Una de las
figuras más populares de la España de la reconquista fue sin duda alguna la de
Rodrigo Díaz de Vivar, conocido como el Cid Campeador.
La
historia, la leyenda y el romancero nos cuentan con mil detalles la vida y las
hazañas sin par del héroe castellano. Durante algún tiempo llegó a creerse en
su no existencia, es decir, que sólo era figura de leyenda y de romancero, pero
estudios e investigaciones posteriores han dado por sentado que existió
realmente y que obtuvo grandes victorias contra los moros. Pero lo que ha hecho
la leyenda es agigantar su figura y aureolar sus hechos, como, por ejemplo, los
que vamos a relatar ahora en este capítulo.
Desterrado
por Alfonso VI, el Cid sirvió al rey moro de Zaragoza, el cual le envió en
socorro de su aliado el rey Qadir de Valencia, quien se veía atacado por sus
vecinos.
-Id a
Valencia, Mío Cid, y conquistadla. Si lo hacéis, el rey Qadir será feudatario
vuestro.
-Cumpliré
el mandato, señor.
El Cid
llegó con sus tropas ante Valencia, que había sido ya ocupada por tropas moras
enemigas del rey Qadir. Este esperaba al Cid con el resto de su ejército
vencido.
-Gracias
por vuestra ayuda, Mío Cid -dijo el rey moro. Si recuperáis Valencia os prometo
ser feudatario vuestro.
-Acepto
vuestra promesa, pero con una condición.
-¿Cuál?
-El
vasallaje no será a mi persona, sino a la de mi rey Alfonso de Castilla.
-¿Es
posible? ¿A este rey que os ha desterrado queréis hacer esta merced? -preguntó
asombrado el moro.
-Es mi rey
a pesar de todo y a él debo obediencia.
-De
acuerdo, Mío Cid. Será como vos decís -repuso el moro.
Empezó la
batalla contra la ciudad de Valencia; los defensores opusieron una resistencia
encarnizada, y por tres veces rechazaron los repetidos asaltos de las tropas
del Cid y del Qadir, pero al final tuvieron que rendirse.
Qadir
cumplió su promesa y ofreció su reino en feudo al Cid, quien a su vez lo dio a
su rey. Éste, al enterarse de semejante acción, quedó muy sorprendido, pero
aceptó el feudo nombrando al Cid administrador general del reino valenciano.
Las tropas
vencedoras en su simplicidad no sabían hacer distingos y gritaban por doquier:
-¡Valencia
por el Cid! ¡Viva el Cid!
En
realidad, a pesar de la autoridad del Qadir sobre la población mora de Valencia
y de que el rey Alfonso era el legítimo rey, la actuación del Cid era la de un
soberano.
El gobierno
del Cid se caracterizó por una gran prudencia y sabiduría atendiendo igual a
moros y a cristianos y administrando la justicia con imparcialidad. Llamó a su
esposa doña Jimena y a sus hijas para que estuvieran a su lado y esto
contribuyó a endulzar sus últimos años de vida después de tantas batallas y
sinsabores.
Pero el
destino no quiso que el Cid, el gran guerrero cristiano, muriera en la cama de
muerte natural. Aún le aguardaban las últimas hazañas.
Los
almorávides, una de las tribus más belicosas de África, no podían consentir que
Valencia, la joya más preciada del Mediterrá-neo, permaneciera en poder de los
cristianos. Los moros españoles eran impotentes para luchar contra el Cid y no
vieron otra alternativa que llamar a los almorávides que con un poderoso
ejército se plantaron ante Valencia después de haber desembarcado por mar y
ocupado posiciones en tierra.
Ante la
superioridad abrumadora del enemigo el Cid envió un emisario al rey de Castilla
en demanda de ayuda. Pero Alfonso VI, que en el fondo no había perdonado aún a
su vasallo, presentó mil excusas para zafarse del compro-miso.
Cuando el
Cid tuvo noticia de la defección de su rey sintió una pena inmensa. Sin
embargo, pronto reaccionó y se dispuso a presentar batalla al enemigo. No se
encerraría en los muros de la fortaleza sino que saldría a campo abierto. Esto
es lo que los almorávides de Yusuf no podían esperar.
-La
sorpresa es el factor fundamental en la guerra y la llave de la victoria
-explicó el Cid Campeador a su amigo el rey Qadir.
-Toda la
población mora de Valencia está dispuesta a luchar contra los almorávides
-repuso el Qadir. No habrá traiciones por esta parte, Mío Cid.
-Gracias,
Qadir. Eres noble y generoso y sé que harás cuanto esté en tu mano para obtener
la victoria.
-Tú sí que
eres noble y generoso, Mío Cid. ¡Qué buen vasallo si hubiese buen señor! Si tu
rey a quien diste un reino te ayudara ahora qué diferente sería todo.
-Esperemos,
Qadir. El rey está ocupado en otros asuntos...
-Perdona,
Mío Cid, si me atrevo a culpar a tu rey; pero este asunto de Valencia es
esencial para el trono de Alfonso. No se ha dado cuenta que los almorávides no
persiguen sólo la ocupación de Valencia sino la derrota total de los
cristianos. Con Valencia en su poder serán más fuertes para intentar la
conquista de España.
-Tus
razonamientos me parecen justos y acertados, Qadir. Es muy posible que mi señor
no haya comprendido el alcance de la pérdida de Valencia. En todo caso no
tenemos otro remedio que confiar en nuestras propias fuerzas. ¿No te parece?
A pesar de
su ánimo el Cid pensaba en sus hombres y se entristecía al darse cuenta de las
pocas probabilidades que le quedaban de resistir.
Su esposa
doña Jimena estaba a su lado y no podía ocultar su inquietud.
-Si Alfonso
te hubiera ayudado quizá...
-No sueñes,
Jimena. La empresa era difícil hasta para el rey. No ha querido arriesgar a sus
tropas.
-Pero tú
defiendes aquí a su reino de Valencia...
-Defiendo a
mi patria y a mi rey -dijo el Cid con sonrisa amarga.
-Podríamos
intentar enviar al rey otro mensaje. Quizá cambiara de actitud.
-Es inútil,
Jimena. Nos defenderemos solos. Al amanecer haremos una impetuosa salida y
quizá sorprendamos a los confiados almorávides, convencidos de ocupar Valencia
sin arriesgar un solo hombre. Yo les demostraré que están equ'ivocados.
-Que Dios
te ayude, esposo mío.
Tal como
había dicho el Cid, al amanecer salió de la fortaleza con gran sigilo lo más
aguerrido del ejército cristiano con el Cid a su frente. Eran mil caballeros
con sus lanzas y espadas a punto. Como una tromba entraron en el campamento
almorávide y empezó el gran combate en el que una tercera parte de las tropas
almorávides fueron diezmadas. El resto de las fuerzas abandonó armas y víveres
y huyó a la desbandada, unos en barcas y otros por tierra. Cuando las fuerzas
del Cid prorrumpían en gritos de victoria, el héroe fue alcanzado por una
flecha disparada por uno de los vencidos en su huida. La flecha se había
clavado en la espalda y de la herida manaba abundante sangre. El Cid fue
llevado a su palacio y la consternación fue general. Doña Jimena y el rey moro
Qadir estaban a su lado dando evidentes muestras de desconsuelo y aflicción.
Había que
extraer la flecha pero era muy peligroso hacerlo, pues la hemorragia podría
causar su muerte. ¿Qué se podría hacer?
Por otra
parte las noticias que llegaban eran alarmantes. Se había corrido la voz de la
muerte del Cid y el cuartel general de los almorávides se había enterado de ello
y cobrado nuevos ánimos. Todo hacía prever un inminente ataque de los
almorávides contra Valencia, seguros esta vez de que el héroe no podría impedir
su victoria.
El Cid se
enteró de estas noticias y preguntó a su amigo Qadir con voz débil:
-¿Qué
posibilidades tengo, amigo Qadir?
-Muchas, si
te extraemos la flecha. Está al llegar un cirujano que te dejará nuevo.
-¿Y podré
levantarme en seguida? -preguntó el Cid.
-No. Por lo
menos tendrás que estar quince días en la cama.
-No me
sirve esta solución -repuso el Cid.
Doña Jimena
le miraba ansiosamente y reprimía las lágrimas que pugnaban por salir de sus
ojos resecos.
-¿Puede
este cirujano romper la flecha sin extraerla?
-Puede
hacerlo, pero entonces morirás a corto plazo.
-Pero no
tendré que permanecer en la cama y podré cabalgar... aun después de muerto.
-Esto es
imposible, Mío Cid -repuso el moro.
-Esposo
mío, atiende a razones. No puedes hacer esto.
-Tengo un
plan con el que quizá salvemos Valencia. Los dos tenéis que jurar que
obedeceréis mis órdenes. Son las últimas que os daré.
-Podrás
curarte, Mío Cid. Abandona tu plan.
-Piensa en
nosotras, Rodrigo. En mí y en tus hijas.
-En
vosotras pienso y en mis soldados. El enemigo no dejaría a nadie vivo en caso
de triunfo. Mi vida por la de todos... Debéis jurar. Os lo exijo...
Doña Jimena
y Qadir juraron obediencia al Cid. Entonces el cirujano rompió la flecha y
quedó el resto en el cuerpo del Cid.
El héroe
escribió una nota y se la dio al Qadir.
-Cumple
esta orden -dijo simplemente.
Horas
después el Cid moría en brazos de doña Jimena. Su robusta constitución había
podido alargar sólo la hora de su muerte, pero ya había perdido mucha sangre y
ningún remedio era capaz de alterar su suerte. Acaso si la flecha hubiera
podido extraerse del todo...
Cumpliendo
la última orden del Cid fue colocado en su caballo Babieca y con sus ropas de guerrero y con la lanza en ristre.
Caballo y jinete hacían una estampa única. Bien atado para evitar su caída, el
héroe daba la impresión de una serenidad extraordinaria. Nadie supuso ni por un
momento que aquel hombre que cabalgaba fuese sólo un cuerpo sin vida. Era el
último ardid del Cid y que podría valer por una victoria.
La tropa se
enardeció ante su presencia y se dispuso a seguirle en el combate. La población
no cesaba de vitorear a su héroe al que ya creían muerto. Era un caso de
sicosis bélica...
Cuando el
ejército salió de la fortaleza y atacó a los almorávides, éstos retrocedieron
asustados al ver que el Cid seguía con vida. Fue tal el terror que causó su
aparición que cuenta la leyenda que los soldados almorávides no sintieron
deseos de pelear y huyeron a la desbandada, pero esta vez hacia sus tierras de
África abandonando sus sueños de grandeza.
Acertó el
Cid en su última empresa a costa de su propia vida, pero Valencia se había
salvado. De ahí vino la frase de que «El Cid ganó batallas después de muerto».
Años más
tarde otras tribus árabes atacaron de nuevo Valencia, pero doña Jimena supo
rechazar sus asaltos aunque esta vez el rey Alfonso VI, arrepentido de lo que
había hecho antes, prestó ayuda a la viuda.
El bello
reino valenciano fue ocupado finalmente por los moros en 1.102 y permaneció en
poder de los infieles hasta que el rey Jaime el Conquistador lo recuperó para
la cristiandad.
Leyenda de moros y cristianos
Fuente: Roberto de Ausona
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