Los hechos
que vamos a contar tuvieron lugar en 1148, en una época en que en el condado de
Barcelona reinaba la mayor confusión a causa de las luchas entre dos familias
rivales, los Castellví y los Cervelló.
Estas
disensiones no eran de extrañar en la época y tampoco que el rey no pudiera
poner coto a ellas, pues su poder era bastante menguado. Los monarcas
necesitaban a la nobleza para emprender guerras contra la morisma y por ello
les dejaban actuar a su antojo en el interior del país. A causa de ello las
guerras civiles proliferaban a todo lo largo y ancho de la geografía.
En cierta
ocasión en que el conde de Barcelona puso sitio a Tortosa para arrebatarla a
los moros, los partidarios de los Castellví y los Cervelló aprovecharon la
ausencia del monarca para reanudar su guerra intestina. Esta vez la lucha
adquirió gravedad inusitada y el conde no vio otra alternativa que desplazarse
personalmente. Abandonó el cerco de Tortosa y confió la dirección bélica a don Ramón
de Montcada. Éste era un caballero muy valiente y buen estratega. En ausencia
de su señor consiguió rematar la empresa y apoderarse de la plaza de Tortosa.
El conde, agradecido, le entregó en señorío una parte de la ciudad por él
conquistada.
Don Ramón
era pariente del señor de Cervelló, pero todo el mundo fiaba en su nobleza de
miras para que aprovechando su ganado prestigio consiguiera una tregua entre
ambas familias rivales. Pero no sucedió así. Don Ramón se reafirmó en sus
preferencias y no hizo otra cosa que sembrar el pánico en el bando de los
Castellví.
Los
Castellví se vieron perdidos al darse cuenta de que el de Montcada se declaraba
contra ellos. Se reunieron en el castillo de Rosanes y deliberaron sobre lo que
convenía hacer.
-Es preciso
acabar con don Ramón de Montcada -decía uno.
-Si no lo
hacemos así nos exterminará a todos -razonaba otro.
-No hay
otra solución -exclamaron otros caballeros.
La mayoría
era de este parecer, pero entonces se levantó a exponer su opinión don
Berenguer de Viladesols, que hasta entonces había permanecido en silencio.
-Reconozco
que el señor de Montcada es un gran peligro para todos nosotros por el odio que
alberga su ánimo...
-Muy bien
-exclamaron varios de los presentes, creyendo que don Berenguer se sumaba a la
mayoría.
-He de
afirmar ante todos que a pesar de ser Montcada un grave obstáculo me opongo a
que sea muerto.
Un rumor de
descontento acogió estas últimas palabras, pero don Berenguer gozaba de un gran
prestigio v nadie se atrevió a impedir que continuara hablando.
-No creo
que sea necesario llegar hasta este extremo -repuso con voz firme.
-¿Qué
haremos entonces? -preguntó uno.
-¿Dejaremos
que nos exterminen ellos? -inquirió otro.
-Existe un
medio para eliminar a Montcada sin derramamiento de sangre.
Un murmullo
de duda y hasta de asombro acogió las palabras de don Berenguer. Pero los
asistentes sabían que éste no hablaba por hablar y dejaron que expusiera su
plan.
-¡Escuchad
todos! He ahí lo que os propongo y estoy seguro que me daréis la razón. Don
Ramón es muy valiente y se aventura a salir solo por lugares intrincados seguro
de su fuerza. A veces regresa a Barcelona a horas muy avanzadas de la noche...
-Ya
comprendo, don Berenguer -interrumpió uno de los presentes. Esto nos permitirá
eliminarle impunemente.
-¡No! ¡De
ninguna manera! -gritó Berenguer. No habéis comprendido nada y exijo que no se
me interrumpa. Os advierto que si no prometéis respetar su vida yo mismo
advertiré a Montcada del peligro que corre. De ese modo ya nada podrá hacerse.
-¡Muy bien!
Aceptamos lo que decís -repuso uno de los que gozaban de mayor predicamento en
la reunión. Y ahora, decidnos: ¿qué hay que hacer?
-Pues
tenderle una emboscada en el sitio más a propósito -explicó Berenguer. Nos
apoderaremos de su persona; si hace resistencia se le hiere para debilitar sus
fuerzas, pero respetando siempre su vida.
-Acepto
vuestro plan, don Berenguer- habló ahora el señor de Castellví que hasta aquel
momento no había intervenido en el debate-. Escogeré yo mismo seis hombres, los
más valientes, y los mandaré al lugar designado.
-No serán
suficientes -afirmó don Berenguer de Viladesols. Serán precisos doce. Yo he
visto luchar al de Montcada y sé lo que digo. Costará mucho apresarle y quizás
alguno de nuestros hombres caiga herido o muerto. Pero todo será mejor que
cometer un acto contra el de Montcada.
-Pero,
decidme -inquirió el señor de Castellví, a pesar de que me parece muy bien
vuestro plan, tengo una duda: ¿No se enfurecerán más contra nosotros los
Cervelló al saber que hemos capturado a don Ramón de Montcada?
-La
pregunta está bien hecha -aseveró don Berenguer, pero tiene una respuesta
categórica: no se enfurecerán. Al contrario. Con Monteada en nuestro poder,
nosotros dictaremos las condiciones a nuestros enemigos para una avenencia forzosa.
Don Ramón vale mucho para nuestros enemigos los cuales harán lo que sea antes
que permitir que le ocurra nada malo.
Finalmente,
todos acabaron por aceptar las sagaces razones de don Berenguer de Viladesols.
Aquella
misma noche los doce hombres elegidos acechaban el paso del temido león de
Montcada. Seis de ellos iban a caballo, y otros seis a pie.
El combate
fue terrible y tal como había supuesto Berenguer de Viladesols hubo bajas entre
los atacantes: seis de ellos recibieron heridas por parte de Montcada que se
defendió como un jabato, pero al final la superioridad numérica terminó por
imponerse: Ramón de Montcada, furioso y acorralado, tuvo que rendirse. La
predicción de Berenguer se había cumplido.
Cuando
tuvieron a Ramón de Montcada en su poder, en el castillo de Rosanes, le
encerraron en el más oscuro calabozo de la fortaleza sujetando sus pies con un
cepo de madera como solía hacerse entonces.
Fácil es
imaginar lo que sentiría el caballero catalán al verse preso y en tal estado de
ignominia.
Llevaba
unos días de cautiverio cuando recibió la visita de don Berenguer de Viladesols
que iba a tratar de las condiciones para su rescate.
-Es
preciso, don Ramón, que acatéis las condiciones, y que las hagáis cumplir a
vuestros partidarios. Las dos familias deben firmar un compromiso de paz para
siempre.
-No acepto
ningún pacto mientras esté prisionero. Primero debe aliviarse mi condición.
-Si es
alivio lo que necesitáis, descuidad -dijo el señor de Viladesols. Y entonces
éste realizó una acción que iba a pagar bien cara. Se volvió hacia uno de sus
acompañantes y le pidió un puñal. Cuando lo tuvo, cortó con él una pequeña
astilla del.cepo que sujetaba los pies de don Ramón y entregándosela le dijo
con ironía:
-Estáis
complacido, don Ramón. Ahora os sentiréis algo aliviado, puesto que el cepo es
más pequeño.
Aquel
insulto hizo mella en el de Montcada. Era algo intolerable para un caballero
como él. Con ademán alterado le dijo:
-Podéis
pedir a Dios que yo no salga jamás de esta cárcel. Pero si llego a evadirme, juro
que lo vais a sentir.
Sin
embargo, esta amenaza no afectó a don Berenguer, pues no creía que el preso
pudiera evadirse nunca de la fortaleza. No contestó palabra alguna y salió del
calabozo.
Don Ramón
de Montcada empezó a contar las horas. Aquel cautiverio se le hacía insufrible.
Por la noche no pudo dormir. De pronto oyó unos extraños golpes en la parte
extericr del muro de la mazmorra. Primero se oían muy suaves, pero luego
arreciaron y fueron acompañados del sordo ruido de los cascotes que caían sobre
la tierra. El de Montcada empezó a notar que su alma se llenaba de esperanza.
«¿Quién
sabe -pensaba -si es alguien que viene a salvarme?»
Al cabo de
una media hora se abrió un boquete en el muro y enmarcados en él aparecieron
dos hombres: eran un caballero y un soldado que arriesgaban su vida por salvar
la del señor de Montcada.
El
caballero era don Pedro Alemán de Cervelló, que se arrojó en brazos del preso,
mientras el soldado libraba sus pies del ignominioso cepo.
-¿No me
conocéis, señor? -preguntó el soldado.
-Claro que
te conozco, amigo Roger. Sentí mucho que me dejaras cuando el sitio de
Tortosa...
-Os dejé,
señor, porque tuve que atender a mi familia. Mi esposa sirve en este
castillo...
-Gracias a
esto ha podido ayudarnos con tanta eficacia -terminó diciendo don Pedro Alemán.
El señor de
Montcada se conmovió al darse cuenta que debía su libertad y hasta su vida a
aquel humilde soldado. Estrechó efusivamente sus manos y le dijo:
-Volverás a
mi servicio y ya no te faltará nada en el resto de tu vida.
-Gracias,
señor. Sois muy generoso.
Poco
después los tres hombres salieron por el boquete del muro. En la parte de
afuera había dos soldados que esperaban con los caballos ensillados.
Por el
camino, los dos hombres pudieron explicar a Montcada de qué forma había sido
posible liberarle. En el muro del calabozo existió tiempo atrás una ventana,
tapiada cuidadosamente. Nadie conocía su existencia, pero la mujer del soldado
logró averiguarlo y comunicárselo a su esposo.
Una vez
libre, Montcada no pensó en otra cosa que en el desquite. Deseaba que sus
ofensores fueran castigados, entre ellos don Berenguer de Viladesols. Se puso
de acuerdo con otros adeptos suyos, entre ellos Pedro Alemán, el almirante
Galcerán de Pinós y el vizconde de Cabrera.
Cuando
Berenguer de Viladesols tuvo noticia de la huida de su prisionero huyó a
Barcelona para ponerse al amparo del soberano. Éste para conjurar el peligro y
evitar discordias le nombró embajador cerca del papa. Este nombramiento hacía
inviolable la persona de don Berenguer. Pero don Ramón de Montcada no abandonó
por esto su propósito.
El conde de
Barcelona conociendo a don Ramón como le conocía dio una fuerte escolta a su
legado en Roma, pero de nada le sirvió, pues los adictos del señor de Montcada
sorprendieron a la comitiva a las puertas de Barcelona y prendieron a don
Berenguer.
El
prisionero fue conducido al castillo de Montcada en donde ya estaba formado un
tribunal encargado de juzgarle. Lo componían don Pedro Alemán, el almirante
Galcerán, Guillen de Anglesola y el vizconde Ponce de León.
-Sois mi
prisionero -exclamó el de Montcada- y se os va a juzgar con equidad; no voy a
poneros cepo como vos hicisteis conmigo.
-Protesto
ante vos y estos señores. Nadie puede juzgarme, si no es el conde de Barcelona
-declaró don Berenguer.
-Para
juzgaros basta estar de acuerdo con la justicia -respondió don Ramón de
Montcada. Os aseguro que ni el conde de Barcelona podrá impedir que la
sentencia que se dicte contra vos sea cumplida.
Don
Berenguer de Viladesols no volvió a despegar los labios; sabía que era inútil
pedir justicia ni clemencia.
Los
caballeros allí reunidos procedieron a juzgar al preso y mencionaron los cargos
que tenían contra él y las ofensas inferidas al señor de Montcada. Luego se le
condenó a muerte por unanimidad. Una hora después se ejecutó la sentencia sin
que nadie opusiera la menor objeción.
Fácil es
darse cuenta de la indignación que la muerte de don Berenguer produjo en el
ánimo del conde de Barcelona. El soberano se declaró enemigo del de Montcada
por haber desobedecido sus órdenes y atentado contra un embajador nombrado por
él y que como tal era inviolable. El de Montcada hubiera podido resistir a su
rey, pues contaba con adictos suficientes, pero prefirió alejarse de sus
tierras y dirigirse a Aragón.
El conde
confiscó sus tierras, bienes y castillos; pero esta situación no duró mucho.
Era muy grande la influencia del señor de Montcada en el condado y muchos los
servicios prestados con anterioridad para que se le postergase indefinidamente.
Además, don Ramón de Montcada le había prestado últimamente un gran servicio al
facilitar por su mediación el matrimonio del conde catalán con doña Petronila,
princesa aragonesa, contribuyendo de tal manera a la unión de los reinos de
Cataluña y Aragón.
El conde de
Barcelona le devolvió todo lo confiscado y solicitó del papa le fuera perdonada
la ofensa inferida al atentar contra un embajador de la Santa Sede[1].
El Padre Santo le perdonó, pero como penitencia le impuso una condición a la
cual se debe una de las más valiosas joyas de la arquitectura cristiana: la
erección del monasterio de Santes Creus. En efecto, el monasterio tenía que ser
levantado a expensas de Ramón de Montcada y de todos los caballeros que
participaron en la sentencia contra Berenguer de Viladesols. Y como don Ramón y
sus adictos eran muy buenos cristianos cumplieron la penitencia con agrado y
devoción. Gracias a ello, Cataluña cuenta hoy con un hermoso monumento de la fe
dedicado a enaltecer el cristianismo.
Leyenda religiosa
Fuente: Roberto de Ausona
0.003.3 anonimo (españa) - 024
[1] Este desacato del
de Montcada a la autoridad real, el juicio contra Berenguer y el ulterior
perdón obedecían a circunstancias de aquella época, aunque ahora todo ello nos
parezca extraño e injusto.
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