Lucía serena una mañana de otoño, cuando los
sones de las cornamusas y trompetas anunciaron a los habitantes del valle la
salida de los ilustres cazadores, y rápidamente se agolpó la curiosa multitud
para contemplar la brillante cabalgata en cuyo centro descollaban el joven
caballero don Pedro y su bella hermana María Urraca, rigiendo el primero fogoso
corcel de color de ébano, y la otra blanco palafrén, dócil a su mano delicada.
Hacía tiempo que no brillaba en el perfecto
semblante de la noble doncella la viva animación que entonces la hermoseaba;
pero al admirarla, no era posible dejar de sentir que había algo de febril en
la mirada fulgurante de sus grandes ojos pardos, algo de siniestro en la
expresión extraordinaria de su fisonomía encantadora.
La batida comienza felizmente: pronto el
valor y la habilidad de los monteros se muestra con numerosos hechos; pero
ninguno merece tanto aplauso como el de haber sido herido mortalmente por la
diestra de la bella cazadora un jabalí corpulento. En medio de los vítores que
resuenan por todas partes, reúne el animal el resto de sus fuerzas y se lanza
por entre las breñas, dejando en su carrera un ancho surco de sangre. Veloz le
sigue su perseguidora, y queriendo don Pedro dejarle íntegros los honores del
triunfo sobre aquel enemigo ya casi moribundo, manda a la comitiva que se
detenga, corriendo él solo en seguimiento de la denodada amazona.
Pero ¿adónde se dirige ésta? Su blanco
caballo -como poseído por el demonio que hizo entrar en el cuerpo del de
Angélica el nigro-mante que nos pinta Ariosto- parece rebelarse contra la
hermosa mano que hasta aquel instante ha respetado sumiso, y trepando peñas,
salvando precipicios, se pierde pronto de vista entre los vericuetos y barrancos.
Don Pedro, sin embargo, corre siempre en pos
de su querida María, y desaparece como ella ante la asustada comitiva, que ha
contemplado con asombro aquella carrera singular. En el mismo instante, y por
fatal coincidencia, se desata repentinamente una horrible tempestad.
El firmamento se cubre de negros nubarrones,
que envuelven en sus densos pliegues las cimas de las montañas; cruzan entre
ellas los relámpagos como serpientes de fuego; retiemblan seculares árboles al
rudo impulso del viento silbador; retumba pavoroso el trueno por los montes y
los valles, y todos huyen despavoridos, buscando albergue que los defienda de
aquellas iras del cielo.
Las gentes del castillo vuelven a entrar en
él desordenadamente, creyendo que hallarán allí a sus señores, pues suponen se
les habrán adelantado; pero no es así. Salen entonces en su busca los más
adictos sirvientes, a pesar de lo horrible de la tempestad, que continúa, y
todos los demás aguardan inquietos una hora y otra hora... ¡En balde! La noche
cubre la tierra con sus profundas sombras, y aún no ha vuelto el querido don
Pedro al alcázar de sus mayores.
María llega entonces -sola y desmelenada- a
aquellos nobles umbrales; bastaba ver la palidez de su frente y el extravío de
su mirada, para inferir la catástrofe que confirman después sus balbucientes
labios. ¡Sí!, no puede haber duda... El joven caballero se ha precipitado con
su corcel impetuoso en un profundísimo barranco, a cuyo borde tenía que caminar
algún trecho para llegar al castillo, por el escabroso sendero que había tomado
con su hermana...
Al día siguiente fue sacado del abismo el
sangriento cadáver, y, ¡cosa extraña!, se vio que el caballo tenía traspasado
el pecho por un largo venablo. Esta circunstancia inexplicable dio que hablar a
las gentes muchos días; pero luego la atención general se fijó única-mente en
la hermosa heredera del difunto, que no tardó en verse asediada por encumbrados
adoradores.
Poseedora de los dominios de una familia
opulenta, de la que quedaba siendo único vástago; en la flor de la edad;
radiante de belleza; cercada de homenajes; ostentando a su placer el fausto que
convenía a su rango, María de Urraca veía al fin realizados los ensueños
delirantes que constituyeron quizá su secreto martirio. ¿Por qué, pues, no
vuelven las rosas a sus pálidas mejillas? ¿Por qué no la sonrisa del placer, y
de sus brillantes ojos la tranquila mirada de la inocencia feliz? Misteriosa
enfermedad devora sin duda aquella juvenil vida... pero en vano se consulta a
los más célebres médicos de Álava, de Guipúzcoa y de Vizcaya; la ciencia es
impotente contra un mal desconocido.
Nada se lograba tampoco con los banquetes
suntuosos; nada con las diversiones que se llamaban, aún no concluido el duelo,
al castillo de la montaña. María, que parecía apetecerlas con febril avidez, no
alcanzaba nunca a gozarlas. A lo mejor, en medio de los festines y saraos,
cubre sombría nube la soberbia frente de la bella castellana; se contraen sus
labios; se turba su mirada; recorre sus miembros inexplicable temblor... y aun hay
quien asegura que suele extender las manos con un grito de espanto, como si
rechazase algún objeto horrible, que viniera a perseguirla en el seno mismo de
la felicidad.
Sucede también que pasa muchos días sin
querer recibir a nadie, esquivando aquellas mismas distracciones que busca
otras veces afanosa. Los pretendientes no desmayan, sin embargo. ¡Puede el amor
obrar tantos prodigios! ... La extraña enfermedad que consume a María quizá se
calme y se disipe entre los goces de un dichoso himeneo. Con esta esperanza
halagüeña, redoblan atenciones, acumulan obsequios, prodigan ternezas y
suspiros los aspirantes a su mano. Mas, ¡ay!, cuando empiezan a creer que va a
decidirse al cabo la elección de la dama, amanece, desgraciadamente para ellos,
un día solemne y memorable: el del triste aniversario de la muerte de don
Pedro.
Los criados del castillo se han vestido de
luto; las misas y las preces no han cesado en la capilla. María, sin embargo,
ha perma-necido en su alcoba, más postrada y desfallecida que nunca. Luego, al
tender su triste manto la noche, el venerable capellán y toda la servidumbre se
reúnen para rezar por el malogrado caballero, en el mismo recinto en que lo
esperaron largas horas inútilmente; en el mismo en que vieron aparecer sola a
la afligida hermana, anuncio fatal de la horrorosa desgracia.
Los fieles servidores hacen llorando triste
conmemoración de aquel momento supremo, cuando de repente se abre con estrépito
la puerta del aposento de María, y ella se precipita en la sala, pálida,
trémula, despavorida como un año antes, en aquella misma hora.
No anuncia esta vez una muerte; pero pide
auxilio contra una alucinación pavorosa. La insensata se cree perseguida por
aquel mismo que dejó de existir en una noche como ésta.
-¿No lo veis? ¿No lo veis? -grita
desalentada. Se ha levantado sangriento del fondo del abismo, y corre
cabalgando en su corcel negro, cuyo pecho atraviesa de parte a parte el agudo
venablo. Sin embargo, el golpe fue certero; yo le vi rodar con el jinete, y oí
aquel grito, que retumbó largamente en las negras entrañas del precipicio. ¿Qué
me quiere, pues, ese fantasma? ¿Cómo vuelve a saltar aquella sangre odiada,
para salpicar mi frente, caliente y espumosa todavía? ¡Miradlo! El corcel
maldito se viene sobre mí..., el sangriento jinete tiende los brazos para
asirme y llevarme consigo a su tenebrosa tumba. ¡No!... ¡No!... ¡No!...
Gritando así se lanza fuera de las puertas
del castillo, y apenas puede seguirla en su delirante carrera la aterrorizada
servidumbre. La tempestad bramaba como en la horrenda noche de la catástrofe;
el cielo se deshacía en centellas; pero ella corría sin cesar..., corría
huyendo del jinete sangriento, cuyo corcel negro, traspasado por un venablo,
corría también, persiguiéndola.
¡Ah!, la desventurada, en su locura y en
medio de la lobreguez, no sabe qué camino seguir; mas de repente se para
lanzando un grito que retumba pavoroso. Lo han devuelto los ecos del abismo, a
cuyo borde se halla, como empujada por invisible mano.
-¡Aquí fue! -exclama entonces con el cabello
erizado sobre la lívida frente, que ilumina un relámpago.
En el mismo instante parece que el
fantástico caballo lanza sobre ella al jinete amenazador, y la pobre María,
cuya enajenación mental llega al último extremo, se arroja -por librarse de él-
al fondo del precipicio.
A la mañana siguiente, a la misma hora en
que fue sacado de la negra sima, hecho pedazos, el cadáver de don Pedro, fue
sacado también el de su hermana, no menos sangriento y desfigurado; pero el
pueblo se amotinó para pedir que no descansasen en una misma tumba. Veía, con
su maravilloso instinto, la justicia del cielo, en un suceso en que todavía los
nobles amigos de la Urraca
sólo querían reconocer el efecto casual de lastimosa locura.
La tenaz resistencia que se intentó oponer a
la opinión pública no sirvió más que para exaltar los ánimos, y la cólera
popular demolió furiosamente el castillo, sin dejar piedra sobre piedra.
Desde entonces la peña que corona el monte
Echaguen -en que aquél existió- fue llamada Ambota,
que significa -traducido literalmente- «allí arrojar»; porque en euskera casi
no se conoce de los verbos sino el infinitivo. Atendiendo a ello, la palabra
Amboto tiene su verdadera versión en la frase: «De allí fue arrojada». Desde
entonces la fratricida fue conocida como Dama de Amboto y su alma vaga errante.
Los días en que la cumbre de la montaña
aparece envuelta en densos nubarrones, los pastores retiran sus rebaños, los
labriegos se acogen al caserío abandonando las campestres faenas, y los
marineros se guardan bien de dejar el puerto para confiarse a las olas...
porque es fama que por tales signos se conoce que la Dama de Amboto se ha escapado
de su tumba y anda por ahí, presagiando desgracias.
108. anonimo (pais vasco)
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