Ocurrió en
los tiempos de berenguer III el Grande, conde de Barcelona, famoso por su
nobleza de corazón y por su extraordinario valor.
Un día, en
que se encontraba en su palacio de Barcelona, el mayordomo le advirtió de la
presencia de un juglar, que solicitaba venia para hablar con él.
-¿De dónde
viene este juglar? -preguntó el conde.
-De
Alemania, señor.
-¡Hazle
pasar!
Berenguer
III quedó sorprendido al ver al juglar. No iba como todos los de su oficio con
cascabeles y traje de colores, sino vestido de negro.
-¿Quién
sois? -inquirió Ramón Berenguer.
-Soy un
juglar de la emperatriz Matilde de Alemania, hija de los reyes de Inglaterra y
esposa de Enrique V de Alemania...
-Pero un
juglar va con otro atuendo -dijo Berenguer.
-Es verdad,
señor. Este otro atuendo lo dejé en Alemania. Me lo quité el día en que mi
señora fue calumniada vilmente. Ahora sólo uso esta ropa que es el símbolo de
la tristeza y la desolación.
-Os
escucho, juglar. Decidme qué queréis de mí.
-Mi señora
la emperatriz conoce vuestra fama de caballero honrado y valiente. Han hecho
creer al rey su esposo que ella ha cometido adulterio y ha sido condenada a la
hoguera a no ser que se encuentre un paladín que luche por ella en Juicio de
Dios y demuestre su inocencia.
-Conozco a
la emperatriz y estoy seguro de su inocencia.
-Ella
también os conoce y sabe que sois el único que puede defenderla -repuso el
juglar.
-Pero ¿no
hubo en Alemania un caballero dispuesto a luchar por ella? -preguntó el conde
-Sí, hubo
varios, pero tuvieron que desistir. Los cortesanos que la acusaron gozan de
mucha influencia en el reino. Nadie se atreve a enfrentarse con ellos.
-Pero el
rey, ¿qué dice a todo eso? -insistió el conde.
-El rey
está convencido de la culpabilidad de su esposa. Las pruebas en contra de ella
le parecen irrefutables. Sólo un paladín que sostenga la inocencia de la
condesa Matilde le hará cambiar de opinión.
-Esta
visita vuestra ¿quién la conoce excepto la condesa Matilde?
-Nadie,
señor. Es decir, que yo sepa.
-Os
engañáis. Estos cortesanos, que han calumniado a la condesa y han eliminado tan
astutamente a todo posible paladín, saben que habéis venido a verme. Si mi
aceptación es de dominio público impedirán por cualquier medio que yo me
presente.
-Tenéis
razón. No había pensado en esto.
-Diréis a
todos que yo he rechazado vuestra oferta. Hasta la condesa debe ignorar que yo
acudiré a salvarla. En el día y en la hora indicados yo me presentaré como
caballero sin nombre y salvaré a vuestra señora.
-Así lo
haré, señor.
-Dadme
vuestra palabra. Sólo así podré ayudar a la condesa.
-Os doy mi
palabra, señor. Y gracias por todo...
Días
después, Ramón Berenguer partió hacia Colonia acompañado de su amigo Bertrán de
Rocabruna, ambos disfrazados de peregrinos con objeto de pasar inadvertidos.
Berenguer necesitaba de su amigo para enfrentarse a los dos caballeros que
habían calumniado a Matilde.
Tan pronto
llegó a Colonia el juglar no ocultó a todos su falsa decepción. A quien quería
oírle no se recataba en decir que el conde Berenguer había rechazado su
condición de paladín por no estar convencido de la inocencia de la condesa.
Esto dio una seguridad a los calumniadores que no se preocuparon más del
asunto: la condesa sería quemada en la hoguera y ellos podrían gozar de los
privilegios reales y de su influencia con el rey, amenazados por Matilde, que
estaba dispuesta a desenmascarar sus fraudes y traiciones.
El juglar
se entrevistó con Matilde en el calabozo días antes de la ejecucion.
-Confiad en
Dios, señora. Aunque el conde de Barcelona no haya aceptado, siempre cabe la
posibilidad en el último minuto que alguien se apiade de vos y luche para
demostrar vuestra total inocencia.
-Conocía a
Ramón Berenguer y creía que él no dudaría ni un momento -repuso Matilde con
acento compungido.
El juglar
estaba casi dispuesto a confesar la verdad a su señora, pero había prometido al
conde no decir nada. Además ¿y si escuchaban lo que decía? Los traidores tenían
espías en todas partes.
El juglar
permaneció silencioso. Pero Matilde seguía insistiendo:
-¿Le
contaste todo? ¿Le explicaste que la calumnia fue un ardid para eliminarme? ¿Le
dijiste que soy inocente?
-Sí, mi
señora. Le dije todo eso, pero él me contestó que no podía desplazarse a
Colonia: que se lo impedían asuntos de estado.
Toda
aquella conversación fue oída por el carcelero que no tardó en comunicársela a
los dos cortesanos calumniadores. Éstos quedaron satis-fechos por completo y
sólo esperaban el día de la ejecución para poder quedar tranquilos. La condesa
Matilde ya no sería un estorbo para ellos.
Llegó por
fin el día en que Matilde debía ser quemada en la hoguera. Una' gran
muchedumbre llenaba la plaza. La leña estaba ya dispuesta de mucho antes, y el
rey y los caballeros acudían para presenciar el acto.
Dos
soldados llevaron a la reina al sitio del suplicio. La condesa se mantenía
erguida, serena, sin pestañear. Estaba resignada a todo y sabía que Dios en el
cielo estaba de su parte. Iba de luto, sin joyas, con el pelo suelto y con
sandalias. En el momento de llegar se hizo un gran silencio en la plaza. Aunque
se la consideraba culpable, y más al ver que nadie se presentaba a defenderla,
en el fondo el pueblo había sentido siempre gran estima por ella. El rey, a
pesar de todo, no ocultaba su contrariedad. Quizás hubiera querido que alguien
se presentara como paladín de ella, pues él no podía hacerlo.
De pronto
se oyó la voz del pregonero real.
-Va a darse
cumplimiento a la sentencia contra la condesa Matilde, condenada a la hoguera
por el tribunal de Colonia. Esta sentencia va a tener efecto dentro de unos
momentos a no ser que un caballero salga en defensa de la acusada en juicio de
Dios. Por tres veces haremos la intimación: ¿Hay algún caballero que desee
luchar por Matilde?
Se hizo un
silencio. Muchos de los presentes contenían la respiración. El mismo rey estaba
intensamente pálido. Los dos cortesanos que estaban a su lado no podían ocultar
su satisfacción.
-¿Hay algún
caballero que desee luchar por Matilde? -repitió el pregonero real.
La condesa
no oía nada. Rezaba con las manos juntas y los ojos mirando al cielo. ¿Esperaba
algo? No, estaba resignada a morir y sólo pedía que Dios la acogiera en su
seno.
El
nerviosismo del juglar iba en aumento. Él sabía que el conde Ramón Berenguer
cumpliría su palabra en el último minuto. Pero ¿no sería demasiado tarde? ¿Y si
a pesar de todo no hubiera podido llegar por algún contratiempo imprevisto?
Gotas de sudor perlaban la frente del juglar mientras miraban en todas
direcciones esperando hallar el rostro del conde.
-¿Hay algún
caballero que desee luchar por Matilde? -repitió el pregonero por última vez.
El hombre hizo una pausa y luego agregó-: En este caso la sentencia contra
Matilde queda...
-¡Un
momento! -gritó alguien a cierta distancia del pregonero-. ¿Vos sois el que
pedíais un paladín para esta mujer?
-En efecto
-replicó el pregonero extrañado por el aspecto del desconocido que cubría su
rostro con un antifaz y cuyas ropas eran más las de un pobre peregrino que las
de un guerrero.
-Yo soy
este paladín y estoy dispuesto a combatir en juicio de Dios contra los que la
han calumniado.
El asombro
y el estupor fue general en la concurrencia. El rey aunque sorprendido como
todos no podía ocultar en sus ojos un rayo de esperanza. En cuanto a los dos
viles calumniadores su actitud era más bien sospechosa: no podían ocultar su
nerviosismo.
-¡Que
declare su nombre y condición! -gritó uno de los dos cortesanos.
-¡Sólo
podemos batirnos con un caballero! -gritó el otro. Puede ser un rufián o un
escudero.
-No hay tal
cosa, señores -declaró el rey Enrique. Este hombre, que tiene perfecto derecho
según las leyes del juicio de Dios a permanecer en el incógnito hasta después
de la lucha, jurará antes por su honor que es un digno caballero.
-Lo juro
ante Dios y por mi honor -afirmó solemnemente el caballero paladín de Matilde.
El juglar
había estado observando al intruso y en su corazón renació la esperanza. El
conde Berenguer había cumplido su palabra.
El
pregonero real habló entonces:
-De acuerdo
con la ley queda en suspenso la sentencia contra Matilde. El combate tendrá
lugar en el patio de armas dentro de una hora. Será a caballo y a espada.
-Como
paladín de Matilde tengo derecho a una petición -exclamó el desconocido, que no
era otro que el conde Ramón Berenguer.
-¿Cuál es
esa petición? -preguntó el rey.
-De acuerdo
con las leyes sólo puedo batirme con uno de los calumniadores, pero me acompaña
otro caballero que está dispuesto a luchar contra el otro. La victoria será
total o no será victoria. Si uno de nosotros dos es vencido, el que quede
luchará contra los otros adversarios.
-Muy
valiente sois caballero al hacer esta petición. Pero no podemos rechazarla.
Estáis en vuestro derecho.
Una hora
después empezó el doble combate en el patio de armas del castillo. Mientras
tanto Matilde había sido trasladada otra vez a la prisión en espera del
desenlace. La esperanza había vuelto a su corazón aunque ignoraba el nombre del
paladín y de su compañero, que tan generosamente deseaban proclamar su
inocencia.
Fue una
lucha sin cuartel que se prolongó por espacio de casi una hora. Al final,
Bertrán de Rocabruna pudo deshacerse de su adversario y Ramón Berenguer del
suyo. Los calumniadores estaban tendidos en el suelo con dos heridas no muy
graves.
En
presencia del rey y de la corte los vencidos tuvieron que confesar su delito:
las pruebas fueron amañadas y la condesa Matilde era inocente de lo que se le
imputaba. No hace falta añadir que los culpables fueron condenados a muerte y
decapitados pocos días después por orden del rey.
La condesa
Matilde pudo abrazar a su esposo que le pidió perdón por haber dudado de ella.
-Obrasteis
como rey, esposo mío. No podíais hacer diferencias entre vuestros súbditos.
-Yo
confiaba sólo en Dios y esperaba que en el último minuto apareciese un paladín.
Y ahora que caigo en la cuenta, ¿dónde están estos bravos caballeros que han
salvado a mi esposa?
-Aquí
están, señor -interrumpió el juglar. Están cerca de aquí y solicitan vuestra
venia para despedirse.
-¿Para
despedirse? Jamás daré tal autorización -exclamó el rey en tono festivo. ¡Que
entren en seguida! Mi esposa y yo les aguardamos.
Ramón
Berenguer y Bertrán de Rocabruna entraron en el aposento real donde fueron
acogidos con grandes muestras de deferencias.
-Jamás
podré pagaros lo que habéis hecho por mi honor y por el de mi esposa -declaró
el rey.
-Es el
caballero Ramón Berenguer, conde de Barcelona, y su amigo el caballero Bertrán
de Rocabruna -explicó el juglar.
-Perdonad,
condesa, que vuestro fiel servidor os mintiera respecto a mí. Teníamos que
obrar con sorpresa. De otra forma no habríamos llegado a tiempo para el juicio
de Dios.
-Tuve un
presentimiento en el último minuto cuando el pregonero daba la última
intimación. En aquel momento pensé en vos, en vuestra hidalguía, valor y
nobleza, y me convencí que no era posible que os negarais a ayudarme.
-Ya veis
que nunca pensé tal cosa, condesa -repuso el conde Berenguer con una sonrisa.
-Mi esposa
y yo no os dejaremos marchar con tanta premura, Sois nuestros huéspedes -afirmó
el rey.
-Asuntos de
estado reclaman mi presencia, señor. Vos ya sabéis lo que es esto. En realidad
más que reyes somos a veces esclavos del pueblo.
-Tenéis
razón, conde. Pero en Alemania no os olvidaremos jamás -repuso el monarca.
Y en
efecto, ni el pueblo ni la nobleza de Alemania olvidaron la hazaña sin par del
conde Berenguer, campeón de la inocencia.
Años más
tarde, en un viaje que realizaron los reyes alemanes Enrique y Matilde tuvieron
ocasión de pasar por Barcelona, donde fueron agasajados por el conde Berenguer.
Pero los reyes no vinieron con las manos vacías, pues trajeron un séquito
especial de obsequios y valiosos regalos, entre ellos joyas de incalculable
valor. También el conde de Barcelona correspondió a la visita y fue agasajado
en el palacio de Colonia. Y aquella amistad entre ambos soberanos duró lo que sus
vidas.
Leyenda historica
Fuente: Roberto de Ausona
0.003.3 anonimo (españa) - 024
No hay comentarios:
Publicar un comentario