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martes, 5 de noviembre de 2013

Los dos hermanos

Cuenta la leyenda que en los límites entre la provincia de León y la de Oviedo, entre los pueblos de Telledo y Riospaso, puede verse una roca de color pardusco y sombrío que destaca de las otras piedras calizas que la rodean. Pero lo más sorprendente es que junto a esa roca hay otra del mismo color negro que tiene la apariencia de una gigantesca figura humana petrificada.
La leyenda ha pasado de padres a hijos en el transcurso de varias generaciones. Más o menos es la siguiente:
En una de aquellas pequeñas aldeas vivía una mujer viuda, muy pobre, con dos hijos. Como ella no podía mantener a sus hijos decidió enviarlos a otra aldea cercana, donde un pastor se había ofrecido a darles trabajo sin más sueldo que la comida diaria.
El mayor de los hermanos se llamaba Bernardo, tenía quince años pero aparentaba más debido a su corpulencia. Sus ojos eran duros y penetrantes y su personalidad, egoísta y salvaje. No gozaba de muchas simpatías.
El hermano menor, Antonio, de trece años, era el reverso de la medalla. Dulce, delicado, ojos claros y sonrisa triste. Expresaba bondad y abnegación.
Ambos hermanos se despidieron de su madre y partieron hacia su nuevo destino. Antonio, a pesar de ser el menor, llevaba el zurrón repleto de comida que su madre había preparado. Bernardo caminaba libre y seguro dejando que su hermano llevara todo el camino la pesada carga.
Cuando partieron de la aldea la tarde era clara, pero al cabo de una hora de andar una niebla oscura iba ensombreciendo el cielo.
Los dos hermanos no habían roto aún el silencio. De pronto, Antonio preguntó tímidamente:
-Tengo miedo, Bernardo. ¿Crees que llegaremos a la ermita?
-¡Y yo qué sé! -replicó Bernardo con acento desabrido.
-Llevamos mucho andando y empiezo a estar cansado.
-Eres un cobarde. Puedes quedarte sentado si lo prefieres que yo seguiré adelante. ¿Y por qué quieres llegar a la ermita?
-Es que llevo en el zurrón una vela de cera que me dio madre para ponérsela a la Virgen con objeto de que nos ayude en todo momento.
Bernardo se echó a reír en son de burla al escuchar a su hermano.
-No te rías, hermano -se atrevió a decir Antonio. No creo que mis palabras puedan molestarte. Ya sabes que te quiero mucho.
-Deja de hablar de bobadas y de monsergas -clamó bruscamente Bernardo. No quiero saber nada de ternezas ni de ermitas. Yo pienso en cosas más importantes.
-Sí, Bernardo. Lo que tú quieras. No deseo que te enfades.
-Mira el cielo -indicó Bernardo; las nubes están aborregadas y eso quiere decir que pronto tendremos tormenta. No podemos descansar ni un minuto. ¡Vamos, date prisa! Nos refugiaremos en aquella cueva que hay debajo de aquella roca.
-¿No sería mejor, Bernardo, apresurar el paso y llegar hasta la ermita? Allí estaríamos más seguros que en esta cueva...
-¡Vaya con la dichosa ermita! No piensas en nada más...
-¡No te enfades, Bernardo! Ya sé que no te gustan esas cosas... No eres amigo de la Virgen, ¿verdad?
-¡Vamos! ¡De prisa! No quiero oír más sandeces.
-Está bien, haré lo que tú dices. ¡Vamos a la cueva!
Antonio procuró seguir a su hermano, pero éste, al no llevar impedimenta, avanzaba tan rápidamente que dejaba muy atrás al pobre Antonio. Éste suplicó:
-Espera, hermano. No corras tan de prisa. El zurrón pesa mucho y no puedo seguir tu paso. Si sigues así pronto te perderé de vista.
-Si te quedas atrás la culpa será sólo tuya. Perdiste el tiempo miserable-mente despidiéndote de madre como si nunca la fueras a ver. Y ahora la tormenta se nos echa encima.
-¡Pobre madre! ¡Me daba tanta pena! Ella está sola y nos echará mucho de menos.
-Eres demasiado sensible. Nunca harás nada en este mundo. En fin, ve de prisa y deja de hablar tanto...
Al poco rato de andar los dos hermanos oyeron el murmullo de una cascada que caía desde unos veinte pies de altura. Se internaron por una estrecha senda y llegaron a la orilla del río.
El viento silbaba entre la espesura y los abedules se agitaban violenta-mente bajo su impulso. El cielo se había oscurecido total-mente y la tormenta estaba a punto de estallar.
Finalmente, Bernardo y Antonio pudieron entrar en la cueva para guarecerse. Poco después estallaba la tormenta. La fuerza del viento había crecido y los árboles parecían lamentarse con aullidos; el agua de la cascada rebramaba como una fiera hambrienta y hasta las rocas parecían querer desgajarse bajo los rayos abrasadores.
Impresionado por aquel espectáculo, Antonio se arrodilló, sacó del zurrón una pequeña imagen de la Virgen, la colocó ante sí y arrodillándose empezó a rezar invocando la ayuda del cielo.
-¡Virgen del cielo, Señor y Dios mío! ¡Ayúdanos en estas circuns-tancias! ¡No nos dejes de tu mano! Padrenuestro que estás en los cielos...
-¡Vamos, déjate de rezos y de monsergas! -gritó Bernardo.
-¡Dios mío! ¡No nos dejes de tu mano! ¡Madre de Dios, sálvanos!
Bernardo no podía contener su indignación al ver a su hermano arrodillado y rezando. Al ver que seguía sin hacer caso de sus palabras acabó por decirle:
-¡Levántate ya y vamos a comer! El camino ha sido largo y tengo hambre. Ahora es el momento de hacerlo. Cuando termine la tormenta ya no podremos detenernos más. No queda mucho antes de llegar al pueblo.
Antonio obedeció a su hermano como hacía siempre. Le entregó el zurrón que contenía la comida y esperó que Bernardo repartiera las provisiones. Éste lo hizo en seguida pero dando a su hermano la peor parte.
En el momento en que Antonio iba a empezar su pobre comida un ruido en la entrada de la cueva le hizo levantar los ojos. Vio a una mujer con un niño pequeñín, de unos tres años, mal trajeado y con aspecto muy pobre, avanzar hacia el interior de la cueva donde ellos estaban.
-Un poco de pan para este niño, por amor de Dios -suplicó la mujer.
Bernardo hizo un gesto de desprecio y siguió comiendo, pero Antonio, que tenía la ración intacta, se la entregó entera a la pobre mujer. Al oír a la mendiga, Antonio se había sentido conmovido. Recordaba que también su madre había mendigado pan para ellos cuando eran chiquitines. Pero aún le pareció insuficiente haber dado toda su comida y desprendiéndose del pobre abrigo que llevaba envolvió con él el aterido cuerpo del niño.
El pequeñín le miraba fijamente con sus ojos hermosos y la madre le sonrió con expresión de gratitud.
-¡La Virgen recompensará tu bondad, hijo mío! -le dijo la mujer.
Bernardo que había ya terminado de comer se atrevió a decir entonces:
-¡Sí, sí, la Virgen recompensará tu bondad! ¿Y quién te quitará el hambre durante el camino?
A estas palabras Antonio no contestó. Miró con tristeza a su hermano y luego observó a la mujer. Ésta se alejó llevando de la mano al niño.
Bernardo se acercó a la boca de la cueva y comprobó que la tormenta iba cediendo. El sol brillaba por entre las últimas nubes; el horizonte se aclaraba por momentos y algunos pájaros empezaban a posarse alegremente sobre las copas de los árboles. Pero Bernardo no se fijaba en esto; un ruido extraño atraía toda su atención. Quiso salir de la cueva, pero retrocedió en seguida. En su rostro la ironía y el orgullo habían dejado paso al espanto. Lo que Bernardo veía era para impresionar al más impávido: la lluvia había hecho que las aguas del río se salieran de madre y se desbordaran. De forma implacable avanzaban por momentos y pronto llegarían a la entrada de la cueva.
La mujer y el niño habían vuelto a entrar en la cueva y unidos a Antonio oraban fervorosamente.
Las aguas empezaron a entrar en la cueva y mojaron los pies de los tres orantes, pero allí se detuvieron como si temieran estropear la armonía de aquel grupo familiar.
Bernardo, aterrorizado, se despojó de las ropas y se lanzó sobre las ondas. Al cabo de un rato de nadar consiguió llegar a una gran roca y asirse a ella con todas sus fuerzas.
Antonio llamó a su hermano con grandes voces:
-¡Bernardo! ¡Bernardo! ¡Por nuestra madre! ¡Vuelve aquí y ayuda a este niño y a su madre! ¡Ven! No te pido ayuda para mí... ¡No te alejes, Bernardo! ¡Yo no puedo hacerlo, no sé nadar!
Pero Bernardo no escuchaba las palabras de su hermano. Seguía trepando por la roca...
-Mi hermano no es malo -decía Antonio a la madre y al niño, intentando disculparle. No me ha oído. El miedo le impulsa a obrar así -añadía el muchacho que no podía dejar de querer a Bernardo aunque le viera llegar a tales extremos de crueldad y egoísmo.
El agua continuaba subiendo de modo alarmante. Antonio comprendió que había llegado su última hora y empezó a rezar. La madre sostenía en alto al niño para evitar que el agua le cubriera. Pero de pronto Antonio vio algo que le emocionó grandemente: la madre y el niño se habían transfigurado. Ya no tenían aquellos rostros macilentos a causa del "hambre y las privaciones; ahora se hallaban radiantes y en sus frentes habían aparecido hermosas aureolas brillantes que iluminaban con luz divina el interior de la cueva.

Al observar aquellos rostros Antonio recordaba las imágenes que se veneraban en la ermita de Flor de Acebos. Hubiera querido decir algo, pero en vano las palabras pugnaban por salir de su boca.
Ya no se oía el ruido de las aguas que habían ido bajando hasta que la cueva quedó seca totalmente.
-¡Vamos, Antonio, síguenos! -dijo la Señora.
El muchacho obedeció. El valle entero había vuelto a cobrar la fisonomía habitual. Por un momento parecía que todo aquello hubiera sido un mal sueño. Pero su hermano no estaba allí. No, no era un sueño. Antonio volvió los ojos hacia donde le había visto por última vez y le descubrió allí, asido a la gigantesca roca por la que había comenzado a trepar. Sus manos y sus pies parecían clavados en ella y le era imposible desasirse.
Bernardo pugnaba vanamente por desprenderse de la roca, pero cuantos más esfuerzos hacía más se aferraban sus carnes a ella.
Antonio quiso acudir en su ayuda, pero la Virgen y el Niño Jesús le hicieron ver que era un castigo por su dureza de corazón y que aún podría lograr el perdón de Dios si se arrepentía sinceramente de sus pecados.
-¡Antonio! ¡Sálvame! ¡Socorro! Siento como si mi cuerpo se petrificara. ¡No me abandones, hermano!
-¡Implora a la Virgen, Bernardo! ¡Ruega a Dios! -le decía con lágrimas en los ojos el pobre Antonio, aterrorizado al ver el sufrimiento de su hermano.
Pero el desgraciado seguía obstinado en su egoísmo e irreligiosidad[1]. Sólo pensaba en salvarse, pero no se acordaba de Dios para nada. Y allí seguía aferrado el infeliz sin que Antonio pudiera hacer nada por él. Se condenó irremisiblemente habiendo tenido la salvación en sus manos. Esto es lo que sucede a todos los que se burlan de las cosas santas y llegan al fin de sus días sin haber implorado el perdón del Señor.
Antonio, por su parte, por haber sido bueno, recibió su recompensa. Salvó su vida y regresó a su casa donde su madre le acogió con lágrimas en los ojos y más al enterarse del triste fin de su otro hijo.
Esta leyenda ha tenido muchas versiones. Unos aseguran que la madre y hijo eran la Virgen y el Niño Jesús.           
Hay quien dice que el hermano de Antonio subió a la roca al salir de la cueva y se cayó desde gran altura. Pero otros afirman que la roca es el cuerpo petrieficado de Bernardo.

Leyenda religiosa

Fuente: Roberto de Ausona

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[1]La idea del castigo y del premio por las malas y buenas acciones abunda en el acervo legendario de todos los países. Por ello hemos incluido esta leyenda que capta plenamente la cara y la cruz de la conducta humana.

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