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martes, 5 de noviembre de 2013

La fundación de santes creus

Los hechos que vamos a contar tuvieron lugar en 1148, en una época en que en el condado de Barcelona reinaba la mayor confusión a causa de las luchas entre dos familias rivales, los Castellví y los Cervelló.
Estas disensiones no eran de extrañar en la época y tampoco que el rey no pudiera poner coto a ellas, pues su poder era bastante menguado. Los monarcas necesitaban a la nobleza para emprender guerras contra la morisma y por ello les dejaban actuar a su antojo en el interior del país. A causa de ello las guerras civiles proliferaban a todo lo largo y ancho de la geografía.
En cierta ocasión en que el conde de Barcelona puso sitio a Tortosa para arrebatarla a los moros, los partidarios de los Castellví y los Cervelló aprovecharon la ausencia del monarca para reanudar su guerra intestina. Esta vez la lucha adquirió gravedad inusitada y el conde no vio otra alternativa que desplazarse personalmente. Abandonó el cerco de Tortosa y confió la dirección bélica a don Ramón de Montcada. Éste era un caballero muy valiente y buen estratega. En ausencia de su señor consiguió rematar la empresa y apoderarse de la plaza de Tortosa. El conde, agradecido, le entregó en señorío una parte de la ciudad por él conquistada.
Don Ramón era pariente del señor de Cervelló, pero todo el mundo fiaba en su nobleza de miras para que aprovechando su ganado prestigio consiguiera una tregua entre ambas familias rivales. Pero no sucedió así. Don Ramón se reafirmó en sus preferencias y no hizo otra cosa que sembrar el pánico en el bando de los Castellví.
Los Castellví se vieron perdidos al darse cuenta de que el de Montcada se declaraba contra ellos. Se reunieron en el castillo de Rosanes y deliberaron sobre lo que convenía hacer.
-Es preciso acabar con don Ramón de Montcada -decía uno.
-Si no lo hacemos así nos exterminará a todos -razonaba otro.
-No hay otra solución -exclamaron otros caballeros.
La mayoría era de este parecer, pero entonces se levantó a exponer su opinión don Berenguer de Viladesols, que hasta entonces había permanecido en silencio.
-Reconozco que el señor de Montcada es un gran peligro para todos nosotros por el odio que alberga su ánimo...
-Muy bien -exclamaron varios de los presentes, creyendo que don Berenguer se sumaba a la mayoría.
-He de afirmar ante todos que a pesar de ser Montcada un grave obstáculo me opongo a que sea muerto.
Un rumor de descontento acogió estas últimas palabras, pero don Berenguer gozaba de un gran prestigio v nadie se atrevió a impedir que continuara hablando.
-No creo que sea necesario llegar hasta este extremo -repuso con voz firme.
-¿Qué haremos entonces? -preguntó uno.
-¿Dejaremos que nos exterminen ellos? -inquirió otro.
-Existe un medio para eliminar a Montcada sin derramamiento de sangre.
Un murmullo de duda y hasta de asombro acogió las palabras de don Berenguer. Pero los asistentes sabían que éste no hablaba por hablar y dejaron que expusiera su plan.
-¡Escuchad todos! He ahí lo que os propongo y estoy seguro que me daréis la razón. Don Ramón es muy valiente y se aventura a salir solo por lugares intrincados seguro de su fuerza. A veces regresa a Barcelona a horas muy avanzadas de la noche...
-Ya comprendo, don Berenguer -interrumpió uno de los presentes. Esto nos permitirá eliminarle impunemente.
-¡No! ¡De ninguna manera! -gritó Berenguer. No habéis comprendido nada y exijo que no se me interrumpa. Os advierto que si no prometéis respetar su vida yo mismo advertiré a Montcada del peligro que corre. De ese modo ya nada podrá hacerse.
-¡Muy bien! Aceptamos lo que decís -repuso uno de los que gozaban de mayor predicamento en la reunión. Y ahora, decidnos: ¿qué hay que hacer?
-Pues tenderle una emboscada en el sitio más a propósito -explicó Berenguer. Nos apoderaremos de su persona; si hace resistencia se le hiere para debilitar sus fuerzas, pero respetando siempre su vida.
-Acepto vuestro plan, don Berenguer- habló ahora el señor de Castellví que hasta aquel momento no había intervenido en el debate-. Escogeré yo mismo seis hombres, los más valientes, y los mandaré al lugar designado.
-No serán suficientes -afirmó don Berenguer de Viladesols. Serán precisos doce. Yo he visto luchar al de Montcada y sé lo que digo. Costará mucho apresarle y quizás alguno de nuestros hombres caiga herido o muerto. Pero todo será mejor que cometer un acto contra el de Montcada.
-Pero, decidme -inquirió el señor de Castellví, a pesar de que me parece muy bien vuestro plan, tengo una duda: ¿No se enfurecerán más contra nosotros los Cervelló al saber que hemos capturado a don Ramón de Montcada?
-La pregunta está bien hecha -aseveró don Berenguer, pero tiene una respuesta categórica: no se enfurecerán. Al contrario. Con Monteada en nuestro poder, nosotros dictaremos las condiciones a nuestros enemigos para una avenencia forzosa. Don Ramón vale mucho para nuestros enemigos los cuales harán lo que sea antes que permitir que le ocurra nada malo.
Finalmente, todos acabaron por aceptar las sagaces razones de don Berenguer de Viladesols.
Aquella misma noche los doce hombres elegidos acechaban el paso del temido león de Montcada. Seis de ellos iban a caballo, y otros seis a pie.
El combate fue terrible y tal como había supuesto Berenguer de Viladesols hubo bajas entre los atacantes: seis de ellos recibieron heridas por parte de Montcada que se defendió como un jabato, pero al final la superioridad numérica terminó por imponerse: Ramón de Montcada, furioso y acorralado, tuvo que rendirse. La predicción de Berenguer se había cumplido.

Cuando tuvieron a Ramón de Montcada en su poder, en el castillo de Rosanes, le encerraron en el más oscuro calabozo de la fortaleza sujetando sus pies con un cepo de madera como solía hacerse entonces.
Fácil es imaginar lo que sentiría el caballero catalán al verse preso y en tal estado de ignominia.
Llevaba unos días de cautiverio cuando recibió la visita de don Berenguer de Viladesols que iba a tratar de las condiciones para su rescate.
-Es preciso, don Ramón, que acatéis las condiciones, y que las hagáis cumplir a vuestros partidarios. Las dos familias deben firmar un compromiso de paz para siempre.
-No acepto ningún pacto mientras esté prisionero. Primero debe aliviarse mi condición.
-Si es alivio lo que necesitáis, descuidad -dijo el señor de Viladesols. Y entonces éste realizó una acción que iba a pagar bien cara. Se volvió hacia uno de sus acompañantes y le pidió un puñal. Cuando lo tuvo, cortó con él una pequeña astilla del.cepo que sujetaba los pies de don Ramón y entregándosela le dijo con ironía:
-Estáis complacido, don Ramón. Ahora os sentiréis algo aliviado, puesto que el cepo es más pequeño.
Aquel insulto hizo mella en el de Montcada. Era algo intolerable para un caballero como él. Con ademán alterado le dijo:
-Podéis pedir a Dios que yo no salga jamás de esta cárcel. Pero si llego a evadirme, juro que lo vais a sentir.
Sin embargo, esta amenaza no afectó a don Berenguer, pues no creía que el preso pudiera evadirse nunca de la fortaleza. No contestó palabra alguna y salió del calabozo.
Don Ramón de Montcada empezó a contar las horas. Aquel cautiverio se le hacía insufrible. Por la noche no pudo dormir. De pronto oyó unos extraños golpes en la parte extericr del muro de la mazmorra. Primero se oían muy suaves, pero luego arreciaron y fueron acompañados del sordo ruido de los cascotes que caían sobre la tierra. El de Montcada empezó a notar que su alma se llenaba de esperanza.
«¿Quién sabe -pensaba -si es alguien que viene a salvarme?»
Al cabo de una media hora se abrió un boquete en el muro y enmarcados en él aparecieron dos hombres: eran un caballero y un soldado que arriesgaban su vida por salvar la del señor de Montcada.
El caballero era don Pedro Alemán de Cervelló, que se arrojó en brazos del preso, mientras el soldado libraba sus pies del ignominioso cepo.
-¿No me conocéis, señor? -preguntó el soldado.
-Claro que te conozco, amigo Roger. Sentí mucho que me dejaras cuando el sitio de Tortosa...
-Os dejé, señor, porque tuve que atender a mi familia. Mi esposa sirve en este castillo...
-Gracias a esto ha podido ayudarnos con tanta eficacia -terminó diciendo don Pedro Alemán.
El señor de Montcada se conmovió al darse cuenta que debía su libertad y hasta su vida a aquel humilde soldado. Estrechó efusivamente sus manos y le dijo:
-Volverás a mi servicio y ya no te faltará nada en el resto de tu vida.
-Gracias, señor. Sois muy generoso.
Poco después los tres hombres salieron por el boquete del muro. En la parte de afuera había dos soldados que esperaban con los caballos ensillados.
Por el camino, los dos hombres pudieron explicar a Montcada de qué forma había sido posible liberarle. En el muro del calabozo existió tiempo atrás una ventana, tapiada cuidadosamente. Nadie conocía su existencia, pero la mujer del soldado logró averiguarlo y comunicárselo a su esposo.
Una vez libre, Montcada no pensó en otra cosa que en el desquite. Deseaba que sus ofensores fueran castigados, entre ellos don Berenguer de Viladesols. Se puso de acuerdo con otros adeptos suyos, entre ellos Pedro Alemán, el almirante Galcerán de Pinós y el vizconde de Cabrera.
Cuando Berenguer de Viladesols tuvo noticia de la huida de su prisionero huyó a Barcelona para ponerse al amparo del soberano. Éste para conjurar el peligro y evitar discordias le nombró embajador cerca del papa. Este nombramiento hacía inviolable la persona de don Berenguer. Pero don Ramón de Montcada no abandonó por esto su propósito.
El conde de Barcelona conociendo a don Ramón como le conocía dio una fuerte escolta a su legado en Roma, pero de nada le sirvió, pues los adictos del señor de Montcada sorprendieron a la comitiva a las puertas de Barcelona y prendieron a don Berenguer.
El prisionero fue conducido al castillo de Montcada en donde ya estaba formado un tribunal encargado de juzgarle. Lo componían don Pedro Alemán, el almirante Galcerán, Guillen de Anglesola y el vizconde Ponce de León.
-Sois mi prisionero -exclamó el de Montcada- y se os va a juzgar con equidad; no voy a poneros cepo como vos hicisteis conmigo.
-Protesto ante vos y estos señores. Nadie puede juzgarme, si no es el conde de Barcelona -declaró don Berenguer.
-Para juzgaros basta estar de acuerdo con la justicia -respondió don Ramón de Montcada. Os aseguro que ni el conde de Barcelona podrá impedir que la sentencia que se dicte contra vos sea cumplida.
Don Berenguer de Viladesols no volvió a despegar los labios; sabía que era inútil pedir justicia ni clemencia.
Los caballeros allí reunidos procedieron a juzgar al preso y mencionaron los cargos que tenían contra él y las ofensas inferidas al señor de Montcada. Luego se le condenó a muerte por unanimidad. Una hora después se ejecutó la sentencia sin que nadie opusiera la menor objeción.

Fácil es darse cuenta de la indignación que la muerte de don Berenguer produjo en el ánimo del conde de Barcelona. El soberano se declaró enemigo del de Montcada por haber desobedecido sus órdenes y atentado contra un embajador nombrado por él y que como tal era inviolable. El de Montcada hubiera podido resistir a su rey, pues contaba con adictos suficientes, pero prefirió alejarse de sus tierras y dirigirse a Aragón.
El conde confiscó sus tierras, bienes y castillos; pero esta situación no duró mucho. Era muy grande la influencia del señor de Montcada en el condado y muchos los servicios prestados con anterioridad para que se le postergase indefinidamente. Además, don Ramón de Montcada le había prestado últimamente un gran servicio al facilitar por su mediación el matrimonio del conde catalán con doña Petronila, princesa aragonesa, contribuyendo de tal manera a la unión de los reinos de Cataluña y Aragón.
El conde de Barcelona le devolvió todo lo confiscado y solicitó del papa le fuera perdonada la ofensa inferida al atentar contra un embajador de la Santa Sede[1]. El Padre Santo le perdonó, pero como penitencia le impuso una condición a la cual se debe una de las más valiosas joyas de la arquitectura cristiana: la erección del monasterio de Santes Creus. En efecto, el monasterio tenía que ser levantado a expensas de Ramón de Montcada y de todos los caballeros que participaron en la sentencia contra Berenguer de Viladesols. Y como don Ramón y sus adictos eran muy buenos cristianos cumplieron la penitencia con agrado y devoción. Gracias a ello, Cataluña cuenta hoy con un hermoso monumento de la fe dedicado a enaltecer el cristianismo.

Leyenda religiosa

Fuente: Roberto de Ausona

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[1]  Este desacato del de Montcada a la autoridad real, el juicio contra Berenguer y el ulterior perdón obedecían a circunstancias de aquella época, aunque ahora todo ello nos parezca extraño e injusto.

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