Cuenta la
leyenda que en los límites entre la provincia de León y la de Oviedo, entre los
pueblos de Telledo y Riospaso, puede verse una roca de color pardusco y sombrío
que destaca de las otras piedras calizas que la rodean. Pero lo más
sorprendente es que junto a esa roca hay otra del mismo color negro que tiene
la apariencia de una gigantesca figura humana petrificada.
La leyenda
ha pasado de padres a hijos en el transcurso de varias generaciones. Más o
menos es la siguiente:
En una de
aquellas pequeñas aldeas vivía una mujer viuda, muy pobre, con dos hijos. Como
ella no podía mantener a sus hijos decidió enviarlos a otra aldea cercana,
donde un pastor se había ofrecido a darles trabajo sin más sueldo que la comida
diaria.
El mayor de
los hermanos se llamaba Bernardo, tenía quince años pero aparentaba más debido
a su corpulencia. Sus ojos eran duros y penetrantes y su personalidad, egoísta
y salvaje. No gozaba de muchas simpatías.
El hermano
menor, Antonio, de trece años, era el reverso de la medalla. Dulce, delicado,
ojos claros y sonrisa triste. Expresaba bondad y abnegación.
Ambos
hermanos se despidieron de su madre y partieron hacia su nuevo destino.
Antonio, a pesar de ser el menor, llevaba el zurrón repleto de comida que su
madre había preparado. Bernardo caminaba libre y seguro dejando que su hermano
llevara todo el camino la pesada carga.
Cuando
partieron de la aldea la tarde era clara, pero al cabo de una hora de andar una
niebla oscura iba ensombreciendo el cielo.
Los dos
hermanos no habían roto aún el silencio. De pronto, Antonio preguntó
tímidamente:
-Tengo
miedo, Bernardo. ¿Crees que llegaremos a la ermita?
-¡Y yo qué
sé! -replicó Bernardo con acento desabrido.
-Llevamos
mucho andando y empiezo a estar cansado.
-Eres un
cobarde. Puedes quedarte sentado si lo prefieres que yo seguiré adelante. ¿Y
por qué quieres llegar a la ermita?
-Es que
llevo en el zurrón una vela de cera que me dio madre para ponérsela a la Virgen
con objeto de que nos ayude en todo momento.
Bernardo se
echó a reír en son de burla al escuchar a su hermano.
-No te
rías, hermano -se atrevió a decir Antonio. No creo que mis palabras puedan
molestarte. Ya sabes que te quiero mucho.
-Deja de
hablar de bobadas y de monsergas -clamó bruscamente Bernardo. No quiero saber
nada de ternezas ni de ermitas. Yo pienso en cosas más importantes.
-Sí,
Bernardo. Lo que tú quieras. No deseo que te enfades.
-Mira el
cielo -indicó Bernardo; las nubes están aborregadas y eso quiere decir que
pronto tendremos tormenta. No podemos descansar ni un minuto. ¡Vamos, date
prisa! Nos refugiaremos en aquella cueva que hay debajo de aquella roca.
-¿No sería
mejor, Bernardo, apresurar el paso y llegar hasta la ermita? Allí estaríamos
más seguros que en esta cueva...
-¡Vaya con
la dichosa ermita! No piensas en nada más...
-¡No te
enfades, Bernardo! Ya sé que no te gustan esas cosas... No eres amigo de la
Virgen, ¿verdad?
-¡Vamos!
¡De prisa! No quiero oír más sandeces.
-Está bien,
haré lo que tú dices. ¡Vamos a la cueva!
Antonio procuró
seguir a su hermano, pero éste, al no llevar impedimenta, avanzaba tan
rápidamente que dejaba muy atrás al pobre Antonio. Éste suplicó:
-Espera,
hermano. No corras tan de prisa. El zurrón pesa mucho y no puedo seguir tu
paso. Si sigues así pronto te perderé de vista.
-Si te
quedas atrás la culpa será sólo tuya. Perdiste el tiempo miserable-mente
despidiéndote de madre como si nunca la fueras a ver. Y ahora la tormenta se
nos echa encima.
-¡Pobre
madre! ¡Me daba tanta pena! Ella está sola y nos echará mucho de menos.
-Eres
demasiado sensible. Nunca harás nada en este mundo. En fin, ve de prisa y deja
de hablar tanto...
Al poco
rato de andar los dos hermanos oyeron el murmullo de una cascada que caía desde
unos veinte pies de altura. Se internaron por una estrecha senda y llegaron a
la orilla del río.
El viento
silbaba entre la espesura y los abedules se agitaban violenta-mente bajo su
impulso. El cielo se había oscurecido total-mente y la tormenta estaba a punto
de estallar.
Finalmente,
Bernardo y Antonio pudieron entrar en la cueva para guarecerse. Poco después
estallaba la tormenta. La fuerza del viento había crecido y los árboles
parecían lamentarse con aullidos; el agua de la cascada rebramaba como una
fiera hambrienta y hasta las rocas parecían querer desgajarse bajo los rayos
abrasadores.
Impresionado
por aquel espectáculo, Antonio se arrodilló, sacó del zurrón una pequeña imagen
de la Virgen, la colocó ante sí y arrodillándose empezó a rezar invocando la
ayuda del cielo.
-¡Virgen
del cielo, Señor y Dios mío! ¡Ayúdanos en estas circuns-tancias! ¡No nos dejes
de tu mano! Padrenuestro que estás en los cielos...
-¡Vamos,
déjate de rezos y de monsergas! -gritó Bernardo.
-¡Dios mío!
¡No nos dejes de tu mano! ¡Madre de Dios, sálvanos!
Bernardo no
podía contener su indignación al ver a su hermano arrodillado y rezando. Al ver
que seguía sin hacer caso de sus palabras acabó por decirle:
-¡Levántate
ya y vamos a comer! El camino ha sido largo y tengo hambre. Ahora es el momento
de hacerlo. Cuando termine la tormenta ya no podremos detenernos más. No queda
mucho antes de llegar al pueblo.
Antonio
obedeció a su hermano como hacía siempre. Le entregó el zurrón que contenía la
comida y esperó que Bernardo repartiera las provisiones. Éste lo hizo en
seguida pero dando a su hermano la peor parte.
En el
momento en que Antonio iba a empezar su pobre comida un ruido en la entrada de
la cueva le hizo levantar los ojos. Vio a una mujer con un niño pequeñín, de
unos tres años, mal trajeado y con aspecto muy pobre, avanzar hacia el interior
de la cueva donde ellos estaban.
-Un poco de
pan para este niño, por amor de Dios -suplicó la mujer.
Bernardo
hizo un gesto de desprecio y siguió comiendo, pero Antonio, que tenía la ración
intacta, se la entregó entera a la pobre mujer. Al oír a la mendiga, Antonio se
había sentido conmovido. Recordaba que también su madre había mendigado pan
para ellos cuando eran chiquitines. Pero aún le pareció insuficiente haber dado
toda su comida y desprendiéndose del pobre abrigo que llevaba envolvió con él
el aterido cuerpo del niño.
El pequeñín
le miraba fijamente con sus ojos hermosos y la madre le sonrió con expresión de
gratitud.
-¡La Virgen
recompensará tu bondad, hijo mío! -le dijo la mujer.
Bernardo
que había ya terminado de comer se atrevió a decir entonces:
-¡Sí, sí,
la Virgen recompensará tu bondad! ¿Y quién te quitará el hambre durante el
camino?
A estas
palabras Antonio no contestó. Miró con tristeza a su hermano y luego observó a
la mujer. Ésta se alejó llevando de la mano al niño.
Bernardo se
acercó a la boca de la cueva y comprobó que la tormenta iba cediendo. El sol
brillaba por entre las últimas nubes; el horizonte se aclaraba por momentos y
algunos pájaros empezaban a posarse alegremente sobre las copas de los árboles.
Pero Bernardo no se fijaba en esto; un ruido extraño atraía toda su atención.
Quiso salir de la cueva, pero retrocedió en seguida. En su rostro la ironía y
el orgullo habían dejado paso al espanto. Lo que Bernardo veía era para
impresionar al más impávido: la lluvia había hecho que las aguas del río se
salieran de madre y se desbordaran. De forma implacable avanzaban por momentos
y pronto llegarían a la entrada de la cueva.
La mujer y
el niño habían vuelto a entrar en la cueva y unidos a Antonio oraban
fervorosamente.
Las aguas
empezaron a entrar en la cueva y mojaron los pies de los tres orantes, pero
allí se detuvieron como si temieran estropear la armonía de aquel grupo
familiar.
Bernardo,
aterrorizado, se despojó de las ropas y se lanzó sobre las ondas. Al cabo de un
rato de nadar consiguió llegar a una gran roca y asirse a ella con todas sus
fuerzas.
Antonio
llamó a su hermano con grandes voces:
-¡Bernardo!
¡Bernardo! ¡Por nuestra madre! ¡Vuelve aquí y ayuda a este niño y a su madre!
¡Ven! No te pido ayuda para mí... ¡No te alejes, Bernardo! ¡Yo no puedo
hacerlo, no sé nadar!
Pero
Bernardo no escuchaba las palabras de su hermano. Seguía trepando por la
roca...
-Mi hermano
no es malo -decía Antonio a la madre y al niño, intentando disculparle. No me
ha oído. El miedo le impulsa a obrar así -añadía el muchacho que no podía dejar
de querer a Bernardo aunque le viera llegar a tales extremos de crueldad y
egoísmo.
El agua
continuaba subiendo de modo alarmante. Antonio comprendió que había llegado su
última hora y empezó a rezar. La madre sostenía en alto al niño para evitar que
el agua le cubriera. Pero de pronto Antonio vio algo que le emocionó
grandemente: la madre y el niño se habían transfigurado. Ya no tenían aquellos
rostros macilentos a causa del "hambre y las privaciones; ahora se
hallaban radiantes y en sus frentes habían aparecido hermosas aureolas
brillantes que iluminaban con luz divina el interior de la cueva.
Al observar
aquellos rostros Antonio recordaba las imágenes que se veneraban en la ermita
de Flor de Acebos. Hubiera querido decir algo, pero en vano las palabras
pugnaban por salir de su boca.
Ya no se
oía el ruido de las aguas que habían ido bajando hasta que la cueva quedó seca
totalmente.
-¡Vamos,
Antonio, síguenos! -dijo la Señora.
El muchacho
obedeció. El valle entero había vuelto a cobrar la fisonomía habitual. Por un
momento parecía que todo aquello hubiera sido un mal sueño. Pero su hermano no
estaba allí. No, no era un sueño. Antonio volvió los ojos hacia donde le había
visto por última vez y le descubrió allí, asido a la gigantesca roca por la que
había comenzado a trepar. Sus manos y sus pies parecían clavados en ella y le
era imposible desasirse.
Bernardo
pugnaba vanamente por desprenderse de la roca, pero cuantos más esfuerzos hacía
más se aferraban sus carnes a ella.
Antonio
quiso acudir en su ayuda, pero la Virgen y el Niño Jesús le hicieron ver que
era un castigo por su dureza de corazón y que aún podría lograr el perdón de
Dios si se arrepentía sinceramente de sus pecados.
-¡Antonio!
¡Sálvame! ¡Socorro! Siento como si mi cuerpo se petrificara. ¡No me abandones,
hermano!
-¡Implora a
la Virgen, Bernardo! ¡Ruega a Dios! -le decía con lágrimas en los ojos el pobre
Antonio, aterrorizado al ver el sufrimiento de su hermano.
Pero el
desgraciado seguía obstinado en su egoísmo e irreligiosidad[1].
Sólo pensaba en salvarse, pero no se acordaba de Dios para nada. Y allí seguía
aferrado el infeliz sin que Antonio pudiera hacer nada por él. Se condenó
irremisiblemente habiendo tenido la salvación en sus manos. Esto es lo que
sucede a todos los que se burlan de las cosas santas y llegan al fin de sus
días sin haber implorado el perdón del Señor.
Antonio,
por su parte, por haber sido bueno, recibió su recompensa. Salvó su vida y
regresó a su casa donde su madre le acogió con lágrimas en los ojos y más al
enterarse del triste fin de su otro hijo.
Esta
leyenda ha tenido muchas versiones. Unos aseguran que la madre y hijo eran la
Virgen y el Niño Jesús.
Hay quien
dice que el hermano de Antonio subió a la roca al salir de la cueva y se cayó
desde gran altura. Pero otros afirman que la roca es el cuerpo petrieficado de
Bernardo.
Leyenda religiosa
Fuente: Roberto de Ausona
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[1]La idea del castigo y del
premio por las malas y buenas acciones abunda en el acervo legendario de todos
los países. Por ello hemos incluido esta leyenda que capta plenamente la cara y
la cruz de la conducta humana.
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