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martes, 5 de noviembre de 2013

El campeón de la inocencia

Ocurrió en los tiempos de berenguer III el Grande, conde de Barcelona, famoso por su nobleza de corazón y por su extraordinario valor.
Un día, en que se encontraba en su palacio de Barcelona, el mayordomo le advirtió de la presencia de un juglar, que solicitaba venia para hablar con él.
-¿De dónde viene este juglar? -preguntó el conde.
-De Alemania, señor.
-¡Hazle pasar!
Berenguer III quedó sorprendido al ver al juglar. No iba como todos los de su oficio con cascabeles y traje de colores, sino vestido de negro.
-¿Quién sois? -inquirió Ramón Berenguer.
-Soy un juglar de la emperatriz Matilde de Alemania, hija de los reyes de Inglaterra y esposa de Enrique V de Alemania...
-Pero un juglar va con otro atuendo -dijo Berenguer.
-Es verdad, señor. Este otro atuendo lo dejé en Alemania. Me lo quité el día en que mi señora fue calumniada vilmente. Ahora sólo uso esta ropa que es el símbolo de la tristeza y la desolación.
-Os escucho, juglar. Decidme qué queréis de mí.
-Mi señora la emperatriz conoce vuestra fama de caballero honrado y valiente. Han hecho creer al rey su esposo que ella ha cometido adulterio y ha sido condenada a la hoguera a no ser que se encuentre un paladín que luche por ella en Juicio de Dios y demuestre su inocencia.
-Conozco a la emperatriz y estoy seguro de su inocencia.
-Ella también os conoce y sabe que sois el único que puede defenderla -repuso el juglar.
-Pero ¿no hubo en Alemania un caballero dispuesto a luchar por ella? -preguntó el conde
-Sí, hubo varios, pero tuvieron que desistir. Los cortesanos que la acusaron gozan de mucha influencia en el reino. Nadie se atreve a enfrentarse con ellos.
-Pero el rey, ¿qué dice a todo eso? -insistió el conde.
-El rey está convencido de la culpabilidad de su esposa. Las pruebas en contra de ella le parecen irrefutables. Sólo un paladín que sostenga la inocencia de la condesa Matilde le hará cambiar de opinión.
-Esta visita vuestra ¿quién la conoce excepto la condesa Matilde?
-Nadie, señor. Es decir, que yo sepa.
-Os engañáis. Estos cortesanos, que han calumniado a la condesa y han eliminado tan astutamente a todo posible paladín, saben que habéis venido a verme. Si mi aceptación es de dominio público impedirán por cualquier medio que yo me presente.
-Tenéis razón. No había pensado en esto.
-Diréis a todos que yo he rechazado vuestra oferta. Hasta la condesa debe ignorar que yo acudiré a salvarla. En el día y en la hora indicados yo me presentaré como caballero sin nombre y salvaré a vuestra señora.
-Así lo haré, señor.
-Dadme vuestra palabra. Sólo así podré ayudar a la condesa.
-Os doy mi palabra, señor. Y gracias por todo...

Días después, Ramón Berenguer partió hacia Colonia acompañado de su amigo Bertrán de Rocabruna, ambos disfrazados de peregrinos con objeto de pasar inadvertidos. Berenguer necesitaba de su amigo para enfrentarse a los dos caballeros que habían calumniado a Matilde.
Tan pronto llegó a Colonia el juglar no ocultó a todos su falsa decepción. A quien quería oírle no se recataba en decir que el conde Berenguer había rechazado su condición de paladín por no estar convencido de la inocencia de la condesa. Esto dio una seguridad a los calumniadores que no se preocuparon más del asunto: la condesa sería quemada en la hoguera y ellos podrían gozar de los privilegios reales y de su influencia con el rey, amenazados por Matilde, que estaba dispuesta a desenmascarar sus fraudes y traiciones.
El juglar se entrevistó con Matilde en el calabozo días antes de la ejecucion.
-Confiad en Dios, señora. Aunque el conde de Barcelona no haya aceptado, siempre cabe la posibilidad en el último minuto que alguien se apiade de vos y luche para demostrar vuestra total inocencia.
-Conocía a Ramón Berenguer y creía que él no dudaría ni un momento -repuso Matilde con acento compungido.
El juglar estaba casi dispuesto a confesar la verdad a su señora, pero había prometido al conde no decir nada. Además ¿y si escuchaban lo que decía? Los traidores tenían espías en todas partes.
El juglar permaneció silencioso. Pero Matilde seguía insistiendo:
-¿Le contaste todo? ¿Le explicaste que la calumnia fue un ardid para eliminarme? ¿Le dijiste que soy inocente?
-Sí, mi señora. Le dije todo eso, pero él me contestó que no podía desplazarse a Colonia: que se lo impedían asuntos de estado.
Toda aquella conversación fue oída por el carcelero que no tardó en comunicársela a los dos cortesanos calumniadores. Éstos quedaron satis-fechos por completo y sólo esperaban el día de la ejecución para poder quedar tranquilos. La condesa Matilde ya no sería un estorbo para ellos.
Llegó por fin el día en que Matilde debía ser quemada en la hoguera. Una' gran muchedumbre llenaba la plaza. La leña estaba ya dispuesta de mucho antes, y el rey y los caballeros acudían para presenciar el acto.
Dos soldados llevaron a la reina al sitio del suplicio. La condesa se mantenía erguida, serena, sin pestañear. Estaba resignada a todo y sabía que Dios en el cielo estaba de su parte. Iba de luto, sin joyas, con el pelo suelto y con sandalias. En el momento de llegar se hizo un gran silencio en la plaza. Aunque se la consideraba culpable, y más al ver que nadie se presentaba a defenderla, en el fondo el pueblo había sentido siempre gran estima por ella. El rey, a pesar de todo, no ocultaba su contrariedad. Quizás hubiera querido que alguien se presentara como paladín de ella, pues él no podía hacerlo.
De pronto se oyó la voz del pregonero real.
-Va a darse cumplimiento a la sentencia contra la condesa Matilde, condenada a la hoguera por el tribunal de Colonia. Esta sentencia va a tener efecto dentro de unos momentos a no ser que un caballero salga en defensa de la acusada en juicio de Dios. Por tres veces haremos la intimación: ¿Hay algún caballero que desee luchar por Matilde?
Se hizo un silencio. Muchos de los presentes contenían la respiración. El mismo rey estaba intensamente pálido. Los dos cortesanos que estaban a su lado no podían ocultar su satisfacción.
-¿Hay algún caballero que desee luchar por Matilde? -repitió el pregonero real.
La condesa no oía nada. Rezaba con las manos juntas y los ojos mirando al cielo. ¿Esperaba algo? No, estaba resignada a morir y sólo pedía que Dios la acogiera en su seno.
El nerviosismo del juglar iba en aumento. Él sabía que el conde Ramón Berenguer cumpliría su palabra en el último minuto. Pero ¿no sería demasiado tarde? ¿Y si a pesar de todo no hubiera podido llegar por algún contratiempo imprevisto? Gotas de sudor perlaban la frente del juglar mientras miraban en todas direcciones esperando hallar el rostro del conde.
-¿Hay algún caballero que desee luchar por Matilde? -repitió el pregonero por última vez. El hombre hizo una pausa y luego agregó-: En este caso la sentencia contra Matilde queda...
-¡Un momento! -gritó alguien a cierta distancia del pregonero-. ¿Vos sois el que pedíais un paladín para esta mujer?
-En efecto -replicó el pregonero extrañado por el aspecto del desconocido que cubría su rostro con un antifaz y cuyas ropas eran más las de un pobre peregrino que las de un guerrero.
-Yo soy este paladín y estoy dispuesto a combatir en juicio de Dios contra los que la han calumniado.
El asombro y el estupor fue general en la concurrencia. El rey aunque sorprendido como todos no podía ocultar en sus ojos un rayo de esperanza. En cuanto a los dos viles calumniadores su actitud era más bien sospechosa: no podían ocultar su nerviosismo.
-¡Que declare su nombre y condición! -gritó uno de los dos cortesanos.
-¡Sólo podemos batirnos con un caballero! -gritó el otro. Puede ser un rufián o un escudero.
-No hay tal cosa, señores -declaró el rey Enrique. Este hombre, que tiene perfecto derecho según las leyes del juicio de Dios a permanecer en el incógnito hasta después de la lucha, jurará antes por su honor que es un digno caballero.
-Lo juro ante Dios y por mi honor -afirmó solemnemente el caballero paladín de Matilde.
El juglar había estado observando al intruso y en su corazón renació la esperanza. El conde Berenguer había cumplido su palabra.
El pregonero real habló entonces:
-De acuerdo con la ley queda en suspenso la sentencia contra Matilde. El combate tendrá lugar en el patio de armas dentro de una hora. Será a caballo y a espada.
-Como paladín de Matilde tengo derecho a una petición -exclamó el desconocido, que no era otro que el conde Ramón Berenguer.
-¿Cuál es esa petición? -preguntó el rey.
-De acuerdo con las leyes sólo puedo batirme con uno de los calumniadores, pero me acompaña otro caballero que está dispuesto a luchar contra el otro. La victoria será total o no será victoria. Si uno de nosotros dos es vencido, el que quede luchará contra los otros adversarios.
-Muy valiente sois caballero al hacer esta petición. Pero no podemos rechazarla. Estáis en vuestro derecho.

Una hora después empezó el doble combate en el patio de armas del castillo. Mientras tanto Matilde había sido trasladada otra vez a la prisión en espera del desenlace. La esperanza había vuelto a su corazón aunque ignoraba el nombre del paladín y de su compañero, que tan generosamente deseaban proclamar su inocencia.
Fue una lucha sin cuartel que se prolongó por espacio de casi una hora. Al final, Bertrán de Rocabruna pudo deshacerse de su adversario y Ramón Berenguer del suyo. Los calumniadores estaban tendidos en el suelo con dos heridas no muy graves.
En presencia del rey y de la corte los vencidos tuvieron que confesar su delito: las pruebas fueron amañadas y la condesa Matilde era inocente de lo que se le imputaba. No hace falta añadir que los culpables fueron condenados a muerte y decapitados pocos días después por orden del rey.
La condesa Matilde pudo abrazar a su esposo que le pidió perdón por haber dudado de ella.
-Obrasteis como rey, esposo mío. No podíais hacer diferencias entre vuestros súbditos.
-Yo confiaba sólo en Dios y esperaba que en el último minuto apareciese un paladín. Y ahora que caigo en la cuenta, ¿dónde están estos bravos caballeros que han salvado a mi esposa?
-Aquí están, señor -interrumpió el juglar. Están cerca de aquí y solicitan vuestra venia para despedirse.
-¿Para despedirse? Jamás daré tal autorización -exclamó el rey en tono festivo. ¡Que entren en seguida! Mi esposa y yo les aguardamos.
Ramón Berenguer y Bertrán de Rocabruna entraron en el aposento real donde fueron acogidos con grandes muestras de deferencias.
-Jamás podré pagaros lo que habéis hecho por mi honor y por el de mi esposa -declaró el rey.
-Es el caballero Ramón Berenguer, conde de Barcelona, y su amigo el caballero Bertrán de Rocabruna -explicó el juglar.
-Perdonad, condesa, que vuestro fiel servidor os mintiera respecto a mí. Teníamos que obrar con sorpresa. De otra forma no habríamos llegado a tiempo para el juicio de Dios.
-Tuve un presentimiento en el último minuto cuando el pregonero daba la última intimación. En aquel momento pensé en vos, en vuestra hidalguía, valor y nobleza, y me convencí que no era posible que os negarais a ayudarme.
-Ya veis que nunca pensé tal cosa, condesa -repuso el conde Berenguer con una sonrisa.
-Mi esposa y yo no os dejaremos marchar con tanta premura, Sois nuestros huéspedes -afirmó el rey.
-Asuntos de estado reclaman mi presencia, señor. Vos ya sabéis lo que es esto. En realidad más que reyes somos a veces esclavos del pueblo.
-Tenéis razón, conde. Pero en Alemania no os olvidaremos jamás -repuso el monarca.
Y en efecto, ni el pueblo ni la nobleza de Alemania olvidaron la hazaña sin par del conde Berenguer, campeón de la inocencia.
Años más tarde, en un viaje que realizaron los reyes alemanes Enrique y Matilde tuvieron ocasión de pasar por Barcelona, donde fueron agasajados por el conde Berenguer. Pero los reyes no vinieron con las manos vacías, pues trajeron un séquito especial de obsequios y valiosos regalos, entre ellos joyas de incalculable valor. También el conde de Barcelona correspondió a la visita y fue agasajado en el palacio de Colonia. Y aquella amistad entre ambos soberanos duró lo que sus vidas.

Leyenda historica

Fuente: Roberto de Ausona


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