Érase una vez un faisán que vivía felizmente en el
campo, pero un día cantó y el cazador descubrió su escondite.
Si se habla demasiado lo que no se debe, se encuentra
uno con lo que no quisiera. Prestad pues atención a lo que decís para que no os
ocurra lo que le pasó al protagot nista de este cuento.
Es una historia antigua, terrible y triste que, según
dicen las gentes del lugar, es verdadera.
En la ciudad de Shinano había un río llamado Sai, este
río era conocido por las frecuentes inundaciones de otoño, que ocurrían a
causa de las lluvias torrenciales.
Cada año, las aguas del río Sai arrastraban campos y
casas desolándolo todo; incluso, moría mucha gente.
En esta ciudad vivía Yanei que era labrador y su hija
pequeña, llamada Ochiyo. La madre de Ochiyo había muerto en una inunda-ción;
por eso Yanei y Ochiyo vivían solos.
Yanei, a pesar de ser muy pobre, era feliz junto a su
hijita. Pero esa felicidad se acabó pronto...
En aquellos días también llovió mucho y Ochiyo enfermó
gravemente. Como no tenían dinero, el padre no podía llamar al médico y la
enfermedad se fue apoderando de la niña hasta perder toda esperanza de
recuperación.
Una noche, Yanei le dijo a Ochiyo:
-¡Ea!, come mucho hija mía, a ver si recuperas el
ánimo.
Y le dio unas gachas de mijo. Sin embargo, la niña
con una voz muy débil respondió:
-No me gustan las gachas de mijo, papá, quiero arroz
cocido con judías.
El arroz con judías era lo mejor del mundo para
Ochiyo; este plato lo había comido sólo una vez, cuando su mamá aún vivía.
Pero este deseo de la pequeña era imposible para
Yanei: en casa no había ni un solo grano de arroz ni una judía. Yanei pensó
largo rato cómo conseguirlo y se dijo:
-El arroz y las judías están en el granero del rey,
allí debe haber montones y, para guisar un plato, con un puñado me bastaría.
Diciendo esto, se levantó y salió corriendo hacia el
granero del rey.
En palacio todos dormían y por suerte el granero no
estaba cerrado con llave.
Se introdujo a hurtadillas... El almacén estaba
repleto de toda clase de comida y Yanei aunque sabía que era el último deseo
de Ochiyo comprendía también que no era una buena acción, por eso el corazón le
latía con toda su fuerza...
-¡Ah!, aquí está lo que busco.
Por fin encontró el depósito del arroz y los sacos de
las judías y cogió un poco de cada cosa, se lo guardó en las mangas del kimono
y se apresuró a salir.
Al día siguiente, Ochiyo tuvo su arroz con judías,
comió mucho y recobró el ánimo, con lo que iba curándose poco a poco...
Pero en el palacio del rey alguien notó este pequeño
robo y aunque era poco lo declaró a la policía para que buscase al ladrón.
Yanei seguía preocupado por Ochiyo porque aún estaba
convale-ciente y antes de ir al campo le dijo:
-Ochiyo, quédate hoy en casa, mañana si estás mejor
podrás salir a jugar.
-De acuerdo, papá.
Sin embargo, Ochiyo no pudo estarse quieta y salió a
la calle para jugar con la pelota y haciéndola rebotar cantaba así:
«Qué rico,
qué bueno
el arroz
con judías.
El arroz
con judías
qué rico
que está».
Unos días después llovió mucho y el río Sai se
desbordó causando mucho daño. La gente se reunió en casa del alcalde para tomar
una decisión. De pronto, un hombre se levantó y dijo:
-No hay otra solución que hacer un pilar humano.
El pilar humano era una antigua costumbre terrible,
enterraban vivos a los criminales dentro del río para calmar la cólera del
dios de la lluvia.
Aquella misma noche, la policía fue en tropel a casa
de Yanei.
-Yanei, tú robaste el arroz y las judías del granero
del rey. No puedes negarlo, alguien oyó la canción de Ochiyo.
El día en que Yanei fue enterrado vivo en el río, su
hija, desde casa, oía las campanadas tristes del templo vecino.
-¡Papá, papá!
Este angustioso grito sonó muchos, muchos días por
todo el pueblo.
Durante aquel año, aunque llovió mucho, no hubo
ninguna inundación ni tampoco en los años sucesivos.
Un día de otoño, un cazador fue al bosque para cazar.
De pronto, un faisán cantó desde la maleza, le disparó y el ave cayó batiendo
alas. El cazador se apresuró a recoger la pieza, pero en el lugar donde había
caído estaba Ochiyo de pie, sosteniendo al faisán en brazos.
-¿Qué haces, Ochiyo?
La muchacha murmuró en voz baja:
-¡Pobre faisán!, si
no hubiera cantado, usted no le habría matado.
Y añadió:
-Si yo no hubiera cantado, ahora mi papá estaría vivo.
Ochiyo se internó en el bosque acariciando al faisán
herido.
Seguramente, la niña recordaba a su papá y había
reconocido su falta de obediencia. Después de esto, no la volvieron a ver.
0.040.3 anonimo (japon) - 028
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