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martes, 5 de noviembre de 2013

Si el faisán no canta, no muere

Érase una vez un faisán que vivía feliz­mente en el campo, pero un día cantó y el cazador descubrió su escondite.
Si se habla demasiado lo que no se debe, se encuentra uno con lo que no quisiera. Prestad pues atención a lo que decís para que no os ocurra lo que le pasó al protagot nista de este cuento.
Es una historia antigua, terrible y triste que, según dicen las gentes del lugar, es verdadera.
En la ciudad de Shinano había un río llamado Sai, este río era conocido por las frecuentes inundaciones de otoño, que ocu­rrían a causa de las lluvias torrenciales.
Cada año, las aguas del río Sai arrastra­ban campos y casas desolándolo todo; in­cluso, moría mucha gente.
En esta ciudad vivía Yanei que era la­brador y su hija pequeña, llamada Ochiyo. La madre de Ochiyo había muerto en una inunda-ción; por eso Yanei y Ochiyo vivían solos.
Yanei, a pesar de ser muy pobre, era feliz junto a su hijita. Pero esa felicidad se acabó pronto...
En aquellos días también llovió mucho y Ochiyo enfermó gravemente. Como no te­nían dinero, el padre no podía llamar al médico y la enfermedad se fue apoderando de la niña hasta perder toda esperanza de recuperación.
Una noche, Yanei le dijo a Ochiyo:
-¡Ea!, come mucho hija mía, a ver si recuperas el ánimo.
Y le dio unas gachas de mijo. Sin em­bargo, la niña con una voz muy débil res­pondió:
-No me gustan las gachas de mijo, papá, quiero arroz cocido con judías.
El arroz con judías era lo mejor del mun­do para Ochiyo; este plato lo había comido sólo una vez, cuando su mamá aún vivía.
Pero este deseo de la pequeña era impo­sible para Yanei: en casa no había ni un solo grano de arroz ni una judía. Yanei pensó largo rato cómo conseguirlo y se dijo:
-El arroz y las judías están en el grane­ro del rey, allí debe haber montones y, para guisar un plato, con un puñado me bastaría.
Diciendo esto, se levantó y salió co­rriendo hacia el granero del rey.
En palacio todos dormían y por suerte el granero no estaba cerrado con llave.
Se introdujo a hurtadillas... El almacén estaba repleto de toda clase de comida y Yanei aunque sabía que era el último de­seo de Ochiyo comprendía también que no era una buena acción, por eso el corazón le latía con toda su fuerza...
-¡Ah!, aquí está lo que busco.
Por fin encontró el depósito del arroz y los sacos de las judías y cogió un poco de cada cosa, se lo guardó en las mangas del kimono y se apresuró a salir.
Al día siguiente, Ochiyo tuvo su arroz con judías, comió mucho y recobró el áni­mo, con lo que iba curándose poco a poco...
Pero en el palacio del rey alguien notó este pequeño robo y aunque era poco lo declaró a la policía para que buscase al ladrón.
Yanei seguía preocupado por Ochiyo porque aún estaba convale-ciente y antes de ir al campo le dijo:
-Ochiyo, quédate hoy en casa, mañana si estás mejor podrás salir a jugar.
-De acuerdo, papá.
Sin embargo, Ochiyo no pudo estarse quieta y salió a la calle para jugar con la pelota y haciéndola rebotar cantaba así:

«Qué rico, qué bueno
el arroz con judías.
El arroz con judías
qué rico que está».

Unos días después llovió mucho y el río Sai se desbordó causando mucho daño. La gente se reunió en casa del alcalde para tomar una decisión. De pronto, un hombre se levantó y dijo:
-No hay otra solución que hacer un pilar humano.
El pilar humano era una antigua cos­tumbre terrible, enterraban vivos a los cri­minales dentro del río para calmar la cóle­ra del dios de la lluvia.
Aquella misma noche, la policía fue en tropel a casa de Yanei.
-Yanei, tú robaste el arroz y las judías del granero del rey. No puedes negarlo, alguien oyó la canción de Ochiyo.
El día en que Yanei fue enterrado vivo en el río, su hija, desde casa, oía las cam­panadas tristes del templo vecino.
-¡Papá, papá!
Este angustioso grito sonó muchos, mu­chos días por todo el pueblo.
Durante aquel año, aunque llovió mu­cho, no hubo ninguna inundación ni tam­poco en los años sucesivos.
Un día de otoño, un cazador fue al bos­que para cazar. De pronto, un faisán cantó desde la maleza, le disparó y el ave cayó batiendo alas. El cazador se apresuró a recoger la pieza, pero en el lugar donde había caído estaba Ochiyo de pie, soste­niendo al faisán en brazos.
-¿Qué haces, Ochiyo?
La muchacha murmuró en voz baja: 
-¡Pobre faisán!, si no hubiera cantado, usted no le habría matado.
Y añadió:
-Si yo no hubiera cantado, ahora mi papá estaría vivo.
Ochiyo se internó en el bosque acari­ciando al faisán herido.
Seguramente, la niña recordaba a su papá y había reconocido su falta de obediencia. Después de esto, no la volvieron a ver.

0.040.3 anonimo (japon) - 028

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