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martes, 5 de noviembre de 2013

El gigante encantado

El devoto viajero o curioso turista que visite Montserrat no puede por menos de admirar en la cumbre de San Jerónimo una enorme y espectacular mole de piedra, a la cual llaman la roca del «Gigante encantado».
Sobre esta roca existe una leyenda que vamos a contar seguidamente.
Era en los albores de la civilización cuando los hombres sólo disponían de cañas v hachas de piedra para defenderse v arrancar a la naturaleza sus secretos. Pero aquellas gentes humildes divisaban a lo lejos una montaña en extremo incitante. Les causaba asombro la exuberante vegetación de sus valles, las perspectivas de los sembrados y las enormes fogatas. Pero aquel acceso les era vedado: un caudaloso río invadeable y escarpadas peñas impedían que la misteriosa montaña fuera hollada por planta humana.
Algunas veces, jóvenes animosos intentaban luchar contra todo lo que se oponía a sus proyectos.
-¡Levantemos pilares en el agua! Podremos formar un paso que nos permitirá franquear el río, y luego la montaña será nuestra -decía uno con voz enérgica.
-Tienes razón. En tal caso la montaña ya no será un misterio como es ahora -replicaba otro.
-Empecemos a trabajar ahora mismo -exclamó uno de los jóvenes que empezó a dar ejemplo con su propio trabajo.
Cinco días de agotadores esfuerzos necesitaron aquellos hombres para levantar los pilares, pero toda su actividad fue inútil.
Un día se desató un vendaval que empezó a destruir todos los pilares levantados a costa de ímprobos esfuerzos.
Pero lo que más aterrorizó a todos fue oír unas carcajadas que no parecían humanas.
-Han destruido los puentes.
-Tendremos que empezar de nuevo.
-¿Habéis oído?
-Sí, son risas que vienen de la montaña.

Pasaron los años y los habitantes del valle continuaban con sus miradas fijas, casi obsesivas, en la montaña, a pesar de cuanto se contaba de ella, con la idea de escalar sus elevados riscos.
Pasó mucho tiempo, mucho... Ahora los habitantes del valle ya no se cubrían con pieles, sino con túnicas de lienzo. Ya no poseían cañas ni hachas de piedra, sino que utilizaban aperos de labor y arrancaban de la tierra los metales.
Al igual que sus antepasados intentaron también escalar la montaña, pero como ellos fracasaron. En una noche desaparecieron sus útiles de trabajo y quedaron deshechas las obras practicadas. La misteriosa montaña seguía inaccesible para todos los humanos.
El culpable de todos estos fracasos era un gigante que de tiempo inmemorial residía en la solitaria y apacible cordillera y que no deseaba ser molestado en su cómodo retiro.
-No podréis conseguir vuestro deseo, míseros mortales. La montaña es mía y continuará siéndolo por los siglos de los siglos -solía decir cada vez que destruía las obras de la gente del valle.
Pero el extraordinario poder del gigante sólo surtía su efecto en el misterio de la noche. Pobre de él si la luz de la mañana le encontraba fuera de su albergue...
Llegó un día en que en el valle se estableció un pueblo muy avanzado en las artes, que lo mismo elaboraba elementos de guerra que útiles aperos de labranza. Se constituyó, pues, en aquella factoría un pequeño núcleo de población con grandes elementos de riqueza. Acrecentóse el interés por la montaña y todos se dispusieron a acumular los medios precisos para conquistarla.
Desde su retiro el gigante vislumbró tanta prosperidad que temió por su montaña. Tembló de coraje y se dispuso al ataque.
-Ahora sabréis quién soy yo. De todo este orgulloso pueblo no va a quedar piedra sobre piedra. Venceré como siempre he vencido -exclamó con voz altiva seguro de su fuerza.
Y el gigante empezó su labor destructora. Una terrible tempestad se abatió sobre el poblado y la sinfonía de las carcajadas del gigante helaba la sangre a toda la gente del valle. Era un espectáculo horrible aquella destrucción. El frenesí se apoderó del gigante por primera vez. Quería destruirlo todo, que no quedara nada en pie, y en ese empeño llegó a perder la serenidad. Su furor destructivo no le permitió controlar el tiempo. Se entretuvo demasiado esta vez y no advirtió que empezaba a clarear.
Entonces el gigante, agotado por el esfuerzo de una noche entera, exclamó con voz triste:
-Estoy cansado. No puedo más. No podré llegar a mi morada. Pronto va a salir el sol. Estoy perdido.
Y como justo castigo a su egoísmo de querer conservar la montaña para él solo, salió el primer rayo de sol que iluminó la cabeza del gigante.
-¡Oh! El sol ciega mi vista. Es más poderoso que yo; paraliza mis sentidos. ¿Por qué debo aceptar mi derrota? ¿Hasta cuándo?
Y entonces se oyó a lo lejos, como una respuesta, una atronadora voz que retumbó por aquellos cerros.
-¡Oh tú, enemigo del progreso! Permanecerás encantado hasta que el progreso te rescate.
El gigante quedó inmóvil. Montserrat contaba con una peña más: San Jerónimo.
Pasaron los años sin que para nada cambiara el solitario aspecto de aquellos cerros que jamás la planta humana había logrado pisar.
La humanidad seguía avanzando lentamente y al entrar en otro siglo la pétrea cabeza del gigante encantado tomó forma humana y entreabrió los labios para decir estas palabras:
-¡Señor! La humanidad ha progresado... ¿Llegué ya al término de la jornada?
-¡No! ¡No!
Y así pasaron cien años más. Estamos ya en el siglo ix. En la montaña de Montserrat se construyen castillos, baluartes defensivos de los cristianos; se arreglan senderos por los que transitan prelados y magnates y dos monasterios se elevan ufanos en aquellos desiertos.
El gigante encantado creía otra vez que había llegado la hora de su rescate definitivo.
-¡Señor, la humanidad ha progresado! ¿Llegué ya al término de la jornada?
Y como siempre, los ecos de las montañas repetian la misma desesperante respuesta negativa.
Los reyes visitaban Montserrat; los monasterios se transformaban en importantes conventos y numerosos peregrinos acudían a invocar a la Virgen.
-Ya tengo el progreso que me busca y me restituirá a la vida -musitaba el gigante.
Su pensamiento era vano y los años iban pasando. El gigante seguía con su tortura y con sus esperanzas. Pero en pleno siglo XX creyó por fin en su rescate. La concurrencia a la montaña era incesante. El inaccesible santuario resultaba ahora practicable por tierra y por aire. Sin embargo volvió a sufrir otra decepción que derrumbó sus ilusiones. En la cumbre de San Jerónimo continúa aún el gigante encantado esperando por los siglos de los siglos que un día el progreso le rescate.

Leyenda religiosa

Fuente: Roberto de Ausona


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