñas, salvando precipicios, se pierde pronto de vista entre los vericuetos y barrancos.
Don Pedro, sin embargo, corre siempre en pos de su querida María, y desaparece como ella ante la asustada comitiva, que ha contemplado con asombro aquella carrera singular. En el mismo instante, y por fatal coincidencia, se desata repentinamente una horrible tempestad.
El firmamento se cubre de negros nubarrones, que envuelven en sus densos pliegues las cimas de las montañas; cruzan entre ellas los relámpagos como serpientes de fuego; retiemblan seculares árboles al rudo impulso del viento silbador; retumba pavoroso el trueno por los montes y los valles, y todos huyen despavoridos, buscando albergue que los defienda de aquellas iras del cielo.
Las gentes del castillo vuelven a entrar en él desordenadamente, creyendo que hallarán allí a sus señores, pues suponen se les habrán adelantado; pero no es así. Salen entonces en su busca los más adictos sirvientes, a pesar de lo horrible de la tempestad, que continúa, y todos los demás aguardan inquietos una hora y otra hora... ¡En balde! La noche cubre la tierra con sus profundas sombras, y aún no ha vuelto el querido don Pedro al alcázar de sus mayores.
María llega entonces -sola y desmelenada- a aquellos nobles umbrales; bastaba ver la palidez de su frente y el extravío de su mirada, para inferir la catástrofe que confirman después sus balbucientes labios. ¡Sí!, no puede haber duda... El joven caballero se ha precipitado con su corcel impetuoso en un profundísimo barranco, a cuyo borde tenía que caminar algún trecho para llegar al castillo, por el escabroso sendero que había tomado con su hermana...
Al día siguiente fue sacado del abismo el sangriento cadáver, y, ¡cosa extraña!, se vio que el caballo tenía traspasado el pecho por un largo venablo. Esta circunstancia inexplicable dio que hablar a las gentes muchos días; pero luego la atención general se fijó única-mente en la hermosa heredera del difunto, que no tardó en verse asediada por encumbrados adoradores.
Poseedora de los dominios de una familia opulenta, de la que quedaba siendo único vástago; en la flor de la edad; radiante de belleza; cercada de homenajes; ostentando a su placer el fausto que convenía a su rango, María de Urraca veía al fin realizados los ensueños delirantes que constituyeron quizá su secreto martirio. ¿Por qué, pues, no vuelven las rosas a sus pálidas mejillas? ¿Por qué no la sonrisa del placer, y de sus brillantes ojos la tranquila mirada de la inocencia feliz? Misteriosa enfermedad devora sin duda aquella juvenil vida... pero en vano se consulta a los más célebres médicos de Álava, de Guipúzcoa y de Vizcaya; la ciencia es impotente contra un mal desconocido.
Nada se lograba tampoco con los banquetes suntuosos; nada con las diversiones que se llamaban, aún no concluido el duelo, al castillo de la montaña. María, que parecía apetecerlas con febril avidez, no alcanzaba nunca a gozarlas. A lo mejor, en medio de los festines y saraos, cubre sombría nube la soberbia frente de la bella castellana; se contraen sus labios; se turba su mirada; recorre sus miembros inexplicable temblor... y aun hay quien asegura que suele extender las manos con un grito de espanto, como si rechazase algún objeto horrible, que viniera a perseguirla en el seno mismo de la felicidad.
Sucede también que pasa muchos días sin querer recibir a nadie, esquivando aquellas mismas distracciones que busca otras veces afanosa. Los pretendientes no desmayan, sin embargo. ¡Puede el amor obrar tantos prodigios! ... La extraña enfermedad que consume a María quizá se calme y se disipe entre los goces de un dichoso himeneo. Con esta esperanza halagüeña, redoblan atenciones, acumulan obsequios, prodigan ternezas y suspiros los aspirantes a su mano. Mas, ¡ay!, cuando empiezan a creer que va a decidirse al cabo la elección de la dama, amanece, desgraciadamente para ellos, un día solemne y memorable: el del triste aniversario de la muerte de don Pedro.
Los criados del castillo se han vestido de luto; las misas y las preces no han cesado en la capilla. María, sin embargo, ha perma-necido en su alcoba, más postrada y desfallecida que nunca. Luego, al tender su triste manto la noche, el venerable capellán y toda la servidumbre se reúnen para rezar por el malogrado caballero, en el mismo recinto en que lo esperaron largas horas inútilmente; en el mismo en que vieron aparecer sola a la afligida hermana, anuncio fatal de la horrorosa desgracia.
Los fieles servidores hacen llorando triste conmemoración de aquel momento supremo, cuando de repente se abre con estrépito la puerta del aposento de María, y ella se precipita en la sala, pálida, trémula, despavorida como un año antes, en aquella misma hora.
No anuncia esta vez una muerte; pero pide auxilio contra una alucinación pavorosa. La insensata se cree perseguida por aquel mismo que dejó de existir en una noche como ésta.
-¿No lo veis? ¿No lo veis? -grita desalentada. Se ha levantado sangriento del fondo del abismo, y corre cabalgando en su corcel negro, cuyo pecho atraviesa de parte a parte el agudo venablo. Sin embargo, el golpe fue certero; yo le vi rodar con el jinete, y oí aquel grito, que retumbó largamente en las negras entrañas del precipicio. ¿Qué me quiere, pues, ese fantasma? ¿Cómo vuelve a saltar aquella sangre odiada, para salpicar mi frente, caliente y espumosa todavía? ¡Miradlo! El corcel maldito se viene sobre mí..., el sangriento jinete tiende los brazos para asirme y llevarme consigo a su tenebrosa tumba. ¡No!... ¡No!... ¡No!...
Gritando así se lanza fuera de las puertas del castillo, y apenas puede seguirla en su delirante carrera la aterrorizada servidumbre. La tempestad bramaba como en la horrenda noche de la catástrofe; el cielo se deshacía en centellas; pero ella corría sin cesar..., corría huyendo del jinete sangriento, cuyo corcel negro, traspasado por un venablo, corría también, persiguiéndola.
¡Ah!, la desventurada, en su locura y en medio de la lobreguez, no sabe qué camino seguir; mas de repente se para lanzando un grito que retumba pavoroso. Lo han devuelto los ecos del abismo, a cuyo borde se halla, como empujada por invisible mano.
-¡Aquí fue! -exclama entonces con el cabello erizado sobre la lívida frente, que ilumina un relámpago.
En el mismo instante parece que el fantástico caballo lanza sobre ella al jinete amenazador, y la pobre María, cuya enajenación mental llega al último extremo, se arroja -por librarse de él- al fondo del precipicio.
A la mañana siguiente, a la misma hora en que fue sacado de la negra sima, hecho pedazos, el cadáver de don Pedro, fue sacado también el de su hermana, no menos sangriento y desfigurado; pero el pueblo se amotinó para pedir que no descansasen en una misma tumba. Veía, con su maravilloso instinto, la justicia del cielo, en un suceso en que todavía los nobles amigos de la Urraca sólo querían reconocer el efecto casual de lastimosa locura.
La tenaz resistencia que se intentó oponer a la opinión pública no sirvió más que para exaltar los ánimos, y la cólera popular demolió furiosamente el castillo, sin dejar piedra sobre piedra.
Desde entonces la peña que corona el monte Echaguen -en que aquél existió- fue llamada Ambota, que significa -traducido literalmente- «allí arrojar»; porque en euskera casi no se conoce de los verbos sino el infinitivo. Atendiendo a ello, la palabra Amboto tiene su verdadera versión en la frase: «De allí fue arrojada». Desde entonces la fratricida fue conocida como Dama de Amboto y su alma vaga errante.
Los días en que la cumbre de la montaña aparece envuelta en densos nubarrones, los pastores retiran sus rebaños, los labriegos se acogen al caserío abandonando las campestres faenas, y los marineros se guardan bien de dejar el puerto para confiarse a las olas... porque es fama que por tales signos se conoce que la Dama de Amboto se ha escapado de su tumba y anda por ahí, presagiando desgracias.

108. anonimo (pais vasco)

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