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martes, 5 de noviembre de 2013

Dios la puso una mortaja blanca

Mérida fue en la España romana una de las ciudades más prósperas e importantes. Con Augusto comenzó su grandeza, y cuando llegó el siglo III tenía teatros, tem­plos, acueductos, circo, anfiteatro, baños, puentes... y hasta pantanos, como el de Cornalvo y Proserpina.
Por ello, para bien o para mal, siguió la misma suerte que las grandes ciudades de la romanía. En ella se dejó sentir la virulenta persecución de Diocleciano. Era la úl­tima, pero la más trágica convulsión del paganismo, que agonizaría muy pocos años después con la paz constan­tiniana. Pero antes, en el cielo extremeño tenían que aparecer algunas estrellas más para iluminar los sueños de las generaciones posteriores.
Era el 10 de diciembre del año 304. Una muchacha, mejor una niña, de doce años, llegaba a Mérida escapa­da de la granja campestre donde la habían recluido sus padres para oponerse a un destino que parecía fatal.
La hermosura de su talle, los cabellos ondulados por el aire de la mañana, el rostro encendido por un frío casi invernal, le dan apariencia de ángel.
Va buscando el tribunal, y cuando lo encuentra se en­frenta decidida al pretor, desafía su autoridad e increpa su actitud para con los cristianos.
-"Calpurniano -dice, soy cristiana. Tú eres enemi­go de Dios. Persigues a los cristianos y maltratas a sus vírgenes. Pero aquí estoy yo para humillar tu altanería y confundir tu crueldad. Prueba y verás que conmigo na­da puedes".
Calpurniano, el pretor, queda confundido. No espe­raba la inoportunidad de la visita ni el atrevimiento des­concertante de aquellas palabras.
-"Anda, niña, vuelve a casa. Considera tu juventud. Mírate a ti misma. Compadécete de ti. Ofrece un poqui­to de incienso para que puedas vivir. Nosotros te perdo­namos todo lo que hemos oído".
El rostro de la niña, al excitarse, se hermosea cada vez más. Parece cobrar dimensiones sobrehumanas.
Un rubor tinta aquella carita de nardo, mas en sus ojos hay un fulgor extraño y sus labios tan pequeños se plie­gan con una fuerza asombrosa.
El presidente no puede más. Se siente impotente.
La escena que se siguió fue profundamente desagra­dable o divinamente hermosa, según el ángulo diverso de observación. La niña Eulalia se convirtió en una pe­queña fierecilla, ha escupido al juez, ha tirado de un gol­pe el brasero ante el ídolo. Después la han cogido y ha empezado a cantar, porque la hieren.
Calpurniano, llevado de un furor diabólico, ordena:
-"Encended unas candelas y aplicádselas a las rodi­llas. Desgarrad sus vestidos y destrozad sus pechos. Ha­ced lo que sea, pero que una niña no se pueda reír de no­sotros".
Un poco más tarde, mientras el presidente pasea ner­vioso a las puertas del pretorio, puede contemplar tosta­da al fuego y sangrando todo el pecho el espectáculo bo­chornoso de verse increpado desde el suplicio:
-"Mi cuerpo está abrasado y me encuentro fuerte. Manda que pongan sal para que pueda ser condimenta­da sabrosamente en Cristo"...
Al oír estas palabras y otras similares, alternando con cantos de júbilo victorioso, no puede menos de excla­mar:
-"Creo que somos vencidos. Esta virgen continúa en su obstina-ción. A fin de que no pueda ufanarse, sacadla. Buscad un bufón. Desnudadla en público antes de que perezca, para que sea ridiculizada su virginidad inútil".
Eulalia es arrastrada por las calles.
Los emeritenses no pueden reprimir sus gritos horro­rizados.
¿Qué puede haber hecho esa niña para merecer tan cruel castigo?
Y, lentamente, se forma un cortejo de curiosos acom­pañantes compasivos, que se convierte en gentío cuan­do llegan al lugar del suplicio.
Es esta, precisamente, la causa para que la cólera del presidente sea mayor y su venganza más infame.
El poeta Prudencio se siente acongojado cuando hace el recuento de sus martirios todavía en el siglo IV:
"Azotes, aceite hirviendo, plomo derretido, sal en las heridas, fuego en las rodillas, horno encendido, corte de cabello, paseo por las calles exhibiendo su desnudez y, finalmente, crucifixión".
Pero Dios quiere también salir a escena. Siempre ha dicho algo en favor de los suyos. Las palabras de Dios se mezclan muchas veces con los signos de la na­turaleza.
Son los últimos momentos de la mártir.
Ya no es una niña que atrae por la hermosura de su cuerpo. Es un ascua humeante sujeta a un madero con clavos. Lentamente se cierran los labios que cantaban al Divino Esposo. Huele a carne quemada y a cruz de ver­dugos.
¡La que fuera antes blanca carne, quemada ahora, es manjar de dioses! Mientras, la tarde se está volviendo gris, oscura, amoratada, como de carne y fuego.
Cuando los soldados dejan sobre las brasas el cadáver de Eulalia, el cielo se abre y cae sobre Mérida una copio­sa nevada.
Dios, el Dios de los cristianos, viste de blanco a su mártir. Es la mortaja que le niegan los hombres. Allí, en el pretorio, sobre el tapiz de la nieve pura se destaca pia­doso el cuerpo de la santa, canonizado por una señal del cielo.
Es más de mediodía.
Los guardias, insensibles e insensatos, quieren mar­char a sus casas. Pero allá a lo lejos, por la Calzada de la Plata, se oyen otra vez sus gritos. Son también gritos de mujer y de niña. Nieva. Nieva copiosamente. El gentío se vuelve a estremecer: los soldados traen otra joven, también bella y también hermosa.
Es Julia, la amiga de Eulalia.
Increpa a los soldados lo que han hecho con su amiga.
Ahora. es arrastrada violentamente por la chusma de legionarios a sueldo. Pero estos hombres curtidos por la guerra y las batallas, al entrar en contacto con la muche­dumbre apiñada, también tiemblan.
Tiemblan porque "sangre de niños, aurora de Dios". Temen.
Teme, sobre todo Calpurniano, cuando profetiza so­lemnemente:
-"Esto se acaba".
Pasará un año no más. A Mérida llegaron las noticias de la abdicación del viejo Diocleciano.
Unos años más y en las plazas de Mérida se comenta el edicto del César Galerio, terminando la persecución.
El 27 de octubre del año 312 Constantino ha vencido en el puente Milvio.
El primer templo en forma de ara lo describía Pru­dencio con estas palabras:
"Aquí, donde el mármol pulido ilumina los grandes atrios con resplandores exóticos, están depositadas en tierra santa las reliquias y las cenizas sagradas de la mártir...
Virgencitas y donceles, traed estos trenzados regalos y yo en medio de vuestro círculo, aportaré con pie dac­tílico, una guirnalda entretejida, humilde, lacia, pero festiva ciertamente.
Así conviene adorar sus huesos, sobre los que se ha le­vantado un ara.
Ella, acurrucada a los pies de Dios, atiende nuestros
votos y, propia por nuestros cánticos, favorece a sus pue­blos".
Más cerca, en nuestro tiempo, García Lorca le dedica uno de sus más bellos poemas:

"Nieve ondulada reposa
Olalla pende del árbol.
Su desnudo de carbón
tizna los aires helados.
Noche tirante reluce.
Olalla muerta en el árbol.
Tinteros de las ciudades
vuelcan la tinta despacio.
Negros maniquíes de sastre
cubren la nieve del campo,
en largas filas que gimen
en silencio mutilado.
Nieve partida comienza.
Olalla blanca en el árbol.
Escuadras de níquel juntan
los picos en su costado
         
            * * * 
Una Custodia reluce
sobre los cielos quemados,
 entre gargantas de arroyo
y ruiseñores en ramos.
¡Saltad vidrios de colores!
Olalla blanca en lo blanco.
Angeles y serafines
dicen: Santo, Santo, Santo".

García Lorca "Obras de García Lorca"


FUENTES:
-José María de Llanos, "Desfile de Santos".
-Víctor Chamorro, "Historia de Extremadura. I".
-García Lorca, "Tres romances históricos".

Fuente: Jose Sendin Blazquez

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Cava, la princesa ultrajada

Don Rodrigo es el último Rey godo. Su vida, su derro­ta y su muerte, han dado origen a varios ciclos de roman­ces y leyendas. Los escenarios se reparten por casi todos los lugares de España. A Extremadura le ha correspon­dido una destacada parte. Algunos, incluso, quieren que el desdichado Rodrigo, después de su humillación en Guadalete, cruzara huyendo media España para hacer­se fuerte en Coria, la bella ciudad de Cáceres, amuralla­da y caballeresca, muy propicia para estas intenciones.
Los siglos posteriores no pudieron digerir con facili­dad que unos cuantos millares de sarracenos (se habla de sólo 7 000 en la primera oleada), fueran los artífices de una conquista tan amplia y tan fulgurante. Se busca­ron por ello razones, causas, complicidades que justifi­caran o explicaran la derrota. Fue la vida privada del desdichado Rey la que propició las raíces últimas de los hechos analizados.
El principio desencadenante, como siempre, fue una muj er.
El Conde don Julián, Señor de villas, municipios y re­giones, lo era también de Tánger, valuarte inexpugna­ble del otro lado del estrecho.
Estaban en sus manos las llaves que abrían o cerraban este paso angosto de 14 kilómetros.
El Conde tenía una hija tan hermosa y tan atrayente que el Rey Rodrigo no podía apartar de ella sus lascivos ojos.
El pueblo llamaba la Cava "a aquella incomparable beldad que sorbiendo el seso al postrer Rey godo, dio ocasión a la perdición de España".
Cuando don Rodrigo consiguió sus propósitos luju­riosos, "el Conde se sintió injuriado por la afrenta".
"Como era Príncipe muy poderoso en España, así de la otra parte del mar como de ésta, juró vengarse de la afrenta".
Por desgracia, el juramento lo cumplió. "Procuró este renegado Conde don Julián con el malvado y renegado Obispo don Opas, que entrasen los moros en España y la destruyesen y sojuzgasen".
Pero, ¿dónde ocurrió esa afrenta? ¿En qué lugar la se­dujo? ¿Cuál fue la suerte de Cava? ¿Dónde lloraba su equivocación y su des-honra?...
Cuando la historia se calla, contesta la leyenda.
El lugar más favorecido es, otra vez, Extremadura, a la sombra misma de Monfragüe. Vamos a copiar la res­puesta de Publio Hurtado:
"A un kilómetro de distancia, y hacia la parte de Po­niente del pueblo de Torrejón el Rubio existen las rui­nas de un castillo, al que conduce una calleja formada por las paredes de los cercados de extramuros de la villa denominada CALLEJA DE LA CAVA.
"En aquel castillo la sitúan los antiguos viviendo y después llorando, porque `aquella fortaleza fue en tiem­pos muy remotos la mansión del Conde donJulián' y`de su bonita hija'.
"De ella se enamoró un magnate muy poderoso, el Rey don Rodrigo. De tales relaciones nació un infante, encantado y encan-tador.
"Encantador por la singular hermosura, heredada de su madre.
"Encantado porque `aquel desventurado niño le costó a su padre la pérdida del reino'. Y el niño desde que se enteró de su suerte, `apostándose por las noches en uno de los desportillados de la fortaleza, atrapa a cuantos muchachos tienen la inadvertencia de pasar a tales ho­ras por las cercanías y los mete en el castillo'.
"Intenta `formar un ejército poderoso y reconquistar el trono de sus mayores'."
Todavía hoy, a pesar de que apenas si existen señales de los muros, las madres de Torrejón el Rubio no permi­ten que sus hijos de corta edad vayan solos y en la noche hasta el final de la Calleja de la Cava. Saben que allí puede surgir en cualquier momento el espíritu encanta­do de aquel otro niño, hijo de la Cava y de don Rodrigo y llevarse el suyo para formar parte de ese ejército que está creando para la conquista del reino perdido y que por herencia le pertenece.

FUENTES:
-"Supersticiones extremeñas", por Publio Hurtado. Año 1902. Biblioteca Pública. Cáceres.
-Tradición oral proporcionada por los niños de la Escuela Nacio­nal de Torrejón el Rubio.

Fuente: Jose Sendin Blazquez

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Cadáveres sin cabezas

Allá por los años cincuenta, en el pueblecito de Gri­maldo, y por parte de los dueños de la finca y del pueblo se hacían obras para construir una vivienda destinada al guarda.
El lugar elegido estaba muy próximo a lo que resta del famoso castillo. No olvidemos que éste de Grimaldo era parte en la red de comunicaciones y defensas que jalo­naban por un lado y por otro el Tajo, frontera natural durante muchas etapas de la Reconquista. Los mahome­tanos lo construyeron posiblemente para dar escolta a la colosal fortaleza de Monfragüe. Pasó después a ser cuna y señorío del esclarecido linaje de los Grimaldos, a los que dio nombre.
Sabemos, por ejemplo, que Sancho IV donó a los Se­ñores de Grimaldo el castillo de Monfragüe cuando se extinguió la Orden de Calatrava. Uno y otro pasaron después a diversas familias como los Trejos, Vargas, Calderones, etc.
El castillo ha sufrido diversas transformaciones, y hoy es precario recuerdo de su pasada grandeza.
Relacionado con estas transformaciones está el hecho a que nos estamos refiriendo.
Se hacían los cimientos para la casa del guarda. Dis­tancia: cincuenta metros no más de los muros del casti­llo. Ante la sorpresa de los obreros, comienzan a apare­cer abundantes restos humanos. Una duda domina a to­dos: si son restos humanos deben aparecer calaveras. Pero las cabezas no aparecen. Huesos de todas las partes del cuerpo y ninguno de la cabeza.
Lo que era sorpresa o desencanto para todos fue ale­gría para una persona: el señor Circo. Era esa especie ra­ra de intelectual, auto-didacta, pueblerino, enciclopedia de tradiciones y saberes autóc-tonos. Curandero, pacifi­cador, depositario de la justicia y, luego, amigo mío.
Cuando lo vio, su afirmación fue lapidaria:
-"Esto confirma que la leyenda, desde hoy, se ha convertido en historia".
Los Reyes Católicos fueron los empresarios de una nueva España. Para conseguirlo tuvieron que limpiar la nación de una serie incontrolada de pícaros, vagos, ma­leantes, pordioseros, sinver-güenzas y ladrones que in­festaban pueblos y ciudades. Ni las aldeas pequeñas, o quizá más, las aldeas pequeñas, eran los lugares predi­lectos para toda esta legión de rufianes.
Para llevar adelante este propósito, los Reyes Católi­cos crearon la Santa Hermandad, que en todas partes, para gloria de los actuales, se la define como una especie de guardia civil en los siglos XV y XVI.
Entonces, como ahora, "ni eran todos los que pare­cían, ni parecían todos los que eran". El desarraigo, pues, fue un proceso lento de sacrificio, paciencia y ha­bilidad, a veces, con unos medios más propios de píca­ros que de agentes de la justicia. Era un recurso obligado para la Santa Hermandad, que tenía sobre sus hombros el peso ingente de limpiar el lastre depositado, quizá du­rante siglos.
Aunque parezca mentira a Grimaldo, la pequeña al­dea olvidada, cercana a Plasencia, le tocó también su turno.
Se corría la especie de que en el Castillo, albergue obligado de caminantes que seguían utilizando la dete­riorada Vía de la Plata, entraban a veces arrieros que no volvían a salir.
Se decía que durante la noche, mientras dormían, se les daba muerte para despojarlos de cuanto llevaban.
Narcóticos... Crímenes... Enterramientos secretos... Riquezas incontrola-das...
La imaginación popular estaba desbordada.
¿Verdad? ¿Mentira?
La Santa Hermandad tenía que averiguarlo.
El ardid se puso en marcha: varios de los miembros de esa Hermandad se disfrazan de arrieros haciendo in­cluso ostentación de riquezas. Sus armas debidamente camufladas. Una de tantas noches, y debidamente dis­tanciados, piden hospedaje en el castillo. Se identifican como pastores, como arrieros trashumantes, como po­seedores de rebaños que pastan ahora en las llanuras castellanas. Todo parece normal. Todo está perfecta­mente estudiado. Ahora sólo hacía falta que los hechos esperados llegaran a producirse. Y, desgraciadamente, se produjeron. Pero esta vez con suerte contraria para sus protagonistas. Cuando intentaron repetir sus críme­nes y latrocinios con el primero de los arrieros, cayeron sobre ellos los demás y los prendieron al grito escalo­friante:
-"Alto a la Santa Hermandad."
Sorprendidos "in fraganti", la pena era ejemplar: "Cortarles la cabeza". Y así se hizo para escarmiento ge­neral. Se les cortó la cabeza y sobre las almenas del casti­llo se colocaron una a una, para que sirvieran de ejem­plo.
Una orden especial de la Reina Isabel obligó a des­mochar el castillo en un tercio de su altura. Esta es una de las causas que justifican su actual aspecto.
No hace falta que digamos que ya está explicado el hecho de los enterramientos: cabezas sin cadáveres y cadáveres sin cabezas.
Aclaramos también que los actuales poseedores del castillo no son los descendientes directos de los respon­sables de esta leyenda.

FUENTES:
-Testimonio recogido directamente por el autor cuando aún no pensaba escribir este libro.
- Aprovecho esta ocasión para dar testimonio público de mi agra­decimiento al pueblecito de Grimaldo. Allí pasé unos cuantos años, siempre tratado con un respeto y cariño de tal calibre, que el paso del tiempo no ha podido borrar.

Fuente: Jose Sendin Blazquez

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Amor y sangre en la judería

-"¿Qué tal esta noche, señor Víctor?"
-"Mal. Muy mal, don Noé. Toda la noche medio asfi­xiado. Y, para colmo, a las cuatro de la madrugada se presentó la Maruja".
-"Pero, ¿cómo recibe usted visitas a esas horas de la
noche?"
-"No me diga usted que no sabe quién es la Maruja".
-"No tengo la menor idea".

Don Noé Duarte Pérez es el practicante del pueblo. Hombre amable y bondadoso, que escucha a sus pa­cientes sin hartarse. Uno de esos profesionales llamados a extinguir, cura con sus conocimientos y, más aún, re­cogiendo cual confesor las intimidades de sus enfermos.
Víctor Martín Aceras es ahora su paciente. Vive en la Calle del Vado, paralela al río Ambroz. Es un típico ejemplar donde las raíces de la historia y de la raza son fácilmente definibles.
A pesar de su enfermedad tiene ánimos para contar esa historia viva que no pocos sufren, algunos cuentan y muchos ignoran.
Hervás, en aquellos tiempos, se dividía en dos ba­rrios, casi en dos pueblos: el de arriba y el de abajo, el de los cristianos y la judería.
Cuando alguno del pueblo de arriba intentaba visitar al de abajo tenía necesariamente que hacerlo por la que se llamaba también Calle de Abajo. Los de abajo de­bían subir por el sitio que llamaban La Cuestecilla, para que los pudiera ver y autorizar el centinela que, situado en el Cantón, vigilaba toda la extensa judería. El sitio, por eso, se llamaba "ve de lejos". Es la actual Calle de Vedelejos.
La parte alta era la mansión de los señores. Uno de ellos era el "aperaor". Su hijo Julián, mozo de diecinue­ve años, todas las mañanas cruzaba montado a caballo el barrio de abajo, para dirigirse a sus tierras de Roma­ñazos y dar órdenes a las cuadrillas de jornaleros que allí le trabajaban.
En la judería, el personaje principal es su rabino Is­mael. Hombre soberbio poseído de su cargo e influen­cia, intransigente, fanático, que sostenía a pulso el pode­río de la grandeza de su raza. Su hija Maruja o Maruxa, de dieciocho años, era la muchacha envidiada de todos. Su belleza y bondad había trascendido los límites del propio barrio, hasta convertirse en ilusión de muchos cristianos.
Julián es uno de ellos. Más de una vez ha cambiado la ruta obligada para hacerse encontradizo con la bella ju­día, aunque con el pretexto de caminar siempre a sus predios.
Cuando adivinó los posibles lugares de encuentro de­jó el caballo en casa y así podía elegir las callejas de Va­llijuelo, Mata los Lirios y la Hambrigüela, caminos más frecuentados por Maruxa.
Un día, al cruzarse, pese a la prohibición, el mucha­cho dijo:
-"¡Buenos días, María!"
La joven quedó verdaderamente sorprendida y ace­leró ruborizada el paso.
Bajó los ojos y no contestó al mozo.
Así pasaron los días, y los encuentros fueron más fre­cuentes, siempre en lugares solitarios.
La belleza, la candidez, aquellos ojos tan delicados, cautivaron de tal manera ajulián que por encima de to­dos sus principios y creencias se enamoró perdidamente de la joven judía.
A María le pasó lo mismo. Fue su primer amor since­ro, propio de una edad que no conoce malicias.
A pesar de la profundidad amorosa comprendieron pronto que era un amor ilegal. Y en seguida llegó el mie­do y las precauciones, para evitar posibles contratiem­pos. Tomaron la decisión, expuesta para el galán, de verse por las noches en una fuente pequeña que estaba junto al puente. Una fuente tan pequeña que por eso todo el mundo conocía con el nombre de "Fuente Chi­quita".
Pero no tardó alguien en descubrir el lugar de la cita.
Zoilo era un zagal judío, travieso, inquieto. Para sus quince años, las salidas nocturnas eran una de tantas di­versiones.
Cuando descubrió a la pareja de enamorados corrió a contárselo a su vecino Dimas.
Dimas, judío de veinticuatro años, inútilmente había pretendido el amor de Maruxa.
Ser malvado, vengativo, pendenciero, enemigo de los cristianos, no pudo disimular su contrariedad y juró vengarse como fuera.
Visitó al rabino Ismael contándole una falsa versión de los hechos, haciendo creer al padre que su hija ya es­taba perdida. Que las citas nocturnas de la Fuente Chi­quitita tenían otras intenciones que el amor casto de dos jóvenes enamorados.
El soberbio rabino se sintió herido en lo más profun­do de su orgullo. Sin investigar los hechos decretó la muerte del cristiano que tan osadamente desafiaba y ofendía, no sólo a todo el pueblo judío, sino también a su religión.
Ordenó a Dimas que buscara algunos colaboradores y que, cuanto antes, fuera ejecutada la sentencia. Preten­día evitar que trascendiera la noticia de la traición y el pecado de su hija.
Al malvado Dimas no le fue difícil buscar la ayuda de
Zoilo, Benito (Baraj), Fructuoso (Efrain) e Ismael (Jaco­bo). Muchachos de catadura similar a la suya, decidie­ron matar al joven Julián el mismo jueves por la noche, ya que el viernes comenzaba el Sabat.
Pero las circunstancias también mandan. Aquella no­che del jueves había una gran "cegallina", niebla baja y espesa que, bajando del Pinajarro, cubría todo el pue­blo. Por eso, sólo por eso, aquél día Julián no quiso to­mar la calleja de Trasdediego que por entonces tenía muy mala "juelliga" (huella). Conocía perfectamente el terreno y, amparado en la oscuridad, tomó el camino de la Calle de Abajo.
Los asesinos que esperaban comenzaron a impacien­tarse.
Zoilo, otra vez el zascandil de Zoilo, por pura casuali­dad, descu-brió a los enamorados en la Fuente Chiquita. Inmediatamente corrió a donde estaban los suyos con Dimas, medio ateridos de frío. Les contó que los enamo­rados ya estaban en la fuente.
Sigilosos intentaron caer con astucia sobre Julián. Pe­ro María, por instinto, los sintió llegar cuando ya esta­ban muy cerca. Se figuró a lo que iban. Sin decir palabra saltó sobre Julián y quiso protegerlo con su propio cuerpo.
Aquel abrazo fue un abrazo de muerte.
Los sicarios del rabino, ciegos de furor y de odio, apu­ñalaron una y mil veces a aquellas inocentes criaturas.
Así, abrazados, quedaron en el suelo, envueltos por la niebla de la noche y acostados en un charco de sangre.
Al día siguiente, Hervás se despertó conmovido.
Los dos jóvenes asesinados gozaban de las simpatías de todo el mundo.
Muchos pensaron que se había malogrado la ocasión más propicia para acercar las dos hostiles comunidades.
La Justicia no pudo hacer nada.
Como siempre, nadie sabía nada.
Nadie había visto ni oído nada.
Además, el joven cristiano era un transgresor de las normas establecidas. Normas a la vez religiosas y civiles.
Y, para colmo, el Sabat, que comenzaba aquella tarde, no permitía en el pueblo de abajo la presencia de ningu­na persona no judía.
El padre de Julián, acompañado de amigos y vecinos, se limitó a recoger el cuerpo ensangrentado de su hijo para darle sepultura en el cementerio cristiano.
El rabino Ismael no se resignó con los hechos.
Cruelmente fue mucho más lejos. Como su postura en aquel alevoso crimen estaba salpicada de no pocas sospechas para demostrar su inocencia e integridad reli­giosa, mandó enterrar los despojos de su hija fuera del cementerio judío, para que no se contaminaran las ceni­zas de sus antepasados.
La pobre María, ante los ojos escarmentados de la ju­ventud, fue enterrada en una de las márgenes del río Ambroz.
Prohibió expresamente cualquier señal que significa­ra el descanso eterno de aquella inocente criatura.
Muy pronto se olvidó el lugar donde reposaban los restos. Pero no fue tan fácil olvidar la historia de lo suce­dido.
Desde entonces, algunas noches, el espíritu de la po­bre Maruja recorre el río y sus lágrimas y suspiros hielan el alma de los que tienen el privilegio de sentirla. Sumen el cuerpo una especie de mareo y sus lamentos se oyen claros, seguros, llorando su triste destino.
Habían pasado algunos años desde que don Noé Duarte, el ilustre sanitario de Hervás, allá por los años 60, escuchó por primera vez esta historia.
Prácticamente ya la había olvidado.
Él mismo nos cuenta lo sucedido:
"Un día, a las cuatro de la madrugada, acababa de asistir a un parto que resultó muy complicado. Un tanto distraído, cansado del tabaco y del café que me tenía en pie, fui a dar un paseo. Cuando me di cuenta, estaba jun­to a la Fuente Chiquita. El aire era fresco, pero agrada­ble. Me acariciaba bajando desde el Pinajarro y luego llevaba mi cariño flotando por encima de las aguas del Ambroz. Al asomarme hacia el arroyo me apoyé sobre el puente mirando hacia abajo. Cuando tenía los ojos fi­jos en las profundidades, la mirada comenzó a entur­biarse. Un sudor frío recorría mi cuerpo. Los oídos pare­cían escuchar unos sollozos que, desde luego, no eran humanos. No caí al suelo, creo, porque estaba apoyado en las piedras de la balaustrada. ¿Cuánto tiempo duró aquello? ¿Qué fue lo que en realidad me sucedió? No lo sé. Pero estoy seguro que "el quejío", o grito, o suspiro fi­nal, que me devolvió a la realidad no es fácil olvidarlo. Estoy completamente convencido que era el espíritu de Maruxa. No quería contarlo. No lo hubiera contado nunca si no fuera porque aquella vez no fue la única, ni yo la persona única a quien le ha sucedido esto".
Quizá sea el aire que va o viene del Pinajarro, el mon­te más querido de nuestro pueblo.
Pero es en él, dentro de él, donde se oye y aparece el espíritu de Maruxa, la bella israelita de nuestra judería de Hervás.

FUENTES:
-Recopilación realizada directamente por don Noé Duarte Pé­rez, ATS de Hervás.
-Testimonios personales del mismo sanitario don Noé Duarte, al autor del libro.

Fuente: Jose Sendin Blazquez

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Vencer despues de morir

Una de las figuras más populares de la España de la reconquista fue sin duda alguna la de Rodrigo Díaz de Vivar, conocido como el Cid Campeador.
La historia, la leyenda y el romancero nos cuentan con mil detalles la vida y las hazañas sin par del héroe castellano. Durante algún tiempo llegó a creerse en su no existencia, es decir, que sólo era figura de leyenda y de romancero, pero estudios e investigaciones posteriores han dado por sentado que existió realmente y que obtuvo grandes victorias contra los moros. Pero lo que ha hecho la leyenda es agigantar su figura y aureolar sus hechos, como, por ejemplo, los que vamos a relatar ahora en este capítulo.
Desterrado por Alfonso VI, el Cid sirvió al rey moro de Zaragoza, el cual le envió en socorro de su aliado el rey Qadir de Valencia, quien se veía atacado por sus vecinos.
-Id a Valencia, Mío Cid, y conquistadla. Si lo hacéis, el rey Qadir será feudatario vuestro.
-Cumpliré el mandato, señor.

El Cid llegó con sus tropas ante Valencia, que había sido ya ocupada por tropas moras enemigas del rey Qadir. Este esperaba al Cid con el resto de su ejército vencido.
-Gracias por vuestra ayuda, Mío Cid -dijo el rey moro. Si recuperáis Valencia os prometo ser feudatario vuestro.
-Acepto vuestra promesa, pero con una condición.
-¿Cuál?
-El vasallaje no será a mi persona, sino a la de mi rey Alfonso de Castilla.
-¿Es posible? ¿A este rey que os ha desterrado queréis hacer esta merced? -preguntó asombrado el moro.
-Es mi rey a pesar de todo y a él debo obediencia.
-De acuerdo, Mío Cid. Será como vos decís -repuso el moro.
Empezó la batalla contra la ciudad de Valencia; los defensores opusieron una resistencia encarnizada, y por tres veces rechazaron los repetidos asaltos de las tropas del Cid y del Qadir, pero al final tuvieron que rendirse.
Qadir cumplió su promesa y ofreció su reino en feudo al Cid, quien a su vez lo dio a su rey. Éste, al enterarse de semejante acción, quedó muy sorprendido, pero aceptó el feudo nombrando al Cid administrador general del reino valenciano.
Las tropas vencedoras en su simplicidad no sabían hacer distingos y gritaban por doquier:
-¡Valencia por el Cid! ¡Viva el Cid!
En realidad, a pesar de la autoridad del Qadir sobre la población mora de Valencia y de que el rey Alfonso era el legítimo rey, la actuación del Cid era la de un soberano.
El gobierno del Cid se caracterizó por una gran prudencia y sabiduría atendiendo igual a moros y a cristianos y administrando la justicia con imparcialidad. Llamó a su esposa doña Jimena y a sus hijas para que estuvieran a su lado y esto contribuyó a endulzar sus últimos años de vida después de tantas batallas y sinsabores.
Pero el destino no quiso que el Cid, el gran guerrero cristiano, muriera en la cama de muerte natural. Aún le aguardaban las últimas hazañas.
Los almorávides, una de las tribus más belicosas de África, no podían consentir que Valencia, la joya más preciada del Mediterrá-neo, permaneciera en poder de los cristianos. Los moros españoles eran impotentes para luchar contra el Cid y no vieron otra alternativa que llamar a los almorávides que con un poderoso ejército se plantaron ante Valencia después de haber desembarcado por mar y ocupado posiciones en tierra.
Ante la superioridad abrumadora del enemigo el Cid envió un emisario al rey de Castilla en demanda de ayuda. Pero Alfonso VI, que en el fondo no había perdonado aún a su vasallo, presentó mil excusas para zafarse del compro-miso.
Cuando el Cid tuvo noticia de la defección de su rey sintió una pena inmensa. Sin embargo, pronto reaccionó y se dispuso a presentar batalla al enemigo. No se encerraría en los muros de la fortaleza sino que saldría a campo abierto. Esto es lo que los almorávides de Yusuf no podían esperar.
-La sorpresa es el factor fundamental en la guerra y la llave de la victoria -explicó el Cid Campeador a su amigo el rey Qadir.
-Toda la población mora de Valencia está dispuesta a luchar contra los almorávides -repuso el Qadir. No habrá traiciones por esta parte, Mío Cid.
-Gracias, Qadir. Eres noble y generoso y sé que harás cuanto esté en tu mano para obtener la victoria.
-Tú sí que eres noble y generoso, Mío Cid. ¡Qué buen vasallo si hubiese buen señor! Si tu rey a quien diste un reino te ayudara ahora qué diferente sería todo.
-Esperemos, Qadir. El rey está ocupado en otros asuntos...
-Perdona, Mío Cid, si me atrevo a culpar a tu rey; pero este asunto de Valencia es esencial para el trono de Alfonso. No se ha dado cuenta que los almorávides no persiguen sólo la ocupación de Valencia sino la derrota total de los cristianos. Con Valencia en su poder serán más fuertes para intentar la conquista de España.
-Tus razonamientos me parecen justos y acertados, Qadir. Es muy posible que mi señor no haya comprendido el alcance de la pérdida de Valencia. En todo caso no tenemos otro remedio que confiar en nuestras propias fuerzas. ¿No te parece?
A pesar de su ánimo el Cid pensaba en sus hombres y se entristecía al darse cuenta de las pocas probabilidades que le quedaban de resistir.
Su esposa doña Jimena estaba a su lado y no podía ocultar su inquietud.
-Si Alfonso te hubiera ayudado quizá...
-No sueñes, Jimena. La empresa era difícil hasta para el rey. No ha querido arriesgar a sus tropas.
-Pero tú defiendes aquí a su reino de Valencia...
-Defiendo a mi patria y a mi rey -dijo el Cid con sonrisa amarga.
-Podríamos intentar enviar al rey otro mensaje. Quizá cambiara de actitud.
-Es inútil, Jimena. Nos defenderemos solos. Al amanecer haremos una impetuosa salida y quizá sorprendamos a los confiados almorávides, convencidos de ocupar Valencia sin arriesgar un solo hombre. Yo les demostraré que están equ'ivocados.
-Que Dios te ayude, esposo mío.

Tal como había dicho el Cid, al amanecer salió de la fortaleza con gran sigilo lo más aguerrido del ejército cristiano con el Cid a su frente. Eran mil caballeros con sus lanzas y espadas a punto. Como una tromba entraron en el campamento almorávide y empezó el gran combate en el que una tercera parte de las tropas almorávides fueron diezmadas. El resto de las fuerzas abandonó armas y víveres y huyó a la desbandada, unos en barcas y otros por tierra. Cuando las fuerzas del Cid prorrumpían en gritos de victoria, el héroe fue alcanzado por una flecha disparada por uno de los vencidos en su huida. La flecha se había clavado en la espalda y de la herida manaba abundante sangre. El Cid fue llevado a su palacio y la consternación fue general. Doña Jimena y el rey moro Qadir estaban a su lado dando evidentes muestras de desconsuelo y aflicción.
Había que extraer la flecha pero era muy peligroso hacerlo, pues la hemorragia podría causar su muerte. ¿Qué se podría hacer?
Por otra parte las noticias que llegaban eran alarmantes. Se había corrido la voz de la muerte del Cid y el cuartel general de los almorávides se había enterado de ello y cobrado nuevos ánimos. Todo hacía prever un inminente ataque de los almorávides contra Valencia, seguros esta vez de que el héroe no podría impedir su victoria.
El Cid se enteró de estas noticias y preguntó a su amigo Qadir con voz débil:
-¿Qué posibilidades tengo, amigo Qadir?
-Muchas, si te extraemos la flecha. Está al llegar un cirujano que te dejará nuevo.
-¿Y podré levantarme en seguida? -preguntó el Cid.
-No. Por lo menos tendrás que estar quince días en la cama.
-No me sirve esta solución -repuso el Cid.
Doña Jimena le miraba ansiosamente y reprimía las lágrimas que pugnaban por salir de sus ojos resecos.
-¿Puede este cirujano romper la flecha sin extraerla?
-Puede hacerlo, pero entonces morirás a corto plazo.
-Pero no tendré que permanecer en la cama y podré cabalgar... aun después de muerto.
-Esto es imposible, Mío Cid -repuso el moro.
-Esposo mío, atiende a razones. No puedes hacer esto.
-Tengo un plan con el que quizá salvemos Valencia. Los dos tenéis que jurar que obedeceréis mis órdenes. Son las últimas que os daré.
-Podrás curarte, Mío Cid. Abandona tu plan.
-Piensa en nosotras, Rodrigo. En mí y en tus hijas.
-En vosotras pienso y en mis soldados. El enemigo no dejaría a nadie vivo en caso de triunfo. Mi vida por la de todos... Debéis jurar. Os lo exijo...
Doña Jimena y Qadir juraron obediencia al Cid. Entonces el cirujano rompió la flecha y quedó el resto en el cuerpo del Cid.
El héroe escribió una nota y se la dio al Qadir.
-Cumple esta orden -dijo simplemente.
Horas después el Cid moría en brazos de doña Jimena. Su robusta constitución había podido alargar sólo la hora de su muerte, pero ya había perdido mucha sangre y ningún remedio era capaz de alterar su suerte. Acaso si la flecha hubiera podido extraerse del todo...
Cumpliendo la última orden del Cid fue colocado en su caballo Babieca y con sus ropas de guerrero y con la lanza en ristre. Caballo y jinete hacían una estampa única. Bien atado para evitar su caída, el héroe daba la impresión de una serenidad extraordinaria. Nadie supuso ni por un momento que aquel hombre que cabalgaba fuese sólo un cuerpo sin vida. Era el último ardid del Cid y que podría valer por una victoria.
La tropa se enardeció ante su presencia y se dispuso a seguirle en el combate. La población no cesaba de vitorear a su héroe al que ya creían muerto. Era un caso de sicosis bélica...
Cuando el ejército salió de la fortaleza y atacó a los almorávides, éstos retrocedieron asustados al ver que el Cid seguía con vida. Fue tal el terror que causó su aparición que cuenta la leyenda que los soldados almorávides no sintieron deseos de pelear y huyeron a la desbandada, pero esta vez hacia sus tierras de África abandonando sus sueños de grandeza.
Acertó el Cid en su última empresa a costa de su propia vida, pero Valencia se había salvado. De ahí vino la frase de que «El Cid ganó batallas después de muerto».
Años más tarde otras tribus árabes atacaron de nuevo Valencia, pero doña Jimena supo rechazar sus asaltos aunque esta vez el rey Alfonso VI, arrepentido de lo que había hecho antes, prestó ayuda a la viuda.
El bello reino valenciano fue ocupado finalmente por los moros en 1.102 y permaneció en poder de los infieles hasta que el rey Jaime el Conquistador lo recuperó para la cristiandad.

Leyenda de moros y cristianos

Fuente: Roberto de Ausona

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Un rey valiente

Se trata nada menos que del rey don Jaime el Conquistador. Este monarca era un gigante de cuerpo y de alma. La historia nos ha dejado constancia de su espíritu generoso y abnegado, y las estampas y grabados de la época, de su corpulencia física y de su varonil arrogancia. Era sólo un muchacho y se dice que manejaba la espada como el mejor de sus guerreros. Fue él quien conquistó las islas Baleares; los moros al verle huían asustados porque temían su arrojo y su gran fuerza.
De tantos hechos que se cuentan podríamos destacar el siguiente. Cierto día el joven monarca, que sólo contaba diecisiete años, regresaba no muy contento de una expedición a Valencia. El motivo de su malhumor era que no había conseguido agrupar un gran ejército en la empresa, pues muchos nobles no acudieron a su llamamiento. Seguido de sus adeptos, no muy numerosos, avanzaba por el camino polvoriento cuando vio en dirección contraria otra comitiva. Mandaba el grupo don Pedro de Ahonés con sesenta caballeros y se disponía a acometer la misma empresa a la que antes había negado su concurso.
Don Pedro había ayudado mucho al rey cuando éste era todavía un niño, pero después se fue distanciando del monarca y llegó a ser tan poderoso como él.
Don Jaime, a pesar de las desobediencias de don Pedro, le profesaba mucho afecto. Sin embargo, al darse cuenta de que don Pedro se disponía a atacar a los moros cuando antes no había querido seguirle entró en ira y le intimó a que le siguiera. Después de muchas instancias, don Pedro acompañó al rey hasta el castillo de Daroca. Allí, en presencia de muchos caballeros, el monarca exigió de su vasallo abandonase la empresa y respetase la tregua que él había pactado con los moros tan a pesar suyo y precisamente por la defección de don Pedro de Ahonés.
-Os lo suplico, don Pedro. No podéis ahora romper la tregua que ha firmado el rey vuestro señor.
-Debo castigar al moro de Valencia y lo haré. Si vos no me ayudáis lo haré solo -aseguró orgullosamente don Pedro a quien las palabras suaves del rey le sonaban a debilidad.
-Vuelvo a insistir, don Pedro. Es una orden real. No toméis decisiones por vuestra cuenta. La tregua no se romperá por nada del mundo.
-Y yo os digo que iré a Valencia -insistió don Pedro.
Las buenas palabras del rey no hacían mella en el vasallo. La conversación aumentó de tono. El monarca iba alzando la voz y cada vez sus órdenes eran más perentorias. Finalmente, el monarca, viendo la inutilidad de su empeño, dio la orden tajante:
-¡Prended a don Pedro!
Cuando el obstinado caballero vio acercarse a los hombres de don Jaime se incorporó bruscamente y llevó la mano a la empuñadura de su espada. Don Pedro era un hombre hercúleo, pero más lo era el Conquistador. Rápido como el pensamiento, el rey se abalanzó sobre el rebelde y sujetó con fuerza su mano. Don Pedro se quedó inmóvil. Estaba sin poder moverse por la presión de la mano real. Bajó los ojos y su rostro enrojeció de vergüenza y de cólera.
Los partidarios de don Pedro acudieron en su ayuda y lograron libertarle. Se armó un gran revuelo y don Pedro y los suyos pudieron huir.
Pero el rey no estaba dispuesto a permitir tal rebeldía y acompañado de algunos de sus leales servidores se lanzó en persecución de los fugitivos.
Don Pedro y su grupo habían alcanzado la cumbre de un cerro y desde allí se defendían arrojando piedras para obstaculizar la acción de los servidores del rey.
Don Jaime espoleó su caballo y seguido por dos servidores trepó con toda velocidad por un atajo. Tal fiereza había en su ademán que los partidarios de don Pedro abandonaron a su señor, el cual fue atravesado por una lanza de uno de los servidores del rey.
Ahonés estaba ya moribundo cuando el rey se acercó a él y le dijo en tono triste:
-Siento mucho lo sucedido, don Pedro. No pretendía llegar hasta este extremo.
En el rostro de don Pedro de Ahonés apareció una suprema expresión de arrepentimiento aunque sus labios no pronunciaron palabra alguna. Pero los que rodeaban al rey don Jaime el Conquistador estaban aún indignados por el proceder del rebelde y querían tomar cumplido desquite.
-Entregadnos a este hombre, don Jaime. Es un rebelde y merece ser castigado.
Don Jaime reaccionó inmediatamente ante tales palabras y respondió al que había hablado:
-Esto que habéis dicho no es de noble caballero. Bastante ha pagado su culpa. Y yo os digo a todos que el que intente acabar con don Pedro tendrá que pasar antes por encima de mi cadáver.
Don Pedro, aunque moribundo, oyó a su rey, y en sus ojos aparecieron lágrimas de conmovido agradecimiento.
Nadie osó entonces decir más palabras de queja y todos en su interior elogiaron el comportamiento del monarca que así echaba en el olvido los agravios y demostraba tanta magnanimidad con el vencido.
Por orden del rey el moribundo fue conducido a Daroca en cuyo castillo exhaló el último suspiro en los brazos de su joven señor.
Don Jaime lloró al conducir los restos del caballero Ahonés al templo de Santa María. Así fue honrado don Pedro recordando sólo sus grandes servicios y olvidando por completo su rebeldía.
Tanto impresionó aquel acto de fuerza y generosidad al mismo tiempo del joven rey que al terminar el sepelio todos los nobles, aun los más díscolos y orgullosos, espontáneamente doblaron la rodilla y besaron la mano de don Jaime en reconocimiento de su superioridad como hombre.
A partir de entonces se acabaron para siempre las discordias en el reino de Aragón, y don Jaime el Conquistador pudo realizar sus grandes hazañas con la colaboración de los nobles del reino.

Leyenda historica

Fuente: Roberto de Ausona

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