Mérida fue en la España romana una de las ciudades más prósperas e
importantes. Con Augusto comenzó su grandeza, y cuando llegó el siglo III tenía
teatros, templos, acueductos, circo, anfiteatro, baños, puentes... y hasta
pantanos, como el de Cornalvo y Proserpina.
Por ello, para bien o para mal, siguió la misma suerte
que las grandes ciudades de la romanía. En ella se dejó sentir la virulenta
persecución de Diocleciano. Era la última, pero la más trágica convulsión del
paganismo, que agonizaría muy pocos años después con la paz constantiniana.
Pero antes, en el cielo extremeño tenían que aparecer algunas estrellas más
para iluminar los sueños de las generaciones posteriores.
Era el 10 de diciembre del año 304. Una muchacha,
mejor una niña, de doce años, llegaba a Mérida escapada de la granja campestre
donde la habían recluido sus padres para oponerse a un destino que parecía
fatal.
La hermosura de su talle, los cabellos ondulados por
el aire de la mañana, el rostro encendido por un frío casi invernal, le dan
apariencia de ángel.
Va buscando el tribunal, y cuando lo encuentra se enfrenta
decidida al pretor, desafía su autoridad e increpa su actitud para con los
cristianos.
-"Calpurniano -dice, soy cristiana. Tú eres enemigo
de Dios. Persigues a los cristianos y maltratas a sus vírgenes. Pero aquí estoy
yo para humillar tu altanería y confundir tu crueldad. Prueba y verás que
conmigo nada puedes".
Calpurniano, el pretor, queda confundido. No esperaba
la inoportunidad de la visita ni el atrevimiento desconcertante de aquellas
palabras.
-"Anda, niña, vuelve a casa. Considera tu
juventud. Mírate a ti misma. Compadécete de ti. Ofrece un poquito de incienso
para que puedas vivir. Nosotros te perdonamos todo lo que hemos oído".
El rostro de la niña, al excitarse, se hermosea cada
vez más. Parece cobrar dimensiones sobrehumanas.
Un rubor tinta aquella carita de nardo, mas en sus
ojos hay un fulgor extraño y sus labios tan pequeños se pliegan con una fuerza
asombrosa.
El presidente no puede más. Se siente impotente.
La escena que se siguió fue profundamente desagradable
o divinamente hermosa, según el ángulo diverso de observación. La niña Eulalia
se convirtió en una pequeña fierecilla, ha escupido al juez, ha tirado de un
golpe el brasero ante el ídolo. Después la han cogido y ha empezado a cantar,
porque la hieren.
Calpurniano, llevado de un furor diabólico, ordena:
-"Encended unas candelas y aplicádselas a las
rodillas. Desgarrad sus vestidos y destrozad sus pechos. Haced lo que sea,
pero que una niña no se pueda reír de nosotros".
Un poco más tarde, mientras el presidente pasea nervioso
a las puertas del pretorio, puede contemplar tostada al fuego y sangrando todo
el pecho el espectáculo bochornoso de verse increpado desde el suplicio:
-"Mi cuerpo está abrasado y me encuentro fuerte.
Manda que pongan sal para que pueda ser condimentada sabrosamente en
Cristo"...
Al oír estas palabras y otras similares, alternando
con cantos de júbilo victorioso, no puede menos de exclamar:
-"Creo que somos vencidos. Esta virgen continúa
en su obstina-ción. A fin de que no pueda ufanarse, sacadla. Buscad un bufón.
Desnudadla en público antes de que perezca, para que sea ridiculizada su
virginidad inútil".
Eulalia es arrastrada por las calles.
Los emeritenses no pueden reprimir sus gritos horrorizados.
¿Qué puede haber hecho esa niña para merecer tan cruel
castigo?
Y, lentamente, se forma un cortejo de curiosos acompañantes
compasivos, que se convierte en gentío cuando llegan al lugar del suplicio.
Es esta, precisamente, la causa para que la cólera del
presidente sea mayor y su venganza más infame.
El poeta Prudencio se siente acongojado cuando hace el
recuento de sus martirios todavía en el siglo IV:
"Azotes, aceite hirviendo, plomo derretido, sal
en las heridas, fuego en las rodillas, horno encendido, corte de cabello, paseo
por las calles exhibiendo su desnudez y, finalmente, crucifixión".
Pero Dios quiere también salir a escena. Siempre ha
dicho algo en favor de los suyos. Las palabras de Dios se mezclan muchas veces
con los signos de la naturaleza.
Son los últimos momentos de la mártir.
Ya no es una niña que atrae por la hermosura de su
cuerpo. Es un ascua humeante sujeta a un madero con clavos. Lentamente se
cierran los labios que cantaban al Divino Esposo. Huele a carne quemada y a
cruz de verdugos.
¡La que fuera antes blanca carne, quemada ahora, es
manjar de dioses! Mientras, la tarde se está volviendo gris, oscura, amoratada,
como de carne y fuego.
Cuando los soldados dejan sobre las brasas el cadáver
de Eulalia, el cielo se abre y cae sobre Mérida una copiosa nevada.
Dios, el Dios de los cristianos, viste de blanco a su
mártir. Es la mortaja que le niegan los hombres. Allí, en el pretorio, sobre el
tapiz de la nieve pura se destaca piadoso el cuerpo de la santa, canonizado
por una señal del cielo.
Es más de mediodía.
Los guardias, insensibles e insensatos, quieren marchar
a sus casas. Pero allá a lo lejos, por la Calzada de la Plata , se oyen otra vez sus gritos. Son también
gritos de mujer y de niña. Nieva. Nieva copiosamente. El gentío se vuelve a
estremecer: los soldados traen otra joven, también bella y también hermosa.
Es Julia, la amiga de Eulalia.
Increpa a los soldados lo que han hecho con su amiga.
Ahora. es arrastrada violentamente por la chusma de
legionarios a sueldo. Pero estos hombres curtidos por la guerra y las batallas,
al entrar en contacto con la muchedumbre apiñada, también tiemblan.
Tiemblan porque "sangre de niños, aurora de
Dios". Temen.
Teme, sobre todo Calpurniano, cuando profetiza solemnemente:
-"Esto se acaba".
Pasará un año no más. A Mérida llegaron las noticias
de la abdicación del viejo Diocleciano.
Unos años más y en las plazas de Mérida se comenta el
edicto del César Galerio, terminando la persecución.
El 27 de octubre del año 312 Constantino ha vencido en
el puente Milvio.
El primer templo en forma de ara lo describía Prudencio
con estas palabras:
"Aquí, donde el mármol pulido ilumina los grandes
atrios con resplandores exóticos, están depositadas en tierra santa las
reliquias y las cenizas sagradas de la mártir...
Virgencitas y donceles, traed estos trenzados regalos
y yo en medio de vuestro círculo, aportaré con pie dactílico, una guirnalda
entretejida, humilde, lacia, pero festiva ciertamente.
Así conviene adorar sus huesos, sobre los que se ha levantado
un ara.
Ella, acurrucada a los pies de Dios, atiende nuestros
votos y, propia por nuestros cánticos, favorece a sus
pueblos".
Más cerca, en nuestro tiempo, García Lorca le dedica
uno de sus más bellos poemas:
"Nieve
ondulada reposa
Olalla
pende del árbol.
Su desnudo
de carbón
tizna los
aires helados.
Noche
tirante reluce.
Olalla
muerta en el árbol.
Tinteros de
las ciudades
vuelcan la
tinta despacio.
Negros
maniquíes de sastre
cubren la
nieve del campo,
en largas
filas que gimen
en silencio
mutilado.
Nieve
partida comienza.
Olalla
blanca en el árbol.
Escuadras
de níquel juntan
los picos
en su costado
* * *
Una Custodia
reluce
sobre los
cielos quemados,
entre gargantas de arroyo
y
ruiseñores en ramos.
¡Saltad
vidrios de colores!
Olalla
blanca en lo blanco.
Angeles y
serafines
dicen:
Santo, Santo, Santo".
García
Lorca "Obras de García Lorca"
FUENTES:
-José María
de Llanos, "Desfile de Santos".
-Víctor
Chamorro, "Historia de Extremadura. I".
-García
Lorca, "Tres romances históricos".
Fuente: Jose Sendin Blazquez
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anonimo eulalia de merida-extremadura
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