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martes, 5 de noviembre de 2013

Dios la puso una mortaja blanca

Mérida fue en la España romana una de las ciudades más prósperas e importantes. Con Augusto comenzó su grandeza, y cuando llegó el siglo III tenía teatros, tem­plos, acueductos, circo, anfiteatro, baños, puentes... y hasta pantanos, como el de Cornalvo y Proserpina.
Por ello, para bien o para mal, siguió la misma suerte que las grandes ciudades de la romanía. En ella se dejó sentir la virulenta persecución de Diocleciano. Era la úl­tima, pero la más trágica convulsión del paganismo, que agonizaría muy pocos años después con la paz constan­tiniana. Pero antes, en el cielo extremeño tenían que aparecer algunas estrellas más para iluminar los sueños de las generaciones posteriores.
Era el 10 de diciembre del año 304. Una muchacha, mejor una niña, de doce años, llegaba a Mérida escapa­da de la granja campestre donde la habían recluido sus padres para oponerse a un destino que parecía fatal.
La hermosura de su talle, los cabellos ondulados por el aire de la mañana, el rostro encendido por un frío casi invernal, le dan apariencia de ángel.
Va buscando el tribunal, y cuando lo encuentra se en­frenta decidida al pretor, desafía su autoridad e increpa su actitud para con los cristianos.
-"Calpurniano -dice, soy cristiana. Tú eres enemi­go de Dios. Persigues a los cristianos y maltratas a sus vírgenes. Pero aquí estoy yo para humillar tu altanería y confundir tu crueldad. Prueba y verás que conmigo na­da puedes".
Calpurniano, el pretor, queda confundido. No espe­raba la inoportunidad de la visita ni el atrevimiento des­concertante de aquellas palabras.
-"Anda, niña, vuelve a casa. Considera tu juventud. Mírate a ti misma. Compadécete de ti. Ofrece un poqui­to de incienso para que puedas vivir. Nosotros te perdo­namos todo lo que hemos oído".
El rostro de la niña, al excitarse, se hermosea cada vez más. Parece cobrar dimensiones sobrehumanas.
Un rubor tinta aquella carita de nardo, mas en sus ojos hay un fulgor extraño y sus labios tan pequeños se plie­gan con una fuerza asombrosa.
El presidente no puede más. Se siente impotente.
La escena que se siguió fue profundamente desagra­dable o divinamente hermosa, según el ángulo diverso de observación. La niña Eulalia se convirtió en una pe­queña fierecilla, ha escupido al juez, ha tirado de un gol­pe el brasero ante el ídolo. Después la han cogido y ha empezado a cantar, porque la hieren.
Calpurniano, llevado de un furor diabólico, ordena:
-"Encended unas candelas y aplicádselas a las rodi­llas. Desgarrad sus vestidos y destrozad sus pechos. Ha­ced lo que sea, pero que una niña no se pueda reír de no­sotros".
Un poco más tarde, mientras el presidente pasea ner­vioso a las puertas del pretorio, puede contemplar tosta­da al fuego y sangrando todo el pecho el espectáculo bo­chornoso de verse increpado desde el suplicio:
-"Mi cuerpo está abrasado y me encuentro fuerte. Manda que pongan sal para que pueda ser condimenta­da sabrosamente en Cristo"...
Al oír estas palabras y otras similares, alternando con cantos de júbilo victorioso, no puede menos de excla­mar:
-"Creo que somos vencidos. Esta virgen continúa en su obstina-ción. A fin de que no pueda ufanarse, sacadla. Buscad un bufón. Desnudadla en público antes de que perezca, para que sea ridiculizada su virginidad inútil".
Eulalia es arrastrada por las calles.
Los emeritenses no pueden reprimir sus gritos horro­rizados.
¿Qué puede haber hecho esa niña para merecer tan cruel castigo?
Y, lentamente, se forma un cortejo de curiosos acom­pañantes compasivos, que se convierte en gentío cuan­do llegan al lugar del suplicio.
Es esta, precisamente, la causa para que la cólera del presidente sea mayor y su venganza más infame.
El poeta Prudencio se siente acongojado cuando hace el recuento de sus martirios todavía en el siglo IV:
"Azotes, aceite hirviendo, plomo derretido, sal en las heridas, fuego en las rodillas, horno encendido, corte de cabello, paseo por las calles exhibiendo su desnudez y, finalmente, crucifixión".
Pero Dios quiere también salir a escena. Siempre ha dicho algo en favor de los suyos. Las palabras de Dios se mezclan muchas veces con los signos de la na­turaleza.
Son los últimos momentos de la mártir.
Ya no es una niña que atrae por la hermosura de su cuerpo. Es un ascua humeante sujeta a un madero con clavos. Lentamente se cierran los labios que cantaban al Divino Esposo. Huele a carne quemada y a cruz de ver­dugos.
¡La que fuera antes blanca carne, quemada ahora, es manjar de dioses! Mientras, la tarde se está volviendo gris, oscura, amoratada, como de carne y fuego.
Cuando los soldados dejan sobre las brasas el cadáver de Eulalia, el cielo se abre y cae sobre Mérida una copio­sa nevada.
Dios, el Dios de los cristianos, viste de blanco a su mártir. Es la mortaja que le niegan los hombres. Allí, en el pretorio, sobre el tapiz de la nieve pura se destaca pia­doso el cuerpo de la santa, canonizado por una señal del cielo.
Es más de mediodía.
Los guardias, insensibles e insensatos, quieren mar­char a sus casas. Pero allá a lo lejos, por la Calzada de la Plata, se oyen otra vez sus gritos. Son también gritos de mujer y de niña. Nieva. Nieva copiosamente. El gentío se vuelve a estremecer: los soldados traen otra joven, también bella y también hermosa.
Es Julia, la amiga de Eulalia.
Increpa a los soldados lo que han hecho con su amiga.
Ahora. es arrastrada violentamente por la chusma de legionarios a sueldo. Pero estos hombres curtidos por la guerra y las batallas, al entrar en contacto con la muche­dumbre apiñada, también tiemblan.
Tiemblan porque "sangre de niños, aurora de Dios". Temen.
Teme, sobre todo Calpurniano, cuando profetiza so­lemnemente:
-"Esto se acaba".
Pasará un año no más. A Mérida llegaron las noticias de la abdicación del viejo Diocleciano.
Unos años más y en las plazas de Mérida se comenta el edicto del César Galerio, terminando la persecución.
El 27 de octubre del año 312 Constantino ha vencido en el puente Milvio.
El primer templo en forma de ara lo describía Pru­dencio con estas palabras:
"Aquí, donde el mármol pulido ilumina los grandes atrios con resplandores exóticos, están depositadas en tierra santa las reliquias y las cenizas sagradas de la mártir...
Virgencitas y donceles, traed estos trenzados regalos y yo en medio de vuestro círculo, aportaré con pie dac­tílico, una guirnalda entretejida, humilde, lacia, pero festiva ciertamente.
Así conviene adorar sus huesos, sobre los que se ha le­vantado un ara.
Ella, acurrucada a los pies de Dios, atiende nuestros
votos y, propia por nuestros cánticos, favorece a sus pue­blos".
Más cerca, en nuestro tiempo, García Lorca le dedica uno de sus más bellos poemas:

"Nieve ondulada reposa
Olalla pende del árbol.
Su desnudo de carbón
tizna los aires helados.
Noche tirante reluce.
Olalla muerta en el árbol.
Tinteros de las ciudades
vuelcan la tinta despacio.
Negros maniquíes de sastre
cubren la nieve del campo,
en largas filas que gimen
en silencio mutilado.
Nieve partida comienza.
Olalla blanca en el árbol.
Escuadras de níquel juntan
los picos en su costado
         
            * * * 
Una Custodia reluce
sobre los cielos quemados,
 entre gargantas de arroyo
y ruiseñores en ramos.
¡Saltad vidrios de colores!
Olalla blanca en lo blanco.
Angeles y serafines
dicen: Santo, Santo, Santo".

García Lorca "Obras de García Lorca"


FUENTES:
-José María de Llanos, "Desfile de Santos".
-Víctor Chamorro, "Historia de Extremadura. I".
-García Lorca, "Tres romances históricos".

Fuente: Jose Sendin Blazquez

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